La irresistible canción de los expatriados

La música sirve como consuelo del hogar abandonado y distante y, si es lo suficientemente buena, hace que los nuevos vecinos miren con mejores ojos al recién llegado. En el caso de los colombianos que se fueron para Venezuela y que ahora vuelven –como un torrente en reversa en el que se mezclan los venezolanos– el vallenato es la música de la diáspora y del regreso a casa. 

POR Sinar Alvarado

Enero 27 2021
Ilustración Expatriados acordeon

Ilustración de Diego Cadena.

Fui bautizado por la Iglesia, pero en casa recordamos con fervor a una trinidad más terrenal. Aquella tarde, después del agüita en la pila bautismal, nos fuimos al patio de la casa de mi abuelo, en San Diego, muy cerca de Valledupar, para celebrar con los tres artistas que mi familia había contratado. Leandro Díaz (“cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana”) cantó varias de sus canciones; mientras Toño Salas, hermano menor del viejo Emiliano Zuleta (“díganle a Toño, a Toño mi hermano, que él está muy pollo, ay, y yo soy muy gallo”), tocaba el acordeón. El golpe seco de la caja resonó bajo las palmas de Rodolfo Castilla, hijo de otro cajero consagrado, Cirino Castilla, quien había muerto durante un concierto en pleno Festival Vallenato.

Era 1977 y mi primera parranda fue también la última que bailamos como vallenatos habitantes de su tierra. Unos meses después, junto a miles de migrantes, nos fuimos rumbo a Venezuela.

En el viaje nos llevamos muchas cosas; entre ellas, la música. Discos bien empacados de Los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Diomedes Díaz, el Binomio de Oro y tantos más. Recuerdo muchas tardes de mi infancia sentado frente al tocadiscos, estudiando aquellas portadas, mientras me preguntaba quiénes eran esos hombres famosos de camisas coloridas que sonreían rodeados de acordeones.

En mi familia la música fue el oxígeno que nos permitió sobrevivir a la nostalgia. Y la cuerda que durante décadas nos mantuvo atados a un puerto lejano en Colombia.

 

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El vallenato, hijo de la diáspora y la mezcla, fue desde sus inicios un género andariego, como andariegos han sido también los instrumentos que usamos para interpretarlo.

Félix Carrillo Hinojosa es un investigador y compositor guajiro que vive en Bogotá. Ha escrito muchos artículos sobre el vallenato, y varios cantantes han grabado más de 250 canciones suyas. Carrillo se anima y señala que el acordeón primigenio, llamado sheng, nació en China, donde inventaron los primeros órganos soplados en el año 3000 a. C. Mucho más tarde, a principios del siglo xix, surgieron en Europa nuevos instrumentos, descendientes de los orientales, y el acordeón moderno terminó de desarrollarse con aportes de inventores en Alemania y Austria.

–Después el acordeón entra a Colombia por los puertos de La Guajira. Y por ahí también llegan los esclavos negros que trajeron de África el tambor –dice Carrillo.

Y recuerda que del tambor desciende la caja, el instrumento que se suma al acordeón europeo y a la guacharaca indígena para producir esta música que conocemos como vallenato. Un ritmo hijo del viaje y del viento tenía que resultar adecuado para acompañar a millones de migrantes durante sus travesías.

En La Guajira, dice Carrillo, el auge del contrabando a finales del siglo xix y principios del xx estimuló la importación de mercancías variadas: licores, telas, cigarrillos. Y acordeones. Esta abundancia masificó también la música producida por esos instrumentos, y así nuestra frontera del norte se convirtió en el centro de un fenómeno musical que iba a irradiar a Colombia y Venezuela más allá de la línea imaginaria que los divide.

A partir de los años sesenta del siglo pasado, según Migración Colombia, 117.000 colombianos dejaron su país para probar suerte en el exterior. Muchos de ellos eligieron Venezuela, y allá se instalaron para trabajar como peones en las fincas del sur del lago de Maracaibo, en las tierras ricas y fértiles del estado Zulia. Entre ellos, casi como uno más, iba Luis Enrique Martínez, “el Pollo Vallenato”, un acordeonista, compositor y cantante que dedicó varios años a lidiar con el ganado de los terratenientes venezolanos.

Estos migrantes no tenían fortuna, pero tampoco iban con las manos vacías.

–¿Qué llevaba esa gente? –se pregunta hoy Carrillo–. Sus decires y sus saberes. El hecho musical era lo que ellos llevaban en las alforjas. La música vallenata es un viaje del alma musical de la provincia.

Con la migración colombiana hacia Venezuela empezó un fenómeno de exportación cultural.

 

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En la rica Venezuela de los siglos xix y xx se practicó desde el Estado una política migratoria de puertas abiertas, y gracias a ella entró gente de países diversos. Dentro de ese fenómeno, los colombianos fuimos el grupo más numeroso, pero también el más pobre. Los italianos cocinaban su pasta o dirigían grandes construcciones en ciudades modernas que no paraban de crecer. Los portugueses regentaban panaderías, y los españoles tascas donde los venezolanos se acostumbraron a comer buena cocina ibérica. Los chinos y los árabes prosperaban con restaurantes y comercios de todo tipo. Mientras los colombianos, en su inmensa mayoría, trabajaban como albañiles, empleados domésticos o en las fincas ganaderas en condiciones muy injustas.

Éramos muchos, y hubo desesperados que llegaron a delinquir. Durante los ochenta y los noventa, los periódicos venezolanos publicaban con frecuencia titulares en que el gentilicio “colombiano” casi siempre abría noticias de robos, prostitución y narcotráfico. Esto generó una xenofobia palpable y unos cuantos emigrados empezaron a esconder su origen con vergüenza. Ahora, cuando el flujo migratorio se invirtió, muchos hijos y nietos de colombianos desempolvan su vínculo secreto para conseguir una cédula que les permita vivir y trabajar en el país de sus ancestros.

Pero ese no fue nuestro caso. En casa hablábamos de nuestra tierra todos los días. Recreábamos puertas adentro una nación que, aunque estaba lejos, seguía latiendo con fuerza dentro de nosotros. Mi padre y mi madre hacían esfuerzos pedagógicos permanentes para convencernos de que debíamos sentir orgullo de nuestro origen. Colombia era un país desigual y violento, pero también había parido a grandes escritores y otros artistas. Era una tierra ancha y hermosa, con una cocina rica y variada, en donde no se paraba de componer buena música. En especial, el vallenato: un aporte que nuestra pequeña región había hecho al país y al mundo.

 

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En Venezuela, la música vallenata sirvió como una cabeza de playa en la estrategia de conquista del nuevo territorio. Nadie lo planeó, pero así ocurrió. En sus celebraciones y en su rutina diaria, los expatriados ponían a sonar sus aparatos cada vez con mayor confianza, porque sentían que el proceso de apropiación avanzaba sin una resistencia efectiva.

Ernesto Mora, un antropólogo de Maracaibo que emigró a Ecuador, ha estudiado el vallenato como manifestación cultural durante el proceso de migración colombiana en Venezuela. En una charla telefónica desde Quito, Mora dice que la música, junto a la comida y otras costumbres, forma parte del “dibujo” que los migrantes van haciendo poco a poco hasta reconstruir su identidad en el nuevo escenario. Es como llevarse la casa a cuestas.

–El vallenato sirvió para ir delimitando el espacio en Venezuela. Hay barrios completos o buses donde solo se oye esa música. Es como un pedazo de Colombia que va viajando por esas ciudades. Y suena a todo volumen, para decir con claridad “aquí estoy”.

Según Mora, no se trata solo de nostalgia o placer. El migrante, que podría oír su música con un par de audífonos, la pone a todo taco para enviar un mensaje: “Aquí estoy, soy una persona con derechos y no tengo que esconderme”. Es una forma de pulso con la que el expatriado va forcejeando hasta imponerse en el nuevo país.

Es, también, una victoria importante para multitudes de recién llegados que empiezan una nueva vida en suelo desconocido, siempre en desventaja. Donde todo es extraño, que al menos la música resulte familiar.

 

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De Maracaibo, la segunda ciudad más importante de Venezuela, donde crecí y me formé, efectivamente recuerdo barrios enteros poblados por colombianos de forma casi exclusiva. En Ziruma, en Sierra Maestra y en muchos otros vecindarios populares, ubicados en el noroeste de la ciudad, como buscando mayor cercanía con la tierrita de origen, los fines de semana sonaban las canciones que estaban de moda en los ochenta y noventa. Mucho Diomedes y Los Diablitos, pero sobre todo el Binomio de Oro, que fue parte de la banda sonora de mi adolescencia.

En mi casa éramos conservadores: preferíamos el vallenato clásico y veíamos con recelo el nuevo estilo que Rafael Orozco volvía cada vez más popular en toda Venezuela. Pero formábamos parte de una minoría silenciosa. Mientras nos aferrábamos al vallenato viejo, con una atención especial en la letra y la melodía, millones de colombianos emigrados y venezolanos contagiados abrazaban con emoción las nuevas creaciones que sonaban con insistencia en la radio y la televisión.

Rosendo Romero, hermano de Israel, el acordeonista del Binomio de Oro, compuso una docena de canciones para esta agrupación, y algunas de ellas (“Tu dueño”, “Canción para una amiga”, “Despedida de verano”) pegaron en Venezuela. Rosendo acompañó al Binomio en varias de sus giras por aquel país, y recuerda desde Valledupar el impacto que su música tuvo en esas tierras ajenas.

–Venezuela fue quizá el país que mayor acogida le dio al Binomio. En esa época, si querías tener éxito en un evento, tenías que incluirlos a ellos. Fue la primera agrupación colombiana que se presentó en Sábado Sensacional, un programa muy popular allá, animado por Gilberto Correa. Eso los impulsó mucho.

El Binomio entró a Venezuela atraído por la masa de colombianos que vivía allá: era un mercado listo para explorar. Los trabajadores emigrados ponían la música del Binomio, y poco tiempo después empezaron a pedirla en vivo. Así despertó el interés de algunos productores venezolanos que abrieron la plaza para esta agrupación.

Israel Romero incluso llegó a vivir largas temporadas en Maracaibo, y en 1992 compuso “Recorriendo a Venezuela”, una canción que menciona varias ciudades del país y que estuvo muy de moda en cuanto apareció. El vallenato hizo desde sus inicios muchas crónicas que recreaban la geografía del Cesar, el Magdalena y La Guajira. Con esta canción, el Binomio repitió la fórmula y empezó a narrar también la nueva tierra que estaba descubriendo.

–Esa canción fue como un lazo amistoso de una agrupación colombiana con todo el público venezolano –dice Rosendo–. Eso los convirtió en un grupo preferido, estaban en todas las ferias y eventos.

Rosendo también anota que ahora en Colombia hay muchos acordeonistas venezolanos. Como una suerte de búmeran musical, la presencia del Binomio de Oro en Venezuela estimuló una respuesta que devolvió el vallenato a su tierra, pero esta vez en manos de extranjeros asimilados a la causa.

–La música, donde la pongas, siempre será un elemento de integración social –dice Rosendo–.

 

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Junto a la comida, en efecto, la música es la principal herramienta de comunicación cultural entre los migrantes. Los colombianos llevamos a Venezuela algunos de nuestros platos; sobre todo los de la costa, porque del norte salió la mayor parte de la migración rumbo a ese país. Pero el mayor impacto lo generamos con el vallenato, que penetró todas las clases sociales en Venezuela. Para ir a las fiestas tenías que aprender a bailarlo o morías virgen.

Algunos, en un claro prejuicio esnob, veían el género por encima del hombro. El vallenato era una música “niche”: de mal gusto, de baja categoría, el baile de los obreros en sus barrios sin pavimento. Pero el ascenso fue irresistible y con el tiempo todas las clases lo aceptaron. En Venezuela, hoy, solo el reguetón puede competirle en popularidad.

Ahora, con las multitudes de venezolanos que entran a Colombia, está llegando también un flujo cultural que trae nuevos platos y acentos, nuevos “decires y saberes” que cambiarán el paisaje de este país cerrado. Muchos venezolanos tendrán la oportunidad de conocer las tierras que tanto imaginaron a partir de las canciones. Así el vallenato habrá completado su eficaz tarea de embajador involuntario.

ACERCA DEL AUTOR


Sinar Alvarado

Su reportaje sobre el "comegente" de Táchira ganó en 2006 el premio Random House Mondadori.