Los danzantes de la Tatacoa

Hay visiones que vuelven a nosotros periódicamente, con la ligereza de espejismos, con la pesadez de apariciones. Un hombre elige convertirse en fotógrafo para demostrarse a sí mismo que lo que ha visto una y otra vez, al atravesar el desierto, no solo existe en su cabeza.

POR Marta Orrantia

Enero 27 2021
foto

© El Colegio del Cuerpo | Ruven Afanador | Marca País Colombia

 

1

 

La primera vez que vi a los danzantes no me sorprendí. Íbamos en carretera, en un auto viejo sin aire acondicionado, por lo que habíamos bajado las ventanas. Mis hermanas jugaban con unas muñecas tuertas y yo miraba el mundo tergiversado que ofrecían los ochenta kilómetros de velocidad.

Tenía casi ocho años e íbamos a visitar a la tía Crucita, que vivía en Neiva, un territorio ardiente donde había más carros que personas. La tía solterona nos solía recibir con una jarra de limonada y nos llevaba a las piscinas del convento de las salesianas, una comunidad a la que siempre quiso unirse aunque nunca lo hizo por no dejar huérfanos a sus más de veinte perros.

Me gustaba viajar a donde la tía. Me gustaba subirme en el carro y mirar a través de las ventanas y recorrer distancias. Me sentía real, tangible, entre un paisaje que se perdía sin haberlo digerido.

Decía que no me sorprendieron los danzantes. Creo, viendo hacia atrás, que incluso me parecieron normales. Pasábamos por el desierto, después de todo, y en esas ocasiones siempre me agobiaba la sed. Imaginaba que nos perdíamos, o que se dañaba el carro y que debíamos pasar la noche sin agua, huyendo de los bichos monstruosos que seguro anidaban en las cuevas de la Tatacoa.

Nada más el nombre me inspiraba terror. Era el de un monstruo, una serpiente prehistórica marrón y erizada como el paisaje, árido, violento.

No creo que hubiéramos disminuido la velocidad, pero cuando vi a los danzantes llenos de tules, parecían moverse en cámara lenta como cuando los ojos se duermen viendo una fogata. Me llamaban con sus movimientos silenciosos, me invitaban a unirme a su baile aéreo. Miré a mis hermanas, que continuaban abstraídas en su juego. Miré a mis papás, que se reían de algún chiste privado, como solían hacerlo en aquella época en la que todavía parecían felices. Nadie más vio el espectáculo, así que me encogí de hombros, olvidé el asunto y me concentré en leer un cómic de Batman que había llevado para el camino.

 

2

 

Crucita murió tras enterrar al penúltimo perro, un pastor alemán que era la luz de sus ojos. La última me la dejó a mí: una pekinés vieja y mueca que se llamaba Quesada.

Hacía años que no pasaba por la casa de Crucita cuando volví, ya adolescente, a recoger a Quesada, acompañado de un par de amigos. Más que hacer el duelo por una anciana olvidada, lo que quería era tomarme una cerveza en un parque caliente y mirar los cuerpos semidesnudos y curvilíneos de las mujeres, que no se cubrían para protegerse del frío como en Bogotá.

Mis amigos querían hacer lo mismo y además ver el desierto, que les parecía maravilloso y lejano como otro planeta.

El recorrido lo hicimos en un bus y apenas arrancamos, al amanecer, tuve la sensación de volver a mi infancia. Al comienzo hacía frío y veníamos arropados con ruanas y guantes de lana, pero a medida que bajábamos de las montañas, el paisaje antes cubierto de niebla se volvía más nítido, aparecían cafetales, palmeras, matas de plátano. La humedad que impregnaba las vías se disipaba y comenzaba a anunciarse el desierto con toda su complejidad. Como por reflejo, cuando vi los primeros estoraques de piedra, la boca se me secó. También los ojos, y por más que parpadeaba me parecía que un manto de arena finísima se había posado en mis pupilas distorsionando mi visión.

Todo era amarillo y rojo. Todo era brillante. Todo parecía muerto, fosilizado.

Entonces volví a ver a los danzantes. Salieron de las rocas y de nuevo me miraron con sus caras sin ojos y empezaron a reptar entre tules de colores. No lograba oírlos pero sabía que me hablaban. Decían algo en el lenguaje mudo de las piedras, revelaban secretos, planteaban preguntas, bailaban con las manos y también con los susurros. Cuando los dejamos atrás, tardé un rato aún para arrancar la vista de la ventana y miré a mi alrededor para constatar que todos estuviéramos igual de anonadados. Nadie parecía haberlos notado. Mis amigos estaban concentrados en otras cosas, un libro, una conversación sobre una mujer, una siesta, enredados en los hilos de su propio mundo, ajenos del todo al mío.

Intenté decirles algo, porque vi la aprensión en sus caras al constatar el espanto en la mía. Quise articular lo que había visto, pero era obvio que resultaría inverosímil describir unos seres extraños que se movían como si tuvieran alas, en medio de un paisaje desértico e inhabitado. Dudé de mí mismo y decidí cambiar la explicación por cualquier cosa banal, una formación rocosa interesante, una comadreja que boqueaba de sed junto al asfalto ardiente.

Durante el resto del viaje traté de buscar una explicación lógica para la visión que había tenido. Un recuerdo de infancia que revivió con la fuerza del inconsciente. Una alucinación tardía, producto de alguna sustancia que había ingerido la noche anterior. Un efecto de la arena en los ojos.

 

***

 

Quesada me esperaba en casa de unos vecinos de la tía Crucita. La habían bañado y la tenían peinada con un moño rojo, que podía significar que era un regalo o una hembra.

Al olfatearme, seguro me reconoció porque se acercó mansa a lamerme las manos. Los vecinos, más por cortesía que por gusto, nos invitaron a beber algo, y nosotros, por la misma razón, aceptamos.

Habíamos reservado alojamiento en un hostal cercano porque la casa de Crucita quedó –por instrucciones suyas– en manos de un ancianato para monjas y ellas habían ocupado el lugar antes de que terminara de enfriarse el cadáver de mi tía. Estábamos cansados pero también sedientos y nos sentamos a tomar el fresco en la calle, donde transcurre la vida de los pueblos calientes.

El vecino era un viejo silencioso y cegatón, que se movía apoyado en una vara de limonero. Se sentó a mi lado y me tomó la muñeca con una fuerza inusual para su edad.

–¿Sabes por qué la perra se llama Quesada? –preguntó.

No lo sabía.

–Por el conquistador. Jiménez de Quesada –continuó el viejo–. Él pasó por aquí.

Apretó más fuerte mi mano y acercó a mi oído su boca pastosa y casi sin dientes. Un aliento fétido surgió de ella.

–Él conoció el desierto. Lo bautizó como el Valle de las Tristezas, pero no por el paisaje lúgubre como todos creen, sino porque todos salieron de allí con lágrimas en los ojos.

El corazón se me subió a la garganta. Miré los iris lechosos del viejo y me pareció descubrir en ellos un pequeño brillo.

–¿Por qué lloraban?

–Porque el desierto es como una mujer. Te seduce, te engaña y te abandona. Y tú, loco de amor, no dejas nunca de llorarlo. No dejas nunca de añorarlo.

Miré a mi alrededor y todos escuchaban con atención las palabras del viejo, que hizo como que miraba a todos y concluyó que al desierto no se va a menos que uno esté dispuesto a dejar el alma.

–¿Y si uno no tiene de eso? –preguntó uno de mis amigos y todos rieron. Todos menos yo.

 

3

 

El país cambió. O yo cambié, quién sabe. Las vías se volvieron más hostiles, los viajes por carretera eran ruletas rusas llenas de riesgos y pocos querían emprenderlos. Estudié cine, tal vez por esos viajes en carro, en los que veía el mundo a través de los cristales. Quería hacer documentales de naturaleza, pero también películas profundas. Quería viajar con mi cámara y hacer que todos viajaran conmigo. Quería filmar, producir, escribir guiones, encontrar historias, pero terminé trabajando en la sala de prensa de una distribuidora de cine en Bogotá.

Mis prospectos eran tristes, mi salario aun peor. A veces sentía que me ahogaba en un lugar estático, donde no soplaba el viento, donde no había una idea. Abandoné el país con la excusa de buscar otros horizontes, pero en realidad fue detrás de Laina, una mujer de ojos indios y un humor mercurial que me llevó a Chile, en donde pasé una temporada tan corta como nuestro romance, viviendo en una ciudad llamada La Serena.

A La Serena se llega después de tres días de viaje por una carretera recta como un lápiz, que atraviesa el desierto de Atacama, el más seco del mundo. Como es lógico, el paisaje desértico despertó de nuevo mi recuerdo infantil de los danzantes. Íbamos en un carro más moderno que el de mi infancia, con aire acondicionado y una sensación de aislamiento perfecta. Le confesé a Laina mi secreto, que nunca había compartido con nadie por pudor o por la ansiedad idiota de parecer cuerdo, pero ella no se impresionó.

–Eres un tonto –dijo, sonriendo–. Todo el mundo sabe que eso es normal. Lo que viste fue un espejismo.

Su respuesta fue un anticlímax. Señalé a lo lejos esa bruma acuosa que se ve en las carreteras, donde se refleja el paisaje como si hubiera un espejo de agua adelante, siempre adelante.

–Eso es un espejismo. Esto era distinto. Esto era real.

Ella siguió sonriendo y pensé que algo se había roto entre nosotros. Poco tiempo después abandoné a Laina, el cine y mi continente, y me fui.

Viajé.

Me convertí entonces en un fotógrafo y entendí que los fotógrafos somos tan sutiles como un bailarín en el desierto. La imagen que plagaba mis pesadillas era entonces una explicación a mi futuro. Una premonición, o eso creí.

 

4

 

Una noche –siempre es de noche cuando ocurren las tragedias– me llamaron a contarme que había muerto mi papá. Un infarto, dijeron. No sufrió, me consolaron.

Regresé a casa con un par de mudas de ropa y mi cámara, dispuesto a enterrarlo para regresar pronto a Lyon, donde vivía en ese momento. Anestesiado por la sorpresa y una botella de vino que tomé en el avión, aterricé en una Bogotá teñida de lluvia.

Lo cremamos, pero ese fue apenas el comienzo. Había que disponer de la ropa, buscar un lugar más pequeño para mi mamá, pagar cuentas y cancelar una vida. Los trámites de la muerte siempre son engorrosos y lentos, y mi estadía se prolongaba, así como las horas de tedio y de inercia que pasaba a la espera de una llamada de la inmobiliaria, del banco, del abogado.

En esos ratos muertos pensaba en los días de la infancia, en los momentos felices, en los viajes que hicimos. Abría álbumes de fotos y ahí estábamos desdibujados por el sol y los años, yo con pantalones cortos y mis hermanas con trajes rosados de encaje y zapatos de charol. Posábamos con solemnidad frente a árboles, playas y montañas, muchas veces junto al carro de siempre, que lucía cada vez más ajado. Recordé a Crucita, sus perros, el desierto. Y a medida que se acercaba la fecha de mi regreso, la ansiedad aumentaba. Quería volver a esa infancia, devolver el tiempo, subirme de nuevo en ese auto. Quería ir una vez más con mi padre a la Tatacoa, hacer un último viaje y, en realidad, si era honesto conmigo mismo quería buscar a los danzantes.

Así que en la madrugada del último día, cuando debía tomar un avión a mi mundo, decidí en cambio salir como un ladrón y secuestrar a mi papá. Fue una decisión impulsiva, azarosa, tomada más por las pesadillas de la noche anterior que por la racionalidad con la que recibí la madrugada. Así que dejé una nota, una despedida que quería ser para siempre y me encaramé en un carro de alquiler con mi cámara en el cuello y las cenizas en el asiento del copiloto.

Recorrí de nuevo la carretera de mi infancia, quitándome capas de ropa a medida que bajaba la montaña y me invadía el calor. Omití el aire acondicionado y bajé las ventanas, y me convertí por un breve instante en él, en mi padre, camino a donde la tía Crucita para tomar limonada.

Con el sol de la mañana comenzó la sed. El calor aumentaba con velocidad de vértigo y al fondo alcanzaban a verse las primeras formaciones rocosas que anunciaban la aridez del desierto. La garganta me quemaba. No había agua ni una estación de gasolina o una tienda cercana, y las pocas casas que se aferraban a la carretera permanecían cerradas a cal y canto.

No había un alma, como si el mundo se hubiera detenido o hubiera terminado, no solo para mi papá sino para todos, y fantaseé con la idea de ser el único sobreviviente de un apocalipsis.

Llegué al desierto justo al mediodía, cuando se levanta una bruma ardiente del piso y se ven las grietas profundas por las que se cuelan los escorpiones y los lagartos.

Abrí la caja y saqué una bolsa plástica cerrada con grapas. Adentro estaban los vestigios de mi padre. Imaginé que esos residuos grises que habían sido él sabían a dónde habían llegado. Me adentré un poco más en el desierto, teniendo cuidado de no perder de vista el carro, y cuando comencé a tirar las cenizas, se levantó el viento y aparecieron los danzantes frente a mis ojos.

Estaba solo y era la primera vez que podía observar con atención el baile frenético de sus cuerpos encendidos. Era una orgía de telas y colores, una tribu entera de mariposas gigantes, unas sirenas de tierra que debían habitar entre las grietas y las cuevas del desierto y que ahora bailaban para mí. Para él. En mi cuello todavía colgaba mi cámara favorita, una Leica antigua. Despacio, para no asustarlos, me desprendí de la cajita ya vacía y disparé. Se movían con lentitud, al compás de una música inaudible pero tan precisa que yo intuía la cadencia, cada golpe de percusión. Me miraban, lo sabía, así no tuvieran ojos. Me invitaban a unirme a ellos. Era tal mi fascinación que me pareció bailar a su ritmo, abandonarme a sus velos de colores. De repente me vi llorando de felicidad, enloquecido con tanta belleza, y recordé a otros que habían padecido lo mismo que yo. La música se detuvo. Los danzantes se quedaron congelados, alerta, a la espera, sintiendo acaso la tensión en mi cuerpo.

ACERCA DEL AUTOR


Marta Orrantia

Fue editora de las revistas Gatopardo y SoHo, y directora de la revista Rolling Stone. Con Orejas de pescado, publicado en 2009, debutó como novelista.