Las hormigas

Un arquitecto que ha dedicado su vida a proteger el patrimonio construido alerta sobre cierta peste omnipresente: los turistas, capaces de inmolarse y destruir lo que haya a su paso con tal de tomarse una selfie o llevarse un souvenir.

POR Germán Téllez

Enero 27 2021

© Gesman Tamang.

“La tragedia de nuestro tiempo consiste en que la estupidez se ha puesto a pensar.”

Oscar Wilde

El siguiente texto es una reacción a la foto publicada en la prensa y en internet a propósito del trancón de montañistas en el monte Everest. No se trata de un montaje. Lo primero que esa imagen evocó para el autor fueron las filmaciones entomológicas sobre hormigas, emitidas en canales de televisión como National Geographic y Animal Planet. En la foto, las hormigas humanas avanzan en su demencia colectiva hacia el lugar más improbable para “turistear”, el punto más elevado del planeta Tierra, la cumbre del monte Everest, cuyo nombre original en nepalés significa “la frente del cielo”. El espectáculo es insensato; las filas semejan una doble columna de hormigas trepando y bajando por un muro vertical. Los insectos hacen este tipo de cosas para sobrevivir. Para qué lo hacen las hormigas humanas es un desagradable enigma, pues estas son cruelmente indiferentes ante la muerte de otros que desean llegar a la cumbre. Algunas fotografías en internet muestran también un cadáver que fue empujado al vacío para despejar el camino a las restantes hormigas. La analogía hombre-hormiga no es meramente gráfica, también es válida en cualquier parte del planeta. Viajar, reproducirse o matar son actividades de origen instintivo y de conveniencia circunstancial, tanto en los insectos como en los mamíferos. Así como hay insectos peligrosos y otros que no lo son, también existen unos cuantos turistas civilizados entre millones de viajeros en estado primitivo, muy similares a insectos nocivos, realizando actividades totalmente fuera de control. Una minúscula minoría de turistas inteligentes quizá admiran la hazaña inicial de sir Edmund Hillary y el sherpa nepalés Tenzing Norgay en el Everest. Pero no van a formar trancones, imbécilmente, en su camino hacia la cúspide del planeta.

G. T. 


Hormigas versus patrimonio construido

 El rastro de las hormigas homínidas: el gran muladar en las alturas de la cara norte del Everest. ||

© Namgyal Sherpa.

Las hormigas humanas son conocidas en el mundo entero con el apodo de “turistas”. Estos son “investigados” por antropólogos y sociólogos. Los entomólogos prefieren estudiar las hormigas de la clase Insecta, cuya presencia data de hace millones de años en el planeta Tierra. En cambio, la variedad homínido-turista surgió intempestivamente hacia la segunda mitad del siglo XIX, coincidiendo con la aparición de ferrocarriles, automotores y barcos impulsados a vapor o por motores de combustión, aportes estos de la llamada Revolución Industrial. Todo ello propició los fenómenos del transporte y el turismo masivos. Al igual que los insectos del género Formica, del orden de los himenópteros, el Homo sapiens (lo de sapiens es discutible) vive por millones en hormigueros o madrigueras conocidos como “ciudades”, “conjuntos urbanos”, “edificios de apartamentos” o “tugurios”.

Las hormigas-turistas tienen hábitos o vicios tan próximos al heroísmo lírico como a la tontería total, siendo el montañismo uno de los más extraños y letales. A un alpinista inglés del siglo XIX le preguntaron por qué deseaba trepar a la cima del monte Cervino (próximo a la frontera entre Suiza e Italia). Repitió la contraseña de moda entonces: Because it’s there. “Porque está ahí”. Esta actitud, estoica y estólida a la vez, produce mundialmente un número creciente de muertos anuales entre los escaladores de montañas.

Periódicamente, las hormigas humanas “del montón” se disfrazan con espantosas bermudas, gafas oscuras, camisetas vulgarmente estampadas, sombreros deformes o gorras de beisbolista con la visera hacia atrás, chancletas plásticas o zapatos deportivos para ir a “descansar” (?) o peor aún, a “conocer” (?). Salen de sus guaridas y recorren grandes distancias, invadiendo temporalmente vastos territorios ajenos. Son los turistas (la palabra viene del francés y del inglés, tour: “vuelta”, “giro”, “viaje”, “excursión”, etc.), viajeros inconscientes que nada tienen que ver con otros grupos humanos obligados a ser, por razones sociopolíticas o económicas, migrantes sin refugio, y a intentar una incierta supervivencia como recurso final. Los insectos himenópteros emigran también, devorando y destrozando cuanto vegetal o animal encuentran, y de paso dañan o contaminan sitios y paisajes; van de un lugar a otro hasta hallar sitios apropiados para una nueva existencia colectiva. Los migrantes humanos huyen de un país para caer en otro que los rechaza o los ve como invasores. En cambio, la hormiga turista no busca otro hábitat estable ni lucha por su vida; luego de tomarse las selfies de rigor y adquirir artesanías, droga o souvenirs, puede regresar a su punto de partida. El destino del migrante es seguir, aunque no sepa hacia dónde va ni para qué.

Las hormigas envían patrullas de avanzada desechables para buscar medios de subsistencia. Las hormigas humanas enviaron también, alguna vez, a los llamados “exploradores”, “expedicionarios” o “descubridores”, pero sobre todo en busca de oro, plata, la fuente de la eterna juventud o fama; actualmente se les envía en pos de sitios para “hacer presencia”, talar, destruir, derribar, arruinar, y luego construir hoteles y comercios para ir a visitar –precisamente– el lugar de sus desmanes. Cuando los exploradores mueren en su empeño (en los Alpes, los Andes, el Sahara, en cualquiera de los dos polos geográficos, en el Himalaya, el África central, el noroeste americano, Siberia, etc.) o en su cama, pasan a ser héroes o pioneros, y se rememoran sus hazañas supuestas o reales. Al contrario, cuando las patrullas de hormigas insectos son exterminadas, el hormiguero las reemplaza rápidamente. En el hormiguero no se pierde tiempo “descansando” o “celebrando”. Y como lo han comprobado quienes intentan cuidar el patrimonio construido, los insectos viajan también: los hay xilófagos, devoradores de madera originarios de África y Asia, las termitas.

Las termitas viajaron desde el África central hasta el centro de España, y comenzaron a destruir lentamente las vigas de roble y nogal en las armaduras de la cubierta del palacio de El Escorial. Luego de un incendio accidental de la parte noreste de la construcción, en los años sesenta del siglo XX, fue necesario reemplazar la totalidad de esas maderas por estructuras metálicas y materiales incombustibles. Las maderas carcomidas por las termitas ardieron como petróleo. Las hormigas turistas (hombres, mujeres, niños, ancianos, perros falderos, grafiteros, políticos, minusválidos, etc.) pueden también dañar o destruir, en sus accesos de cruda barbarie social, cualquier arquitectura indefensa que se interponga en su camino, haciendo forzoso, y cada vez con mayor frecuencia, el cierre, la reparación o restauración de muchas de estas obras en todas partes del mundo.

Un curador del histórico acorazado USS Missouri, botado durante la Segunda Guerra Mundial y convertido después en museo, dijo tras el cierre temporal del barco en los años setenta: “Los turistas nos causaron más daños a bordo que los kamikazes japoneses durante la guerra. Rompieron y se llevaron todo lo que no estaba soldado o remachado a la estructura del barco... Rayaron, escupieron o pegaron chicle, ensuciaron, orinaron y escribieron insultos y groserías por todas partes... Incluso trataron de arrancar la placa de bronce conmemorativa de la firma de la paz con el Japón en 1945...”. ¿Respeto norteamericano por su historia y patrimonio? En cierto modo, sí. La Marina estadounidense prefirió, ante ese ataque de las hormigas humanas, reactivar el acorazado en 1984. Al terminar la guerra del Golfo Pérsico, pasó definitivamente a ser pieza de museo, bien cuidada, en Pearl Harbor (Hawái).

A lo largo de la historia, cada nueva generación de seres humanos ha enseñado de alguna manera a sus descendientes a pensar y materializar edificaciones y ciudades enteras, y así han ido dejando los rastros de la presencia humana que hoy conocemos como patrimonio construido. A ciertos ejemplos de esa acción creadora, hija a la vez del instinto, la inteligencia y la necesidad biológica, la civilización romana les dio un bello nombre: arquitectura, y otro a quienes practican el oficio de crear y construir, tomando prestados del arte y el artesanado textil los vocablos que designan a quien domina con el pensamiento la hermosa tarea manual del tejedor: archi-textor, maestro en el oficio de tejer, es decir, alguien que posee la sabiduría de las manos[1]. Pero con cada edificación memorable o no, surgieron simultáneamente los enemigos. Las hordas de hormigas turistas y las hormigas armadas (es decir, los ejércitos) han atacado y destruido con ciega persistencia el patrimonio construido a lo largo de la historia, sin que el Homo sapiens tenga –ni las hormigas insectos requieran– la menor idea de lo que hacen.

En las grandes extensiones de Australia, África central y meridional, Brasil y otros puntos del planeta aún existen, abandonados mas no destruidos, muchos termiteros asombrosos. Algunos se elevan a más de cinco metros de altura. Eso sería como si el hombre fuera capaz de construir hoy en día edificios entre los 11 y los 14 kilómetros de altura. En contraste, el Homo sapiens, si se le permite, puede acabar en cuestión de horas con todo el patrimonio construido en el mundo entero durante muchos siglos, mediante el uso de sus armas nucleares. Los cientos de miles de millones de hormigas del planeta Tierra están todavía lejos de poseer un poder destructor similar.

La ciudad amurallada infestada de hormigas turistas. || Hormigas humanas visitan un termitero.

 

Los bárbaros del patrimonio

El típico afecto turístico por los leones de mármol. Piazza del Popolo, Roma.

El castillo de naipes del patrimonio construido y el cuento de hadas del turismo masivo fueron creados de modo simultáneo y, como en el matrimonio católico, el uno para el otro –y sálvese quien pueda–, cuando en Francia a mediados del siglo XIX el emperador Napoleón III y su corte de arquitectos, sumados a artistas, sabios e intelectuales “cultos”, oficializaron la idea de que la arquitectura –como la música, la literatura, la poesía, la pintura o la escultura– también era una expresión cultural. La arquitectura tiene hoy una nueva condición dominante: es, por sobre toda otra consideración, comercial. Las más de las veces, lamentablemente, no es nada más. Según algunos divulgadores benévolos, sería en ocasiones técnica y artística, con o sin rango cultural y patrimonial. El patrimonio construido es, en teoría, un hecho cultural, aunque en realidad y ante todo se trata hoy de un gran negocio en el mundo entero. Es un gran interrogante en qué se va a convertir ante la plaga bíblica del turismo masivo. En una especie de Disneylandia de colosal dimensión planetaria, quizás.

El peor enemigo del patrimonio es el hombre mismo, es decir, su usuario, su habitante o, peor aún, su visitante (mientras más inconsciente o irresponsable, mejor). Puede ser hormiga turista, grafitero, “artista urbano” (!), contratista demoledor, político corrupto o distraído, comerciante a rajatabla, industrial irresponsable, ciudadano obtuso o ignorante, fanático de los deportes, delincuente común, talibán, sicario del Estado Islámico, pandillero, leñador con motosierra, tirano vengativo, inversionista dudoso, terrorista profesional o aficionado, bárbaro disfrazado de ciudadano al que su nivel educativo lo sitúa ligeramente antes de la civilización propiamente dicha, arquitecto, ingeniero o constructor “empírico” con enorme pero sombrío respaldo económico, sociópata hostil a su propio entorno, etc.

El ataque de las hormigas humanas a todo lo construido que sea o parezca conservable fue iniciado por traficantes o “guaqueros”, autodidactas o empíricos, muchos de ellos de épocas anteriores a la arqueología misma, así como por exploradores de todos los géneros imaginables, desde aficionados o diletantes, hasta charlatanes, estafadores, coleccionistas, inversionistas, traficantes, saqueadores o simples aventureros en busca de fortuna. Se podría incluir en esta lamentable lista a los conquistadores españoles y los colonos franceses, holandeses, italianos, ingleses, alemanes, portugueses, irlandeses, normandos, etc. En cambio, los invasores islámicos de la península ibérica destruyeron muy poco y sí dejaron una enorme riqueza cultural y patrimonial urbanística, paisajística, tecnológica y arquitectónica, incluyendo la joya cumbre de la Alhambra granadina en España. Por su parte, los conquistadores y colonizadores españoles del Nuevo Mundo justificaban sus actos destructivos ante ellos mismos –que no ante la historia– como simple búsqueda codiciosa de oro, plata y otras riquezas. Distinto es que hayan decidido establecerse en las regiones conquistadas, esclavizar a los nativos y fundar allí una versión local de algunas de las varias culturas europeas que traían consigo.

Tres o cuatro siglos más tarde aparecieron las temibles hormigas turistas, primero escasas en número (seguidoras de la moda del Grand Tour del siglo XVII y las guerras de conquista del siglo XIX) y catastróficamente abundantes luego. Pero el relato del desastre comienza mucho antes, al final del siglo XI, con los países europeos del Medioevo: la horda creciente de los cruzados dejó estelas de devastación territorial y social en torno al Mediterráneo, en sus triunfales o fracasadas campañas hacia el Medio Oriente (la “Tierra Santa”), impulsados por algo llamado “la fe” y siempre obrando en nombre del Dios de los católicos. Esa variopinta soldadesca “aficionada” o “popular” primero, y militarizada luego, fue seguida por destacamentos complementarios de ladrones, prostitutas, damas de compañía, esclavos, músicos, trovadores, vendedores de baratijas, frailes que dijeran misa, etc., los cuales han hormigueado en torno a cualquier ejército informal o profesional de la historia. Buscaban el patrimonio de la fe: el sepulcro y el sudario, o algunas astillas de la cruz de Cristo, un puñado de arcilla del monte El Calvario, una piedrita del monte de los Olivos...

Varios siglos más tarde, a comienzos del siglo XIX, las hormigas militares francesas, bajo el mando de Napoleón Bonaparte, se fueron de crucero turístico al Medio Oriente (a Egipto en particular) con el pretexto de batallar contra los británicos y sus aliados. Hicieron guaquería inconsciente mientras unos pocos científicos trataban de darle un matiz arqueológico al saqueo desatado. En esto imitaban a sus enemigos ingleses. Esa turba de paseantes armados se emborrachó y atacó a tiros de fusil el rostro de la Gran Esfinge de Guiza. ¿Quién iba saber que esa enorme cabeza en piedra también era arte y cultura y patrimonio, y de pronto otras cosas más? Hubo entonces, en Egipto, ventas corruptas hasta de enormes obeliscos enteros que fueron a dar a los museos o a las plazas de París, Roma, Londres, Berlín o Nueva York. La repartición de momias fue una moda pseudocultural y comercial. La bonanza patrimonial se extendió por todo el oriente del Mediterráneo, Grecia incluida. El experto británico en robos y falsas compras a gran escala, lord Elgin, cargó con las metopas de Fidias del Partenón, estafando de paso a los invasores turcos de Grecia. Tremendos souvenirs de un periplo turístico esos mármoles, hoy todavía en Londres. Muchos personajes pensaban –y piensan aún– que era lícito transformar el patrimonio inmueble en obras de arte transportables –enteras o en trozos–; que la cultura artística y arquitectónica del mundo debía estar en Europa y no “perdida” en esos países atrasados y semidesérticos del oriente del Mediterráneo. El eurocentrismo museográfico presuntamente cultural en todo su esplendor.

Bonaparte ante la Esfinge. Jean-Léon Gérôme, óleo sobre tela, 1868.

Pero algunos europeos de avanzada no solo se dedicaron a destruir el patrimonio ajeno. En su mismo país, durante el siglo XVII, el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII de Francia y gestor de la primera escuela moderna de arquitectura en Europa, ordenó la demolición total de las torres y murallas “inútiles” que los castillos lucían en las colinas, valles, ciudades y pueblos de toda Francia, fueran aquellos de época gálica, romana, medieval, del Renacimiento, o de reciente construcción. Varias provincias, providencialmente, no atendieron la orden real, pero unos 154 pueblos y ciudades francesas perdieron lo que quedaba de sus viejas fortificaciones. Para Richelieu, esas murallas, torres y bastiones eran obstáculos en el desarrollo urbano, y el costo de su guarnición y mantenimiento era enorme. Unos dinosaurios de ingeniería militar, en suma. Su orden tajante fue la fórmula perfecta para contratar la construcción de novedosos paseos o parques circunvalares donde habían estado las viejas fortificaciones. Todo ese vandalismo es parte de la historia de la cultura francesa y de su “cuidado patrimonial” o ausencia de él. ¿Es pura coincidencia la similitud de lo anterior con el caso colombiano de Cartagena?

Faltaba en el siglo XVIII la barbarie cultural de la Revolución francesa. Y en el XIX, tras los desmanes de la Comuna de París, llegó el todopoderoso prefecto de policía de París, el barón Haussmann, quien por sugerencia de Napoleón III demolió manzanas enteras para permitir el libre tiro de artillería contra toda clase de amotinados, anarquistas o “pueblo en general”. De paso, abrió así los hermosos bulevares por los cuales discurren hoy en día las hordas de hormigas turistas, y que siguen siendo escenario de marchas, protestas y motines. La cultura por demolición.

Si París se deshizo, entre el siglo XIX y comienzos del XX, del circuito de fortificaciones de épocas anteriores, dejando una inverosímil cicatriz urbana perimetral, escenario de oscuros negocios de finca raíz que Le Corbusier llamó “los 64 kilómetros de vergüenza”, ¿por qué el recinto amurallado de un pequeño puerto sobre el mar Caribe, como era Cartagena, no habría de seguir tan significativo ejemplo? Los motivos técnicos y urbanísticos, así como de higiene y salud públicas, invocados a comienzos del siglo XX para justificar el derribamiento de murallas en las ciudades francesas y en la empobrecida Cartagena eran prácticamente los mismos, junto con la eufórica sensación de libertad y los paroxismos vandálicos que a mucha gente le produce la destrucción de alguna fortificación u obstáculo tipo Muro de Berlín. Se trataba de dar paso al rampante futuro, al progreso luminoso, pero también a las basuras contaminadas e infecciosas, a las cada vez más abundantes aguas negras y a la suciedad ingénita de cualquier ciudad del planeta Tierra (leer El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez). Se trataba de “liberar” a una ciudad que estaba encerrada en su cárcel de piedra, para aventurarse a invadir el territorio circundante, contaminando costas, playas, ríos y lagunas. Qué otra cosa se podía hacer en Cartagena donde, por asombroso que pueda parecer, aún en 1951 no se contaba con alcantarillado; en una ciudad que tenía solo un rudimentario acueducto público, que carecía además de un lugar para ubicar un nuevo y adecuado mercado central y otro para acumular su creciente volumen de basura.

El “murallicidio cartagenero” de las primeras dos décadas del siglo XX –como lo bautizó una separata del periódico El Tiempo de Bogotá– ocurrió precisamente en una época en la que poco o nada interesaba ese embeleco de la conservación patrimonial, y menos a los Richelieu caribeños. Desaparecieron para siempre algo más de 660 metros lineales de muralla coralina. No fueron más porque se acabó –¿o fue saqueado?– el dinero para continuar demoliéndola.

Asunto muy distinto es que recientemente hayan surgido aquí y allá, en Colombia y en el mundo, los modos, medios y maneras de resolver razonable o civilizadamente –en arquitectura y en urbanismo– los inevitables choques entre las necesidades urbanas modernas y la conservación de las ciudades antiguas. Así y todo sigue prevaleciendo el paradigma de demoler para construir encima de lo destruido. 

Retrato del cardenal Richelieu hecho por el pintor Philippe de Champaigne (siglo XVII). ||  Ruinas de las torres de Merle. La orden de demolerlas, dada por el cardenal Richelieu, fue cumplida solo parcialmente.

 

Víctimas y culpables

Le boulevard de Montmartre, matinée de printemps. Camille Pissarro, óleo sobre tela, 1897.

La combinación de factores antipatrimoniales más grave a lo largo de la historia surge en Cartagena desde la época colonial: una y otra vez los sistemas imperiales político-administrativos corruptos o gangrenados, o los efectos colaterales del capitalismo de afiladas garras y colmillos actualmente en boga, se oponen por naturaleza a los estorbos creados por la simple presencia y la edad de muchas edificaciones del pasado. El turismo hormigueante, respaldado por un colosal despliegue propagandístico y mediático sin precedentes, pretende ser económicamente “benéfico” para los nativos y habitantes de un lugar. Pero descarga sobre ellos incontables problemas y, a la hora de la verdad, como ha quedado palmariamente demostrado a lo largo de los siglos XX y XXI, no les resuelve ninguno. “La bendición turística”, entonces, recae solo sobre una selectísima minoría. Por el contrario, crea dificultades interminables para la conservación y cuidado –incluyendo su posible adaptación a nuevos usos– de un patrimonio urbano y arquitectónico relativamente magro en cantidad y mediano en calidad, como es el colombiano. Para recibir y alojar a las hormigas turistas, la presión del “progreso”, de la mano de un altísimo y sofisticado nivel de corrupción política y administrativa, ha ido arrinconando la ciudad vieja de Cartagena con su urbe “moderna”, así como con un cinturón de barrios marginales y una exhuberante pobreza. Las hormigas turistas, mientras tanto, asedian las murallas con el arma poderosa de su simple presencia, la cual requiere más y más hoteles enormes, bloques de oficinas, centros comerciales y de convenciones, terminales de transporte, un aeropuerto de gran tamaño pero de crecimiento indefinido, así como vías y redes de servicios públicos predestinadas a estar mal diseñadas.

Las hormigas turistas llegan ahora a Cartagena por decenas de miles, empacadas en megahoteles de múltiples pisos que flotan y navegan propagando virus estomacales, y que retoman vagamente un nombre antiguo: cruzados, cruceros.

A comienzos de los años setenta del siglo pasado, la difunta Corporación Nacional de Turismo le encargó al también desaparecido Centro de Planificación y Urbanismo (CPU), de la Universidad de los Andes, un documental cinematográfico como parte de una investigación sobre el entonces incipiente turismo masivo y el descontrolado crecimiento demográfico en Cartagena. En su forma final, este corto resultó notablemente crítico al no mostrar promocionalmente la ciudad antigua sino a los “visitantes” (es decir, hormigas) y a los residentes del “cinturón de miseria”, incluidos los de la periferia “pobre”, con su vivienda cerca de ciénagas y aguas estancadas. En resumen, exhibía el desfase socioeconómico y ambiental entre la multitud de turistas y los residentes, así como la incapacidad de la urbe caribeña para recibir visitantes y albergarlos. La cinematografía abría así, proféticamente, la puerta para entrar no a un eventual paraíso tropical sino a un peculiar infierno urbano.

El documental se titula Y toda esta gente, ¿a dónde irá? Y en él, mediante una panorámica, desde cierta altura, se muestran las multitudes de turistas que pululan en playas, calles y plazas, moviéndose espasmódica y caóticamente, como ocurre cuando se le da un golpe fuerte a un hormiguero. El documental no era una respuesta clara a la pregunta del título, sino una lapidaria lectura del presente. Las playas cartageneras al pie de las viejas murallas –que en los años sesenta habían quedado libres de los barrios marginales adosados a ellas a comienzos del siglo XX y poblados mayoritariamente por migrantes chinos– estaban ahora saturadas con más y más hormigas turistas de cuanta clase o grupo social existe en Colombia. ¿Esto ha cambiado? ¿Y en qué medida? ¿Cuántas hormigas turistas saben a qué distancia de la playa de Bocagrande o de Marbella, y a qué profundidad, están localizados los desagües de las alcantarillas de la impresionante ciudad moderna? El uso de los tajamares de las playas como depósitos (o sea botaderos) de basura... ¿ha continuado o también es cosa del pasado?

Quienes trabajábamos entonces en el inventario y la reglamentación para proteger el patrimonio construido en Cartagena, es decir, la arquitectura y el urbanismo del pasado, pensamos con sincera ingenuidad que la fórmula mágica para la redención socioeconómica de todo lo conservable en la ciudad antigua era el turismo masivo y sudoroso. Nada menos.

Torre moderna de la catedral de Santa Catalina de Alejandría en Cartagena, diseñada por Gastón Lelarge. || Hormigas semidesnudas en la ciudad antigua durante la víspera de Navidad.

Mal podíamos imaginar la ciudad vieja como un hirviente hormiguero, diurno y nocturno, del cual huiría o sería expulsada, entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado, una abrumadora porción de lo que restaba de sus habitantes dando paso al paraíso del propietario ausente, el comerciante y las hormigas turistas. Tampoco podíamos admitir que nuestra fábula del turismo “cultural”, practicado por selectas minorías, existía solo en nuestro delirante magín. La selecta minoría soñada sí llegaría a existir, aunque bajo la forma de los grupos sociales que llegan en aviones privados, tienen yate en el Club de Pesca, casa en las islas del Rosario, y suite o penthouse alternativos en Fort Lauderdale, West Palm Beach o Boca Ratón en Florida, por si acaso nuestro país se “cubanovenezolanizara” repentinamente. En aquella cándida época inicial, nadie pensó en el tenebroso espectro del narcotráfico que apareció junto con la sombría nube de inversionistas y negociantes de toda laya en finca raíz; tampoco se pensó en los constructores de edificios de apartamentos cada vez más elevados en altura y precio. Para este sector social de estratosférico nivel de ingresos, el patrimonio construido de la ciudad antigua no pasó nunca de ser el simple telón de fondo de sus actividades. Acto seguido llegó todo lo que traen consigo las hormigas turistas: el voraz e implacable negocio del turismo sexual en sus muy variadas formas y géneros, prostitución infantil y pederastia tropical incluidas; el negocio de la droga y el no menos productivo asunto de los eventos y los congresos, todo coexistiendo y coincidiendo con el crecimiento exponencial de la pobreza y los barrios marginales.

No nos faltaban razones para pensar tan cándidamente: como se constató en nuestro inventario de esa época, la gran mayoría de las grandes, medianas y pequeñas casas de época colonial o del siglo XIX en el recinto amurallado de Cartagena albergaban, entre 1966 y 1968, hasta 64 o más habitantes cada una, en condiciones de higiene o habitabilidad propias de un campo de concentración nazi. Otras grandes residencias de época colonial estaban en ruinas y abandonadas. A partir de la crisis económica del año 1929, los nativos más pudientes habían huido de sus antiguas propiedades en el centro o en San Diego, y se habían trasladado a las afueras de la ciudad o a barrios elegantes como Bocagrande, Manga y Marbella. La Cartagena antigua no despertó nunca del todo de su letargo socioeconómico del siglo XIX. Asunto aparte, no necesariamente relacionado con la ciudad antigua, fue la aparición de la zona industrial de Mamonal y, con ella, la muerte lenta por contaminación de la bahía adyacente. En 1948, por un azaroso sendero a través de matorrales y pantanos, se podía llegar a un lugar misterioso de Bocagrande donde se oxidaban a la intemperie los refuerzos metálicos de las primeras columnas de concreto del Hotel del Caribe, que sería el primer hotel de categoría en la ciudad, iniciado muchos años antes y abandonado hasta los años cincuenta por la catástrofe económica de 1929. Todo tenía un futuro incierto y había un notable desajuste entre la ciudad y su propia época.

Fuimos culpables de entregarnos a nuestras ilusiones de arquitectos, así como de una conveniente amnesia respecto a la historia contemporánea, y de suponer que, por arte de birlibirloque, la ciudad conservada tendría eventualmente un aspecto prístino e ideal. Fuimos culpables de pensar que aparecerían de la nada algunos escasos y apacibles habitantes cultos y tranquilos, y que tendríamos todo elegantemente restaurado para solaz visual y ambiental de arquitectos restauradores y productores de cine europeos y hollywoodienses. En suma, creímos que tendríamos una ciudad colonial milagrosamente puesta en vitrina para ciertas élites visitantes. Sin nada feo a su alrededor, distinto a los absurdos y entretenidos hitos urbanos modelo siglo XX de monsieur Lelarge: la confusa pastelería de la torre que pertenece a la catedral de Santa Catalina de Alejandría y la cúpula de la iglesia “ítalo-germano-francesa” de San Pedro Claver, que fue construida a media escala de su modelo, la iglesia del hospital de Val-de-Grâce en París.

Desde el final de los años sesenta, comenzó a llegar a Cartagena la cohorte abigarrada de los aventureros de la restauración, algunos disfrazados de “expertos” de la Unesco, del Icomos, del Patrimonio Nacional español, de la OEA, etc. Un grupo de académicos, diletantes y autodidactas de la conservación, historiadores de verdad e improvisados; de personajes oscuros que decían ser ingenieros hidráulicos, amigos del arzobispo o del dictador Trujillo en República Dominicana; de damas pertenecientes a las élites sociales cartageneras y hasta boxeadores y reinas de belleza, intervino en la ciudad antigua. Sobran dedos en una mano para contar los verdaderos expertos internacionales que pasaron por Cartagena en esa época. Con ellos arribamos los cachacos de la Corporación de Turismo, del Ministerio de Obras Públicas y de la Universidad de los Andes, tan extranjeros en Cartagena como los españoles o los italianos. Se hizo lo posible, pero chocamos con la muralla inexpugnable del chovinismo profesional, es decir, con la politiquería de la administración local. No vimos venir el catastrófico tsunami del turismo masivo a nivel local o mundial. Ni siquiera nos fue dado pensar en la situación general de la ciudad, o en la amenaza implícita que significaba la presencia de decenas de miles de visitantes simultáneos en un área urbana restringida. Recomendamos mucho pero no podíamos prever nada de lo que sucedería. Tampoco podíamos saber lo que pasaría con el enjambre de inversionistas –mafias internacionales– que cayeron como buitres sobre un recinto amurallado relativamente pequeño. Ahí la la historia había reunido todo cuanto configura una ciudad entre los siglos XVII y XX, apretujado en algo más de 1.460 predios –incluido el arrabal de Getsemaní–; encerrado dentro de unas murallas con bastiones cuyo proceso de construcción y deterioro había sido tan desordenado y corrupto como la ciudad que contenían.

El sensual placer de recorrer las oscuras, desiertas y silenciosas calles del recinto amurallado de Cartagena, sin la maldición auditiva de atronadores “picós” o equipos portátiles de sonido, duró muy poco. Intentar ese tipo de paseo por calles apartadas puede costarle hoy la vida a una hormiga turista, o al menos su infaltable celular, a manos de la delincuencia urbana, actividad propia de cualquier ciudad del mundo frecuentada por las hormigas. El turismo masivo provee las víctimas de la delincuencia urbana en Tokio, Boston, Río de Janeiro, Roma, Buenos Aires, París, Londres o Johannesburgo. ¿Por qué habría de ser Cartagena una excepción a esa ominosa regla general?

Los carruajes de Equus ferus caballus están entre los transportes preferidos por los turistas.

¿Cómo andar hoy por calles invadidas día y noche, en temporada alta o baja, entre una densa multitud hormigueante que vaga sin rumbo? ¿Cómo esquivar a los surrealistas coches de caballo, a las carretillas, a los autos, a los camiones repartidores o a los vendedores ambulantes? Tal vez caminando con la mirada perdida a lo lejos, propia del atontado, el amnésico o el anestesiado, y farfullando con el celular pegado a la oreja, como quien busca comunicación consigo mismo, sin saber para qué. O simulando buscar a nadie en ninguna parte o en una vitrina, que es lo mismo. Se trata del pseudoparaíso enfermo y sociópata de la era del celular; la negación del descanso, el placer, las esperanzas, las ilusiones, la vida misma. En suma, ¿cómo esquivar el infierno social, el apocalipsis subdesarrollado de las noches de fin de año en cualquier esquina de Cartagena? ¿Era para eso que estábamos restaurando? ¿Hicimos todo ese esfuerzo de conservar y resucitar un valioso patrimonio urbano y arquitectónico para que finalmente se convirtiera en una insignificante invasión de hormigas turistas?

Fuimos cómplices inconscientes de haber traído a Cartagena lo que parecía ser una bendición para el patrimonio construido, pero que en realidad resultó ser lo contrario: la Unesco, la más culta y sofisticada agencia de viajes del mundo, le otorgó a la ciudad antigua el título de Patrimonio de la Humanidad. Esto, luego de un toma y daca de política internacional, en el cual el voto de la delegación colombiana a favor de cierto candidato a la Secretaría General de la Unesco fue dado a cambio de la inclusión de Cartagena en la célebre lista patrimonial.

Eso sí, los errores y las culpas arquitectónicas continúan, con o sin ciudad antigua de por medio. Arquitectos colombianos “modernos”, por ejemplo, perpetraron la construcción del Centro de Convenciones en los años ochenta del siglo pasado. De esa manera, lograron la hazaña de arruinar el panorama de toda la ciudad vieja con una sola obra enorme, que fue bautizada por Gabriel García Márquez como “el edificio más feo de América”. Ese pretencioso gesto de urbanismo higienista y depredador opacó a su vez los méritos de restauraciones y adecuaciones para nuevos usos que se realizaron, aquí y allá, en el recinto amurallado.

Como era de esperarse, quizás, el mal ejemplo ha calado. El fuerte de San Felipe de Barajas, una de las más hermosas y complejas fortificaciones españolas en todo el Caribe, sobrevivió, entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, a su breve actuación como payaso en el sainete pseudocultural de un espectáculo de luces y sonido, pero sigue ostentando un maquillaje lumínico de pintorescos colores, como una especie de enorme habitante de la noche.

Además, ahora su entorno sufre una amenaza de invasión a causa de unos monstruosos bloques de numerosos pisos y muy pobre arquitectura, estrambóticamente bautizados Aquarela, de los cuales se logró construir uno de los cinco que estaban previstos. Algo que lograron gracias al engaño, pues les dijeron a las autoridades y a los medios que su intención era construir viviendas de interés social. El resto del proyecto será completado a menos que el Ministerio de Cultura intervenga milagrosamente, o a menos que actúe la impredecible justicia colombiana. ¿Los culpables de ese atraco arquitectónico y urbanístico? Todos aquellos que en Cartagena y Bogotá permitieron la construcción del primer monstruo. Eso sí, la invasión del entorno del fuerte no es nueva. Habría que preguntarles a los colegas de la Dirección de Patrimonio del Ministerio de Cultura si han recorrido recientemente la zona alrededor del monumento y si, hecho esto, están de acuerdo con el asentamiento que se ha llevado a cabo por décadas al pie del mismo: urbanizaciones, construcciones comerciales y residenciales, oficinas de muy mediocre aspecto y pésima calidad –de apenas dos o tres pisos pero mucho más cercanas al monumento que las torres fantasmas del proyecto Aquarela–. O si les parece adecuada la proximidad de las avenidas de tráfico intenso que pasan al lado del fuerte. Cuando en 1975, y luego en 1982, propusimos un entorno de protección dos veces y medio más extenso que el adoptado en los años noventa, un afamado planificador colombiano me espetó: “¡Estás loco! Eso no te lo van a aceptar nunca los dueños de estos terrenos...”. Tenía razón. No lo aceptaron. Construyeron encima de ellos, legalmente. 
El primero de los bloques Aquarela, que logró erigirse cerca a las murallas de Cartagena.

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Pérdida del patrimonio francés: incendio en la catedral de Notre Dame, París.

En el mundo, la situación del patrimonio edificado ha cambiado relativamente poco desde hace siglos, aun sin traer a cuento guerras y catástrofes naturales. Si en alguna parte se conserva y restaura una edificación, sea monumental o no, las más de las veces con el pretexto de “atraer el turismo”, en otra se destrozan dos o tres más. Esa triste proporción no ha fluctuado mucho: el Estado Islámico ha destruido las ruinas romanas de Baalbek y Palmira, los talibanes rompen a cañonazos los budas gigantes en las montañas del norte de Afganistán, los japoneses demolieron el Hotel Imperial de Tokio (diseñado por el arquitecto Frank Lloyd Wright) días antes de que la Unesco lo declarara de obligada conservación, etc., etc.

Por todas partes, antes y ahora, se vislumbra una sospechosa ambivalencia sobre lo patrimonial: en 1944, Hitler, ante la inminente liberación de París, dio a su Estado Mayor la orden delirante de volar todos los puentes sobre el Sena, de incendiar las iglesias –incluida la catedral de Notre Dame–, y de destruir la torre Eiffel y el Arco del Triunfo. Urgido por el Führer, el mariscal Jodl llamó al gobernador militar de París, el general Von Choltitz, y para verificar el cumplimiento de las órdenes superiores le hizo la célebre pregunta: “Von Choltitz, ¿arde París?”. El general abrió la elegante ventana de la suite del Hotel Crillon, sobre la calle de Rivoli, donde se localizaba la Kommandantur alemana, y sacó el auricular del teléfono. Al cabo de unos segundos, contestó: “Jodl, ¿escuchas las campanas?, ¿escuchas todas las campanas de París, Jodl?”. ¿Quién podía saber que 75 años más tarde arderían, en el corazón de la capital francesa, las cubiertas de la catedral de Notre Dame?

El incendio sería grabado y transmitido en tiempo real por miles de hormigas turistas a través de sus redes sociales. Siguiendo la tendencia histórica de los ejércitos alemanes, invadieron París en años posteriores. Hoy pululan en sus calles, puentes y bulevares; llenan sus museos y sus iglesias góticas; han ido para ser víctimas de robos o de atentados, y para hacer interminables colas y de esa forma contemplar, aunque sea por unos segundos, la Mona Lisa. Muchas no lo lograrán nunca. No si las colas para ello superan los dos kilómetros y medio de longitud, como se espera que pase para 2022. Qué será más emocionante entonces, ¿hacer cola para subir al Everest o para ver fugazmente la Mona Lisa?

 

Un grupo de turistas invaden el Louvre para “tomar la foto” de la Mona Lisa (2015).



[1] El autor sugiere una etimología bella y apócrifa, distinta de la forma más convencional en que se han interpretado los componentes de la palabra griega ?ρχιτ?κτων (arkhitéct?n): arkhi (“primero”, “jefe”, “guía”, “principal”) y tecton (“constructor, “obrero”). Así, es más común entender que arquitecto significa simple y llanamente “maestro de obra”. (Nota del editor.)

ACERCA DEL AUTOR


Germán Téllez

En 1978 fue elegido Honorary Fellow del American Institute of Architects. En 1986 fue condecorado con el Premio Nacional de Arquitectura otorgado por la X Bienal de Arquitectura Colombiana.