El arte de ser Ludwig Bemelmans

Madeline lleva ocho décadas como la niña de enorme lazo en el pelo y vestido azul. Su creador, sin embargo, no es tan conocido a pesar de que su vida también parece la historia de un cómic de aventuras. Aquí se cuentan algunas viñetas de ese hombre que fue pintor, ilustrador y un empresario varias veces en bancarrota.

POR Gabriela Alemán

Enero 27 2021

En sus momentos de ocio, Bemelmans solía elaborar pequeñas reflexiones ilustradas

Madeline –la niña pelirroja, de sombrero amarillo, enorme lazo en el pelo y vestido azul que vive en un internado de París junto a otras once niñas supervisadas por la señorita Clavel– lleva ochenta años encantando a los niños y niñas de todo el mundo. Es tan famosa como Winnie the Pooh o Babar, pero como los autores de esos personajes, su creador es igual de desconocido. Hubo un tiempo en que no fue así. Los intelectuales, escritores, artistas y actores más famosos de la época de entreguerras se peleaban por tener cerca a Ludwig Bemelmans, y los coleccionistas de arte más importantes del mundo compraban hasta los bosquejos que desechaba. No se equivocaron al hacerlo: hace ocho años, un original de uno de los libros de Madeline, pintado sobre una cartulina de 81 x 54 centímetros, fue subastado en Christie’s por 60 mil dólares. Por su parte, los paneles del mural que Bemelmans dibujó para el cuarto de niños del yate Christina O, de Aristóteles Onassis, se vendieron por algo más de medio millón de dólares en 1999. Durante treinta años, Bemelmans ilustró y escribió para algunas de las mejores revistas de Estados Unidos: el New Yorker, Vogue, Fortune, Town & Country; publicó 18 libros infantiles, algunos de los cuales ganaron los premios más importantes de Estados Unidos en el género –la Medalla Newbery y la Medalla Caldecott–, y otros 23 libros para el público general, que fueron grandes éxitos de ventas y recibieron el elogio de la crítica. Bemelmans, ese personaje de la élite intelectual neoyorquina, que almorzaba con Greta Garbo y Orson Welles, visitó Ecuador en dos ocasiones en las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo XX. De esos viajes salieron dos de sus libros y la inspiración para numerosos cuentos y artículos.

 

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Ludwig Bemelmans nació en 1898 en Meran, cuando aún existía el Imperio austrohúngaro. Hasta los seis años vivió en un hotel que su padre administraba en un idílico paraje del Tirol. Estaba al cuidado de una institutriz francesa a quien amaba y llamaba Gazelle, porque no podía pronunciar “mademoiselle”. Todo eso acabó cuando Ludwig cumplió seis años y su padre se fugó con una vecina, abandonando a su madre embarazada y, de paso, a Gazelle, que también esperaba un bebé suyo. La institutriz se suicidó, pero la madre de Ludwig se fue a Alemania, donde vivía su familia. El abuelo quiso convertir al niño francoparlante de largos rizos dorados en un disciplinado ciudadano alemán. Mandó cortar el pelo de su nieto y lo enroló en una escuela pública, pero el carácter de Ludwig no encajó ni con el orden ni con las órdenes. Se volvió retraído y díscolo, y fracasó año tras año en sus estudios hasta que lo enviaron a un internado de donde luego sería expulsado. Ya adolescente y, como último recurso, su madre lo envió de vuelta al Tirol, a donde su tío Hans, para que aprendiera el negocio familiar: “Desafortunadamente el jefe de camareros era un hombre verdaderamente cruel, y yo estaba por completo bajo sus órdenes. Cuando quiso azotarme con un látigo de cuero, yo le dije que si lo hacía, le dispararía. Cuando me pegó, yo le disparé en el estómago. Por un tiempo pareció que moriría, pero no fue así; la policía le aconsejó a mi familia que me enviaran a un reformatorio o a América”. Finalmente, se dirigió a América a los 16 años con varias cartas de recomendación preparadas por su tío y un juego de pistolas. La idea que Bemelmans tenía en su cabeza sobre Estados Unidos se había formado a partir de sus lecturas sobre el Viejo Oeste. En su solitaria infancia y adolescencia había comenzado a pintar para entretenerse, y uno de sus primeros dibujos fue de la isla de Manhattan, en cuyo río Hudson navegaban feroces pieles rojas mientras un largo tren elevado surcaba los techos de los rascacielos. Pronto comprobaría si lo que imaginó se parecía a la realidad. El padre, que se había establecido en Nueva York junto a su segunda esposa, prometió recogerlo a su llegada el día de Navidad de 1914, pero se le olvidó y Ludwig tuvo que pasar Nochebuena en Ellis Island junto a un grupo de otros inmigrantes recién llegados.

Ese desplante no lo desanimó. Una vez en tierra usó las cartas de su tío, recomendaciones dirigidas a los tres mejores hoteles de Nueva York. Primero fue al McAlpin, luego al Astor y, por fin, ingresó al Ritz, en donde comenzó a trabajar como asistente de camarero. En sus momentos de descanso retrataba a los clientes y empleados del hotel: llenó servilletas, la parte trasera de menús y su propia libreta con cientos de caricaturas y dibujos. Llevaba tres años en la ciudad cuando Estados Unidos entró a la Primera Guerra Mundial, y se enlistó en el ejército. Lo destinaron a un hospital psiquiátrico donde se hizo cargo de la sala de pacientes violentos. Esa experiencia marcó su vida, como escribió en uno de sus libros: “Ahí aprendí a imponer una rígida disciplina sobre mi mente y mis emociones”. Allí, también, se prometió abordar la vida con liviandad y alegría, pues lo que vio le demostró cuán fácil era terminar en un sanatorio: “Comencé a pensar en imágenes y creé varias escenas a las que podía escapar al instante, cuando el peligro aparecía”. Al salir del ejército regresó al Ritz, y esta vez ingresó al departamento de banquetes. Con buena fortuna y la ayuda de sus amigos, ascendió a asistente del gerente. El salario era excelente y, en los animados años veinte, tuvo el mundo a sus pies. Tenía un valet propio, una habitación en el hotel, dos botellas de champaña al día, cortesía de la casa, y un carro exclusivo de la Hispano-Suiza con chofer. A pesar de que disfrutaba de su trabajo y el dinero le permitió realizar varios viajes a su Tirol natal, un road trip por Estados Unidos, y casarse con una bailarina de la compañía de Anna Pavlova, Bemelmans no era feliz. Quería ser artista y el tiempo comenzaba a correr en su contra. En 1929, sin saber que faltaban pocas semanas para el crack bursátil y el comienzo de la Gran Depresión, renunció a su trabajo y alquiló un departamento en Greenwich Village.

Autorretrato de Bemelmans. || Ilustración de La novia de Berchtesgaden, libro en el que el artista cuenta cómo fue recluido en una cárcel nazi. || De frac impecable, Mr. Keller, quien le dio trabajo al autor en el Hotel Ritz de Nueva York.

 

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Llegó una de las épocas más duras en la vida de Bemelmans. El dinero se terminó, se divorció, pensó en el suicidio y acabó en la casa de su antiguo valet porque ya no tenía ni para pagar el arriendo. Sin embargo, en todo ese tiempo –aproximadamente dos años–, nunca dejó de dibujar. Su persistencia terminó por funcionar: luego de varios años de intentos fallidos, a inicios de los años treinta vendió media docena de ilustraciones al Saturday Evening Post. Fue un comienzo, pues con el dinero de esa venta alquiló un pequeño estudio. Sus ventanas daban a una maraña de líneas telefónicas, un tanque de agua y un enorme letrero de neón. Para alegrar el desolador panorama, pintó las persianas con los paisajes del campo austríaco, delineó los caminos alrededor de Innsbruck y varios jardines de gencianas azules. En las paredes pintó los muebles que no poseía.

La suerte volvió a tocar a la puerta. Una amiga lo visitó con la editora May Massee, que trabajaba en Viking Press. La mujer que había revolucionado la edición de libros infantiles en Estados Unidos miró a su alrededor y le propuso a Bemelmans que escribiera e ilustrara un libro. Ludwig aceptó y, usando el imaginario austríaco de las persianas de su estudio, creó el mundo de Hansi, su primer libro infantil, en 1934. Por esa época Ludwig trabó amistad con los miembros de una agencia de publicidad que había comprado una ilustración suya para una campaña de gelatina; no solo recibió 900 dólares por el dibujo, sino que se asoció con los publicistas para adquirir un inmueble que transformó en restaurante. En la Hapsburg House pintó murales, ideó un menú con precios exorbitantes e incluyó música en vivo. Fue una sensación. Ahí llegaron a comer celebridades como Frank Sinatra, Danny Kaye, Joe DiMaggio y Eleanor Roosevelt.

En 1934, Bemelmans se volvió a casar, esta vez con Madeleine “Mimi” Freund. Con su nueva esposa se mudó al departamento que quedaba sobre el restaurante, el cual pronto se convirtió en el comedor y la despensa de la pareja. Ludwig, el bon vivant, comenzó a gastar más de lo que ganaba. Antes de que la empresa fracasara, sus socios compraron su parte del negocio y, con ese dinero, el artista llevó a Mimi a Bélgica de luna de miel; solo regresaron cuando no quedaba nada del cheque. Al volver escribió su segundo libro infantil, The Golden Basket, que transcurre en Bélgica. Por esa época logró vender una tira cómica, Silly Willy, sobre una foca, a una nueva revista para niños llamada Young America. La paga fue de treinta dólares, muy poco para mantener el estilo de vida al que se había acostumbrado. Comenzó a diseñar sets y vestuario para teatro, y a escribir cuentos para un público general. Los primeros aparecerían en Harper’s Bazaar y en Story. Tuvieron un éxito inmediato y dieron mejores réditos que los libros infantiles, si bien estos ya comenzaban a recibir la aclamación de la crítica. En 1937 publicó su tercer libro infantil, The Castle No. 9. A principios del mismo año, Viking Press publicó su primer libro no infantil: My War with the United States, que recogía historias de su paso por el ejército. Por su prosa ingeniosa e inteligente los críticos lo compararon con Mark Twain. Sin embargo, para continuar escribiendo necesitaba nuevo material. Y para ello, según Ludwig, debía viajar y conocer nuevas realidades que alimentaran su escuálida imaginación.

 

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En marzo de 1937, Ludwig se montó en un barco con destino a Ecuador acompañado de su esposa y su pequeña hija, Barbara. Bemelmans planeaba inspirarse en Sudamérica y escribir un nuevo libro infantil. Para mantener a su familia, negoció con Vogue y el New Yorker el envío de despachos desde Ecuador. Estuvo cuatro meses en distintas partes del país, principalmente en Otavalo y Quito. A su regreso a Nueva York, la prensa lo entrevistó al bajar del transatlántico Santa Bárbara, y comentó: “Cuando termine el libro infantil, voy a encontrar tiempo para escribir Una guía útil para exploración arqueológica y etnológica diletante en Sudamérica”. Luego continuaba así:

 

No tienen idea cuántos miles de estadounidenses se han convertido en exploradores veteranos de Sudamérica o, por lo menos, hacen planes para convertirse en exploradores veteranos de Sudamérica mañana o el jueves. Pienso que mi libro será un éxito en términos de circulación porque voy a contarlo todo: cómo dejarse la barba, cómo empacar la comida e implementos, cómo seguir los caminos trillados a través de la jungla salvaje y cómo vivir con indígenas. Es, de verdad, un campo infinito y estoy encantado conmigo mismo porque se me ocurrió.

 

La entrevista continuó con la pregunta de un periodista sobre “los salvajes” que Bemelmans había encontrado en Ecuador. El bromista escritor respondió que las únicas “graciosas personas salvajes” que había encontrado en Ecuador y Sudamérica fueron los exploradores norteamericanos. Dijo que ellos “extraen su oro en Nueva York” y luego se van de safari al sur del continente: “Necesitan equipos que son fáciles de conseguir: una barba, un manual de medicina y cirugía básica y un título, preferiblemente de capitán. Teniendo eso es fácil, pues Ecuador y los otros países son tan civilizados como nosotros y no hay ningún tipo de peligro. Simplemente se sale de las ciudades, se camina por los bosques y, si se camina lo suficiente, todo tipo de cosas interesantes pueden ocurrir”, continuó. Bemelmans volvió con varios bosquejos y fotografías de Otavalo, donde ambientó su cuarto libro infantil: Quito Express, publicado en 1938 por Viking Press. Para entonces sus ilustraciones habían cambiado mucho. Si sus primeros dos libros para niños tenían ilustraciones estilizadas, que le debían algo al movimiento fauvista, y mucho texto, su libro ecuatoriano optó por imágenes simples que tenían más peso que las palabras.

 

Viñetas de Quito Express.

 

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El siempre inquieto Bemelmans, quien solía decir que su mayor inspiración a la hora de crear era ver su cuenta bancaria en números rojos, llevó a su familia a la isla de Yeu, frente a la costa de Vendée, en Francia, en el verano de 1938. Un día que Ludwig iba al puerto a comprar langostas y pescado en su bicicleta se chocó contra el único automóvil del pueblo. Acabó en el hospital, donde su vecina de habitación era una pequeña niña a la que le habían sacado el apéndice. La audaz niñita se levantó el camisón para enseñarle la cicatriz a Bemelmans. Fue eso más las camas del sanatorio, el recuerdo de las historias de su madre sobre su internado en un convento, el nombre de su esposa, la edad de su hija... Cuando volvió a Nueva York, sentado en una mesa en la taberna Pete’s, escribió en la parte trasera del menú una de las líneas de apertura más famosas de la literatura infantil: “En un viejo casón de París, con parras en la fachada, vivían doce pequeñas niñas...”. Luego hizo bosquejos de la intrépida niña pelirroja: había nacido Madeline.

A diferencia de sus otros libros infantiles, Madeline fue un éxito inmediato. Salió en 1939 –el mismo mes en que Hitler invadía Polonia–, cuando el mundo podía apreciar la levedad de las aventuras de un grupo de niñas lideradas por la arrojada Madeline. El personaje fue tan popular que, entre 1953 y 1961, Bemelmans escribió cinco libros más con ella como protagonista. Desde ese momento se han impreso millones de copias del primer libro en todos los idiomas.

La entonces primera dama de Estados Unidos, Jacqueline Kennedy, mantenía correspondencia con Bemelmans. Tenían planeado escribir juntos un libro sobre Madeline, sus compañeras y la señorita Clavel en Washington. La muerte de Bemelmans en 1962 impidió que llevaran a cabo el proyecto, pero su nieto, John Bemelmans Marciano, también ilustrador y quien ha continuado los libros de Madeline, hizo posible que la pequeña niña visitara la Casa Blanca en 2011 al publicar Madeline at the White House.

La fama de Madeline pronto traspasó el papel para llegar a la pantalla. En 1952 se produjo un corto de animación que compitió por el Premio Oscar. Y el fenómeno nunca paró: en la década de los noventa, una productora francesa financió una comedia con actores reales basada en cuatro de los libros de Bemelmans. En la película, Frances McDormand interpreta a la señorita Clavel. También salió un videojuego desarrollado tanto para Windows como para Mac, y una serie animada de televisión que duró tres temporadas (1993, 1995 y 2000).

 

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La década de los cuarenta fue buena para Bemelmans. Regresó a Ecuador en 1941 y, en el mismo año, publicó The Donkey Inside, donde relataba, con el humor absurdo que caracterizaba su prosa, un viaje de Guayaquil a Quito y de allí a la selva. Comenzó a hacer tapas para el New Yorker y, con la guerra encima, escribió varios libros no infantiles, como novelas e historias autobiográficas: Hotel Splendide; I Love You, I Love You, I Love You; Now I Lay Me Down to Sleep; The Blue Danube; Hotel Bemelmans; Dirty Eddie; The Best of Times: An Account of Europe Revisited y The Eye of God. Con ellos se cimentó su fama de excéntrico, de cultor de la sátira. Era el “duendecito” que quedaba fuera de la línea dura de la literatura norteamericana. En 1943, la Metro-Goldwin-Mayer le propuso que adaptara su cuento “Yolanda and the Thief” para el cine. El estudio fue pródigo con su salario: le ofreció 3.000 dólares a la semana para que escribiera la historia que tendría como protagonista a Fred Astaire. El guion no avanzaba, pero sí su vida social: cenaba en los restaurantes más costosos de la ciudad, como el Romanoff, en donde como forma de pago le aceptaban los dibujos que garabateaba entre plato y plato; compartía veladas con Rita Hayworth y Olivia de Havilland, y en la casa que alquiló en Malibú –donde pintó una orquesta sinfónica completa en el salón– invitaba a tertulias a algunos de los intelectuales europeos que habían llegado a California huyendo del nazismo, como Kurt Weill y Thomas Mann. Desarrolló una buena amistad con el guionista Irving Brecher (creador de algunas de las mejores películas de los hermanos Marx), que debía ayudarlo a escribir el guion de la película. En sus innumerables conversaciones sobre la historia, llevadas a cabo en restaurantes y bares, Bemelmans dibujaba mientras hablaba. Bemelmans siempre dibujaba, era su manera de pensar. Alguna vez su hija Barbara le preguntó cuál de todos los idiomas que hablaba era su idioma materno; quería saberlo porque tenía un fuerte acento en cada uno de ellos: inglés, alemán y francés. Su padre la miró por un instante y le dijo, con toda seriedad, que su idioma eran los dibujos. Él no pensaba en esta lengua o aquella, pensaba en dibujos.

Ludwig no solo le presentó un guion al director de la cinta, Vincente Minnelli, sino también una serie de bosquejos que había hecho para la escenografía. Tomó más de un año comenzar la filmación del musical. La película costó dos millones de dólares, se estrenó en 1945 y, aunque se recuperó la inversión, no fue un éxito de taquilla. Pero a Bemelmans le fascinó el resultado: el director les dio vida a sus bosquejos y algunas secuencias de la película producen la extraña sensación de habitar sus cuadros.

Su vida hollywoodense no fue larga: llegó a su fin cuando, en 1947, publicó una sátira del mundo del cine, Dirty Eddie. Según fuentes de la época, cuando Louis B. Mayer, dueño del estudio, leyó el libro y se vio retratado de una manera poco favorable, vetó al escritor: “Nunca vuelvan a contratar a ese hijo de perra, a no ser que lo necesitemos de verdad”. Mientras vivía en las cercanías de Los Ángeles, escribió su libro más lírico y de mayor profundidad psicológica, The Blue Danube (1945), con la intención de explicar cómo Alemania cayó hipnotizada por el nazismo. En 1946, luego del fin de la guerra, viajó a Europa como corresponsal y escribió una serie de artículos de tan aguda inteligencia que su percepción como humorista del absurdo llegó a desaparecer. A partir de la experiencia personal de su infancia, en varios despachos reflexionó sobre la facilidad con la que se había subyugado al pueblo alemán: “Para mí la tragedia alemana viene desde el aula escolar, del despiadado castigo corporal... La escuela prepara el trato que nos damos en el hogar. Inculca en el joven el temor al padre, al profesor, al policía, a cualquiera que cargue una insignia de poder. Los nazis solo pudieron lograr lo que hicieron con la absoluta obediencia de la población”. A pesar de lo que vio, siempre optimista como era, también escribió artículos sobre personas que mantuvieron su decencia durante ese período tan oscuro de la historia.

Cuando regresó a Nueva York, sin un lugar donde vivir, se le ocurrió proponerle al dueño del Hotel Carlyle un intercambio: haría un mural en el bar del establecimiento a cambio de habitaciones para él y su familia durante un año y medio. El dueño aceptó. El resultado todavía se puede ver en la calle 35 este con 76, en el Upper East Side de Manhattan. El Bemelmans Bar, como se llama hasta hoy, es un lugar mágico de tonos dorados e iluminación teatral en donde, ambientadas en las cuatro estaciones del año, se perpetúan escenas ingenuas y fantásticas de animales antropomorfos que fuman, pasean y se divierten en un Central Park patas arriba, en el que las jaulas del zoológico están habitadas por personas en lugar de animales y Madeline se pasea junto a sus compañeras y la señorita Clavel por los senderos del parque. Es el único mural de Ludwig Bemelmans que se puede visitar en el mundo.

El año 1949 fue especialmente bueno para el escritor: la revista Life lo contrató; Good Housekeeping le pagó 15.000 dólares por una historia infantil, y en Broadway se estrenó una adaptación de su novela Now I Lay Me Down to Sleep. Ecuador se resistía a desaparecer de su imaginario: según el autor, la novela en la que se basaba la obra de teatro era sobre “un general ecuatoriano de ochenta años que tiene ataques epilépticos cada treinta días, y una institutriz alemana de setenta y cinco años que carga su propio ataúd a todo lado”.

 

Viñetas de Madeline’s Rescue, una de las entregas más celebradas por los seguidores del personaje infantil.

 

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Aunque siguió escribiendo y publicando historias en la década de los cincuenta, Bemelmans se sentía sobre todo un pintor, así que decidió concentrarse en esa faceta. Se dedicó a pintar en distintos lugares del mundo: Campobello, en Canadá; París y Antibes, en Francia; Gstaad, en Suiza; Múnich, en Alemania; Ratisbona, en Bavaria; Porto d’Ischia, en Italia; Río de Janeiro, en Brasil, y en Nueva York. Entre sus resoluciones de Año Nuevo estaban: “No más entrevistas. No más televisión. No más radio. No más películas. Ninguna aceptación de condecoraciones, ni siquiera la Légion d’honneur. No más obras de teatro. No más guiones o colaboraciones o cualquier cosa. No más contacto con editores, excepto por correo o a través de mi agente. Nada que interfiera con la pintura”. El resultado fueron dos grandes exposiciones de óleos: una en 1957, en la Galerie Durand-Ruel de París, y otra en 1959, en el Museo de la Ciudad de Nueva York. Para preparar la última, pintó un cuadro diario por cincuenta días.

Mientras tanto, Madeline había pasado a ser patrimonio colectivo. Se vendían sombreros y muñecas a semejanza suya en el almacén Neiman Marcus en Nueva York, y los niños de Japón, Irlanda y del mundo entero soñaban con sus aventuras. El panorama financiero también daba para ser optimista: con las regalías de la película de animación basada en Madeline, Bemelmans compró una goleta a la que llamó El Arca de Noé. Casi de inmediato escribió el libro On Board Noah’s Ark (1962).

La diferencia entre arte y vida para Ludwig Bemelmans siempre fue tenue. En el ámbito de la literatura no infantil, su reputación de escritor marginal había cambiado con la publicación de Are You Hungry, Are You Cold. Un crítico llegó a decir que la protagonista de la novela era “la contraparte del chico de El guardián entre el centeno”. Iniciando la década de los sesenta, con el libro de J. D. Salinger ya aclamado como un clásico, no podía existir mayor elogio.

En 1961 enfermó. Cuando alguna vez imaginó su obituario se decantó por “pintor y escritor o escritor y pintor, amante de la vida y cultor del gozo”. Murió el 1º de octubre de 1962. La noche anterior había preparado veinte dibujos y escrito algunos versos para un nuevo libro infantil. 

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A fines de año se publicará Quito Express, la historia de Pedrito y el tren, por primera vez en Ecuador. Las editoriales El Fakir y Deidayvuelta poseen los derechos de edición del libro publicado en 1938 y reeditado en 1967 en Nueva York. La edición ecuatoriana será trilingüe: español, kichwa e inglés.

 

Bemelmans solía cargar con los utensilios necesarios para armarse un estudio al aire libre.  || Ludwig y su hija Barbara en París (1947).

ACERCA DEL AUTOR


Gabriela Alemán

Recibió el Premio Nacional de Narrativa Joaquín Gallegos Lara, en dos ocasiones, por su libro de cuentos La muerte silba un blues (2014) y por su novela Humo (2017).