Del aborto

Dada la coyuntura en Colombia, rescatamos un texto clarividente, escrito en 1975, que hoy debería ser leído como un clásico. Su autora, una filósofa italiana, dice sin eufemismos: “Abortar es matar”, y luego procede a entender, a explicarse a sí misma, por qué tal cosa es defendible.

POR Natalia Ginzburg

Enero 27 2021
Aborto

 

Ilustración de Tom Deason • instagram.com/_tom_deason

 

Hace unos días hubo una persona que habló del aborto con palabras serias y verdaderas. Fue Franco Rodano, en un artículo aparecido en un diario el 28 de enero. Se titula “Aborto y clericalismo”. Es un texto muy bello y civil; uno de los más bellos y civiles que he leído en los últimos tiempos.

Pienso que el tema del aborto es quizá el más complicado, delicado y triste que existe; una zona donde es muy difícil moverse. Cuando Franco Rodano habla del aborto en este artículo nos parece respirar aire puro, porque habla de ello con un gran respeto humano y una gran seriedad.

Yo estoy a favor de la legalización del aborto. Como Franco Rodano, pienso que tiene razón la Unión de las Mujeres Italianas, “el único organismo popular, y por lo tanto serio, realista y auténtico, de la emancipación femenina en nuestro país”, cuando “presenta la propuesta de una despenalización del aborto, a condición de que se realice en centros sanitarios públicos”.

En la campaña por el aborto legal, encuentro odiosa una difundida actitud de gran petulancia, encuentro odioso que se hable del aborto como si fuera una fiesta libre y alegre. Encuentro odiosa, en la campaña por el aborto legal, toda la coreografía que la rodea, el ruido y el campanilleo festivo, entre enérgico y macabro; odiosos los desfiles de mujeres con los muñequitos colgados del vientre, odiosas las palabras “el vientre es mío y hago con él lo que quiero”: en realidad también la vida es nuestra, y ninguno de nosotros consigue hacer con ella lo que quiere.

El aborto legal debe ser pedido ante todo por justicia. Debe ser una decidida y severa petición que la gente dirige a la ley. Es intolerable que las mujeres pobres corran el peligro de morir o mueran abortando con agujas de hacer punto, y que las mujeres ricas puedan disponer de cómodas clínicas y no corran ningún peligro o muy poco. Esto es intolerable. Sabemos muy bien cómo son hoy la sociedad y la ley, sabemos muy bien lo caóticas que son y lo alejadas que están de toda idea de justicia; pero también sabemos, muchos de nosotros quizá de una forma burda, pasional y confusa, cómo deberían ser. La ley debería ser pura justicia, no debería ser ni rígida ni blanda, sino solo justa, e interferir en los asuntos de los individuos solo cuando estos se encuentren en condiciones de peligro, desgracia, culpa o enfermedad.

Cuando se quiere y se pide algo, es necesario llamarlo por su verdadero nombre. Me parece hipócrita afirmar que abortar no es matar. Abortar es matar. El derecho a abortar debe ser el único derecho a matar que la gente debe pedir a la ley. En el caso del aborto se trata de un homicidio muy particular y absolutamente diferente a cualquier otra clase de homicidio; no puede ser comparado con nada, porque no se parece a nada; no conlleva ningún otro derecho, no presupone ninguna otra clase de libertades genéricas.

Al no estar legalizado el aborto en nuestro país, las mujeres mueren por agujas de hacer punto; y entre la muerte de una persona que tiene ojos, facciones y voz, y la muerte de una forma sin voz ni ojos, es imposible no preferir lo segundo. Abortar no significa eliminar a una persona, sino el proyecto remoto y pálido de una persona; está claro que es un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos y no la madre que los lleva dentro de sí; y también un mal menor que mueran estos proyectos remotos y pálidos en lugar de convertirse en niños abocados a un destino de hambre. Aunque también es verdad que todo destino puede ser un destino de dolor, y si nos ponemos a pensar lo que puede deparar el destino, nos preguntamos si no sería sensato y justo no dar nunca la vida y elegir siempre la nada. La idea del aborto conduce, pues, a preguntarse cuál es el significado de la vida, y conduce a una multitud de interrogantes tan desesperados que el planteárselos es caer en la oscuridad. Por eso, en la idea del aborto se concentra hoy toda nuestra atención, porque en esta idea se esconden los rasgos de nuestra idea de la vida, y estos nos parecen huidizos, nos parece que se ha hecho pedazos nuestra armonía con el futuro, y nos parece que ya no podemos prometer el futuro a nadie. Pero amar la vida y creer en ella significa también amar su dolor; significa amar la época en la que hemos nacido y sus abismos de terror; y significa amar, del destino, su oscuridad y su tremendo carácter imprevisible. Sin embargo, también es cierto que sobre un pensamiento semejante no se puede tal vez construir nada, pues a decir verdad no es un pensamiento constructivo, sino una especie de fuego que cada uno enciende en soledad y por su cuenta.

Puesto que abortar es en realidad matar, no ya a una persona, sino la posibilidad de una persona, se trata, para la madre, de una elección espantosa. En realidad casi todo parece mejor que encontrarse ante semejante elección: el control de los nacimientos, tal vez incluso la castidad. Se ha sugerido también la homosexualidad; es una idea paradójica y que no puede valer para todos, pero en esta idea no repugna tanto la paradoja como el hecho de que parezca una solución fácil; y cuando están en juego la vida y la muerte, las soluciones fáciles parecen ser tristemente banales. La castidad o el control de los nacimientos significan en cambio un sacrificio. Y cuando están en juego la vida y la muerte también es necesario pagar el precio de un sacrificio.

Abortar es matar, pero se trata de un homicidio que no puede compararse con ningún otro; es separarse para siempre de una individual, concreta y real posibilidad viviente. Al ser esta una elección diferente de cualquier otra, no pueden entrar en ella nuestras habituales consideraciones de orden moral, que aquí se muestran inservibles. Sabemos muy bien que matar está mal; pero aquí, en presencia de una posibilidad viva aunque inmersa en la oscuridad, también la idea del bien y del mal está inmersa en la oscuridad. En semejante elección, la luz de la razón, la luz de la lógica, la luz habitual de las consideraciones morales no pueden entrar, no serían de ninguna ayuda, porque no hay respuestas o aclaraciones lógicas cuando todo está inmerso en la oscuridad, es una elección en la que el individuo y el destino están el uno frente al otro, en la oscuridad.

Tal elección no puede ser, pues, más que individual, privada y oscura. De todas las elecciones humanas, es la más privada, la más anárquica y la más solitaria. Es una elección que pertenece por derecho a la madre, y solo a ella; y ello no porque en todas las circunstancias de la vida exista un libre derecho de elección ni porque “la barriga es mía y hago con ella lo que quiero”, pienso que en tal elección las personas sienten como nunca que nada les pertenece, y mucho menos su propio cuerpo. Les pertenece solo una horrible facultad de elegir, para una forma sin voz ni ojos, la vida o la nada. Es una facultad pesada como el plomo, una libertad que arrastra consigo hierros y cadenas, porque quien elige debe elegir por dos, y el otro está mudo. Se trata de lacerarse en una parte de uno mismo, matar una parte de uno mismo, arrancar de los propios miembros para siempre una precisa posibilidad viva e ignota; es una elección muda y oscura como es mudo el acuerdo subterráneo que existe con esa forma escondida; y la relación entre la madre y esa forma viviente, ignota y escondida es verdaderamente la relación más cerrada, más encadenada y más negra que existe en el mundo, es la menos libre de todas las relaciones y no compete a nadie.

Semejante elección no compete a nadie y mucho menos a la ley. Está claro que la ley no tiene ningún derecho a prohibirla ni a castigarla. Compete a la ley, o debería competer a la ley, solo en el momento en el que deja de ser una elección secreta y se convierte en una abierta y clara determinación de abortar. Entonces comienza un estado de peligro; y la ley debería estar ahí no para castigar ni para prohibir, sino para acudir en ayuda. La ley está obligada, o debería estar obligada, a actuar de forma que las personas no destruyan a los demás o a sí mismos. Pero se trata de personas, y no ya de posibilidades; porque en la zona de las posibilidades, escondidas en el regazo de las madres, ni la ley, ni el código, ni la sociedad ni los gobiernos deberían tener el más mínimo poder de interferir.

Febrero de 1975

 

Este texto hace parte del libro Las tareas de casa y otros ensayos, publicado por Lumen, que reproducimos por cortesía del grupo editorial Penguin Random House.

ACERCA DEL AUTOR


Natalia Ginzburg

Novelista, ensayista, dramaturga y política. Es una de las voces más importantes de la literatura italiana del siglo XX.