La belleza moral de Carson McCullers

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POR Andrea Mejía

Enero 27 2021

 

McCullers en la lente del Carl Van Vechten (1959). © Library of congress.

 

 

Las ideas, para una tradición filosófica de raíces platónicas, son las que nos permiten reconocer, en lo particular, en lo pequeño y cercano, destellos de algo más grande que nos gobierna o nos es común. Las ideas, para esta tradición, están estrechamente relacionadas con la vida moral humana, con su libertad, con la búsqueda de Dios o de una totalidad que puede tener muchos nombres. En ese sentido, y con un platonismo intempestivo, Carson McCullers habla de las ideas que subyacen a su novela inmensa y magnífica, El corazón es un cazador solitario, escrita cuando tenía alrededor de veinte años y publicada en 1940: “En algunas partes las ideas subyacentes estarán escondidas muy por debajo de la superficie de una escena, y otras veces, estas ideas se mostrarán con cierto énfasis”.

El texto que cito es una especie de guía de ruta de El corazón es un cazador solitario que escribe la misma McCullers, una visión de conjunto, asombrosamente clara, que le sirve de soporte y le da aliento para la escritura de este libro. “El resumen general de esta obra puede expresarse de manera muy simple. Es la historia de cinco personas solitarias, aisladas en su búsqueda de expresión y de integración espiritual con algo más grande que ellas mismas”.

En el proceso de escritura se le revela a McCullers que su personaje central, Singer, el único que ella no puede ver claramente al principio, como sí puede ver a los demás personajes, es un sordomudo; se le revela su mudez porque los demás le hablan y él no puede responder. Entonces ella se da cuenta: le da el título tentativo de El mudo y la escritura de la novela arranca en verdad.

En Singer no hay nada que permanezca intocado por el amor, como en Carson misma, que le ha prestado a su personaje, además, el color gris de sus ojos y el trabajo de su padre como joyero. A Mick, por su parte, otro de los personajes, una niña de doce años, Carson le ha prestado la fuerza de su anhelo y de su inquietud, su gusto por vestirse como un muchacho y su amor sobrenatural por la música. La niña ha pintado unos cuadros extrañísimos y visionarios de accidentes y catástrofes y batallas humanas. “En el fondo de su mente, en algún lugar, ella sabía lo que su pintura representaba”. Algo así es lo que le sucede a McCullers, desde muy joven tiene una rara comprensión de su propio trabajo.

Desde El corazón es un cazador solitario, su primera novela, se hace evidente que el genio de McCullers no es solo estético; es un demonio moral el que le procura la serie de “iluminaciones”, como dice ella, que están en la base de sus obras. Su fuerza artística se traduce en una visión directa de la condición humana, sobria y analítica, objetiva y no sentimental (ella soportaba mal el sentimentalismo de Hemingway). McCullers tiene una comprensión profundamente moral de la literatura, y aquí no hay nada que malentender: “moral” no quiere decir didáctico o útil; “moral” no implica una guía para la vida, ni es portar o reproducir un mensaje sencillo de salvación, aunque sí, tal vez, uno hermoso y aterrador, impracticable; “moral” no es exhibir un juego de tortuosas prescripciones que funcione como una navaja suiza, o como una colección de cuchillos, ni tiene nada que ver con la triste salvaguarda de las buenas costumbres. “Moral” quiere decir, aquí al menos, la conexión no sentimental con la existencia humana: la realidad del amor y el sufrimiento, del aislamiento y la soledad, el brillo del carácter por la bondad y la ternura, la asfixia en la que las vidas humanas sucumben por la vulgaridad y se pierden.

También es un demonio moral el que alienta a Dostoievski, y tal vez por eso es uno de los escritores más amados por McCullers. Lo estaba leyendo en la cama la noche en que se incendia su casa, una imagen que encuentro casi milagrosa. Es famoso el desprecio de Nabokov por Dostoievski. Puede comprenderse: Dostoievski no piensa mucho en las preposiciones o en la puntuación, se desinteresa por completo del ritmo hipnótico que puede llegar a alcanzar una frase (y una vez se aprende este ritmo, es sorprendente darse cuenta de que no es, ni de lejos, suficiente). Dostoievski piensa en llegar con su mente y su escritura a los confines de la experiencia humana, en donde se sacude, por ejemplo, su Myshkin. Una experiencia de “terror, piedad y amor”.

Las páginas de Carson McCullers viven en la misma esfera que las de Dostoievski. En realidad, viven en su propia esfera, son capaces de fundir el ámbito glacial nabokoviano, de derretir su magistral y perfecta escultura de hielo. He estado de rodillas ante muchas frases de Nabokov que me dejan sin aliento. Las he copiado a mano como señal de devoción. Pero con Carson siento otra cosa: una especie de hermandad; siento que estoy ante un fuego, suave y triste, que arde con la luz de la verdad. Ella es simplemente otro tipo de escritora muy lejana a los dominios del gran Nabokov. Es una escritora a la que no veo dando clases sobre el punto y coma. Pero desde donde está, ella puede ver lo humano y lo abarca sin juzgarlo. Y lo hace, esto es lo que más admiro en ella y por eso insisto, sin ningún tipo de aproximación sentimental.

De Joyce, McCullers atesoraba el Retrato del artista adolescente, que releía cada año. El Ulises, en cambio, aunque reconociera su importancia y la influencia que había tenido en grandes escritores, no era, dice ella, “su carne”. Porque no es la experimentación técnica y estética lo que la atrae, por portentosa que sea, sino la conmoción con lo humano, esa especie de choque ético que representa el joven Dedalus en el Retrato del artista adolescente.

En general, el dogma de que la literatura no se hace con ideas es un dogma respetable, difundido entre muchos escritores, viejo de varios siglos, alimentado por los talleres de escritura estándar, y que tiene en su cauce a gente muy seria y brillante como Paul Valéry. Este último recoge la respuesta que ha hecho carrera de Mallarmé a Edgar Degas: la literatura no se hace con ideas sino con palabras.

Las iluminaciones que tiene McCullers sobre sus personajes y sobre las ideas que animan El corazón es un cazador solitario son una prueba de que en la literatura no solo hay lugar para las ideas, sino de que quizá es su tierra natal. En esta novela, por ejemplo, no solo aparecen personajes tristes, incomunicados, que han sido confinados en un estado de aislamiento por las contingencias particulares de la trama: ellos son retratos de la soledad humana, en ellos brilla y vive la idea misma de la soledad. La universalidad incontestable de esta autora, su amplitud, su libertad, provienen de una visión de lo humano mucho más abarcadora que la que procura la estrechez pseudoestética que prohíbe la aparición de las ideas en la literatura, el brillo de las ideas, su iluminación y su resplandor. Esta prohibición se debe quizá a la confusión entre ideas y esquemas, una distinción que Kant, muy platónico en este y otros puntos, supo hacer explícita.

Las ideas son destellos de lo inmenso. En su Crítica de la razón pura, Kant consideró que solo existían tres ideas. ¡Pocos momentos de la filosofía son tan grandes como esta reducción! Pero luego, en su Crítica de la facultad de juzgar, el pensamiento de Kant estalla en algo misterioso y múltiple que él llama “ideas estéticas”. Luego Schopenhauer, que comprendió muy bien a Kant y a Platón, vio que el arte es el lugar de las ideas. Así que ya vamos viendo a qué altura se encuentra McCullers. Llegó allí por una intuición moral extraordinaria que supo comunicar con la claridad de su inteligencia y con un estilo transparente, fiel a lo que ella llama “la verdad de la historia”.

ACERCA DEL AUTOR


Andrea Mejía

Doctora en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido profesora de los departamentos de Ciencia Política y de Filosofía en la Universidad de los Andes y profesora invitada en la Universidad Autónoma de México. En 2018 publicó la colección de relatos "La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad".