Un gran día para Marguerite

El relato de cómo una pequeña Maya Angelou superó el mutismo en que la sumió una violación, y cómo una vestimenta le auspició un horizonte más prometedor que el de los ásperos algodonales de Missouri.

POR Sorayda Peguero Isaac

Enero 27 2021
Ilustración de Amalia Restrepo

Ilustración de Amalia Restrepo

 

 

Por el camino empedrado se acerca Bertha Flowers. Viene con un vaporoso vestido de gasa, un sombrero de verano y un pequeño bolso de tela colgando de su muñeca como una joya. No solo es una mujer singular: es más hermosa que todas las mujeres que Marguerite ha visto en el norte y el sur. Parece salida de una novela inglesa. Una de esas damas que toman una taza de té tras otra en salones decorados con papeles de colgadura dignos de los trofeos de cacería que exhiben. En realidad, la señora Flowers tiene algo que a todas ellas les falta: su delicada piel color de terracota. Siempre que la ve llegar a la tienda de su abuela, Marguerite siente un estremecimiento en el alma, la súbita emoción que provoca la belleza en movimiento.

Cuando la señora Flowers termina de hacer la compra de la semana y se ve a sí misma haciendo malabares con casi media docena de bolsas, la señora Johnson, abuela de Marguerite, le pide a su nieta que la ayude a llevar los víveres. De manera que Marguerite y la mujer más hermosa del mundo se van caminando juntas bajo un sol resplandeciente.

–Me han dicho que eres muy buena en la escuela, Marguerite, ¿pero solo por escrito?

Después de que la violara el novio de su madre, Marguerite regresó al pueblo yermo de su abuela paterna acompañada por su hermano Bailey. Tras las fiebres, el hospital, el juicio en los tribunales –tan bochornoso para una niña de ocho años– y el misterioso asesinato del violador, la única persona que seguía escuchando su voz era Bailey. Marguerite estaba convencida de que revelar la identidad del hombre que la violó fue lo que provocó su muerte. Y si ella, con su voz, era capaz de matar a alguien, no volvería a hablar jamás.

–Tu abuela me contó que lees mucho. Eso es admirable, Marguerite, pero permíteme decir que no es suficiente. Las palabras significan más de lo que dicen en el papel. Necesitan la voz humana. Es la voz humana lo que les infunde un significado más profundo.

Le gustaba escuchar su nombre en la voz de la señora Flowers. Mar-gue-rite. La pronunciación era cadenciosa y sibilante, como el sonido de las botellas que las viejas colgaban en las ramas de los cinamomos. La señora Flowers la invitó a entrar en su casa. Sirvió bizcochos de vainilla y una limonada que se refrescaba en la nevera desde temprano. Marguerite tenía la mirada fija en las vetas de la madera del porche.

–Marguerite Annie Johnson, ¿estás esperando una invitación por escrito? ¿Vas a decirme que no te gustan los bizcochos de vainilla, o es que eres alérgica a la limonada?

Marguerite le daba pequeños mordiscos a los bordes tostados de un bizcocho. Antes de probar la limonada, la agitó con una cucharilla de mango largo. Entre tanto, la señora Flowers, sentada a su lado en la mesa del comedor, leía en voz alta: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Marguerite conocía ese libro como las líneas marrones de sus manos. Sabía que la señora Flowers estaba leyendo a Dickens. No era como cuando ella leía a solas, en la caja trancada de su silencio. Estas palabras se levantaban del libro. Estaban vivas. La señora Flowers le dijo que se llevara a casa un libro de poesía. Quería que Marguerite lo leyera y que le recitara un poema la próxima vez que viniera a visitarla. “Qué me dices, ¿harías eso por mí?”. Marguerite sintió un hormigueo en las comisuras de los labios. No iba a responderle con un gesto. Quería que a la señora Flowers no le quedara ninguna duda de que sus palabras también estaban vivas: “Sí, señora”.

 

 

***

 

Se lo estuvo preguntando a lo largo de estos últimos cuatro años: “¿Qué habría sido de mí sin la señora Flowers?”. Era una pregunta que ahora cobraba especial importancia. Había llegado el gran día. Marguerite iba a graduarse de octavo curso con honores. Estaría en primera línea, con los mejores estudiantes de la Escuela de Formación Profesional del Condado de Lafayette. Podía recitar el preámbulo de la Constitución a una velocidad asombrosa; ni siquiera Bailey, que se había graduado el año pasado, lograba superarla. Podía enumerar a todos los presidentes en orden cronológico y alfabético. Podía, como lo había hecho esa misma mañana, recitar los oscuros versos de “Annabel Lee”, su poema favorito de Poe. Marguerite lo escribió en su diario con letras grandes: “Mis días de silencio eran colgajos cubiertos de parásito musgo”.

El vestido estaba tendido sobre la cama con las enaguas que le regaló la señora Flowers. Marguerite quería que el recuerdo de esa mañana la acompañara siempre. Muy pequeña para entender su deseo de que los momentos previos a la ceremonia se convirtieran en un bálsamo para las futuras derrotas de la vida. Antes de vestirse pensó en lo que le había dicho la señora Flowers acerca de las palabras. La primera vez que la acompañó a su casa, en los remotos días de su mudez, la señora Flowers le dijo que sin la voz humana las palabras se quedaban huérfanas de un significado profundo. Marguerite había visto a su abuela cosiendo con una dedicación sagrada, poniendo en la labor todo su entusiasmo, todo lo que tenía para darle. Las piezas de su vestido estaban unidas por palabras no dichas. Por los restos de otras vidas. Por una herencia de amor y dolor que pasaba por su abuela, por su padre y por todos los que vinieron antes que ellos. Su abuela cantaba himnos religiosos mientras cosía. Un murmullo apenas interrumpido por el pedaleo de la máquina Singer y las plegarias que ella, en la habitación de al lado, musitaba antes de irse a dormir. A simple vista, su vestido escondía más de lo que mostraba. Los hilos de su tejido estaban hechos de algodón: una mezcla de sudor y sangre.

Cuando llegaba la temporada del algodón la señora Johnson se levantaba de madrugada. Marguerite la escuchaba rezar. Escuchaba el sonido de sus chancletas arrastrándose por el suelo de madera. Le quitaba el travesaño a la puerta y empezaba a dar órdenes a sus nietos. Ubicada en el centro de la zona negra, la tienda de la señora Johnson era conocida como el Almacén General Wm. Johnson. Ofrecía una amplia variedad de productos, desde brillantina para el pelo, hilos de diferentes colores, tabaco, petróleo para las lámparas, naranjas, queso y galletas, hasta maíz para las gallinas y tortas de cacahuete.

Antes de marcharse a las plantaciones, los obreros venían a abastecerse de víveres. El camión de la desmotadora de algodón los recogía en el porche de la tienda. Marguerite los escuchaba hablando de las promesas del día, de los kilos y kilos de algodón que colmarían sus sacos de yute. Al final de la tarde, tras una intensa jornada bajo el sol, las promesas de la mañana se habían esfumado. Los camiones regresaban de las plantaciones con los recolectores y sus sacos de yute más o menos llenos. Sus cuerpos doblados por el cansancio. Los dedos sangrantes, lastimados por las ásperas vainas de la flor del algodón. Calambres en los brazos y en los pies. Heridos por la vida.

La señora Johnson había comprado la tela en un pequeño almacén de Arkansas. Era de piqué amarillo, el color elegido para los vestidos de las niñas de la clase de Marguerite. Su nieta se alegraba de que a nadie se le ocurriera sugerir una tela de color beige, o peor aún, negro. A menudo se quejaba de sus delgadas piernas, de la hendidura que separaba sus dientes –donde decía que cabía un lápiz del número 2– y de su pelo corto, crespo y abundante. Decía que su aspecto era el castigo de la cruel madrastra que le arrebató el sueño de los ojos azules, el pelo largo y rubio y la piel blanca como la porcelana china. El entusiasmo por la graduación despertó en Marguerite una mirada más amable de sí misma. Podría decirse que empezaba a gustarse, o quizá lo adecuado sería decir que había dejado de odiarse. En una hoja de papel de estraza, la señora Johnson hizo un boceto del vestido. Marguerite siguió las líneas que dibujaban las manos fuertes y oscuras de su abuela. “Haremos las mangas abullonadas, con un borde de ganchillo, de punto alto. El canesú fruncido, ¿lo ves? Con unos cruces de hilo de un color más fuerte, para que resalte. Las líneas irían desde aquí, pasando por esta parte del corpiño, hasta aquí. ¿Qué te parece si le ponemos margaritas bordadas en el dobladillo?”.

En la Escuela de Formación Profesional del Condado de Lafayette no había flores. No había un jardín como el de la escuela central para niños blancos. Ni siquiera tenía una cerca que separara el recinto estudiantil de las granjas colindantes. Era el lugar inhóspito y frío del que se esperaba que saliera una nueva generación de carpinteros, albañiles, solícitos mozos de hotel y criadas sonrientes. Y si alguien tenía alguna duda, si es que alguien osaba creer que tenía en sus manos una semilla de mostaza que lo pudiera alejar de su destino, para eso estaba un tal señor Edward Donleavy: un hombre blanco, candidato a superintendente de educación y orador –no invitado– de la ceremonia, que se había tomado la molestia de viajar desde Texarkana para rescatar a los estudiantes de Stamps de su ensoñación colectiva. El señor Donleavy vino a decir cuán orgullosos debían estar los vecinos de Stamps del talento de sus jóvenes para los deportes. Vino a decir que el magnífico trabajo de las estudiantes en las clases de economía doméstica auguraba un glorioso futuro a las amenidades de la vida sureña. El señor Donleavy vino a decir también que el destino de los jóvenes de Stamps no estaba escrito en las estrellas, ni en las escarpadas montañas de Samoa, sino en las bases del sistema que él mismo representaba. Vino a decirles que, por mucho que se esforzaran, sus vidas no eran suyas.

Antes de que Henry Reed pronunciara un discurso de despedida en nombre de todos los estudiantes, Marguerite salió con prisa del auditorio. Cuando vio su cara reflejada en el espejo del baño, reconoció el gesto duro de los días de su retraimiento. Había olvidado que la vejez podía adueñarse del rostro de una niña. Si aceptaba que alguien podía decirle cómo debía ser tratada, el peso de los daños acabaría aplastando todas sus aspiraciones. Las palabras que le dedicaban los recolectores de algodón caerían en tierra muerta: “Lo estás haciendo muy bien, Marguerite, sigue superándote”, “Estamos orgullosos de ti”. ¿A quién debía creer? ¿Ese tal señor Donleavy era el dueño de la verdad? ¿Así de implacable era la condena que pesaba sobre su gente? Marguerite respiró hondo y se alejó unos pasos del tocador para poder mirarse de cuerpo entero. Tenía que admitir que su abuela tenía razón: “¡Dios... no puedo dejar de mirarte! Te ves realmente hermosa. Nena: ¡hoy te has vestido para triunfar!”.

ACERCA DEL AUTOR


Sorayda Peguero Isaac

Periodista y columnista de El Espectador, colaboradora frecuente de El Malpensante. Su primer libro, Por aquí pasó una luciérnaga, es una colección de sus textos cortos publicada este año por Tusquets.