Anatomía del color local

Tres casos de estudio

Los diseñadores locales Francisco Jaramillo, Susana Mejía y Carolina Agudelo demuestran que las posibilidades cromáticas aún no están agotadas, y que también se pueden extraer tonalidades de materiales y eventos cotidianos: el desayuno paisa, el fruto del huitillo y el paisaje aséptico de un laboratorio.

POR Mariana Gaviria

Enero 27 2021

© Juan Silva | “Desayuno en la montoña”, obra cerámica del antioqueño Francisco Jaramillo

 

El poeta nariñense Aurelio Arturo describió a Colombia como el país “donde el verde es de todos los colores”. Con esta imagen logró evocar de forma sintética y simbólica la esencia de nuestro territorio: uno que derrocha color en cada esquina, con una geografía multicolor cuya naturaleza generosa y vociferante le ha deparado a su gente un destino salpicado de tonos carmesíes, un presagio de su historia violenta con dolores de todos los colores. 

En este rincón del planeta, como en todo lugar, el color se tambalea entre el mundo subjetivo de las sensaciones y el mundo objetivo de los hechos. Esta ambigüedad ha sido objeto de fascinación de filósofos, científicos y artistas. Dos de las más notorias posiciones filosóficas sobre el color son contradictorias. Una, basada en la tradición aristotélica, argumenta que es una propiedad intrínseca de la materia, esto es, que existe independientemente del sujeto que lo contempla. Otra, basada en el empirismo, argumenta que puede ser percibido de diferente manera en distintas circunstancias, es decir, que el color existe principalmente en nuestra percepción. El color como esencia versus el color como sensación.

 A la luz de este debate filosófico, como queriendo trazar y describir la variada paleta de colores colombiana, encontramos visiones intermedias que yacen en el purgatorio entre objetividad y subjetividad, entre la historia colectiva y la individual, entre lo biológico y lo conceptual.

Por mucho tiempo, Colombia se negó a aceptar sus contradicciones, a reconocerse en los retazos culturales que la componen. Quizás su historia trágica produjo un sesgo cromático, la identificación con el último color de la bandera, el rojo abatido. Olvidamos nuestros amarillos totémicos y los azules silenciosos y, con ellos, el derecho universal a vernos con otros ojos o colores. La esperanza de la paz nos devolvió la oportunidad de mirarnos desde territorios olvidados y memorias perdidas, de recuperar nuestra historia y nuestra geografía iridiscente, de reconocernos en ese prisma exuberante: el caleidoscopio de nuestra identidad, para así forjar nuevos mundos de luz, reimaginar nuestro destino y recuperar el presente. Nuestro pasado por lo general se tiñe de rojo o es visto en blanco y negro. Artistas e investigadores colombianos provenientes de distintas disciplinas han intentado un tránsito hacia una paleta distinta en busca de nuevas posibilidades.

Francisco Jaramillo, fundador de Fango Studio, un proyecto de diseño interdisciplinario enfocado en la cerámica, se aproxima al color desde los recuerdos del entorno topográfico de su infancia: las montañas de Antioquia. Después de regresar de Europa, Francisco se embarcó en la misión de rescatar las tradiciones cromáticas de su tierra. Inspirado por dos memorias puntuales, la finca de sus abuelos y el desayuno paisa, creó una colección llamada Desayuno en la montaña: la arepa, el huevo, la leche, las frutas y las flores, convertidos en cerámicas.

Como parte de su enfoque, Francisco se dio cuenta, por ejemplo, de que la leche podía ser usada como pigmento natural, al soltar una grasa que ayuda a sellar su coloración. Empezó entonces a crear esmaltes hechos de los cinco elementos mencionados. La botella de leche lleva un esmalte de color crudo, extraído del mismísimo líquido que contiene; la bandeja para las arepas toma su color de la tusa terracota de la mazorca, y el recipiente para flores y frutas tiene una textura áspera y un color trigo extraído del costal con el que se cargan los alimentos en el campo. En medio de este proceso artesanal, Francisco propuso un diálogo entre la concepción poética y la realización formal de sus piezas, en el que el color juega un papel doble, artístico y utilitario, tradicional y novedoso.

A través de una aproximación similar, interdisciplinaria e inquisitiva, Susana Mejía fundó Color Amazonía, proyecto que incluye una expedición etnobotánica para intentar reencontrar (o descubrir) los colores del bosque amazónico: el rojo en la corteza del palo de Brasil, el ocre en las semillas del achiote, el morado en las cáscaras del fruto del huitillo, entre otros.

       La concepción del proyecto provino de una sincronía. El arte, como la ciencia, depende del azar. Susana organizaba unos talleres de terapia ocupacional en una de las prisiones de mujeres de Medellín. Allí solía liderar un proceso de construcción de comunidad y conversación a través del tejido, una actividad que aligera el cuerpo, da aliento a la mente y enfoca la palabra. Tras años de trabajo, Susana acumuló grandes cantidades de fique, la fibra natural que usaban las reclusas en los talleres. Paralelamente, impulsada por un deseo de ver de cerca los rincones más remotos del país, ella viajaba al Amazonas como turista en busca de algo que todavía no tenía ni color ni nombre en su mente. En uno de estos viajes, se topó con una mujer indígena que teñía de forma artesanal unas fibras naturales. Y a Susana se le ocurrió la idea de teñir también, con esta técnica local, los bultos de fique que tenía en Medellín. De esta manera, logró fusionar el color de la naturaleza, una técnica artesanal de la comunidad huitoto y un material producto de una obra de catarsis y liberación, todos retazos de nuestra cultura que de alguna manera han sido soslayados en medio de la rápida y artificial aridez de la modernidad.

Susana y su equipo instalaron un laboratorio de color a las afueras de Leticia, donde han experimentado con varios procesos químicos y han logrado optimizar la extracción de pigmentos de las once especies botánicas seleccionadas: además de las mencionadas palo de Brasil, huitillo y achiote, también cudi, chokanary, bure, amacizo, chontaduro, llorón, huito y cúrcuma. Paradójicamente, en medio de la selva, el pigmento que más esfuerzo les tomó extraer fue el del color verde. La abundancia y la escasez a menudo se traslapan. Después de dos años y numerosas pruebas fallidas, descubrieron que al combinar una especie nativa, la hoja de llorón, con la cúrcuma –especie común en el Amazonas pero de origen foráneo– obtenían finalmente los diferentes “verdes de todos los colores” de la selva. Susana describe su proyecto como una amalgama de magia (el color) y ciencia (las plantas); una búsqueda “alquímica” donde el color es usado como herramienta de acercamiento entre lo humano y lo botánico; donde el color, como la música, sirve de lenguaje universal que trasciende las palabras y encuentra las verdades camufladas entre la selva. 

Pasando de la Amazonía a un salón universitario en las montañas bogotanas, Carolina Agudelo, diseñadora textil y profesora, tiene una aproximación al color similarmente dicotómica: entre la precisión y la poesía. En su clase de color para textiles, que dicta en la Universidad de los Andes, ha encontrado un método pedagógico que obliga a sus estudiantes millennials –con mentes criadas por el internet, es decir, saturadas de imágenes– a abordar el color de una manera más personal y a la vez más científica. Por ello Carolina divide el método formativo en dos partes: la emocional y la empírica. En la primera, los estudiantes se entrenan por medio de un “diario de color” que nutren con fotografías propias; afinan sus ojos a través de la contemplación de los colores presentes en su paisaje habitual. Miran con atención los grises cambiantes de las tormentas, los tornadizos rosados de los atardeceres o los ocultos naranjas de los ubicuos ladrillos. De esta manera, se conectan con su interioridad, con sus intuiciones de artistas en formación.


© Carolina Agudelo | El laboratorio de la Universidad de los Andes donde Carolina Agudelo y sus estudiantes sintetizan colores.


Por otro lado, la parte científica del proceso está basada en un acercamiento técnico para desarrollar un dominio exacto del color. En el laboratorio, los estudiantes aprenden a manejar y controlar variables tales como tiempo, peso, temperatura y agua para extraer tanto colorantes sintéticos como naturales, usando diferentes fórmulas y reglas matemáticas para obtener todo tipo de tonos y saturaciones. Allí, la búsqueda del color deja de ser ambigua y subjetiva, se convierte en una ciencia puntual y sofisticada. Gracias a ello han logrado extraer más de 115 colores diferentes.

Quienes alguna vez han evocado una memoria a partir del color saben que este opera como un multiplicador de recuerdos. El color nos ayuda a recordar y nos hace palpar el presente con mayor intensidad. Como sugieren los trabajos de estos creadores colombianos, la búsqueda del color resalta la dualidad humana, la razón y la emoción, la ciencia y el arte.

Estos creadores nos muestran de manera original, como resultado de sus pesquisas y del azar, los colores de Colombia. Convierten sus diarios personales en narrativas cromáticas. Reconstruyen un pasado e insinúan un futuro. Colombia, hoy más que nunca, necesita una narrativa esperanzadora. Podríamos empezar por crear, al ritmo de nuestro devenir, lo que aquí nos proponen: una emotiva y científica anatomía del color local.

ACERCA DEL AUTOR


Mariana Gaviria

Profesora de literatura y diseñadora gráfica egresada de Parsons School of Design.