La filosofía del vestido

Traducción: Andrés Hoyos

 

El dandy irlandés confeccionó este compendio para vestir con armonía. Y si bien se refiere a la moda de su tiempo, da una mirada precisa —entre anatómica y arquitectónica— del cuerpo humano, ese modelo que no se ajusta a lo prefabricado y exige enaltecer sus particularidades.

POR Oscar Wilde

Enero 27 2021

Ilustraciones de Armando Fonseca

 

En los últimos años, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, se produjo un marcado desarrollo del gusto artístico. Es imposible entrar a las casas de cualquiera de nuestros amigos sin notar de inmediato el gran cambio que ha tenido lugar. Hay un sentimiento mucho mayor por el color y por la delicadeza de la forma, así como la sensación de que el arte puede agregar una cierta gracia y una cierta belleza a las cosas más comunes del hogar. Pero también está un lado completo de la vida humana que sigue casi intacto. Me refiero, por supuesto, a la indumentaria de hombres y mujeres...

A veces me han acusado de darle demasiada importancia al vestido. A esto respondo que el vestido en sí mismo no tiene importancia para mí. De hecho, mientras más completo se vea un vestido en el maniquí de la tienda del sastre, menos adecuado es para ser usado. Los magníficos disfraces del taller del señor Worth se me parecen a esas porcelanas Capodimonte, que son todo curvas y asas de coral, rodeadas de un panteón de dioses y diosas muy emocionados en altorrelieve; es decir, cosas curiosas para mirar, pero no aptas para ser usadas. Los sastres franceses consideran que las mujeres han sido creadas por la Providencia especialmente para ellos, con el fin de mostrar sus productos elaborados y caros. Yo sostengo que el vestido está hecho para servicio de la humanidad. Ellos piensan que la belleza es cuestión de adornos y perendengues. No me importan nada los volantes y no sé qué son los perifollos, pero me importa mucho la maravilla y la gracia de la forma humana y sostengo que el primer canon del arte es que la belleza siempre es orgánica y viene de adentro, no de afuera, de la perfección del propio ser y no de ninguna belleza añadida. Y que, en consecuencia, la belleza de un vestido depende total y absolutamente de la belleza que recubre y de la libertad y el movimiento que no impide.

De ahí se deduce que no puede haber belleza local del vestuario hasta que no se tenga un conocimiento local de las proporciones de la forma humana. Para los griegos y los romanos, tal conocimiento provenía naturalmente del gimnasio y la palestra, del baile en el prado y de la carrera por el arroyo. Nosotros debemos adquirirlo mediante el empleo del arte en la educación. El conocimiento del tipo que propongo se convertiría rápidamente en la herencia de todos, si a cada niño se le enseñara a dibujar tan pronto como se le enseña a escribir...

Y si un niño estudia la figura humana, aprenderá una gran cantidad de leyes valiosas sobre la vestimenta. Aprenderá, por ejemplo, que una cintura es una curva muy hermosa y delicada, la más delicada y más bella, y no, como imagina con cariño el sastre, un ángulo recto abrupto que ocurre repentinamente en el centro de la persona. Aprenderá nuevamente que el tamaño no tiene nada que ver con la belleza. Esto, me atrevo a decirlo, parece muy obvio. Y lo es. Todas las verdades son perfectamente obvias cuando uno las ve. Lo único es verlas. El tamaño es un mero accidente de la existencia, nunca una cualidad de la belleza. Una gran catedral es hermosa, pero también lo es el pájaro que vuela alrededor de su cúpula y la mariposa que se posa en su columna. Un pie no es necesariamente hermoso porque sea pequeño. Los pies más pequeños del mundo son los de las mujeres chinas, y también son los más feos.

Es curioso que tantas personas, mientras miran un salón común, están listas para reconocer que la línea horizontal del friso y el zócalo disminuyen la percepción de la altura de la habitación, y las líneas verticales de pilar o panel la aumentan, mas no vean que las mismas reglas se aplican también al vestido. De hecho, en el vestuario moderno la línea horizontal se usa con demasiada frecuencia, la vertical muy raramente y la oblicua casi nunca.

La cintura, por ejemplo, se coloca por lo general demasiado abajo. Una cintura larga implica una falda corta, lo que siempre es poco agraciado, ya que hace ver cortas las piernas, mientras que una cintura alta brinda la oportunidad de una fina serie de líneas verticales que caen sobre los pliegues del vestido hasta los pies y dan una impresión de altura y gracia. Las mangas anchas y bombachas, una vez más, al intensificar la línea horizontal a través de los hombros, pueden ser usadas por los altos y delgados, ya que disminuyen cualquier estatura excesiva y dan proporción; pero los pequeños deben evitarlas. Y la línea oblicua, que proviene de una capa que cae del hombro a través del cuerpo o de una bata enrollada al lado, es adecuada para casi cualquier figura. Esta línea se acopla a la dirección del movimiento y transmite una impresión de dignidad y libertad. Por supuesto, hay muchas otras aplicaciones de estas líneas. He mencionado solo una o dos para recordarle a la gente cuán semejantes son las leyes de la arquitectura y las del vestido, y cuánto depende de la línea y de la proporción. La prueba de un buen atuendo es la silueta, cómo, de hecho, se vería en una escultura.

Además de la línea está el color. Al decorar una habitación, a menos que uno quiera que sea un caos o parezca un museo, debe estar bastante seguro del esquema de los colores. Lo mismo en el vestido. La armonía del color se debe establecer claramente. Si uno es pequeño, la simplicidad de un color tiene muchas ventajas. Si es más alto, puede usar dos colores o tres. No deseo dar una base puramente aritmética para una cuestión estética, pero quizás tres tonos de color sean el límite. De todos modos, hay que recordar que, al mirar a cualquier persona bellamente vestida, el ojo debe verse atraído por la belleza de la línea y la proporción, y el vestido debe aparecer en armonía completa de la cabeza a los pies; la aparición repentina de cualquier color violento y contrastante, en un lazo o en una cinta, distrae al ojo de la dignidad del conjunto y lo hace concentrarse en un mero detalle.

En cuanto a los colores, me gustaría decir de una vez por todas que no existe un color especialmente artístico. Todos los buenos colores son igualmente hermosos; el arte entra solo en su combinación. Uno no debería tener más preferencias por un color sobre otro que la que tiene por una nota en el piano sobre la vecina. Tampoco hay colores tristes. Hay colores malos, como el azul Albert y el magenta y el verde arsénico, y en general los colores de los tintes de anilina, pero un buen color siempre da placer. Los colores terciarios y secundarios son los más seguros para uso general, ya que no se desgastan fácil, y además le dan a uno una sensación de reposo y tranquilidad. Un vestido no debe ser como el silbato de un barco de vapor, diga lo que diga el señor Worth.

En lo que respecta a los patrones, no deberían ser demasiado definidos. Un ajedrezado muy marcado, por ejemplo, tiene muchas desventajas. Para empezar, hace que la menor desigualdad en la figura, dígase entre los hombros, se vuelva muy evidente; luego, es difícil unir el patrón con precisión en las costuras; y, por último, distrae el ojo de las proporciones de la figura y da a los simples detalles una importancia anormal.

Nuevamente, un patrón no debería ser demasiado grande. Menciono esto porque hace poco en Londres estaba buscando una felpa gris estampada o de terciopelo, adecuada para hacer una capa. En cada tienda a la que fui me mostraron los patrones más enormes, excesivos incluso para un papel de colgadura, demasiado grandes para cortinas comunes, cosas que, de hecho, se requerirían en un gran edificio público para presumir ante cualquier persona. Le rogué al comerciante que me mostrara un patrón de proporción racional y relativa a la figura de alguien que no mide tres o cuatro metros de altura. Él respondió que lo lamentaba mucho, pero le era imposible; los patrones más pequeños ya no se fabrican, de hecho los grandes están de moda. Ahora, cuando él pronunció la palabra “moda”, mencionó al gran enemigo del arte en este siglo y en todos los siglos. La moda depende del capricho, el arte de la ley. La moda es efímera, el arte es eterno. Por cierto, ¿qué es realmente una moda? ¡Una moda es simplemente una forma de fealdad tan insoportable que tenemos que modificarla cada seis meses! Está bastante claro que si fuera hermosa y racional, no alteraríamos nada que combinara estas dos raras cualidades. Y donde quiera que el vestido haya sido así, se ha mantenido sin cambios en la ley y en los principios durante cientos de años. Si alguno de mis amigos pragmáticos en los Estados Unidos se niega a reconocer el valor de la permanencia de las leyes artísticas, estoy listo para sentar el punto enteramente sobre una base económica. La cantidad de dinero que allí se gasta cada año en vestimenta es casi fabulosa. No deseo cansar a mis lectores con estadísticas, pero si citara la suma que se gastan los americanos anualmente solo en gorros, ¡estoy seguro de que la mitad de la comunidad se llenaría de remordimientos y la otra mitad de desesperación! De modo que me contentaré con decir que es algo bastante fuera de proporción con el esplendor de la vestimenta moderna y que su justificación debe buscarse, no en la magnificencia de la indumentaria, sino más bien en esa malsana necesidad de cambio que la moda impone a sus bellos y equivocados entusiastas.

Me dicen, y me temo que lo creo, que si una mujer ha invertido una suma imprudente en lo que se llama “el último sombrero de París”, y lo ha usado para la furia y los celos del vecindario durante quince días, su mejor amiga de seguro la llamará y mencionará incidentalmente que ese tipo particular de sombrero ha pasado de moda. En consecuencia, deberá comprarse uno nuevo de inmediato, ya que la Quinta Avenida necesita ser apaciguada y eso implica más gastos. Si las leyes de la vestimenta se basaran en el arte en lugar de la moda, no habría necesidad de esta evolución constante de horror en horror. Lo que es bello parece siempre nuevo y encantador, y no puede ser anticuado como no lo es una flor. A la moda, una vez más, le da igual la individualidad de sus adoradoras, no le importa si son altas o bajas, de piel blanca u oscura, robustas o ligeras, pero les pide que se vistan exactamente de la misma manera hasta que pueda inventar alguna nueva maldad. En cambio el arte permite, incluso ordena a cada uno, esa libertad perfecta que proviene de la obediencia a la ley, y que es mucho mejor para la humanidad que la tiranía de los lazos apretados o la anarquía de los tintes de anilina.

Hablemos ahora del corte del vestido.

La primera y la última regla es esta: que cada prenda de vestir separada debe suspenderse siempre de los hombros, nunca de la cintura. Cabe señalar que la naturaleza no le da a nadie la posibilidad de suspender nada de la delicada curva de la cintura. En consecuencia, por medio de un corsé apretado se produce una repisa artificial de la cual es posible colgar la prenda inferior de forma segura. Donde hay enaguas, debe haber corsés. Si aniquilamos las primeras, el segundo desaparece. Y no dudo en decir que siempre que en la historia descubrimos que un vestido se ha vuelto absolutamente monstruoso y feo, en parte se debe, por supuesto, a la idea errónea de que tiene una existencia propia, pero en parte también a la moda de colgar de la cintura las prendas inferiores. En el siglo XVI, por ejemplo, para producir la compresión necesaria, Catalina de Médicis, alta sacerdotisa del veneno y las enaguas, se inventó un corsé que puede considerarse como el clímax de una carrera criminal. Estaba hecho de acero, tenía un frente y una espalda como la armadura de un bombero, y estaba asegurado bajo el brazo izquierdo con un cerrojo y un alfiler, a la manera de un baúl de Saratoga. Su objetivo era disminuir la circunferencia de la cintura a un círculo de trece pulgadas, el tamaño de moda sin el cual una mujer no podía aparecer en la corte; y su influencia en la salud y la belleza de la época puede estimarse por el hecho de que la cintura normal de una mujer bien desarrollada mide entre veintiséis y veintiocho pulgadas.

Como un mal hábito siempre engendra otro, para soportar el peso de las enaguas también se inventó el miriñaque. Esta era una estructura enorme, a veces de mimbre como una gran canasta de ropa, a veces de varillas de acero, y se extendía a cada lado hasta el punto de que en el reinado de Isabel I una dama inglesa vestida de gala ocupaba tanto espacio como daríamos hoy a una reunión política de muy buen tamaño. Apenas necesito señalar lo egoísta que esto era, considerando la superficie limitada del globo. Luego, en el siglo pasado, estaba el aro, y sobre este reposaba la crinolina. Pero, me dirán, las mujeres hace mucho tiempo que abandonaron la crinolina, el tontillo y el miriñaque. Esto es así. Y estoy seguro de que todos nos sentimos muy agradecidos. Yo ciertamente lo estoy. Aun así, ¿no permanece, entre nosotros, incluso ahora, esa cosa terrible y malvada que se llama el guardainfante? ¡No se usa aún el más vil de todos los apelativos: la crinolette! Estoy bastante seguro de que ninguna de mis lectoras sueña con usar algo así. Pero puede haber otras que no sean tan sabias, y desearía que se les transmitiera, con delicadeza y cortesía, que la forma del reloj de arena no es una guía ideal. A menudo, un vestido moderno comienza extremadamente bien. Desde el cuello hasta la cintura, las líneas del vestido en sí mismas siguen con mayor o menor integridad las de la figura, pero la parte inferior toma forma de campana y se vuelve pesada, dividiéndose en una serie de ángulos ásperos y curvas burdas. Mientras que si de los hombros, y solo de los hombros, se colgara cada artículo por separado, no habría necesidad de ningún soporte artificial por el estilo de los que he descrito y se podrían eliminar los cordones apretados. Si se considera necesario algún soporte, como a veces se requiere, una banda ancha de lana o una banda elástica, sostenidas por correas para los hombros, serían más que suficientes.

Hasta aquí sobre el corte del vestido, ahora sobre su decoración.

 

Ilustraciones de Armando Fonseca


 

El sastre francés pasa una existencia insufrible y lucrativa pegando lazos donde no debería haber lazos y moños donde no debería haber moños. ¡Pero ay! Su labor es en vano. Porque toda la ornamentación prefabricada simplemente hace que un vestido sea feo de ver y engorroso de usar. La belleza del vestido, como la belleza de la vida, viene siempre de la libertad. En cada momento, un vestido debe responder a la gracia de la chica que lo lleva y hacer eco exquisitamente de la melodía de cada movimiento y el donaire de cada gesto. Su belleza se debe buscar en el sutil juego de luces y líneas de los delicados pliegues ondulantes y no en la fealdad inútil o inutilidad fea de una decoración rígida y estereotipada. Es cierto que en muchos de los últimos vestidos de París que he visto parece haber reconocimiento del valor de los pliegues. Pero infortunadamente, los pliegues son fabricados y están cosidos artificialmente, de suerte que su encanto se destruye completamente. Porque un pliegue en un vestido no es simplemente un hecho, un artículo para ser registrado en una factura, sino un efecto de luz y sombra que solo es exquisito porque es evanescente. De hecho, uno puede pintar una sombra en un vestido en vez de coser un pliegue en él. Y la razón principal por la que un vestido moderno se lleva tan poco tiempo es que no es posible alisarlo, como debería poderse hacer cuando se guarda en el armario. En realidad, un vestido de moda contiene demasiadas “formas”; por supuesto que a los muy ricos no les importará, pero vale la pena recordarles a los que no son millonarios que cuantas más costuras más desorden. Un buen vestido debe durar casi tanto como un chal, y si está bien hecho lo dura. Lo que quiero decir con un vestido “bien hecho” es simplemente un vestido que cuelga de los hombros, que toma su forma de la figura y sus pliegues de los movimientos de la chica que lo usa, y lo que quiero decir con un vestido mal hecho es una estructura elaborada con materiales heterogéneos que primero se cortaron en pedazos con las tijeras y luego se cosieron juntos con la máquina y que, en última instancia, están tan cubiertos de flecos, moños y volantes que resultan horrendos de ver, caros de pagar y absolutamente inútiles.

Bueno, estos son los principios del vestido. Y probablemente se dirá que todos ellos pueden aplicarse a la perfección y, sin embargo, no se obtendrá un estilo definido. Muy cierto. Pero nuestro tema no tiene nada que ver con un estilo definido, en el sentido de un estilo histórico. No debe intentarse revivir un modo antiguo de vestimenta simplemente porque es antiguo ni convertir la vida en ese caos que es un baile de disfraces. Partimos, no de la historia, sino de las proporciones de la forma humana. Nuestro objetivo no es la precisión arqueológica, sino la mayor libertad posible en medio de la distribución más equitativa del calor. Y la cuestión del calor me lleva a mi último punto. A veces me han dicho, no solo los filisteos, sino personas artísticas realmente interesadas en la posibilidad de un vestido hermoso, que el clima frío de los países del norte exige que usemos tantas prendas, una encima de la otra, que es imposible que el vestido siga o exprese las líneas de una figura. Sin embargo, esta objeción, que a primera vista parece razonable, se basa en la idea equivocada de que la calidez de la indumentaria depende de la cantidad de prendas usadas. Claro que el peso de la ropa sí depende en gran medida de la cantidad de prendas usadas, pero su calor depende completamente del material del que están hechas esas prendas. Y uno de los principales errores en el vestuario moderno proviene del material seleccionado como base para el vestido. Siempre hemos usado lino, mientras que el material adecuado es la lana. Para empezar, la lana no es conductora del calor. Eso significa que en el verano el calor violento del sol no entra y quema el cuerpo, y que en invierno el cuerpo permanece a su temperatura natural y no desperdicia su calor vital en el aire. Aquellos de mis lectores que juegan al tenis sobre césped y a quienes les gustan los deportes al aire libre saben que, si usan un traje completo de franela, están perfectamente frescos en el día más caluroso y perfectamente cálidos cuando hace frío. Todo lo que afirmo es que las mismas leyes que se reconocen claramente en el tenis, siendo la franela una textura de lana, deben reconocerse como igualmente adecuadas para la vestimenta de las personas que viven en ciudades y cuyas vidas a menudo son necesariamente sedentarias. La lana tiene muchas otras cualidades, como la de ser un absorbente y distribuidor de humedad, con respecto a las cuales me gustaría recomendar a mis lectores un pequeño manual sobre cultura de la salud, del doctor Jaeger, profesor de fisiología en Stuttgart. El doctor Jaeger no entra en la cuestión de la forma o la belleza, o al menos cuando lo hace no tiene mucho éxito, en mi opinión, pero por supuesto habla con autoridad sobre los valores sanitarios de las diferentes texturas y colores. De una combinación de los principios de la ciencia con las leyes del arte vendrá, estoy seguro, el traje del futuro.

Si se selecciona la lana como base y material principal del vestido, se pueden usar muchas menos prendas que en la actualidad, con el resultado de un calor inmensamente aumentado y una ligereza y comodidad mucho mayores. La lana también tiene la ventaja de ser el tejido casi más delicado. La seda a menudo es gruesa en comparación con ella, siendo a la vez más dura y más fría. Un gran chal de cachemira de pura lana se puede pasar a través de un pequeño anillo; de hecho, este es el método que usan los vendedores de chales en el bazar oriental para mostrarle a uno la finura de sus productos. La lana, de nuevo, no se arruga. Lamentaría ver que una textura tan encantadora como el satén desapareciera del vestido moderno, pero cada mujer que lo usa sabe muy bien cuán fácilmente se arruga; además, es mejor un material suave que otro duro, porque en este último siempre existe el peligro de las líneas bastas y ásperas, mientras que en el primero se obtiene el pliegue de la delicadeza más exquisita.

 Encontramos entonces que, en la cuestión del material, ciencia y arte son uno. Y en cuanto al método de vestimenta de los sastres, me gustaría hacer una última observación. Todo su sistema no solo es feo sino inútil. No sirve de nada que una dama majestuosa se apriete la cintura para lucir ligera. Porque el tamaño es cuestión de proporción. Y una cintura anormalmente pequeña simplemente hace que los hombros se vean anormalmente anchos y pesados. El tacón alto, nuevamente, al colocar el pie en un ángulo agudo dobla la figura hacia adelante y, por lo tanto, lejos de agregar altura, se roba al menos cuatro centímetros. Las personas que no pueden mantenerse erguidas no deben imaginar que se ven altas. Tampoco el uso de un tocado pomposo mejora el asunto. Su efecto es simplemente hacer que la cabeza se vea desproporcionadamente grande. Un enano de noventa centímetros de altura con un sombrero de dos metros en la cabeza se verá como un enano de noventa centímetros de altura hasta el final. De hecho, la altura debe medirse más por la posición de los ojos y los hombros, que por cualquier otra cosa. Y se debe tener especial cuidado de no hacer que la cabeza parezca demasiado grande. Su proporción perfecta es una octava parte de toda la figura.

Yo sé que, independientemente de lo que piense el Congreso, las mujeres de Estados Unidos pueden llevar a cabo cualquier reforma que deseen. Y estoy seguro de que no continuarán por más tiempo fomentando un estilo de vestimenta que se base en la idea de que la figura humana está deformada y requiere de la ayuda de un sastre para hacerla presentable. ¿No tienen las manos y los pies más delicados del mundo? ¿No tienen la piel como el marfil, moteado con una hoja de rosa? ¿No están siempre a cargo de su propio país y no propagan el caos en Europa?

Appello, non ad Caesarem, sed ad Caesaris uxorem[“apelo, no a César, sino a su mujer”].

ACERCA DEL AUTOR


Oscar Wilde

Dandy y escritor polifacético que transitó por todos los géneros literarios. Su libro más conocido, considerado un clásico dentro del canon occidental, es "El retrato de Dorian Gray".