¿Pueden las políticas internacionales de drogas evolucionar de lo simple a lo complejo?

Tras décadas de guerra contra la droga, la producción y el consumo no disminuyen, pero sí dejan una estela de muerte por cuenta del mercado ilegal. Uno de los mayores expertos en nuestro país, exmiembro de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, explica por qué es mejor abandonar el viejo eslogan de “un mundo sin drogas”, enarbolado por tantas organizaciones.

POR Francisco E. Thoumi

Enero 27 2021
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Ilustración de La Empanadería 

 

La meta del Sistema Internacional de Control de Drogas (SICD) de limitar el uso de sustancias psicoactivas a fines médicos y científicos se basó en la creencia de que la adicción al opio, a finales del siglo XIX, deshumanizaba a quienes la padecían. Los opiómanos terminaban atrapados por su adicción, afectando profundamente a sus familias y su capacidad de contribuir a la sociedad. Esta fue una reacción intuitiva y simple: lo mejor era prohibir esa sustancia. Al surgir el consumo de otras, tal política también se expandió a ellas. 

El proceso de creación del SICD fue lento, aunque la prohibición de los usos no médicos o científicos de las drogas siempre tuvo gran apoyo y fue promovida por los Estados Unidos, China, la Unión Soviética, Japón, el mundo islámico y la mayor parte del resto del mundo. La oposición provenía de Alemania, Suiza y otros países europeos que tenían industrias farmacéuticas importantes; también de Francia, que buscaba proteger su industria vinícola; de Turquía y Persia (Irán), los mayores productores de opio; de Bolivia y en menor grado Perú, los exportadores de coca.

La prohibición solamente pudo implantarse después de que sus principales opositores perdieran la Segunda Guerra Mundial. Así, la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes prohibió los usos no médicos o científicos de las sustancias controladas. Sobre estas simplemente se prescribe que “las partes adoptarán todas las medidas legislativas y administrativas que sean necesarias: [...] (c) Sin perjuicio de las disposiciones de la presente Convención, para limitar exclusivamente la producción, fabricación, exportación, importación, distribución, comercio, uso y posesión de estupefacientes a los fines médicos y científicos”.

Esta directriz no solo es vaga, sino que ha permitido a los gobiernos implementar políticas que no tienen en consideración las consecuencias sociales. Además, el artículo 39 de la convención permite explícitamente a las partes “adoptar medidas de control más estrictas o severas que las que se proveen en las convenciones”, lo que hizo que las Naciones Unidas no se opusieran por mucho tiempo a la política de “guerra contra las drogas”, que incluyó declarar los mercados de drogas ilegales como un asunto de seguridad nacional, establecer la pena de muerte o cadena perpetua para consumidores y traficantes, así como la erradicación forzosa de cultivos de coca y amapola, entre otros procedimientos.

La convención de 1961 sobre drogas y las posteriores, de 1971 y 1988, están llenas de ambigüedades. Sus principales términos –“salud física”, “salud moral”, “bienestar”, “propósitos médicos y científicos”– no están definidos, a pesar de que muchos otros como “hoja de coca”, “cocaína”, “opio”, “heroína”, “tráfico de drogas”, etc., sí lo están. Cualquier internacionalista sabe muy bien que las definiciones de los términos clave facilitan la interpretación y la puesta en práctica de cualquier tratado. Es probable que estas ambigüedades hayan sido necesarias para que países con diferentes sistemas políticos, religiones y códigos morales y sociales firmaran las convenciones. Estas ambigüedades fueron medidas prácticas para construir el SICD.

La prohibición supone que todos los gobiernos tienen el monopolio del poder, la fuerza y la ley en la totalidad de su territorio. Esto implica que las normas internacionales actuales están diseñadas para naciones. Es decir, para grupos de seres humanos que tienen un propósito común y forman una sociedad cohesionada en la cual, debido a la ley de los grandes números, siempre habrá una pequeña cantidad de manzanas podridas que la policía puede controlar.

Pero en realidad, la mayoría de los países tienen comunidades diversas y son multiculturales, multirraciales, multirreligiosos, multiétnicos y multirregionales. Con frecuencia, cada grupo difiere en sus puntos de vista y códigos de conducta. La eficacia de las políticas del cumplimiento de las leyes y normas sociales depende de su poder disuasivo, el que a su vez depende del poder del gobierno, de órganos como la familia y la religión, de los mecanismos de control interiorizados por cada persona, y del autocontrol de cada uno. En un entorno autoritario premoderno, las prohibiciones de tal o cual comportamiento son más efectivas que en un mundo posmoderno, pluralista, con libertades y derechos individuales.

Las convenciones sobre las drogas reflejan la manera tradicional e intuitiva de formular políticas: una sociedad o gobierno identificaba un comportamiento problemático y su primera reacción era prohibirlo. Desde la perspectiva moderna, las convenciones se construyeron al revés de lo que recomiendan los modelos de política contemporánea. El proceso tradicional de formulación de políticas no se basaba en la evidencia científica ni en la capacidad de los Estados para hacer cumplir sus leyes. Por eso, nunca se pensó en entender por qué la gente consume, produce y trafica sustancias psicoactivas, por qué esos fenómenos varían a través del tiempo y del espacio, y cuáles son sus factores determinantes. 

En el reporte anual de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) de 2003 se reconoció que la falta de definición de términos clave dentro de las convenciones dejó a discreción de los Estados la interpretación de las directrices, por lo que, para hacer su trabajo, era necesario que la JIFE también definiera algunos términos. Así, la junta pasó de monitorear o vigilar el cumplimiento de las convenciones, a ser el intérprete de estas. Esta postura ha variado dependiendo de la composición de la junta y de los países que involucra la aplicación de las políticas.

Por ejemplo, a partir de 1976, los Países Bajos toleraron un mercado ilegal de marihuana en los coffee shops donde se expende esa droga. La JIFE demoró veinte años en afirmar que eso violaba las convenciones sobre drogas. En cambio, cuando Uruguay estableció un mercado legal controlado de marihuana, a finales de 2013, la reacción del vocero de la junta fue veloz y muy agresiva. Sin embargo, la JIFE reaccionó a la posición expresada por su vocero y se logró establecer un diálogo en el que se le recuerda al país que está incumpliendo los tratados internacionales, pero en todo caso se le pide que informe sobre los resultados de su experimento.

Otro ejemplo ha sido el tratamiento a los países productores de coca. Siguiendo el texto de las convenciones, la junta rechazó todos los usos tradicionales de la coca e instó a los países a erradicar las plantaciones. Aun así, en su informe de 1994 expresó la necesidad de resolver “el conflicto entre las disposiciones de la Convención de 1961 y las opiniones y la legislación de los países en los que el uso de la hoja de coca es legal. Es necesario llevar a cabo una revisión científica para evaluar el hábito de mascar coca y el consumo de té de coca”. Esta revisión nunca se efectuó. Cuando Bolivia cambió su constitución, legalizó los usos tradicionales de la coca, se retiró de la Convención Única de 1961, y postuló reingresar a ella con reservas. En su informe de 2011, la JIFE reaccionó en contra de tal procedimiento aceptado por esa convención. En años más recientes las posiciones de la junta hacia este tema no han sido agresivas. 

Hasta 2012, la JIFE había ignorado los derechos humanos como un factor en la política de drogas. Ese año comenzó a evolucionar: hoy ya reconoce y afirma la necesidad de que las políticas sobre drogas sean coherentes con todos los tratados internacionales de derechos humanos. Actualmente, la junta apoya programas de distribución e intercambio de agujas y jeringas, y acepta salas de inyección, siempre y cuando sean parte de un programa más amplio para inducir a los usuarios a un tratamiento para dejar el consumo.

A pesar de los cambios mencionados en las políticas sobre drogas, ha existido una fe ciega en el objetivo de eliminar todos los usos no médicos o científicos de las sustancias controladas, una política que no permite cuestionamiento. En la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (Ungass, por sus siglas en inglés) sobre el consumo de drogas, de 1998, Pino Arlacchi, director de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), propuso el eslogan “Un mundo sin drogas, ¡claro que podemos!”. Aunque en ese momento el eslogan no tuvo acogida, la meta de un mundo sin drogas se confirmó en la reunión de la Comisión de Estupefacientes (CND, por sus siglas en inglés) de 2009, cuando se programó para 2019 una evaluación de las políticas implementadas. El objetivo del mundo sin drogas se volvió a afirmar en la Ungass de 2016, y otra vez en la reunión de la CND de 2019, en la que se programó otra evaluación en 2029 por parte de este organismo, 31 años después de la Ungass de 1998. De cualquier manera, los órganos de la ONU que se ocupan de drogas (incluida la JIFE) han reconocido en repetidas ocasiones que la meta ideal de “un mundo libre de drogas” es inalcanzable. Pero la creencia en la política prohibicionista está tan extendida entre las burocracias de los órganos de la ONU y los gobiernos nacionales, que sus intentos de reevaluación periódica en la Comisión de Estupefacientes y en la Ungass solo concluyen que, aunque no se ha cumplido el objetivo, la reafirmación del compromiso producirá mejores resultados en la próxima evaluación.

El énfasis en la prohibición de los usos no médicos y científicos de las drogas se fundamenta en la creencia de que su proscripción promueve la salud física o moral y el bienestar de la humanidad, porque los costos sociales que genera la adicción a las drogas son inconmensurables. Esta creencia implica que el costo de los mercados ilegales generados por la prohibición nunca podría exceder el de los mercados legales producto de la adicción. Todo esto se argumenta sin pruebas o evidencia. El Sistema Internacional de Control de Drogas ha sido un intento fallido para despolitizar las políticas internacionales (un oxímoron), confiando en que los médicos, los expertos en salud pública y las fuerzas del orden público y del sistema de justicia impongan una política simple que se supone que es la única justificable en absolutamente todos los contextos sociales y económicos.

El poder es siempre el principal factor en los procesos políticos internacionales. En el caso de las convenciones sobre drogas, el poder político se oculta tras una fachada de conocimiento técnico y científico que la JIFE, como organismo principal de supervisión, nunca ha tenido. En realidad, la eliminación de todos los consumos no médicos y los usos no científicos de las drogas implica una lucha contra las fuerzas del mercado cuyo éxito requiere cambios extraordinarios en cada país. 

En ocasiones, la JIFE ha señalado la importancia del contexto social, económico, político y ambiental para el éxito de las políticas de drogas. Su informe de 1995 reza: “Al evaluar la efectividad de los tratados con respecto al objetivo ‘ideal’ de una sociedad libre de usos no médicos de drogas, debe tenerse en cuenta que el abuso y el tráfico ilícito de drogas (incluido el cultivo, la producción y la manufactura) tienen muchas razones –sociales, económicas, culturales y políticas– sobre las cuales los instrumentos de control de drogas no tienen una influencia directa”. Pero esta declaración hecha hace 25 años no llevó a la junta a promover la integración de la política de drogas con otras políticas. Continuó confiando en su directriz simple como si los problemas de drogas fueran independientes. Así, en sus informes de 2010 y 2011 trata los temas de la corrupción y la poca cohesión social, y concluye que esos factores deslegitiman al Estado y dificultan la implementación de las políticas contra las drogas. Por consiguiente, los países deben luchar por eliminar la corrupción y fortalecer la cohesión social, para que el compromiso adquirido en los tratados de drogas, es decir, el de prohibir todos los usos no médicos o científicos, se pueda cumplir. Esta posición evade implícitamente el hecho de que los mercados de drogas ilegales son una fuente primordial de corrupción que debilita la cohesión social y deslegitima al Estado en muchos lugares.

La JIFE reconoce que factores socioeconómicos como “la pobreza, la inseguridad, la exclusión social, las privaciones debidas a la migración y al desplazamiento, la escasez de centros de servicios amplios de enseñanza y recreo, la falta de perspectivas de empleo, la escasa participación y orientación de los padres durante los primeros años de vida de los niños, y la exposición a la violencia y el abuso” influyen tanto en la oferta como en la demanda de drogas psicoactivas. Además, acepta que estos factores afectan la probabilidad de participación en los mercados ilegales, pero no son causas directas de los fenómenos de drogas. El informe también reconoce la existencia de factores socioculturales que inciden en la percepción de las personas sobre las drogas ilícitas, y que la seguridad, la estabilidad (ausencia de violencia) y el respeto a los derechos humanos son elementos esenciales del enfoque propuesto. El problema es que, al hacer recomendaciones, simplemente se exhorta a los países a que apliquen este enfoque más novedoso, pero cumpliendo con las convenciones de drogas, o sea, sin tolerar nunca algún uso no médico o científico de ellas.

El éxito de las políticas de drogas en entornos complejos requiere entender las razones que están en el trasfondo de la producción, el tráfico y el consumo de drogas. Si eso no se comprende, no es posible formular políticas efectivas. El marco Cynefin presentado a continuación es un instrumento muy útil para analizar problemas con diversos niveles de complejidad. El punto es que en cada momento de la formulación y aplicación de las políticas se necesita entender la causalidad del fenómeno que enfrentamos.

La prohibición de todos los usos no médicos o científicos de las drogas controladas pudo haber sido, en gracia de discusión, la mejor práctica de la política de drogas a principios del siglo XX, cuando los problemas del uso de la droga eran “simples” y limitados a unos pocos países y a drogas naturales (o provenientes de plantas), mayoritariamente opiáceos, cocaína y marihuana. Pero hoy es obsoleta. 

Al aumentar la complejidad del problema, las políticas pierden su eficacia y eficiencia, y en muchas ocasiones se mantienen por inercia. Sin embargo, cuando los problemas se vuelven complejos, y no hay relaciones claras de causa-efecto, esas políticas terminan siendo obsoletas. 

Hay situaciones caóticas en las que no es posible establecer relaciones de causalidad entre un problema de drogas y su contexto. Las políticas para abordar esos asuntos no deben concentrarse en ser correctas de acuerdo con alguna teoría, sino en estabilizar el sistema, el país o la región. Actualmente hay regiones o países en cada uno de los cuatro cuadrantes que se muestran en la figura I, y cada cuadrante exige políticas basadas en paradigmas diferentes. 

 


Figura I

 

Las políticas para enfrentar un problema complejo requieren una acción multidisciplinaria abierta, honesta e integrada de salud pública, economía, derecho, agronomía, química, ciencia política, geografía, antropología y demás disciplinas relevantes en la formación de comportamientos; un proceso de cocreación que involucre también a todos los actores participantes en el problema; evitar las tácticas de fuerza impuestas desde el centro del poder, para implicar a todos los interesados en la generación de una política desde las bases de la sociedad hacia arriba. Esto supone tolerar el disenso y permitir experimentos no solo apoyando los objetivos tradicionales, sino también probando diferentes instrumentos de política.

La cocreación exitosa hace necesario generar confianza y empatía entre todos los actores interesados. Por ejemplo, se debe alentar a las asociaciones campesinas de cultivadores de coca para que participen en el proceso de formulación de políticas, pero no se puede aceptar que produzcan pasta de coca o refinar cocaína para vender ilegalmente. De igual manera, el éxito de las políticas en materia de consumo requiere la participación de los usuarios para negociar los usos restringidos de las drogas. La prevención y el tratamiento de la adicción, así como la rehabilitación y resocialización de los adictos, son un proceso que exige confianza y empatía mutua entre los usuarios de drogas adictos y los proveedores de servicios de salud, los funcionarios gubernamentales y los artífices de las políticas.

Como los órganos de drogas de la ONU han aceptado que la meta de un mundo libre de drogas es inalcanzable, el objetivo de la política global debería ser aprender a convivir con usos no médicos regulados de una manera que minimice el daño total del consumo de drogas, y otros perjuicios sociales, incluidos los generados por las políticas antidrogas. Este objetivo también es válido en el caso de países cuyo principal problema de drogas es el consumo. 

 

 

* Las ideas y posiciones aquí expuestas son personales del autor y por ningún motivo pueden atribuirse a la JIFE. 

ACERCA DEL AUTOR


Francisco E. Thoumi

Ph.D en economía de la Universidad de Minnesota. Ha sido profesor de la Universidad de Texas, de la George Washington, y de Harvard. Fue miembro de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) entre 2012 y 2020.