Ha muerto un árbol

Un obituario dedicado al editor y gestor cultural que impulsó, tras bastidores y durante varias décadas, los engranajes de la industria cultural en Colombia. 

POR Juan David Correa

Enero 27 2021
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 Juan Camilo abraza a Caramelo en su casa de Ubaque, Cundinamarca. © Alberto Sierra Restrepo.

 

 

ENCUENTROS

Afuera el frío viento

el ocre del sol en el crepúsculo,

el azul de un solo tono en todo el cielo,

y tú lejos,

y tú lejos.

 

Darío Jaramillo Agudelo

 

 

E

l sábado 26 de septiembre, a las cuatro de la tarde, se murió Juan Camilo Sierra Restrepo. El viernes 18 de septiembre me había escrito un mensaje diciéndome que entraría a un tratamiento, pero que se sentía tranquilo y en las mejores manos. Remató con ese optimismo que lo caracterizaba: “Todo saldrá muy bien”. Tras mi respuesta, contestó escribiéndome que estaba muy contento por la feria que se realizaría en Cali, de manera virtual, en este año de la pandemia que nos quitó algo para siempre. Durante la siguiente semana intercambiamos algunos mensajes más. Sin apremio y sin dar pistas sobre lo urgente de la enfermedad, me contestó los mensajes hasta la víspera de ese sábado.

 

*

 

Un día de 1975 el poeta Darío Jaramillo Agudelo fue a visitar a su amiga Sonia Jaramillo, que estaba a punto de trastearse con sus cuatro hijas. Sonia vivía en el barrio de La Macarena y, según le relató a su amigo, había conseguido al mejor gerente del mundo para su trasteo: el niño había inventado un método infalible para que quienes iban a cargar las cajas no se equivocaran y las depositaran en el lugar adecuado al llegar a su destino. Cada grupo de cajas tenía una franja de color y cada espacio doméstico había sido marcado con una tira del mismo color para armar una perfecta correspondencia. De la generosidad y de la prolijidad de Juan Camilo Sierra Restrepo hablan muchas de las personas con las que conversé para esta semblanza. El primero de ellos, su hermano Alberto, me dice desde la finca en Ubaque, en la que vivió Juan sus últimos años, que de su entusiasmo y su gran capacidad de no guardarse nada le quedó una gran lección: no lamenta ni echa de menos algo que hubiera podido decirle pues la de ellos fue una hermandad y una amistad plena y sincera.  

La noticia de la muerte de Juan Camilo, prematura por su edad y por la energía que le dedicaba a la Feria Internacional del Libro de Cali –su más reciente proyecto cultural, que comenzaría apenas dos semanas después–, sorprendió a casi todo el mundo. Juan estaba hecho también de esa discreción que caracteriza a las pocas personas generosas de este mundo: no alardeaba de haber hecho algo por alguien, sino que celebraba los logros de esos a quienes quería como si fueran propios y hablaba más bien poco de sí mismo.

Nacido en Cali, en 1965, Sierra estudió en el Liceo Francés Paul Valéry de esa ciudad hasta que sus padres, Genaro Sierra y Clara Restrepo, se divorciaron. Aunque permaneció un tiempo más junto a su padre, según me cuenta Pilar Caicedo –hermana del escritor Andrés Caicedo y cercana a Genaro–, a mediados de los años setenta Juan Camilo regresó a Bogotá al lado de sus hermanos Álvaro, Ana María, Eduardo, Alberto y Andrés. De su madre, Clarita, aprendió la inalienable voluntad de vivir con libertad. Estudió algunos años en el Liceo Francés Louis Pasteur y después en el Liceo Juan Ramón Jiménez, de donde algunos de sus compañeros, como Francisco Montaña, recuerdan tanto su perspicacia como su belleza física. “Era muy atractivo por el mundo y las relaciones que tenía, y por las cosas que decía”.

Desde comienzos de los años setenta, el barrio de La Macarena se convirtió en un polo para artistas, escritores y personas del mundo cultural. La construcción de las Torres del Parque (1965-1970), a cargo de Rogelio Salmona, abrió un espacio habitacional para decenas de familias diversas y en general progresistas. Comenzando los años ochenta, el barrio era un hervidero de rumba a pesar de la compleja situación colombiana –o quizás a causa de ello–. A mediados de esa década, Juan Camilo viajó a París, ciudad en la cual tuvo dos encuentros fundamentales para su vida. El primero, con el pintor Luis Caballero, de quien fue amigo hasta su muerte, en 1995; y el segundo, con el crítico argentino Damián Bayón, quien vivía en París desde finales de los años cuarenta y era, sin duda, uno de los más conspicuos críticos e historiadores de arte latinoamericano en la capital francesa. Con Bayón, maestro de la crítica Marta Traba, Juan Camilo tuvo una educación excepcional: accedió a una bibliografía especializada, entró al mundo del arte parisino y aprendió a mirar y a apreciar el arte más académico que, según varias de las personas con las que hablé, conocía y memorizaba al detalle. “Juan Camilo podía pasar horas hablando con Fernando ‘el Chuli’ Martínez sobre pinturas que solo tenían en su cabeza. Su plan de viaje siempre incluía un museo –de El Prado al Hermitage– que conocía muy bien tanto en su arquitectura como en la historia y el contenido de las piezas que allí estaban”, me dijo Darío Jaramillo.

Al regresar a Colombia, escribió algunos meses una columna de arte en el diario El Tiempo. Venía, por supuesto, con un bagaje mayor al de un muchacho de veintipocos años y eso comenzó a abrirle puertas como curador y crítico de arte. Sorpresivamente, mostró una gran capacidad de mover y ejecutar proyectos, algo no tan común en el medio cultural, en donde el pragmatismo es visto con ciertas sospechas, aunque suene inverosímil. “Era un hombre de una gran energía –me dice el editor Mario Jursich, quien recuerda que lo conoció a finales de los años ochenta–. La vida era una fiesta completa. Y en Juan Camilo coincidían las dos actitudes: una gran capacidad de trabajo al igual que una voracidad rumbera. En esa época solíamos almorzar con Darío en La Barra de la carrera novena con calle 22, cerca de la plaza de Las Nieves. Darío se iba para su casa en Residencias Tequendama y nosotros para las Torres, en donde había fiestas en varios apartamentos e íbamos de una a otra”.

A comienzos de los años noventa, luego de que su amigo el poeta Darío Jaramillo fuera nombrado subgerente cultural del Banco de la República, Juan Camilo realizó una de las exposiciones por las que más se lo recuerda. Una muestra de íconos rusos de la Galería Tretiakov. Había aprovechado que su hermano mayor, Álvaro, uno de los grandes periodistas colombianos, vivía en Rusia, y fue a conocer y logró mover las fichas para que esa muestra llegara a Bogotá, algo que hoy parece común pero que entonces no lo era tanto.

Modelo de pintores como Luis Caballero –en la vieja Galería Garcés Velásquez había un mural en donde él aparecía, y su amiga Carmen Barvo, exdirectora de Fundalectura, conserva un óleo hecho por Caballero con su rostro juvenil y una mirada entre seria y melancólica–, amigo de editores, escritores, intelectuales, gestores y artistas, Sierra regresó a París a mediados de los años noventa, justo después de la muerte de Bayón y de Caballero, para hacer un diplomado en gestión cultural.

A su regreso a Colombia, y al comenzar el siglo XXI, conoció al escritor Gonzalo Celorio, recién nombrado como director general del Fondo de Cultura Económica, la principal editorial estatal de América Latina, fundada en 1934 por Daniel Cosío Villegas. El Fondo tenía una filial en Colombia que era más una distribuidora de su amplio catálogo. En una casa de tres niveles, en el barrio El Lago, de Bogotá, Juan Camilo iniciaría una de las tareas culturales más fecundas de las que tengamos noticia.

Sierra se planteó con mucha ambición el cargo de gerente en Colombia y para eso comenzó a armar, a la par que una estructura organizacional seria, en medio de la precariedad existente, un plan editorial en el cual incluyó libros clave para nuestra historia literaria, como los Escritos mexicanos de Porfirio Barba Jacob, la poesía reunida de Raúl Gómez Jattin, de Juan Manuel Roca o de Rafael Cadenas, por mencionar solo algunos hitos literarios de nuestra región. Así mismo entendió que, ante el deterioro de las secciones culturales de los medios, devenidas en secciones de entretenimiento, era posible hacer la popular Gaceta del FCE con contenidos escritos y pensados desde Colombia. La generación de la que hago parte creció escribiendo allí reseñas de libros tan distintos como Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, o las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, de Immanuel Kant. Catalina González, editora y fundadora de Luna Libros, conoció a Sierra en esa etapa y trabajó a su lado desde 2004 hasta 2006, cuando él abandonó el cargo, por el cambio de gobierno en México. “Me entrevistó un día de ese 2004. Yo trabajaba en la editorial de la Universidad Nacional. Juan Camilo no paraba. Era decidido: tras media hora de conversación me dijo que quería que fuera su editora. Como el dinero no alcanzaba para igualar lo que ganaba, me subió el perfil administrativamente y me llevó a trabajar allí. Aprendí de todo: desde la coordinación editorial de La Gaceta, hasta los inventarios, las cifras, en fin, el universo de los libros y de la editorial. Esa era la pasión de su vida”. Lo confirma Jursich: Juan Camilo poco a poco se convirtió en la persona que quería ser: comenzó a madrugar y a vivir para su trabajo como gestor cultural ocupándose de miles de detalles, con lo que eso significa para un editor de un fondo de esas dimensiones con miles de títulos publicados. Fue en esos años, me dice Darío Jaramillo, que empezó a moverse para crear una sede a la altura de las librerías mexicanas: el Centro Cultural Gabriel García Márquez. Sierra hizo lo imposible: compró el terreno al Ministerio de Cultura, consiguió préstamos bancarios a través de la hipoteca del lote y se aseguró, después de convencer al arquitecto Rogelio Salmona de diseñar el bello edificio de la calle 12 con carrera cuarta, de que hubiera espacios suficientes para rentar y así poder hacer un proyecto sostenible, que se pagara solo.

Al salir del Fondo, Juan Camilo decidió crear un proyecto editorial junto a Darío Jaramillo, en 2008. “Nos reunimos y en una tarde decidimos lo que queríamos hacer. Juan Camilo lo sorprendía a uno siempre: al día siguiente ya había llamado a Mateo López para que creara el logo de Luna Libros y ya había pensado la factura de los libros, mejor dicho, ya había convertido la idea en editorial”. Desde 2008 hasta 2011, Sierra trabajó junto a Jaramillo y la editora Catalina González en su nuevo proyecto, que ajusta doce años y ha editado una cincuentena de títulos: desde la poesía de Jaime Jaramillo Escobar hasta los trabajos del sociólogo Robert Redeker.

En un viaje a Guadalajara, Sierra se encontró con su exjefe, Consuelo Sáizar, quien había dirigido el FCE entre 2002 y 2009, después de Celorio. Conocedora de su experiencia como gestor, Sáizar no dudó en pedirle que regresara. El Centro Cultural Gabriel García Márquez, con 9.500 metros de área construida en el barrio más antiguo de la ciudad, estaba allí, en pie, ante la incredulidad de muchos. Juan Camilo dinamizó la bella librería y comenzó a realizar el Festival Visiones de México en Colombia. La hermandad pretendida por el FCE al abrir filiales en América Latina se convirtió en una verdad de a puño: de Margo Glantz a Carlos Fuentes, pasando por Ignacio Padilla o Antonio Ortuño, fueron decenas los escritores que vinieron al festival, que Juan Camilo imaginó con una gran carpa de circo cubriendo la plazoleta central del edificio y donde durante ocho días se sucedían conciertos, conversaciones y una fiesta mexicana.

En su segundo período como director del FCE apoyó decididamente el crecimiento de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, que tras dos décadas y media de fundada clamaba por una gerencia y una dirección cultural. Como miembro de la junta directiva del gremio, asumió en varias ediciones la construcción de inmensas librerías para el Pabellón del País Invitado de Honor –México, Ecuador, Brasil, Portugal, Perú– y promovió la idea de que no fueran las editoriales las únicas en sugerir autores para eventos, sino que hubiera una curaduría desde la propia Cámara Colombiana del Libro. Diana Rey, Adriana Martínez, Giuseppe Caputo, Sandra Pulido y Andrea Salgado tuvieron a Sierra como un aliado indiscutible no solo en la consecución de autores de su fondo sino para insistir en la Filbo como un espacio cultural.

En 2015, al salir de nuevo del Fondo, Juan Camilo se empeñó en la creación de una feria del libro para Cali, una ciudad a la que estaba atado desde su infancia. Por eso persuadió al grupo empresarial Spiwak, y a los aliados departamentales, de poner a andar un proyecto. Sin decirlo, se trataba de una feria con vocación popular, en pleno centro de Cali, abierta bajo los frondosos árboles del bulevar del Río, contiguo a la plaza de Cayzedo. En solo tres años, volvió a demostrar que conseguía lo que se proponía, y que su idea de dignificar la actividad artística y literaria era una decisión sin ambages ni dudas.

 

*

 

Hace veinte años Juan Camilo Sierra había comprado una tierra en Ubaque, al oriente de Bogotá, en la carretera que conduce a Choachí. Poco a poco, con paciencia, había ido levantando un sueño: no quería ser empleado por siempre y anhelaba, a la par que vivir en el campo –pues amaba las plantas y los animales–, abrazar la misma libertad con la que había crecido. El sábado 26 de septiembre, a eso de las cuatro y media de la tarde, los teléfonos del pequeño mundo cultural colombiano comenzaron a sonar. Juan Camilo Sierra Restrepo había muerto. Discreto, con una sonrisa de dientes perfectos, no sufrió demasiado. Con elegancia, un sustantivo maltratado en los tiempos que corren, se despidió de unos pocos buenos amigos. De repente, el mundo comenzó a recordarlo con admiración y generosidad como un árbol frondoso bajo el cual crecimos muchos:

 

LOS ÁRBOLES

Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
solo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.

 

Eugenio Montejo

ACERCA DEL AUTOR


Juan David Correa

Literato de la Universidad de los Andes. Fue director de la revista Arcadia y, también, director literario del Grupo Planeta. Actual Ministro de Cultura de Colombia.