Alta costura

Un cuento. 

POR Beatriz Espejo

Noviembre 12 2021
Ilustración de Gabriel Villaena

Ilustración de Gabriel Villena

 

Cuando llega esa mañana al taller de Poiret, Roma Chatov no sospecha siquiera que empieza a ser un instrumento de Dios. Se dirige al rincón donde se apoyan contra una pared los pesados tubos en que se envuelve el crepé de seda. Hace a un lado el azul índigo, el blanco helenio y atrae hacia sí el rojo sangre. Rectifica el ancho, uno veinte. Será un chal magnífico, dice para sí, lo confeccionaré por entero, aunque pensándolo bien quizás convendría pasárselo a una bordadora para que repase las orillas, pero todas trabajan atareadas en los elaborados diseños del maestro. Urge terminar los trajes que usarán la duquesa de Guiche y madame Castellane en la recepción ofrecida por los Polinac la semana entrante. Así pues Roma regresa con su tela y se sienta junto a una ventana buscando la mejor luz del día. Gira el carrusel de carretes, elige el hilo de tono idéntico e inicia hábilmente la hilera de puntadas escondidas bajo el doblez. Fue parte de su entrenamiento ejecutar cualquier tarea relacionada con el oficio, aunque se especializaba en la pintura de gasas, rasos que llevaran ramos de violetas, faroles chinescos, manojos de corolas y pistilos de flores, prismas rectangulares en el más puro estilo art déco; pero ahora da impulso a su imaginación sin obligarse a las exigencias de un modelo. Dibujará una golondrina fantástica que se remonte al cielo, metáfora clara, homenaje a aquella impredecible que intentara volar y a quien solo vio una vez en pleno descenso. Roma Chatov la recuerda con sensaciones contradictorias. Había acompañado a Poiret, quien por deferencia a una de sus clientas más famosas y leales aceptó complementar la escenografía de una velada dancística; algunos telones azules de diferentes matices, hojas de acanto y cirios encendidos en lugares estratégicos. Entre los contados concurrentes había varios intelectuales. La pequeña Roma Chatov, recién llegada de Moscú, los reconoció fácilmente. Son personas célebres y sus fotografías aparecen en periódicos y revistas que ella hojea como parte de una educación mundana. Será pájaro. Sí, un pájaro fantástico y amarillo con las alas abiertas de un extremo al otro del rectángulo. Se repartía champán en esbeltas copas burbujeantes y se escuchaban trozos de conversaciones divertidas. Jean Negulesco le confesó a Rex Ingram que encontraba prodigiosa la iluminación. Otros comentaban, bajando la voz, que la anfitriona había dejado atrás sus triunfos, no era ni su sombra. El peso de los años y de la tragedia ya no le permitía despegarse del suelo. Las alas extendidas abarcan el material encarnado y aún queda sitio para otros elementos que completen la plasticidad de la figura. Ha quedado atrás la ninfa ingrávida que aplaudimos rabiosamente por la originalidad de sus coreografías, comentó Marguerite Jamois. Sin embargo, siempre podría darnos una sorpresa, dijo Marie Laurencin. Se escucharon las primeras notas de una sonata de Bach. Desde los telones la bailarina surgió con una vela entre los dedos, el cabello suelto teñido de púrpura, descalza, cubierta por una toga blanca. Nadie supo cómo avanzó hasta el punto donde se hallaba, metida en su música, escuchándola con unción, para sí misma, ajena a sus invitados, al mundo tangible y cotidiano. Entregada a un rito del que era sacerdotisa única. Permanecía estática, imagen detenida, congelada por la cámara de un fotógrafo portentoso. Estaba ahí y estaba en otra parte. Luego, de manera insensible, prendió doce candeleros alrededor del piano. ¿Se mueve?, ¿se ha movido?, preguntaban. Sus pies no parecían dar un paso, como si las pisadas obedecieran al ritmo interior de una armonía secreta. Tenía un halo plata, una expresión demudada. ¿Seguía la música? ¿La música la seguía? Nadie lo hubiera asegurado, nadie cambiaba postura ni profería palabra por miedo a romper la magia, como si el silencio fuera la respuesta al milagro producido hasta que ese encanto se esfumó en un acto de prestidigitación. Sobre el crepé rojo el pájaro toma forma cercado por signos negros que semejan una caligrafía oriental y en realidad nada significan. Pausa breve. Las teclas de marfil se hundieron precipitando en la atmósfera una mazurca de Chopin. La danzarina coronada de rosas volvió semicubierta con una túnica traslúcida a la mitad de sus muslos desnudos. Ella, que hacía unos instantes recordaba el retrato que en el apogeo de su gloria le hizo Arnold Genthe, brazos en alto, cabeza hacia atrás, garganta ebúrnea. Ella, que minutos antes resultaba la simplicidad perfecta de la escultura griega, se contorsionaba en un espectáculo grotesco. Resultaban obscenos su rostro hinchado por el alcohol, su escote sudoroso, las piernas celulíticas saltando pesadamente contra el piso, los brazos que alguna vez emularon guirnaldas de laurel y ahora simulaban aros circenses dispuestos para que saltara dentro una camada de perrillos. Carreras absurdas, arriba y abajo del reducido espacio, y ubres colgantes que las transparencias revelaban impúdicamente. Gracia de avestruz, decrepitud precipitada en una resbaladilla. Redundante su respiración sonora, estertor producido por el esfuerzo. Un último brinco y se clavó con un pie al frente y las manos extendidas hacia los espectadores que respiraron aliviados cuando la música cesó. Después la ocultista se fue para vestirse dejando a sus amigos paralizados en sus respectivos lugares, sin abrir la boca o atreverse a cruzar miradas en quietud silenciosa. Sentían vergüenza y culpabilidad cómplice de un crimen, el de haber constatado un derrumbe. Picasso, con la brasa de sus ojos fija en el hueco que la bailarina había dejado, se sobresaltó al oír la voz puntiaguda de Jean Cocteau que silbó en el aire: admítelo, este genio ha matado la fealdad. Al regresar, Poiret se negó a los comentarios y la pequeña Roma Chatov quedó callada en la incomodidad del coche experimentando la despreocupada compasión que sienten las mujeres jóvenes por las que dejaron de serlo, y también queriendo solidarizarse contradictoriamente con quien intentó fundar una escuela para bailarinas pobres en su país de nieves remotas. Por eso ahora dibuja las plumas ficticias de un ave, el pico agresivo, el pecho gordo figurado en una línea, y decide enviar el chal a Niza sin suponer que en el intrincado tapiz del destino ella es el hilo y la aguja, los colores, el pincel de Dios. Y sin saber tampoco que su bello, delicadísimo, poderoso, resistente regalo, dobladito entre albos papeles, será el instrumento liberador con que Isadora Duncan morirá estrangulada.

 

Ilustración de Gabriel Villaena

Ilustración de Gabriel Villena

 

 

 

ACERCA DEL AUTOR


Ensayista y narradora, doctora en letras hispánicas de la UNAM. Ganadora de numerosos premios de periodismo y narrativa. Es autora de varias colecciones de cuentos, libros de investigación y ensayos sobre artes plásticas. Entre sus obras más relevantes están Muros de azogue (1979), Alta costura (1996) y Cómo mataron a mi abuelo el español (1999).