Bitácora desde el fondo del océano

Una historia de amor por la tierra

Oriunda de los paisajes huilenses, Claudia Bahamón ha dedicado los últimos dieciocho años de su vida a trabajar por la Tierra. Exarquitecta y presentadora de televisión, encontró un lugar para su obsesión por el medioambiente estudiando y divulgando información sobre los retos de la sostenibilidad. Esta incansable activista comparte aquí, como movidas por las olas del océano Pacífico, las memorias de su pasión por el planeta y sus exploraciones marítimas.

 

 

POR Claudia Bahamón

Enero 12 2023
Bitácora desde el fondo del océano. Una historia de amor por la tierra.

Investigación por María José Montoya 

Fotografías por Giorgio Del Vecchio

 

Vestido de Juan Pablo Socarrás en chifón de seda. Aretes de Paula Mendoza. El abanico es una pieza artesanal en fibra de cumare de la comunidad coreguaje.

 

Vestido de Juan Pablo Socarrás en chifón de seda. Aretes de Paula Mendoza. El abanico es una pieza artesanal en fibra de cumare
de la comunidad coreguaje.

 

Vea. Comienzo mi “bitácora desde el fondo del océano” lejísimos, en la superficie naranja del bosque seco tropical, bajo el influjo de la montaña y la Tatacoa (que algunos llaman “desierto”) repleta de fósiles de aguas extintas: en Neiva, la ciudad colombiana donde nací, que adoro y he hecho famosa, porque no me canso de alabarla.

Mi historia de amor con la naturaleza inicia allí, entre los frutales de la finca familiar. Recuerdo a mi abuela cantándoles a las flores. Pienso ahora en que mi abuelo les hablaba también a sus árboles (¡yo me moría de la risa!). Él hacía placas, que posaba a sus pies, con sus nombres científicos y sus “apodos”, y así los conocíamos “de tú a tú”; teníamos con ellos una relación cercana, silvestre. Venían con la vida. 

Miro atrás y agradezco haber crecido con el mayor ambientalista que haya conocido: mi abuelito Fabio, que murió a los 91 años sin saber sobre activismo. Él transitó orgánicamente su relación con la naturaleza y enseñó con el ejemplo, como se hace el verdadero ambientalismo, el que te seduce y te inspira, sin dar lora.


 

La imperfección es la perfección de la naturaleza

 

Gocé el proyecto de mi abuelo con la tierra y vi cómo, en manos de mi papá, que la quiso y cuidó a su manera, cambió todo. Ambos fueron agricultores, pero sostuvieron prácticas tan distintas... La generación venida con mi padre labraba sin límites y usaba sin reparos los pesticidas. Los agricultores tecnologizados de la época fueron una bisagra, bienintencionada pero peligrosa, entre esos abuelos de antaño, que no sabían de fumigantes, y nosotros, testigos de los efectos que supone cuidar un cultivo a punta de químicos, que por desgracia conocemos tan bien los riesgos de esas tecnificaciones. 

Más tarde, cuando dejé Colombia, entendí y cuestioné la historia ambiental reciente. Hace dieciocho años, recién llegada a EE. UU., hice unos sánduches con tomates frescos para ir de paseo y dejé lo que sobró en la nevera. A la vuelta, los restos estaban intactos, “perfectos”. Llamé a mi abuelo y le dije: “Algo estás haciendo algo mal, ¡tus tomates se pasan casi el mismo día!”. Él insistió en que hacía lo correcto. Ahí quedó la conversación, pero a las “ardillas curiosas” como yo no nos dejan en paz estas cosas. Estudié el tema de los alimentos genéticamente modificados, como mi tomate inmortal, y supe que la “imperfección” es la perfección de la naturaleza: estaba comprando justo lo menos sano para mi casa. Aprendí así cuán tóxica resulta la “perfección” desatada con modificaciones genéticas y venenos. En este nuevo estado de consciencia, empecé por cuidarme. Giré hacia la alimentación orgánica, al menos para dar los primeros pasos al llenar mi nevera. 


 

Incertidumbres personales en el  “primer” mundo: regalos insólitos

 

Al tiempo que me aterraron los tomates imperecederos, recién desempacada en este flamante país, estaba en un limbo, no sabía qué iba a pasar conmigo. La globalización era otra: llamar a casa era carísimo, y trasladarse, superdramático, en fin, en la familia nadie sabía cuándo volvería Claudia a Colombia. 

Pero yo había decidido renunciar a mi trabajo. Había tomado la decisión de emigrar y tenía que responsabilizarme de mi futuro. Y, pucha, ¡ahora qué iba a hacer! Una exarquitecta, presentadora de televisión inmigrante y monolingüe en ee. uu. Entonces me tocó reinventarme (cómo odio esta palabra), así que me puse a escribir, obviamente en español, porque no tenía ni idea de inglés. Ahí supe que me gustaba contar historias. 

Hice, pues, un blog y, no sé cómo, mis textos llegaron a la wwf de Australia, donde los leyó Andy Ridley, que había sido cocreador en 2007 de “La Hora del Planeta” (la campaña en que la gente se une para producir un apagón masivo y solidarizarse en la esperanza de alzar su voz por la Tierra). Poco después, Andy me visitó en Los Ángeles; nos conocimos, traductor interpuesto, y me dijo que le interesaba circular mis textos en inglés y que quería que fuera la primera embajadora para Latinoamérica de su campaña. ¡Yo no sabía nada de La Hora del Planeta, ni qué era la wwf, ni qué tenía que hacer! Pero acepté. Andy me presentó ante la organización en Colombia y no he parado: ya llevo más de una década trabajando con ellos, y cómo agradezco la universidad en que se me convirtió esta experiencia. Fue una suerte infinita de este universo, que me puso a hacer campañas en todos lados y a educar mi amor por la naturaleza, porque en estas lides hay que estudiar, verdaderamente, de todo. 

Mark Twain dice que hay dos días importantes en la vida: el día en que uno nace y el día en que descubre para qué. Con wwf supe que mi propósito sería prestarme para querer y proteger la Tierra. Es mi mayor suerte: encontrar esta vocación, que es un campo infinito para conocer al planeta y explorarse uno mismo.


 

Pulso con las raíces  

 

“cae mi voz

y mi voz que madura

y mi voz quemadura

y mi bosque madura”

 

Tal cual, como en el poema de Xavier Villaurrutia, mi conciencia ambiental fue más plena cuando entendí qué pasos estaba transitando y me enfrenté a elegirlos.

Sin querer queriendo y según las experiencias, en este camino uno encuentra pasiones más fuertes que otras. Yo crecí con un gusto por los bosques, porque en la finca, en vez de casita de muñecas, los tenía a ellos; pero mi pasión se fortaleció con una herida. 

Cuando mi papá se encargó de la finca, organizó un proyecto ganadero que la deforestó. Para mí, chiquita, eso no tenía sentido. Yo le reclamaba: “Chéveres las vacas, papi, pero, ¿qué tienen que ver con que quites el bosque?”. Total: sin saber cómo, a los niños del mayordomo y a mí se nos desaparecieron esos refugios verdes de la infancia. Cuando lo recuerdo, se me hace un nudo en la garganta. 

Ya adulta, metida de cabeza en el activismo, encontré a Mauricio Rodríguez, un empresario que estaba creando una compañía de reforestación. Oí la palabra y salté: necesitaba sembrar árboles, ahí mismo lo propuse en la finca. Mi papá se puso furioso. Me dijo que él no creía en esa compañía, que estaba loca, que qué era ese romanticismo de invertir en árboles. Para persuadirlo de reforestar, Mauricio lo nombró en su junta directiva. Mi papá fue un fiscal terrible en esas reuniones, pero acabaron siendo amigos, y lo convencimos: sembramos 14 mil árboles que hoy forman un bosque espectacular, pero sostenerlo no fue fácil. Parte de amar la tierra es forcejear por ella. 

Cuando los árboles ya estaban maduros, mi papá, pensando en hacer productivas sus actividades, vivía preguntándome: “Pero Claudia, esos árboles cómo se venden, y cómo es el negocio con esa madera, es por metros o por kilos, o cómo es la cosa”. Yo evité lo que pude esa conversación, mientras le insistía a Mauricio que me ayudara, porque no lo iba a dejar tocarlos. Así tuve en vilo a mi papá, hasta el día en que la economía familiar lo obligó a decirme que iba a talarlos: vivíamos de la finca, el bosque era vasto y teníamos que aprovechar el espacio. Muy al estilo de un policía de brazos cruzados, dije que ni loca, ¡le rogué que buscara otras opciones! Fue la única vez en la vida que dejamos de hablar por un tiempo, ambos pensando que el otro era un inconsciente: yo, según él, de las afugias familiares, y él, a mis ojos, del daño ecológico tan horrible que al parecer no podría evitar. 

Me tomó largo rato volver a la finca, pero cuando lo hice, asomada un día a ver el bosque en la terraza de la casa, mi papá se acercó. Yo me puse a llorar. “Papi, ¿de verdad vas a cortar esto?”. Y ahí, ante ese portento, me abrazó: “Ganaste”. Eso abrió por fin la posibilidad de que pensáramos en alternativas: hicimos unas cabañas y mi hermano inventó un hostal; hoy esa tierra tiene un bosque maduro y, defendiéndolo, yo maduré mi voz. 

Hace tres años, después del accidente que le arrancó la vida, fuimos a ese bosque a sembrar un árbol por mi papá. Mientras lo plantaba, yo le decía: “Llegaste a tus raíces, papi, naciste, creciste aquí, ahora vas a hacer parte de este universo: el árbol más vigoroso”. Hoy, al pensar en el tiempo que él pudo disfrutar del bosque, me digo que no enterré a mi papá. Lo sembré. 


 

Pánico debería darnos no ver lo que nos asusta

 

Voy del verde más verde al azul en esta bitácora.

No solo crecí lejísimos del mar, sino que tengo pocos recuerdos con él en la infancia y son bastante desasosegadores. Vislumbro remoto algún plan a Coveñas con mi abuelito, del que, eso sí, claramente recuerdo tenerle miedo al océano. Uf, animal terrestre. Me daban pánico unos pececitos amarillos con rayas, los “nemos” (¡cómo será que al día no he buscado su nombre real!). Para mí, que me tiraba al agua encogiendo las piernas para no pisar ese suelo incomprensible que no podía ver, que me metía con zapatos al agua por susto de que algo me picara y que sufría con la sensación de las algas u otras cosas tocándome las piernas, los “nemos” eran simplemente un horror. En ese paseo les tiraban moronas de galletas para atraerlos a nadar alrededor de los turistas que hacíamos snorkel, ¡y ese cardumen compulsivo alrededor del cuerpo me daba tanta impresión y tanto asco! 

Y, bueno, acabé viviendo al pie del océano. Al iniciar el blog, me llegó también el momento de considerar si tendría hijos y de pensar en las implicaciones. Hice un post sobre pañales. Es que es algo terrible: cada pañal se demora quinientos años en degradarse, y se usan varios al día por cerca de dos años, ¡las cuentas me daban unos 4500 pañales por niño! Yo quería ser una mamá consciente, y esta investigación me puso a cuestionarlo todo: las listas de compras de la maternidad, los embelecos del consumismo ante los que hay que responsabilizarse. 

El trabajo con WWF prosperaba y después del post de los pañales hicimos un montón de nuevas campañas, muchas de limpieza de playas y de prevención del uso de anzuelos no discriminadores, como el llamado “J”, popularísimo entre pescadores, que engancha peces pequeños y los mata antes de cumplir su ciclo reproductivo. Con las donaciones recaudadas por La Hora del Planeta, WWF hizo una campaña fomentando los anzuelos “O”, más costosos pero mucho menos dañinos, y la enfocó en proteger tortugas del Pacífico colombiano. Era emocionante estar involucrada con estos proyectos, parte terror, parte esperanza. Otra problemática que me conmovió fue la de las redes masivas de pesca. Son tan enormes que los buques prefieren no recogerlas y las dejan entre el agua. Las ballenas se enredan en ellas hasta asfixiarse, y cuando forcejean por salir se mutilan las aletas, incluso a veces pierden la cola. Proteger su ecosistema se me volvió inevitable, aunque costoso, ¡hay que ver cómo de entrada ciertas voces, como la mía, parecen vetadas para hablar de estos temas! Y lo cierto es que le conciernen a cualquiera. Poco a poco, yo me afirmé en un lema: “por el mar, todo” (claro que el “todo” tuvo limitaciones: no me animé a salir en bola cuando me invitaron a desvestirme para la portada de Soho). 

 

 

Vestido de Carlo Carrizosa plisado en policotton con mangas globo plisadas y detalle en busto. Aretes en oro de Tulena Jewerly.

Vestido de Carlo Carrizosa plisado en policotton con mangas globo plisadas y detalle en busto. Aretes en oro de Tulena Jewerly.

 

Chaqueta de Juan Pablo Socarrás en algodón orgánico con apliques en la espalda de bordados mexicanos. Aretes de Bibi Marini.

Chaqueta de Juan Pablo Socarrás en algodón orgánico con apliques en la espalda de bordados mexicanos. Aretes de Bibi Marini.

 

 

Top y chaqueta de Juan Pablo Socarrás. Aretes de Bibi Marini. Bolso “Jarrón de Ballén” hecho de chocolatillo por ar- tesanos de Timbiquí, Cauca. Sus flecos están adornados por semillas de palma bombona del departamento del Huila.

Top y chaqueta de Juan Pablo Socarrás. Aretes de Bibi Marini. Bolso “Jarrón de Ballén” hecho de chocolatillo por ar-
tesanos de Timbiquí, Cauca. Sus flecos están adornados por semillas de palma bombona del departamento del Huila.

 

En fin, “todo por el mar” acabó en felicísimas (y duras) constataciones. Mi hermano me animó a aceptar un contrato para hacer una limpieza submarina en San Andrés. Sonaba rara la campaña. ¿Cómo así que debajo del agua el suelo era sucio? Hoy, que tenemos más imágenes, sabemos mejor cómo está el fondo marino, pero entonces me pregunté si no me habrían invitado a un greenwashing de esos con que los contaminadores se lavan la imagen... Me parecía imposible que hubiera basura en el fondo del mar, pero tuve curiosidad y era un reto interesante. 

El “pequeño” problema –ejem– es que íbamos a bucear. Lo había intentado antes y sufrí una claustrofobia terrible, que por poco me ahoga. Cuando en esta oportunidad me preguntaron si sabía hacerlo dije que sí. De ida descargué un video que se llamaba, lo juro, “Cómo aprender a bucear en 30 minutos”. Lo vi en el avión una vez y media, otra en el carro, mientras mi mamá, que iba conmigo, me regañaba y me decía indignada que esto era el colmo de la irresponsabilidad. Como soy tan ansiosa, solo procuraba estar tranquila. Repetía en mi mente las señas submarinas, repasaba: “No puedo hiperventilar porque se me acaba el tanque de aire”, pero lo peor era pensar en los nemos. Yo rezaba: “Por favor, que no se me aparezca uno, porque hasta ahí llego”. 

Cuando empecé a bucear ese día, por primera vez tomé consciencia de mi respiración. Tuve una tranquilidad imposible para mí fuera del agua. En tierra uno puede distraerse como quiera; bajo el océano eso te cuesta la vida. Sentí por primera vez que tenía una meditación real. Se veía el agua cristalina, y estaba en una paz tan absoluta… No había ni un nemo. Ni nada: con lo poco que retuve del “curso”, le entendí al guía que debía tirar de algo, como un alga –pensé– y, de pronto, al jalarla, de debajo de la arena comenzó a salir una tira interminable de basura de colores, como la tela que sale y sale de la manga de un mago macabro. La paz que había sentido no venía de un mar calmo, sino vaciado de vida. Literalmente, todo se sentía tranquilo porque no había un solo nemo. El aprendizaje fue devastador y contundente. 

Al salir del agua y complementar la investigación supe que lo que me tenía que dar pánico era entrar al mar y que no hubiera nemos. 

 

Nikka One Piece Glossy Plum acompañado de Nikka Cover Up Malva en lycra de la colección CrecienteHS22 de Baobab. Aretes de Johanna Ortiz. Bolso: pieza artesanal en totumo, semillas, yanchama y cumare de la comunidad coreguaje.


Nikka One Piece Glossy Plum acompañado de Nikka Cover Up Malva en lycra de la colección CrecienteHS22 de Baobab.
Aretes de Johanna Ortiz. Bolso: pieza artesanal en totumo, semillas, yanchama y cumare de la comunidad coreguaje.

 

Una mujer enredada en un sueño

 

La verdad: mi miedo a los animales es extensivo. ¡Cuáles nemos! Me retan las cucarachas, los gusanos peludos, los sapos, los murciélagos. ¡Cómo son de resilientes, pucha! Uno queriéndolos desaparecer toda la vida y ellos ahí, constantes, vuelven a asustarnos para traer tantas oportunidades…

Desde que empecé a bucear y entendí el propósito de darle mi voz a la Tierra, me comprometí a no pasar por esta experiencia como turista. Es divino y legítimo el buceo turístico, pero para mi propósito es esencial especializarlo. Parte de mi aprendizaje está en exigirme atender lo mejor que puedo lo que me preocupa, pero es riesgoso: en mi caso personal, ha supuesto vérmelas con el miedo. Superados nemos y fobias, hoy las inmersiones me encantan, pero igual dan nervios: creo que estar inmerso en el agua debe ser parecido a flotar en el espacio; estás en un ambiente fascinante, peligroso y ajeno. 

Hace poco oí sobre la deforestación del océano y me interesé. Corazón roto: no podía creer tener que enfrentarla dos veces en la vida. Debajo del agua existen unos complejos gigantescos, los bosques de Kelp, formados por algas altísimas que aseguran la vida de incontables organismos. Como pasa con tantos elementos naturales, cuando uno sufre se extienden las consecuencias. Los bosques de Kelp están amenazados por la industria textil y alimentaria, que abusan de ellos, porque producen un montón de aglutinantes. De cabeza en esta pesquisa, sin embargo, al ver las fotos de esos bosques inmediatamente me dio claustrofobia (suspiro), de nuevo. Pensé que iba ser imposible para mí estar bien ahí: me costó imaginarme entre esas enormidades vegetales ondeantes, por donde a veces pasan peces enormes. Cuando uno bucea con una vista de 360 º puede ver a sus compañeros. Para mí, ellos son un ancla con la que me siento tranquila bajo el agua, e ir juntos se iba a complicar moviéndonos por las algas. 

Como pasa casi siempre con lo que uno teme, en medio de la investigación llegó la invitación a ir a ver los bosques submarinos. Mi amigo Max Bello, que colabora con Mission Blue, la organización liderada por la maravillosa Sylvia Earle, me invitó a bucear con ella. Sylvia tiene 87 años y se ha dedicado a estudiar el estado de los océanos, ha trabajado con robótica submarina, ha perseguido los derrames de petróleo, sabe del mar lo que nadie. Y Max es como un diplomático del océano. Ayudó a la expansión del área marina protegida de Panamá y Costa Rica, colaboró con la negociación de proyectos de reserva en Chile y Ecuador, y recientemente trabajó en la ampliación de la colombiana, con el plan 30/30. Yo, claro, no me negaría a bucear con semejantes sabios, pero tampoco llegaría como una primípara. Tenía que prepararme para aprender de verdad cuando estuviera con ellos. 

Armé, pues, una expedición para ir a bucear entre el Kelp antes del gran día. Y me comenzó la ansiedad. Menos mal vino con los sueños. Toda mi vida los he tenido vívidos y me cuentan cosas. Entonces soñé estar en peligro entre las algas. Enredada, asustada, vi cómo Paula, mi compañera, que es como una McGiver buceadora con su equipo supercompleto, sacaba un cuchillo para cortar la corteza durísima de las algas que me ahogaban. Me desperté con la intuición de cómo era nadar entre esos bosques y estar segura. 

Ay, lo que es pasar de sueños vívidos a días vividos. Cuando llegamos con Paula a Santa Cruz, cerca de Los Ángeles, vimos ese tapete verde en altamar y yo me sentí incapaz de sumergirme. Se me vino la claustrofobia. Le conté el sueño. Igual, me eché al agua, y lo primero que pasó fue que la perdí. Qué miedo. Buscándola, se me enredaron las dos aletas en las algas, ¡no podía bajar y tampoco salir a la superficie! Al fin ella apareció y, aunque me costó un rato, descendimos más profundo. Creo que estar en ese bosque acuático es lo más lindo que me ha pasado buceando, y eso que he visto muchas cosas lindas en el mar, pero no hay como ver después de perder el miedo.


 

La esperanza es la paciencia

 

El camino tras la sostenibilidad es un compromiso retador, uno trabaja sabiendo todo el tiempo que lo que hace es difícil. ¡Cuesta tanto cada esfuerzo y a veces el panorama pinta tan mal! Cuando uno ya ha sacudido su conciencia, es angustiante ver la seriedad de los problemas y estrellarse con la insensatez o, peor, la pasividad. Yo he caído a veces en lo que ahora llaman “ecoansiedad”, te da un desaliento terrible y la tentación de tomar el camino fácil. Dice una: “Qué va, igual me voy a morir y sola no puedo hacer nada”. 

Cuando me abrumo –y no es difícil en el zarandeo de las redes sociales–, acudo al refugio de mujeres maravillosas. La Tierra es fértil, como nosotras. Miro mi mesa de noche y están a la mano: Jane Goodall, mi luz terrestre, y Sylvia Earle, mi faro marino. Con el libro de Goodall, Esperanza, recuerdo que hay semillas que toman dos mil años en germinar, y nosotros, todos, somos semillas. Oigo su voz llevándome por la Segunda Guerra Mundial, por la Guerra Fría, por el año 52 de la celebración del Día de la Tierra, por varias pandemias... La naturaleza resiste en el tiempo, es su lección cuando queremos los cambios ya: los resultados vienen atemperados, a veces verlos es difícil, pero las soluciones que ingenió el planeta quién sabe hace cuánto también surgen hoy, ahora mismo. El mar renace todos los días de nuestras vidas, yo lo he visto con mis ojos, por ejemplo, con la restauración de corales. 

Tener una voz y oídos que te atienden es abrumador y emocionante. Mi viaje por el ambientalismo me enseñó que no solo puedo tenerla, sino que elijo la conversación más importante. 

Esa afirmación es mi esperanza y con ella, cada día, aprendo de mi paciencia. 

 

 

ACERCA DEL AUTOR


 (huila, 1979). Activista, modelo con estudios en arquitectura y presentadora de televisión. Colaboradora de wwf en Colombia, fundadora en el país de un sello de moda sostenible con co2Cero, investigadora en su plataforma Be.Clá y creadora de una reciente línea de joyas con propósito.