Dame algo para romper: Limp Bizkit y la ira de una generación

Amalgamando la rabia del rap y la rabia del metal, Limp Bizkit supo capitalizar las hormonas iracundas de tantos adolescentes, incluidos muchos en Colombia. Un rastreo por los escándalos de la banda y su impronta en el sur de la capital.

POR William Martínez

Marzo 23 2024
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Muchos no lo saben pero en el barrio La Coruña, ubicado en Ciudad Bolívar, una localidad que históricamente ha enfrentado problemas de violencia y pobreza en Bogotá, emergió un parche de fanáticos de Limp Bizkit a finales de 1999. Sin importar la cantidad de plata que llevaran en el bolsillo, se aglomeraban en la cancha del barrio para jugar microfútbol y luego iban a la casa de algún amigo, donde agujereaban servilletas con cigarrillos, tomaban licor, veían especiales de la banda en el canal MTV Latinoamérica y escuchaban su música a un volumen suficiente para probar la resistencia de los cristales de las ventanas. 

 

Jorge Leiva era uno de ellos. A mediados de los años noventa, escuchaba rap y rock a partes iguales, dos géneros irreconciliables una década atrás. Para alguien que saltaba sin prejuicios de La Etnnia a Metallica y de Control Machete a Marilyn Manson, la aparición en escena de un grupo como Limp Bizkit, que fusiona ambos mundos para ensamblar su estética sonora, fue un auténtico estallido cuyos fragmentos impactan su vida hasta hoy. Los escuchó por primera vez en la emisora Radioacktiva con el sencillo “Nookie” (1999), en el que Fred Durst, líder del grupo, recuerda cómo su novia de entonces lo engañó follándose a sus mejores amigos, o cómo sus mejores amigos lo traicionaron follándose a su novia. La propuesta del quinteto consistía en ejecutar música para cabecear, montar desmadre y romperlo todo sin demasiados razonamientos. Reivindicaron el derecho a expresar ira en carne viva. 

 

Los miembros de Limp Bizkit pertenecen a la primera generación de rockeros que creció con el hip-hop convencional. Conformado por Fred Durst (vocalista), Sam Rivers (bajista), John Otto (baterista), DJ Lethal (tornamesa) y el guitarrista Rob Waters, sustituido más tarde por Wes Borland, el grupo nació en 1994 en Jacksonville, Florida, una ciudad por entonces radicalmente conservadora. Una década más tarde, se erigieron como referente global del nu metal, un subgénero que penetró la industria mainstream fusionando elementos del metal, del rap y de la electrónica. Para Chucky García, periodista y curador del festival Rock al Parque entre 2014 y 2022, esta corriente logró productos novedosos al desafiar una creencia: “El rap era considerado solo música de negros, mientras que el metal era considerado solo música de satánicos. Al final, el nu metal es un rap blanqueado y un metal sin imaginería satánica. Agarró esas dos tendencias y las empaquetó con una envoltura alejada de la marginalidad, mucho más cercana a la industria del pop”. 

 

Después del remezón que provocó “Nookie”, Jorge se propuso adquirir discos de la banda. El único álbum pirata, al alcance de su bolsillo, que pudo conseguir fue Three Dollar Bill, Y’all $ (1997). Para un adolescente como él, que sufrió matoneo en el colegio por ser el de menor edad en la clase, que vio con impotencia el embarazo temprano de su hermana mayor, que resistió el deseo familiar de imponer el cristianismo en algún momento, que experimentó sus primeros desencantos amorosos, la cruda descarga de Limp Bizkit encajó con las fisuras de su mundo afectivo. Pero también con su noción de lo “cool”, que iba de montar tabla, tatuarse, parchar con amigos e ir a conciertos. 

 

Para Chucky, el éxito comercial de Limp Bizkit no radica en la fórmula compositiva de sus canciones –la clásica estructura de estrofa rapeada, estribillo, estrofa rapeada, estribillo, subidón, desmadre, fin–, sino en haberse conectado con una población blanca de clase media profundamente insatisfecha. La insatisfacción provenía de tener que aceptar los empleos acartonados que impone el sistema, de vivir una vida con comodidades que a menudo escondía sufrimiento familiar, de refugiarse en amigos que luego eran traicioneros y de no saber qué hacer con el aturdimiento que esto producía. 

 

Los videos de la banda con alta rotación en MTV (“Break Stuff”, “Re-Arranged”, entre otros) terminaron moldeando el estilo de Jorge. Cambió sus camisetas con estampados de Los Simpson por camisetas oversize de bandas, los jeans de corte clásico por pantalones anchos tipo carpintero o cargo, los zapatos casuales por tenis de skate, e incorporó a su vestuario las gorras beisboleras cerradas, emulando la clásica New Era roja que portó por años Fred Durst. Su habitación ahora estaba decorada con afiches, stickers y cuanto artículo conseguía de la banda en San Andresito de la 38, un nodo comercial con toda clase de productos a bajo costo que, a principios de la década del 2000, se convirtió en el principal distribuidor de música alternativa en el sur de la ciudad.  

 

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El fenómeno Limp Bizkit, que ha vendido más de 40 millones de discos en todo el mundo, coincidió con los últimos años dorados de la música en formato físico. Su disquera, Universal Music, aceitó la maquinaria promocional firmando acuerdos publicitarios con emisoras de nicho alternativo como Radioacktiva y poniendo sus álbumes en todas las discotiendas. “Todo ese gran capital promocional quedó en el aire, porque la banda nunca tocó en Colombia. Ahora, en su primer concierto en el país, es la oportunidad de canjearlo”, opina el antiguo curador de Rock al Parque.

 

Otra manera de entender el fenómeno Limp Bizkit es a través de su vocalista, Fred Durst, un hombre que encarnó el impulso destructor que puede surgir entre los jóvenes cuando se sienten ignorados, vulnerables e impotentes. Cada vez que pudo sacó a relucir su ego creativo en entrevistas y cazó pleitos con bandas de la estatura de Metallica, Creed y Slipknot a principios del nuevo milenio. Sobre estos últimos dijo, por ejemplo, que sus fans eran “un puñado de niños gordos y feos”. El cantante que en los primeros años de carrera prefirió ser bocazas a murmurador fue acusado de incitar los violentos desmanes que ocurrieron en los festivales Woodstock ’99, en Estados Unidos, y Big Day Out, en Australia, donde una chica llamada Jessica Michalik, de 16 años, murió asfixiada en medio de toneladas de carne fuera de control. Su personaje de enfant terrible se adhirió al espíritu de la banda y expandió su recuerdo. 

 

 Una larga crónica publicada en la revista musical Spin, que puso en portada a Limp Bizkit en agosto de 1999, destaca la ambición feroz de dinero y fama de su líder. En aquellos años había puesto su mirada en el cine; de hecho, al dirigir los videos de su banda y de grupos como Korn, Staind y Cold buscaba catapultar su marca personal para construir un imperio audiovisual. Al final no hubo tal imperio audiovisual, pero sí la satisfacción de haber cumplido el sueño de dirigir sus propias películas (la más reciente de ellas es The Fanatic, estrenada en 2019, que contó con la actuación de John Travolta). 

 

Hoy las cosas son distintas. Fred Durst ha optado por encarar su llegada a los 50 años moderando su actitud y cambiando su apariencia repetidamente. Su gorra beisbolera roja y su barba de chivo han cedido paso a inesperados looks, que por supuesto han sido blanco de la cultura del meme. En la gira sudamericana que ahora mismo transcurre lleva una barba cana espesa, lentes de instructor de snowboard y una sudadera multicolor, con desconcertante parecido al Maestro Rochi, personaje de la serie de manga Dragon Ball. Ahora sus fiestas retro solo duran una hora, y en ellas propende por la responsabilidad y el cuidado de los asistentes. En su reciente descarga en Argentina, por ejemplo, decidió hacer una pausa para asegurarse de que las personas que se hallaban aprisionadas en primera fila estuvieran a salvo de la impetuosa marea humana. No le apetece volver a vivir las escenas trágicas de hace dos décadas.  

 

 

Jorge ve en el líder de Limp Bizkit un ejemplo de perseverancia, disciplina y franqueza: “No se rindió nunca en la búsqueda de sus metas y no temió ser odiado por ser transparente”.  Él se ha esforzado por incorporar estos mismos valores a su carácter. Desde que terminó el bachillerato, por allá en 2001, quiso ser tatuador. No lo fue en ese momento por los estigmas sociales que pesaban sobre el oficio. Su objetivo tuvo que esperar casi una década, en la que estudió un técnico en sistemas y diseño gráfico, y trabajó en diferentes campos. Finalmente, en 2009 pagó un curso de tatuajes, compró los implementos necesarios para hacerlos y, un par de años más tarde, empezó a vivir de ello. Hoy, con 37 años, tiene su propio estudio, en el que trabaja con su esposa y su madre. 

 

El camino de ascenso de la banda empezó a derrumbarse en 2001, cuando el guitarrista Wes Borland dio un paso al costado. Además de ser su arquitecto musical, destacado por su experimentación en las guitarras de seis y siete cuerdas, forjó una legión de fanáticos con sus excéntricos disfraces de horror y fantasía que utilizaba en los shows en directo. En el pódcast Drinks With Johnny, conducido por Johnny Christ, bajista de la banda de metal alternativo Avenged Sevenfold, Borland revive el estrés emocional que vivió por entonces. Afectado por la muerte de aquella seguidora en Australia, se dijo que no quería ser parte de una fuerza con capacidad de provocar ese tipo de situaciones. Paralelamente, a vísperas de grabar un nuevo álbum, dos aviones terroristas derribaron el World Trade Center en Nueva York. Para completar la racha, Maynard James Keenan, líder del grupo de culto Tool, comparó su banda con comida chatarra. “Tool es como una cena de lujo, Limp Bizkit es como el McDonalds”.  

 

Muchos incluso eran más seguidores de él que del grupo. Cuando Durst invitó a los fans a que le escribieran para que regresara, la respuesta de algunos fue pedirle que no lo hiciera. La débil acogida del nuevo Limp Bizkit produjo su desintegración en 2004. “De ahí en adelante todo fue en picada porque la gente, incluyéndome, había despertado interés por una nueva ola de bandas de otras corrientes del metal y del hardcore”, cuenta Jorge. 

 

Hace unos años conversé con el escritor mexicano Antonio Ortuño, seguidor febril del metal y del punk, sobre el desplome del nu metal como fenómeno masivo. Para él, el declive se debió a que se sobreexpuso y tuvo más prensa y ventas que creatividad. “La mezcla de metal, pop y hip-hop no iba a dar para siempre si sonaba cada vez a lo mismo, producida igual, con las mismas cinco o seis bandas”, dijo en aquel momento. Si bien esta corriente fue la puerta de ingreso de muchos jóvenes que hoy escuchan sonidos más extremos, como el metalcore, el grindcore y el deathcore, y este rol puede ser su gran legado, nunca tuvo descendientes directos, lo que le hubiese permitido perdurar con el paso del tiempo. Mientras la nueva ola del heavy metal británico fue la sucesora del heavy original y el death melódico derivó del death extremo, el nu metal no tuvo nietos para continuar la tradición. 

 

En 2009 los miembros originales de la banda, incluido Wes Borland, volvieron a reunirse para hacer una gira mundial y grabar un nuevo álbum, Gold Cobra (2011), que no despegó comercialmente, al igual que su álbum sucesor, Still Sucks (2021). Aunque las bandas de nu metal han sido cuestionadas por su despliegue de mercadotecnia, y para muchos solo fue una tendencia pop que se volvió reliquia en menos de una década, Limp Bizkit se ha mantenido fiel a su sonido, a lo que siempre fueron. Su mixtura porosa confrontó esa idea tan arraigada en las tribus urbanas de principios del 2000 de que solo se debía escuchar un género y guardar devoción por él. De ahí su conexión con personas que disfrutan distintos estilos musicales. 

 

Jorge Leiva pasó los primeros meses de este año con ansiedad. Aunque ya cumplió el sueño de ver el enérgico show de Limp Bizkit en el festival Monsters of Rock en Brasil en 2013 (día que recuerda como el mejor de su vida) y en el Domination en México en 2019, el concierto de Estéreo Picnic tiene un condimento especial, porque puede verlos junto con sus amigos, los mismos con los que forjó su identidad perseverante en el barrio La Coruña de Ciudad Bolívar hace dos décadas. 

ACERCA DEL AUTOR


Periodista cultural. Sus reseñas y reportajes han sido publicados en El Espectador, Arcadia, Cromos, Shock y el Instituto Distrital de Turismo. Investigó para Netflix la serie El robo del siglo. Fue editor de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Ha recibido en dos ocasiones el Premio de Periodismo Álvaro Gómez Hurtado.