De ángeles y títeres

Hechos para su hijo con restos de la vida cotidiana, los títeres de dedo de Paul Klee albergan fantasmas de sentimientos humanos y frágiles comunicaciones con un mundo que la mayor parte de los adultos ha dejado atrás. Un investigador compara estos objetos encantados con las figuras angelicales en la obra de Klee y en la poesía de Rainer Maria Rilke.

 

 

POR Kenneth Gross

Septiembre 30 2022
De ángeles y títeres

 

¿Qué es nuestra inocencia?

¿Cuál es nuestra culpa? Todos están

desnudos, ninguno está a salvo.

 

Marianne Moore


Un teatro de títeres nos acerca a algo que se parece a la inocencia. Se alimenta de las intensidades del amor creativo de los niños cuando juegan y buscan transformar objetos ordinarios en algo más; cuando desean darles una vida sorprendente al cristalizar lo invisible. Apela a instintos primarios al rehusar al control de las estrictas reglas sociales y formas de cortesía establecidas. Por eso el lenguaje del títere muchas veces se acerca al balbuceo de los niños pequeños, a sus gestos desnudos. Estos encantamientos y hechizos son posibles solo en este teatro que pertenece a mundos que la mayor parte de adultos ha dejado atrás. La artista de marionetas norteamericana Janie Geiser –cuyos shows con frecuencia se preguntan por la vulnerabilidad de la inocencia y su poder de resistencia– me dijo que, para ella, “el títere no tiene historia, existe en el momento”, así que “hay una suerte de inocencia existencial en el teatro de títeres. Su simplicidad hace evidente al instante cualquier falsedad”. Y luego, también, “nadie culpa a la marioneta por su violencia, nadie culpa al titiritero. No puedes culpar a un pedazo de madera”. Como sugieren estas palabras, dicha inocencia no es necesariamente reconfortante. La inocencia del hambriento Pinocho de Carlo Collodi, la del sanguinario Mr. Punch o la de don Quijote destruyendo un show de marionetas tienen algo de amenaza y de asombro a la vez, algo no tan sencillo de reducir. 

En su inocencia, los títeres también poseen una especie de conocimiento. Ser inocente, inofensivo (innocens en latín), puede implicar estar expuesto al peligro, aunque es una falta de defensas que puede convertirse paradójicamente en un arma. (Los títeres de la misma Geiser tienen una misteriosa fuerza, dentro de toda su fragilidad.) La inocencia de los títeres mantiene la imaginación abierta al poder de lo desconocido, de la muerte, incluso; y permite sentir una gran audacia al enfrentar esa muerte. Uno sabe que la inocencia, incluyendo la inocencia de los niños, no es algo simple. La inocencia es una idea, o un deseo, que puede congelarse hasta transformarse en una estatua engañosa y restrictiva. Lo mismo puede pasar con nuestra idea de la pérdida de la inocencia, cómo se nos quita. Se les pide con frecuencia a los niños que se sientan satisfechos con títeres que son tan solo suaves y flexibles; se espera que estén satisfechos con una ternura engañosa y con moralismos de diversa índole, en lugar de mostrarles un lado salvaje que quizá anhelan o un peligro que pueda detonar valentía y amor. Una inocencia artificial puede ser más aterradora que el más violento y grotesco show de títeres. Termina por reflejar más los miedos de los adultos que los deseos de los niños. Desconfía de la capacidad de los niños de limitar su credulidad a los mundos fantásticos y enfrentar el mundo real. Como sabía William Blake, la categoría de inocencia es en sí misma una cuestión de prueba y error. Es algo que debe reimaginarse constantemente.

Estoy en el Zentrum Paul Klee en Berna, Suiza, observando una serie de pequeñas cajas transparentes que contienen treinta títeres de mano que sobreviven entre alrededor de cincuenta en total, hechos por el pintor alemán Paul Klee para su hijo Felix entre 1916 y 1925. Estas figuras fueron parte de la exhibición montada en 2007 Paul Klee: Überall Theater, que exploraba parte del trabajo de Klee relacionado al mundo del teatro, la danza y el circo, así como los diálogos entre lo humano y lo animal. Hay pinturas de máscaras, seductoras y horribles, figuras de bailarines, mimos, payasos frágiles, funambulistas finamente dibujados, imágenes del “brutal Pierrot”, de “animales actuando en una comedia” y “niños actuando en una tragedia”, dibujos de un “gato semejante a un toro” y “mestizo como un león”, o de los pavoneos del “orgulloso pájaro”. Todo esto refleja la postura de Klee frente al teatro como algo metafísico, un lugar donde gestos secretos de la mente, del libre albedrío o del espíritu son visibilizados. Estas piezas también reflejan el vínculo del artista de teatro con el mundo del juego infantil, volátil, metamórfico, peligroso y con frecuencia capaz de sobrevivir hasta la adultez.

Uno de los títeres en exhibición tiene un cuerpo hecho de tela negra con filas de pequeñas flores rosadas y grises, con una cruz cosida crudamente al frente. Tiene una cabeza angosta y puntiaguda al final de un largo cuello, ojos redondos que en realidad son pequeños lentes y una boca triangular llena de dientes. Se llama “Fantasma de un espantapájaros”, pues es el espectro de un títere hecho para ahuyentar pájaros carroñeros. Sus manos están levantadas, aunque es difícil decir si para asustar o saludar o simplemente para mostrar alguna sensación de placer. Hay otro, llamado “Espanto eléctrico”, cuyo rostro es una red de lengüetas de metal y rizos de alambre agrupados dentro de un enchufe de cerámica redondo y gastado. Por su parte, los cuencos de los ojos del “Señor Muerte” dejan sentir la fuerza de dos pulgares empujando hondamente un pequeño bulto de yeso; son dos depresiones que ocupan toda la extensión del rostro, llenas de pintura negra, y bajo ellas una fila de dientes dibujados de manera tosca en la superficie del yeso blanco. Su cuerpo es de algodón blanco, igual que un fantasma o una mortaja. Otros títeres se agrupan alrededor de ellos: el esquimal de pelo blanco, el campesino listo, el sultán, el payaso de las orejas grandes, el barbero de Bagdad, el diablo con el guante anillado, la vieja sirvienta, cada uno evocando una posible fábula de la que haría parte.

La exhibición de todos los títeres de Klee es un evento extraño, ya que normalmente solo se muestran unos pocos. La mayor parte de ellos se mantiene resguardada, envuelta de manera cuidadosa, porque son objetos frágiles –la pesadilla de cualquier curador–, hechos rápidamente para entretener a un niño (o al artista mismo), elaborados con cabezas de yeso, en su mayoría, o pedacitos de madera pegados, retazos de ropa vieja, piel de animal, cajas de fósforos, incluso enchufes eléctricos, luego pintados o dibujados para mostrar una característica particular o una expresión. A diferencia de los estilizados disfraces que Oskar Schlemmer, colega de Klee en la Bauhaus, creó para su Ballet Triádico –semejantes a un disfraz de payaso, pero inquietantemente impersonales, incluso a veces parecidos a armaduras–, estos títeres son íntimos, caseros. Ninguna de estas figuras hizo parte alguna vez del cuidadoso catálogo de trabajos que Klee llevó desde sus primero años como artista, así que los títeres forman un curioso espacio privado dentro de su obra. La figura del Señor Muerte está dentro de las primeras; fue sobreviviente del cast del tradicional espectáculo de Kasperle (el Mr. Punch alemán), que sabemos que Felix interpretaba. Por otra parte, es posible observar una variedad de personajes más idiosincrásicos, ejercicios curiosos de fantasía y sátira, que apenas se pueden rastrear tenuemente en shows específicos, pero que forman una comunidad extraña.

No puedo quitarles la mirada. Observo sus caras y les hago gestos de vuelta. Hay un encanto inquietante en estos pequeños objetos ensamblados. Son cosas feas, pero felices en su fealdad. Por extraños que sean los títeres o su personalidad, por grotescas u obscenas que sean sus formas, conservan la sensación de algo infantil; son objetos hechos para los niños, que a su vez se parecen a los niños. Esa semejanza se expande a un reino de la vida que pertenece al mundo de los adultos: son máquinas rotas, reliquias de ceremonias antiguas, visiones satíricas o identidades sociales o políticas fijas, como el monje, el poeta laureado o el nazi alemán. Su fuerza yace parcialmente en la combinación de formas humanas e inhumanas, y en los sutiles e impactantes juegos de color, elementos de abstracción al tiempo analíticos y arbitrarios. Este espíritu también se reconoce en los dibujos y pinturas de Klee, los cuales parecen con frecuencia embrujados por un volátil sueño de inocencia, una inocencia que está abierta a un sentido de pérdida, miedo, invasión y exilio. Es posible sentir en estas obras muchos gestos metafísicos en el trazo –líneas móviles, activas, balanceándose como lo describe Klee en su Cuaderno pedagógico, pero también líneas que digieren y destrozan las formas que definen y sostienen–. Lo corroboro en otra parte de la galería, cuando miro por largo rato una pintura titulada Laberinto destruido, en la cual se crea un nuevo tipo de laberinto al reunirse las manchas de color rotas, onduladas, cifradas como piezas de un alfabeto desconocido.

 

Bothanical Theater, pintura de Paul Klee expuesta dentro de la Galería municipal en la Lenbachhaus, en Múnich (1934).

Bothanical Theater, pintura de Paul Klee expuesta dentro de la Galería municipal en la Lenbachhaus, en Múnich (1934).

Klee creó los cuerpos simples de estos títeres –figuras sin manos, en su mayoría cosidas a partir de restos de tela, algunas veces pintadas– para que siempre estuvieran con sus brazos abiertos en lo que parece un extático gesto de saludo. El Señor Muerte, extasiado. El hombre francés con su delantal manchado de pintura o sangre, extasiado. La astuta campesina, extasiada. El esquimal de pelo blanco y el payaso de orejas grandes, extasiados. Extasiado el poeta orgulloso y solemne con sus laureles afilados y desmoronados, y el monje budista con sus aterradores ojos anaranjados que se asoman en una cabeza rosada y desvencijada. Extasiado el loco, extrañamente salvaje con su cara plana, sus cejas también rosadas y sus ojos como lágrimas, negros. Extasiado el diablo con guantes anillados cuya cabeza con cuernos se parece más al sombrero de un bufón. El filisteo con su cara de yeso en forma de pera y su mirada verde, como la de un búho, extasiado. (Solo el títere autorretrato de Klee, en un abrigo de lana gris y un sombrero de astracán, no tiene brazos para levantar, aunque tiene unos ojos particularmente grandes, en forma de almendra, en medio de los cuales flotan los iris ambarinos y las pupilas negras.) En su éxtasis, los títeres parecen invitar al espectador a unirse a su baile, a participar de su obra de teatro. Están asombrados de encontrarse a ellos mismos como títeres, y levantan sus brazos sin manos para llamar nuestra atención, sosteniendo la nada.

 

Esta acuarela de Paul Klee, titulada Angelus Novus, perteneció al filósofo Walter Benjamin (1920).

Esta acuarela de Paul Klee, titulada Angelus Novus, perteneció al filósofo Walter Benjamin (1920).

 

Los títeres de Klee muestran el poder de aquello que es frágil sobre aquello que es fuerte. Esto es parte de la fuerza de su inocencia particular. No son como estatuas rotas. Saben que no están hechos para sobrevivir, así que su supervivencia es un misterio. Hablan de algo que escapa de la mirada de los grandes poderes, que se oculta a plena vista, que no pide protección ni se jacta de su inocencia. Es una versión de algo que siento en los viejos títeres que veo en los museos, aunque las figuras de Klee son parte de un reino más amplio: el tacto de su hechura las conecta con algo más. Para lo concretas que resultan, son como visitantes de otro mundo. Una manera de ponerlo sería decir que estos títeres son a su vez fantasmas de otros títeres, y semillas de títeres, cosas con otros gestos y vida dentro de ellas. Asimismo, el hecho de que estos sean títeres de dedo parece importante. Pertenecen al orden más simple de los títeres; son objetos que los niños pueden tomar rápidamente para producir en ellos las expresiones más feroces e impulsivas. 

En su sustancia, frágil y arruinada y parcial como es, estas son criaturas que claramente hacen parte del tiempo, son heridas por él. Son fantasmas de sentimientos humanos, formas particulares y fijas de una emoción. Llaman la atención sobre las aberraciones de la historia, los clichés satíricos o los íconos de la pretensión humana. Son regresiones de la adultez a algo angosto, fijo, irreflexivo; nos recuerdan a adultos cuyas ideas supuestamente racionales son conducidas por pasiones primitivas, quizá invisibles. (No es una sorpresa que Felix utilizara los títeres para interpretar obras satíricas sobre los colegas de su padre en la Bauhaus.) Y sin embargo, a pesar de toda su fijeza, el poder de estas figuras radica en ser, aun así, infinitamente accesibles, inocentes y acogedoras; son niños que han sobrevivido su infancia, han envejecido pero retienen algo de ese estado temprano. Representan un mundo que pertenece al tiempo a niños y a adultos, y comparten un mundo aún más misterioso que lo que hay dentro del acto creativo. Klee escribió en su diario en 1901: “El futuro dormita en los seres humanos y solo necesita que se lo despierte. No puede crearse. Esa es la razón por la que incluso un niño conoce lo erótico”. Como epitafio quería las siguientes palabras: “Vivo tan bien entre los muertos como entre los no-nacidos”. El artista inventó una palabra, Schwerleicht, “luz pesada”, para describir lo que con frecuencia trata de invocar en sus pinturas y que existe en sus títeres.

En esta exposición vi un breve video que muestra a un Felix –quien se convirtió en director de ópera– envejecido, feliz, representando escenas con estos títeres hechos por su padre para él medio siglo antes. Las figuras resultan ser muy expresivas en sus movimientos, son objetos encantadores. En un breve sketch, el Señor Muerte se acerca sigilosamente al títere impasible de Paul Klee y le susurra al oído con una voz sugestiva, burlona, aguda, infantil y divertida: “Tod ist Leben, und Leben ist Tod” (La muerte es vida y la vida es muerte).

Con sus brazos levantados como alas, sus ojos abiertos y asombrados, su alegría y semblante infantil, incluso su fealdad, los títeres de Klee son espejos de las pinturas de ángeles que hizo a lo largo de su carrera. Pienso en la reconocida acuarela de 1920, Angelus Novus, propiedad de Walter Benjamin. Allí los arañazos urgentes de las líneas evocan a una criatura suspendida en el espacio, atrapada en un momento de temor o asombro, lista para tomar vuelo. Se pueden ver sus brazos como alas o sus alas como brazos alzados, sus pequeños pies como garras, su cabeza enorme con rizos de cabello agitados, los ojos muy abiertos, desviados hacia un lado, observando algo que no podemos ver del todo. Hay algo “payasesco” tanto como amenazante en este ángel. Pienso también en el Ángel sin terminar (Unfertiger Engel) de Klee, uno más del considerable número de dibujos de ángeles que hizo al final de su vida, entre 1938 y 1939, ejecutados con unas pocas líneas a lápiz que reclaman todo el espacio del papel en el que fueron dibujadas. Ángel sin terminar muestra una criatura compacta, con sus alas dobladas, apuntando hacia arriba; una figura que parece pelear consigo misma, rota y angular, incompleta, aunque sonriendo extrañamente, medio dormida. Los ángeles de Klee, por su inmediatez infantil, son seres atrapados en el tiempo, que observan el tiempo mismo y sus angustias, a su vez ansiosos y abstraídos. Otros dibujos así son Ángel olvidadizo, Más pájaro que ángel, Ángel aún feo y Ángel no entrenado aún en caminar.

Esta conexión entre los títeres de Klee y sus ángeles establece un vínculo con un momento crucial en la cuarta de las Elegías de Duino, de Rainer María Rilke, un poema que también se ocupa del tema de la inocencia. El poema empieza con el lamento de Rilke frente a las máscaras a medio llenar de los humanos en el mundo, nuestros gestos autoconscientes y dubitativos, nuestras palabras diluidas y sentidas con frialdad, los laboriosos disfraces que asumimos frente a otros y frente a nosotros mismos. Nunca conocemos, se lamenta, “el real, vital contorno de nuestras propias emociones”, solo los límites que las configuran desde el exterior. Haciendo eco al ensayo de 1810 de Heinrich von Kleist, Sobre el teatro de marionetas, con su descripción de la fuerza incesante de la marioneta, su falta de la mortal autoconsciencia, Rilke evoca a la marioneta como testigo de un modo de estar en desacuerdo con ese disfraz. La marioneta es una cosa que es siempre ella misma, pura superficie, “la cara / que es nada sino apariencia… pero al menos llena”, y, por ello, honesta. Muestra una forma de totalidad solo en el hecho de ser tan claramente una pequeña parte del mundo. El diminuto y abandonado escenario del teatro de marionetas atrae al poeta con la promesa de algo diferente, algo posterior y anterior al dominio de la vida que heredamos con la edad adulta. El poeta imagina que debe esperar pacientemente: 

 

esperar frente al escenario de los títeres, o, mejor,

contemplarlo con tal intensidad que al final, 

para equilibrar mi contemplación, el ángel habrá de                   [venir  y

hará que las pieles llenas cobren vida.

Ángel y marioneta: una obra real, finalmente.

Que lo que separamos por nuestra mera presencia 

pueda juntarse

“Engel und Puppe: dann ist endlich Schauspiel”. Con suficiente amor y concentración, una verdadera obra sucede, una versión de una totalidad generativa. Aquí el ángel viene como una respuesta al espectador en su apuesta desesperada por la paciencia, actuando como un manipulador, sorprendiendo a los títeres hasta hacerlos cobrar vida. Rilke no nos dice cuál es la obra o cómo lucen estos títeres. Esos son elementos que nos deja imaginar. Lo que sugiere es que el ángel no solo mueve los títeres sino que comparte con ellos el espacio performático. El ángel camina en el escenario como un actor en cualquier obra, y cualquier forma de prédica o hechizo tiene lugar allí. En el mismo momento en que el ángel-actor o su doble está en otra parte, en otra dimensión: “Sobre o más allá de nosotros / el ángel actúa”.

 

Rainer Maria Rilke escribió su ensayo The Unfortunate Fate of Childhood Dolls inspirado en estas muñecas de Erna Pinner (1914).

 

Por toda su pureza, su adaptación al reino de la infancia, su independencia de la voluntad, tal marioneta no evade las consecuencias de existir en un mundo terrenal. Rilke revisa acá la visión de marioneta de Kleist en su ensayo, donde esta es tan impersonal, tan libre de autoconsciencia y memoria. En su lugar, el poeta imagina una marioneta que puede conjurar o albergar en sí una mayor consciencia de la pérdida, la consciencia de un amor abandonado o frustrado. La marioneta levanta la “cortina del corazón” en el “escenario de la despedida”. La marioneta marca el recuerdo del doloroso y desconcertante amor de los padres de Rilke por su hijo mientras crecía, un niño cuyos deseos y futuro les resultaban tan extraños. También marca la consciencia del niño acerca de los objetos de deseo, cómo estos pueden distanciarse de nosotros y resultar más allá de nuestro alcance. La marioneta es la prima del juguete que crece más allá del dominio del niño y que se entrega a una vida inhumana, la vida de la materia, la vida de lo que Rilke denomina en Puppen, su ensayo sobre los muñecos, “la cosa-alma”.

 

Rainer Maria Rilke escribió su ensayo The Unfortunate Fate of Childhood Dolls inspirado en estas muñecas de Erna Pinner (1914).

Rainer Maria Rilke escribió su ensayo The Unfortunate Fate of Childhood Dolls inspirado en estas muñecas de Erna Pinner (1914).

 

Como muchos objetos semejantes en Rilke, la marioneta posee una vitalidad que nos deja con la incertidumbre de la diferencia entre los seres animados y los objetos artísticos. La inocencia de la marioneta aquí refleja la inocencia de aquel niño “rilkeano” dentro del que madura el conocimiento de su propia muerte, un niño “que hace su muerte / de pan gris, que se endurece o lo deja allí / dentro de su boca redonda, áspero como el centro / de una manzana dulce”. Sin importar lo extraño, ese conocimiento áspero es sostenido allí, con gentileza, sin terror ni falsa certeza. El niño incluso le hace compañía a la marioneta. Esta última podría tomar como acompañante esa figura misteriosa, “una niña, casi…”, evocada en el segundo de los Sonetos a Orfeo, quien despierta dentro de su sueño, quien duerme el mundo, duerme en el pensamiento de su propia muerte (una versión de la perdida Eurídice). O podría acompañarse con una de esas esculturas de Rodin que Rilke describe como capaces de despertar dentro de ellas mismas a una vida desconocida, irreconocible, y con frecuencia dolorosa; una vida que al tiempo florece en un gesto y se completa a ella misma desde su interior.

La marioneta recuerda al ángel y la imagen evoca la posibilidad de una inocencia al tiempo original y, a la vez, de alguna manera, restaurada con paciencia. Es una inocencia prestada o entregada en el momento, frágil, especulativa, pero capaz de desafiar versiones de la inocencia más angostas, idealizadas o nostálgicas. Esta es una inocencia que incluye el conocimiento de la pérdida. La marioneta y el ángel parecen flotar sobre sobre el niño que, como dice Rilke, “en el infinito, dichoso espacio entre el mundo y el juguete, / en un punto donde, desde el más temprano comienzo, / se ha establecido para un evento puro”. Y aun así el ángel no es una criatura pura, puramente redentora o completamente reconfortante. El poeta sabe que un ángel así podría ser mitad demonio, una cosa atada al tiempo, un ángel de la tierra, algo que ha caído en el tiempo, pasado y futuro, en lugar de rescatar a las marionetas del tiempo. Trae miedo tanto como trae amor. Esta criatura sería difícil de conocer, un poco impredecible, torpe, incluso peligrosa, lista para herir. Como la criatura que visita a Jacob en su sueño, este ángel entre las marionetas carga con una bendición difícil, una bendición que al tiempo es una herida. Pero es una criatura con la que podríamos aprender a bailar tanto como a luchar. 

 

Ilustración hecha por Lotte Pritzel para el libro Puppen, de Rainer Maria Rilke (1921).

Ilustración hecha por Lotte Pritzel para el libro Puppen, de Rainer Maria Rilke (1921).

 

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