De parte de la hierba

Con la mirada adecuada, algunas plantas invasoras, villanas de clorofila, difuminadas en el horizonte de lo cotidiano, adquieren nuevas presencias y cualidades, como las consignadas acá, cubiertas por el rocío arcano de la poesía.

POR Efrén Giraldo

Abril 24 2024
Referencia #1 Monstera deliciosa ~ Costilla de Adán

Referencia #1 Monstera deliciosa ~ Costilla de Adán

1. 

Verla en las penumbras del soto bosque tiene algo de enigmático, del llamado a profundidad que practica el verde dentro de lo verde, allí donde los nombres de colores percibidos por el ojo son apenas el tributo a la inventiva de la luz bajo el follaje. “El verde de todos los colores” de Aurelio Arturo no es más que una idea sobre lo informe: que, juntas, las plantas pierden sus contornos. Para Darwin, uno de los entusiastas de las trepadoras, las plantas superiores constituyen el misterio por excelencia, la abominación de su ley evolutiva, aquel salto de la inteligencia vegetal que, en su recursividad “moderna”, empezó a usar el sexo (es decir, la forma y la belleza) para envolver semillas y atraer polinizadores. A las virtudes de sus hermanas, con las que se relaciona por su flor blanca y carnosa, similar a una oreja atenta, la monstera añade su capacidad para llegar a espacios superiores con bejuquillos siempre dispuestos al abrazo interesado. Trepadora de tronco grueso, se le puede ver ascendiendo por árboles robustos en procura de los aires de la sierra, como quien al conocer ya toda sombra puede ir segura hacia la luz. También están los ojos en el tronco del que se van desprendiendo las hojas, y que parecen parpadear en la sombra. La apariencia de osamenta le da uno de sus designadores vulgares: costilla de Adán. Hay en ese mote como una suerte de pista, si se entiende que todo nombre usado para llamar lo que se sale de norma es producto de la poca nitidez del que imagina. Especie de criatura fantástica, en su nombre científico –Monstera deliciosa– resuenan el tamaño y las sugerencias míticas de la forma de las hojas, pero también los agujeros que sugieren proyectiles, origen de su otro nombre popular: “balazo”. Pero este apodo, como todo abuso de palabras, poco dice de las formas elegidas por la planta, indiferente a que veamos en ella la osatura o el cadáver de un monstruo abaleado.

Monstera deliciosa. Monstera, cerimán, costilla de Adán, balazo (Liebmann, 1849).

Referencia #2 Asclepias curassavica ~ Algodoncillo

2. 

Es comprensible que su aspecto origine visiones. Hay algo en las semillas suspendidas en su nievla de pelusas blancas que quiere ser historia y vuelo. Hablamos de la Asclepias curassavica, la planta hospedera de las moncarcas del sura, y más escíficamente de las cápsulas que, en su paréntesis, guardan las semilla en un sueño algodonosos. Se trata de un paréntesis físico, es verdad, pues la vaina abierta es en todo semejante al signo ortográfico con que marcamos la interrupción de la cadena escrita, pero es también un hiato de existencia. La semilla triunfa sobre la flor, pero antes aguarda en una espera llena de nobleza. Dispuesta al vuelo, la simiente del algodoncillo aguarda que el aire la saque de su latencia y se la lleve en alas o prendida a la pelambre de un colaborador con patas. Las semillas cafésson tan volátiles que poco necesitan para activar el eficaz de propagación que las distingue, y por eso están como suspendidas en duermevela. Dentro de la vaina, las semillas de la asclepia anticipan un universo que en todo quiere ser salida y aventura. Es verdad que la planta no es muy llamativa y que las varas espigadas solo tienen unas hojas lanceoladas de color verde pálido, distribuidas en un tallo grisáceo, del que una vez desprendidas sale un látex de propiedades antisépticas y anestésicas. Ni siquiera son tan llamativas las flores, amarillas, anaranjadas y escarlatas, que atraen a distintos polinizadores, entre ellos la vistosa mariposa migratoria que ayuda a completar la vocación de vuelo de las pepitas en cautiverio. Lo que no florece del todo en la planta florecerá después en la mariposa. Tal vez haya un nexo entre el mundo donde viven las semillas y la errancia continental de la monarca. Podemos imaginar que en las semillas suspendidas está previsto ya el vuelo de esa “cerilla volante”, cuya flama, como dice Francis Ponge, el poeta de las cosas, “no es contagiosa”. Pero “contagio” es una palabra quizás demasiado severa, si se habla del imperio alado que esta alianza entre insecto y planta ofrece a una vida del futuro que, como dijo Canett, es solo "fantasma de la oruga".

Asclepias curassavica. Asclepia, algodoncillo, flor de sangre, platanillo, hierba María, mataganado, burladora (Linneo, 1743).

Referencia #3 Ulex europaeus ~ Retamo espinoso

3. 

Quizás no haya mayor incompatibilidad que la creada entre calor, sofoco, sequía, fuego y el verde fresco, hospitalario, de las plantas. Estar bajo el amparo vegetal es creerse libre del incendio espontáneo o provocado. Pero la realidad es que hay plantas a las que les gusta el fuego y que, además, pueden usarlos para sus fines de combate y extensión. Tal es el caso del rato espinoso, invasora cantábrica, amante de los incendios, que se abre camino hasta los páramos, donde según se cree dominan los musgos y los frailejones. Se dice que llegó como cerco vivo, es decir, como agente de propiedad de reemplazo del alambre de púas que evita el paso de animales y vecinos. Pero esta salvaguarda de origen, sugerida por sus espinas, es la causa de un raro presitigio: el de ser una inadvertida antorcha caminante. Las espinas del retamo, en realidad hojas modificadas, son particularmente inteligentes y hacen de todo aquello que creíamos contrapelo algo sin importancia. Si se acaricia un retamos espinoso, se siente la opsición entre suave y brusca de sus ganchos, practicantes de la inclinación precisa que solo puede tener la rebeldía justa. La púa parece haber previsto la mano incapaz de dominarla y solo se encabrita en la dirección en que podría ser halada. Y por eso hace falta paciencia y protección para contrarrestar su dominio sobre prados y montañas. Una de sus paradojas es que ha alcanzado las zonas más húmedas y frías, allí donde las semillas permanecen dormidas por décadas, antes de volverse viables.  El retamo llegó quizás como una manera de evitar el camino de los libres, como una marca de frontera, y por eso resulta notable que su ruta de conquista, entre fuego y ceniza, sea inatajable. 

Ulex eruopaeus, retamo espinoso, espinillo, argoma, tojo (Linneo, 1743). 

Referencia #4 Thunbergia alata ~ Ojo de poeta. 

4.  

Es probable que en los nombres vulgares de las plantas habiten, como en un archivo de temores, las advertencias que nos hace el mito. Confluencia de palabras, imágenes y conceptos, la botánica es, al final, una reunión promiscua de creencias y valores, y no solo una disciplina científica. Si hay botánicas imaginarias, ¿no podría haber, de la misma forma, botánicas personales y sentimentales? Las plantas ciertas, las que existen, las que alimentan, invaden, matan y se extinguen pueden convivir con las que surgen de los cuentos. Y esta realidad, que muestra a la flora como una especie de centauro , se ve en nombres que portan señales de peligro, así no parezcan guardar correspondencia con las formas inocentes de las hojas o el aspecto candoroso de las flores. Que el manzanillo tenga también el nombre de “árbol de la muerte” debería bastar para alejarnos de su engañosa insignificancia y lo mismo deberíamos entender en el caso de otros arbustos y hierbas inofensivas. Está bien que “ojo de poeta” sea una expresión carente de connotaciones alarmistas, a no ser que concedamos a los vates la más perversa de las miradas. Los otros nombres, en este caso, van de la seducción al misterio, y del mito al cuidado. Susana. Miramelindo. Ojo de faraón. La sequedad aterciopelada de sus hojas se acompasa bien con la inercia de papel que hay en los pétalos de sus flores incendiadas e incendiarias, con las cuerdas inteligentes, entre verdes y moradas, con que alcanza cualquier superficie en pocos días. Su crecimiento es conquista y expresión. Solo basta ver el tapete de flores escalando bosques, tragándose una tapia, capaz hasta de descolgar las redes eléctricas, para entender que ya en su nombre figuraba una advertencia: que la belleza demasiado gratuita, o demasiado fácil, trae consecuencias impensadas. Visible la lección de esta especie: que en toda hermosura vive el reverso y el desastre de su abuso.  

Thunbergia alata, ojo de poeta, ojos negros, ojo de Venus, ojo de bruja, ojo de faraón, Susanita, Susana de ojos negros, trompillo, ojo de canario, hierba del espanto, hierba del susto (Bojer ex Sims, 1825). 

5. 

Su historia habita en las palabras y no en las imágenes. Sabemos de su existencia solo por ficciones de su historia, y no solo por ficciones de su forma. Pues tal parece que las acciones solo son propias de humanos y animales, pero no de plantas. Aun así, entre imágenes y palabras viven matas especiales, surgidas de un gabinete sin sede en el tiempo y el espacio. Siempre se ha creído que el árbol errante, que por fin se embarca y vence la quietud, es una quimera propia de navegantes y giróvagos. Una hoja que tiembla, un brote que sale, una flor cayendo, solo anuncios de que, en otros mundos, plantas y bulbos, tallos y bejucos pueden atravesar distancias sidelares. La planta errante ha sido solo protagonista de la fábula, aunque el medio acuático y la idea de un viaje sempiterno fueron siempre cosa de espectros animales. La idea de un vegetal fantasma ha sido poco viable para el miedo. Llenar con letras el contorno de una imagen es, lo sabemos, arte de tiempo y de esperanza. Y, por ello, las descripciones se abisman en recaudos. La simpatía de especies que se hablan a distancia fue siempre tenida por conjuro, y no por hecho cumplido de la ciencia. Pero el espectáculo del árbol viajero es de por sí asombroso. Antes de la extinción masiva que sufrirían las plantas y árboles “inestables”, los árboles divididos ofrecerían la más bella migración. Cada especie jugaría a aventurarse en un periplo propio de su niebla y de sus sombras, como dejando la tierra a la codicia de la luz. No todas consumarían el designio. Pequeños resortes aventarían cápsulas con semillas, zarcillos procelosos urdirían migraciones que crecerían hasta ser bejucos y muchas más harían de sus raíces patas, sueños de agarre en la plantación de lo futuro. Y, sin embargo, el proceso de los árboles divididos, a pesar de lo remoto en el tiempo y en la lógica, podría ser bastante simple. Un avanzar en serie, un tramar en vislumbre, largos vuelos de esquejes buscando la clavada, un desprendimiento de la raíz antes de zarpar a la aventura y la disputa. Pero antes de ello se precisaría una división, esa que permitiría a una de las mitades, la única viajera, fijar el rumbo final sobre la costa. ¿Debemos decir que las raíces de ese hijo alojado en la cumbre trunca serían las que impulsan con su energía a tronco y copa? Apenas posados sobre la superficie del agua, no alcanzarían a moverse, y por ellos los tubos que obrarían como boca sorberían y escupirían agua, mientras las sales agitadas alimentarían de energía el nado. Una larga jornada esperaría a los árboles divididos, que irían ganando capital de lejanía, fijando tintas en una línea de horizonte que es, como todo dibujo de la historia, siempre compartida. 

Cierto árbol sin nombre, y por viner, que se divide en dos para cumplir su deseo de navegar (Serafini, 1978). 

ACERCA DEL AUTOR


Escritor, crítico, curador, profesor y jardinero aficionado. Este es un fragmento de su libro inédito De parte de la hierba. Veinticinco ejercicios de botánica imaginaria.