Dossier amazónico: Alto río Igara-Paraná: exploraciones, ciencia y nɨmaira

La investigación científica en selvas como las de la Amazonia ha experimentado un giro de tuerca durante el siglo XXI: los saberes indígenas están en las raíces de sus procesos y enfoques. Esta crónica retrata los gradientes de este cambio y los visibiliza con las experiencias de cuatro biólogos que participaron en la reciente Expedición BIO Alto Río Igara-Paraná que emprendió el Instituto SINCHI en 2023.

POR José Gabriel Dávila

Abril 25 2024
Lina Pérez, investigadora ICN.

1. Expediciones 

Ni los acuarelistas mutisianos, ni los humboldtianos escaladores de cumbres, ni los corográficos caminantes de costumbres: ninguna expedición fundacional de la epopeya colombiana pasó por el río Igara-Paraná, que es el agua perpendicular de paso del río Caquetá hacia el Putumayo. De nuestros mitos de origen de la modernidad, La vorágine de Rivera apenas roza esta geografía de raudales en las memorias del cauchero Clemente Silva. Él cuenta que vivió entre los gomales de El Encanto, hasta que se “picurió” –o se escapó– a La Chorrera, Amazonas, huyendo de los azotes con sal en las heridas y los escarmientos con mordeduras de hormiga conga. Sin embargo, la llegada de un mesié francés, explorador y naturalista, le cambió ese destino echado a la deuda y a la esclavitud. Se hizo su guía por el Cahuinarí, y fue allí, frente a un árbol de caucho lleno de cicatrices tumefactas, que Silva le mostró sus propias protuberancias producto del látigo en la espalda; de esa manera reveló aquel matrimonio desconocido entonces para el mundo: siringa y sangre. De ese instante en adelante, el naturalista cambió su vocación a retratista, fotografiando mutilaciones y suplicios con su Kodak. El mesié siguió su curso por ríos peruanos, oliendo la persecución de los señores del caucho, pero los hombres de Arana lo exterminaron. Se trataba de Eugène Robuchon, de la Sociedad Geográfica de París, quien en 1904 firmó un contrato con sus asesinos para hacer exploraciones geográficas y etnográficas en las posesiones de la compañía Arana.

Antes del caucho fue la quina. Después fue el petróleo, la fauna y la madera. La ciencia, dolorosamente, y la figura de las expediciones amazónicas estuvieron atadas en sus inicios a saciar la gula de la extracción globalizada. Las investigaciones botánicas, geológicas y geográficas eran productos secundarios de las rapiñas corporativas por la selva, de la misma forma como los diccionarios y gramáticas de lenguas indígenas fueron subproductos de las cruzadas evangélicas estadounidenses del Instituto Lingüístico de Verano. 

Captura de murciélagos y notas de campo de los ejemplares.

El biólogo Richard Evans Schultes fue el único del panteón de científicos a blanco y negro que navegó –y sobrevivió– el Igara-Paraná. Descendió del Caquetá en barco por el Caraparaná, caminando la trocha a pie por el noroeste hasta la misión de La Chorrera, trayecto que quedó en sus recuerdos como su primera postración por malaria. Schultes sucumbía por la fiebre, convulsionaba con escalofríos frente a fogatas hechas de musgos y de corteza con sus plantas envueltas con encerados de caucho. Era mayo de 1942. Schultes herborizó muy poco durante su paso por esta región porque era difícil instalar los aparatosos secadores de muestras con la canoa saturada de especímenes recién recolectados por personas del pueblo cofán. Pero fue en una desesperada carrera al río para bañarse el sudor del paludismo que Schultes tropezó de cara con una orquídea que recordó toda su vida: al ver sus pétalos y sépalos de color azul claro, junto al dorso veteado de rojizo, Schultes supo que tenía en sus manos la misteriosa orquídea azul. Y esto había sido gracias al paludismo, lo que es una forma pintoresca de explicar cómo funciona la investigación amazónica.

2. Ciencia

Não sou poeta.

Falo a prosa da minha ciência.

 

No soy un poeta.

Hablo la prosa de mi ciencia.

Euclides da Cunha, Amazonia. Um paraíso perdido Pero la ciencia en la Amazonia ha dado vuelcos. Ha ganado libertades, no definitivas, y sobre todo han surgido institutos y exploradores que ya no están a la orden de la extracción y del parasitismo boticario. No son más los sabios capataces de especies, ni los cazadores de drogas del sertão. En las últimas décadas hemos visto sincera sabiduría surgida de la interacción intelectual entre las comunidades académicas y las comunidades étnicas que se apoyan mutuamente. Entre los frutos de esa simbiosis está la reanimación del bosque húmedo tropical, que ya muestra síntomas de una fiebre de transmisión humana que hemos llamado “calentamiento global”, sumado a otros misterios del metabolismo de la Tierra que aumentan la temperatura, junto a la frecuencia de las sequías terrestres –y aéreas, porque también nos hemos dado cuenta de que el cielo tiene orillas y cauces voladores que nacen de la traspiración del dosel–.

La relación de los institutos de ciencia con estos pueblos indígenas, sin embargo, se remonta a la historia de la Corporación Araracuara. Esta se creó en 1977, y recibió como sede la antigua Colonia Penal de Araracuara, repleta de horrores y conflictos, empezando por el hecho de estar situada sobre los raudales sagrados de los pueblos murui y andoque. Desde ese momento tuvo que empezar una curación urgente de la historia, de toda esa retahíla de castigos y opresiones que era hasta entonces la relación entre los blancos y las comunidades del interfluvio Caquetá-Putumayo. Era el reto de superar el resentimiento y el odio que flotaban en el aire como una nube de zancudos para recomponer una reputación manchada por la esclavitud del caucho, la evangelización, y todo a punta de ciencia. La Corporación, después de años de investigación en biología, sistemas agroforestales, alternativas de producción, agronomías y cientos de cosas más, heredó todos sus activos materiales, científicos y técnicos, dando nacimiento al Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas SINCHI en 1993.

Del mutualismo entre académicos y pueblos étnicos nació la Expedición bio Alto Río Igara-Paraná, que tuvo la financiación del gobierno actual y estuvo a cargo de los investigadores del Instituto sinchi, en su mayoría jóvenes biólogos y mujeres científicas.

La expedición se realizó en 2023, en cooperación con la Asociación Zonal Indígena de Cabildos y Autoridades de La Chorrera (Azicatch) que administra con su Plan de Vida el Resguardo Predio Putumayo, el más grande del país –con casi 6 millones de hectáreas que superan el tamaño de Suiza y los Países Bajos–. Las cifras con los resultados de esta expedición y sus nuevas clasificaciones son alucinantes: 12 especies de aves migratorias, 4 posibles especies de anfibios no reportadas, 13.662 macroinvertebrados del suelo y otros 4.291 organismos macroinvertebrados acuáticos. El informe también incluye 56 especies de mamíferos, 94 morfoespecies de algas, la abrumadora cantidad de 2.817 registros de plantas pertenecientes a 132 familias, de las cuales 58 eran inéditas para el Herbario Amazónico Colombiano, que lleva el nombre de Dairon Cárdenas López: el referente definitivo de un científico que supo sortear las complejidades de un campo plagado de víboras pudridoras, epidemias tropicales y actores armados; una persona que confió –como Schultes– en los generosos sistemas de conocimientos nativos de la selva colombiana, pero también en la astucia de los colonos. Dairon es el antecedente contemporáneo de una etnobotánica con orientación al encuentro, con las comunidades nükak, por ejemplo, así como de ir a buscar las plantas en la dificultad de sus nichos.

La Expedición BIO logró constatar el estado de conservación favorable de la zona alta del río Igara-Paraná, y con ello amplió la distribución de ciertas especies como el hormiguerito adornado (Epinecrophylla ornata) y el picogrueso amarillo (Caryothraustes canadensi), que contaban con escasos registros confirmados al sur del río Caquetá. También se localizaron algunas ranas que son indicadores de salud del bosque, como la rana de hoja (Cruziohyla craspedopus) y la rana lémur naranja (Phyllomedusa tomopterna). Entre otras sorpresas, hubo un vistazo de la tortuga achiote (Rhinemys rufipes), que solo tenía registro desde el río Mirití Paraná, o la iguana cola espinosa (Uracentron flaviceps), que se había visto solo en el trapecio amazónico y en el Vaupés.

3. Nimaira

bibe niɨɨ ua

ua nɨmairabe

nɨɨ fɨdɨnabe aiñɨrabe

bibedo aiñɨritiaɨoɨ

 

[…] esta hoja es

hoja de ciencia,

es hoja de entendimiento, hoja purificadora,

con esta hoja ellos van a conocer […]

Enokakuiodo, ɨairue nagɨ ni (Sal de vida)

 

Es cierto que “expedición” aún puede sonar a descubrimiento. A camino de fundadores. A inspección de la lejanía ignota. Pero el Igara-Paraná –cuyo nombre en lengua murui es Kodue, que quiere decir “ancho y profundo”– es ya un río estudiado y habitado por varios grupos de la Gente de Centro, la autodesignación de los grupos murui, andoque, ocaina, nonuya, bora, miraña y muinane que habitan las márgenes del río. Son grupos indígenas que además comparten un sistema de pensamiento con un potencial científico sugestivo alrededor de la coca, el tabaco y la yuca dulce. 

En lengua murui-mɨnɨka, que es la más hablada del alto Igara-Paraná, nɨmaira se traduce a secas como “ciencia”, pero nɨmaira originalmente se refiere a una planta de conocimiento. Una planta que nunca he visto, y que no sé si tiene existencia botánica, o si tan solo es una metáfora botánica del pensamiento como germinación y ramificación de los conceptos. Trataré brevemente de dar un indicio de lo que es la “ciencia de vida” para los murui, conocidos antes y ahora como los uitoto1.

Según los murui, el aire de vida creador, el aliento que engendró lo que nosotros llamamos “biodiversidad”, es Kaɨ moo jagɨyɨ: la palabra (uai) que se materializó en los comportamientos, sonidos, texturas y olores de todos los seres. A diferencia del conocimiento de las ciencias empíricas, el saber murui concibe la biología y la ecología como una “educación sexual”, en el sentido que da el abuelo Enokakuiodo: biodiversidad es el “conocimiento del propio cuerpo” (abɨna onode) porque su propósito es enseñarnos el manejo de los afectos corporales para alcanzar la fertilidad física y espiritual. Las condiciones ecológicas, las cualidades morfológicas y sensoriales de las especies –color del pelaje, plumaje, tipo de flor y ciclos de reproducción– son lazos míticos y léxicos que aparecen como afinidades, pues el lenguaje también condensa el entramado de redes ecosistémicas de la realidad.

Por ejemplo: el ekuirogó, que es el hongo Lentinula raphanica, tiene manchas en el centro del píleo y es blandito, igual que el ekuirogó del río, que es una especie de raya de la familia Potamotrygonidae, con manchas semejantes a las del hongo en todo su dorso. Así mismo, el hongo fructifica en grandes cantidades, porque nace con la fuerza del tigre ekuirodozi (el margay, Felis wiedii), que también se asemeja al hongo, pues el felino lleva manchas encima de los ojos, desde la frente, por toda la columna, hasta la punta de la cola. Entonces se dice que cuando brotan los ekiruaɨ, gruñen como el margay furioso, y por eso, cuando el cielo relampaguea, se dice ekuiro ekuiro”. Estos fonemas son parónimos, crean relaciones tácitas entre los vínculos ecológicos, así como entre los parentescos en la morfología de los seres, algo que es intangible en el español. La lengua murui, por medio de la paronimia, da indicios del funcionamiento de la selva como un ensamble de relaciones entre formas, sonidos, épocas y funciones.

También se podría decir que el conocimiento biológico nativo está condensado en el ritual del baile de frutas (yuakɨ), pues allí se reúnen cantos y letanías que narran las interacciones que ocurren durante la fructificación, la culminación del calendario ecológico. Como parte de la carrera de baile de fruta, cada canto tradicional enseña a relacionar cierta fruta con el animal que lo poliniza, lo dispersa, lo come, y con la época de la cosecha. Ambas ciencias –la murui y la moderna– tienen como fundamento de estudio la vida. No obstante, la ciencia murui no busca incrementar su conocimiento, sino propagarlo (komuitayena, hacer vivir); permitir que las criaturas nazcan y se críen amorosamente (kaimare zairiyena). El que sabe mucho de ciencia y no hace nada para propiciar esa existencia es porque está enfermo. De igual forma, cada enfermedad, cada veneno, cada espina trae consigo una adivinanza para que la humanidad conozca el origen de ese padecimiento en la narración del Creador, y así pueda prepararse (fuinorite): ¿por qué ese animal tiene esa pinta, esa pezuña, esa dentadura y ese aroma? El tabacoes el que cifra ese conocimiento; él es el encargado de enseñarlo a quien cumple sus dietas (fɨmaide) y trabajos (taijɨe).

4. Andar a pie

Una de las primeras imágenes que hubo de la exploración científica fue la postal del carguero indio que llevaba a cuestas al naturalista en su propio lomo por escarpes abiertos que solo pueden transitar los hijos de la tierra. La Amazonia no fue una excepción de este particular modo de excursión por los valles interandinos. Claramente, así visto el paisaje, no hay simetría en ese viaje. El explorador oprime con su itinerario y su peso la travesía del carguero. Fue esta fuerza descomunal, entrenada por el comercio entre el piedemonte y la montaña, la que permitió la articulación territorial de mercancía y de conocimiento antes y después de la llegada de los blancos.

Al polímata Humboldt parecíale mucho menos interesante el descubrimiento de un género desconocido que una observación sobre las relaciones geográficas de los vegetales, “la migración de las plantas sociales”. Si hay algo que es incompatible con el trabajo estático de los herbarios es observar el despliegue sin pausa de las relaciones. Solo en la contemplación accidental y fugitiva de un suceso vegetal –la polinización de una flor, el alojamiento de un nuevo nido, la caída de un jugoso racimo comido por un frutívoro– aflora la ecología, y no las especies como singularidades enfrascadas en la ingenuidad de la pausa. El saber biológico solo es fecundado cuando es consciente del enlace enérgico de las criaturas desfigurándose, brotando y marchitándose ininterrumpidamente. El conocimiento indígena y el método científico moderno recuperan el encanto del movimiento por medio de la expedición.

Durante muchos siglos, la ciencia ocultó de la vista el trabajo social que involucraba un descubrimiento. De lleno, la cartografía moderna, por mantener sus credenciales de objetividad, muchas veces borraba los itinerarios que contribuyeron a la producción de sus mapas. Geógrafos, etnólogos y naturalistas plagiaron el saber acumulado de los guías, reconociéndolos solo como lazarillos y no como maestros, lo que sí fueron. La ciencia simulaba vuelo de pájaro, visión totalizadora sin puntos ciegos.

Bien entrado el siglo XX, los nativos siguieron siendo el aparato locomotor del organismo cerebral científico, que necesita de sus piernas –de guías– para completar el aprendizaje como un acto investigativo completo. Pero hoy esa relación es un metabolismo más justo, que reconoce la capacidad de los nativos de interpretar el entorno desde la experimentación propia, metódica, con sus propias tácticas discursivas para crear un lenguaje de la naturaleza.

En O Inferno Verde, uno de los textos más influyentes sobre la selva como noción de abismo, escrito por Euclides da Cunha, un intelectual y perito de límites en la Amazonia a inicios de siglo xx, se menciona que a los indígenas –a quienes se estudiaba también como plantas, dentro de familias taxonómicas, y se les veía como seres depravados en el ir y venir de sus canoas veleidosas– la naturaleza de la selva les resulta algo estable; mientras que para los ojos del hombre sedentario y “firme”, la selva es una monstruosidad esquiva, inaprensible para la ciencia si no se somete primero a la fuerza arregladora de la tecnología. Las aguas del Amazonas son líneas nerviosas que desafían las fórmulas geométricas de la escritura y revelan hendiduras y encrucijadas en las que habitan “almas errantes, intrépida y completamente perdidas entre esplendores”. El movimiento incesante del río ha sido visto como un factor determinante del temperamento caníbal del amazónico. La decisión científica de caminar junto con las comunidades nativas es sintonizar esta lógica de la movilidad, la mutación y el devenir como objeto y método de estudio de la biología. Andar, más que coleccionar para los gabinetes naturales, es sintonizar esta dimensión del espacio inundable a la que tanto le temieron antes.

Montaje de especímenes y alas extendidas de aves colectadas en la expedición.

En la formación murui, caminar es el medio para que las narraciones se conviertan en conocimiento. Sin experiencia, las historias son solo eso, vivencias en boca de otros. La educación científica indígena parte de la cacería como entrenamiento perceptivo; seguir huellas implica adquirir conocimiento a través de la acción, la capacidad de utilizar esa inteligencia. El cazador anticipa al animal, se mueve como él, percibe el follaje como lo hace un cerdo de monte, todo a través de la atención como método estructural del viaje. Y el saber de la ciencia, anclado al empirismo de la percepción, avanza por estos mismos pasos de la observación atenta: estudia la presa, pero no come de ella.

Si podemos decir que nɨmaira es  ciencia es porque hay un acuerdo. Una forma común de cultivar el conocimiento que es la acción de caminar juntos. El saber científico, por ende, es incompatible con el nativo si se aísla en el trabajo de observación sedentaria en el laboratorio. Cuando el andar es el método, hay conversaciones posibles con los otros caminantes: hay trochas que es posible enseñarse mutuamente. Colaborar es, sencillamente, andar juntos. Y esa es la ruta actual de los exploradores del sinchi. Parafraseando una idea del antropólogo Tim Ingold, las personas, como las plantas, emergen a lo largo de líneas de crecimiento; existen como la suma de sus senderos. 

Hormiga bala (Paraponera clavata). Daniel Castro. Instituto SINCHI. 

5. Postales de la expedición BIO alto río Igara-Paraná 

Diego Carantón, aves. 

Temprano, en compañía de Rudy y Luis, de la comunidad de San Antonio, entramos hacia lo que llaman “monte cerrado”, que es como se denomina al bosque primario. Después de tres horas de caminata observando aves, escuchamos la voz del quetzal amazónico (Pharomachrus pavoninus), un ave encantadora que se conoce también como viuda pico rojo. Usando la vocalización, lo llamamos y empezó a contestar. Hablamos con él. Es un ave con el pecho de un rojizo brillante, y la cabeza verde, también con destellos iridiscentes. El ave entonces sobrevoló y se posó encima de nosotros, como un techo de colores que silbaba por lo alto del dosel. Yo lo veía bien, pero Rudy y Luis no estaban acostumbrados ni a los binoculares ni a inclinar por largo rato la cabeza hacia arriba. El cuello empezó a entumecérseles y les dolía. Inesperadamente, ellos tomaron la decisión de acostarse en la cama de hojas que cubre el sotobosque, y así fue mucho más fácil verlo. El quetzal no hace vuelos largos, se posa en las ramas, juega y revolotea un poco; tendidos, como troncos caídos en la maleza, logramos sacarle varias fotos. Al otro día, después de haber estado en esa cama de selva para acechar los pájaros en la arboleda, los tres nos despertamos cubiertos por las ronchas de los coloraditos, unos ácaros pequeños que nos habían robado el sueño de la noche por culpa de la rasquiña. Rudy y Luis insistían en que los coloraditos de monte firme son más bravos, son más fieros y despiadados, pero nada que no aliviaran con remedios caseros de plantas. Es posible que el quetzal supiera y se riera. Tal vez con chillidos nos dijera: “Esos bichos se los van a comer vivos”, y que el canto fuera una carcajada.

Durante la expedición en la localidad de Puerto Príncipe, los del grupo de fauna estuvimos caminando monte adentro buscando el campamento de avanzada que ya habían hecho los del grupo de flora hacía unos días. Llegamos a este punto, guindando hamacas y toldillos, cortando troncos, organizando la cocina, las mesas de trabajo y tendiendo plásticos contra la lluvia. En un momento oímos varias aves cantar cerca del mismo árbol, pero luego me di cuenta de que todo era un engaño: solo cantaba un ave, Turdus lawrencii, de la familia de las mirlas, pájaro capaz de arremedar los cantos de otras aves, las que escucha en su entorno. Y desde lo alto de la cúpula de hojas donde estaba, cantaba con un volumen intenso. Escuchamos el canto de la mirla, el suyo propio, y la talentosa imitación de otras seis especies que habían estado cerca a la mirla por esos días. Su repertorio era una enorme pista de las aves que podíamos encontrar en ese nicho. En murui le dicen uaiyue, y no paró de interpretar canciones suyas y ajenas por los siguientes días en el campamento. Eso sí, es difícil de ver, pero dicen los murui que es un ave de buen agüero: nɨmaira urukɨ, criaturas de conocimiento, de ciencia, que avisan y dan a conocer lo que puede llegar a acontecer. Aves de presagio.

Luticola sinchii, alga diatomea descubierta en la cuenca del río Pescado, Caquetá. Daniel Castro. Instituto SINCHI. 

Ocurrió que encontramos un camino donde el bosque se estrechaba y conducía a un ligero filo, un espacio idóneo para andar y tender redes de niebla para la captura de aves, porque es un paso obligado de los pájaros por este trecho de floresta. Son similares a las trampas que tienden los murui para toda clase de animales: trampas en el agua, en la tierra, en el aire. Tejen canastos enormes para capturar peces (ɨrɨgɨ), cercas de poleas para atrapar armadillos, venados y cerrillos, inclusive trampas en lo alto de la selva, en los pasaderos de los micos. Es su arte. Coincidió justo que el día de recoger las redes era mi cumpleaños. Salimos con Pablo Galeano, de Santa Rosa, que siempre va preparado con perdigones para cacería, por si algo surge en el camino. Para sorpresa de ambos, ese día cayeron más de cincuenta aves. Instalamos quince redes de niebla, y entre esas atrapamos tucanes, hormigueros y una cotinga roja con negro (Phoenicircus nigricollis) que no estaba registrada para la región, y que, encima, había capturado por primera vez. Esa faena de aves fue un regalo inolvidable de cumpleaños. ¿Qué más puede pedir un pajarero? 

Daniel Castro, hormigas y termitas. 

Aprender a ver el suelo. Cuando se forman las escuadras para ir de expedición a campo con la comunidad, el primer grupo en llenarse es el de aves, sigue el de culebras, las ranas y los mamíferos, pero pocos quieren estudiar los insectos, mucho menos las hormigas. O más bien, no hay demasiada determi- nación para decir: “Yo quiero ir a ver termitas”, porque son como aire, hay termes por todas partes. Así mismo, allá en el monte todo es un entapetado de hormigas. Los abuelos todavía reconocen varias especies de hormigas (rakɨngo). Uno de ellos las enumera así:

"Está la eɨzɨngo, la hormiguita de fuego; la kanienɨ, que no pica; jeedo taɨaɨ, que vuela en las noches como las hormigas neifaizaɨ; la jifuyazingo, una hormiga chica que ataca los pollitos; jɨmuizɨngo, que es negra y ponzoñosa; jifuyafo, la hormiga corcuncha que se mantiene alrededor del fogón; la hormiga carnívora terekɨaɨ, y omoyaɨ, que es la conga. Las comestibles se llaman dɨrɨaɨ, que son tres: iñuaɨ, cuya casa tiene forma de montículo, rɨenɨzaɨ y jekɨa, que hacen casa en el suelo; estas últimas se colectan para comer con la fronda de una palma iñorɨ. Y hay más." 

Proceso de montaje y descripción de campo de las colectas botanicas.

El grupo de Daniel, encargado de los artrópodos, comienza siempre con los ánimos bajos. No hay expectativas más que mordeduras de hormiga y ver que del techo de puy de la maloca llueven las termitas que poco a poco pudren y se comen la madera. Pero los exploradores también se las comen: con el ají de tucupí (rabɨɨ, omaiko) no puede faltar una manotada de hormiga arriera, o limonera. Daniel me cuenta que las cabecirojas que se comen (de la familia Syntermes) no son estrictamente hormigas, sino termitas. Más allá de las confusiones aparentes, de fondo hay un complejo problema de categorías: las taxonomías indígenas discrepan muchas veces de las catalogaciones de ciertas especies que nosotros damos por definidas. Por ejemplo, la especie jizɨmo, que para la ciencia es una palma, para los murui es claramente un tipo de bejuco.

Cuando se hacen los huecos en la madera, empiezan a descubrir ese inframundo de cosquilleo y picazón que se mueve como agua en los mantos de la tierra. Muchos se dan cuenta de que hay varios de esos seres que no habían visto nunca, y viceversa, porque las termitas son ciegas. Pocas de ellas son plagas, así que pronto se entiende la relación de estos ejércitos con la salud del suelo. Los nidos de termes son una suerte de islas de fertilidad, porque sus túneles incrementan la permeabilidad del suelo, atesorando más agua. Incluso son los descomponedores de los hongos. Son el pulso de transitoriedad con que late la vida en la selva, en ese constante relevo de muerte a vida, en una velocidad que aterra por cruel, frondosa y exuberante. Las termitas prácticamente sostienen el flujo de nutrientes que permite que existan las chagras, los sistemas nativos de roza, tumba, quema y siembra.

Con el tiempo, el grupo de Daniel comenzó a ser más ágil en la identificación; no todo es la misma hormiga ni el mismo comején. Viven un conocimiento que ya tenían, y eso genera alegrías. Logran un conocimiento de quienes viven en las capas más ocultas del suelo, y comprenden mucho mejor su territorio. Como dice una canción en lengua bora, Tsachihdyu péémemajɨɨbarí: “Ellas no van por una sola parte, caminan por encima de las ramas, de los bejucos. Hormigas, llévenme con ustedes, con ustedes yo me voy”.

Marcela Núñez, algas.

Pensé que las microalgas acuáticas eran desconocidas en las comunidades por ser microscópicas, pero rápidamente me di cuenta de que, por ejemplo, las llamadas algas rojas del género Utricularia se usan para bajar la fiebre y para el dolor de estómago. Estas microalgas las encontramos en un nacimiento de agua muy bonito, no muy grande, donde sus aguas cristalinas invitaban a tomar un sorbo. Y así lo hicimos, tenían un sabor delicioso y refrescante.

Mis compañeros locales contaban historias de los ríos, los humedales y los lagos. Eran narraciones que siempre mantenían vivo mi entusiasmo por sumergirme en sus aguas para encontrar rocas, troncos u hojas cubiertas por resbaladizas pieles de colores marrones o verdes. Luego tenía que cepillar su superficie y acto seguido almacenarlas en envases con un reactivo llamado “transeau” –una mezcla de agua, alcohol y formol–. Así evitaría que las bacterias y los hongos atacaran a las alguitas y podría mantenerlas en buen estado de conservación.

Fueron tres décadas de navegar por toda la Amazonia para encontrarme con el lago más bello. Plantas sumergidas cuyas hojas respiraban dando asilo a un sinnúmero de insectos. Lo que más me impactó fueron las formas globosas amorfas, que se veían como bombas de diferentes tamaños flotando en la transparencia del agua del lago. Eso nunca lo había visto. Llegué a pensar que era una gran alga verde, pero en el laboratorio descubrí que esa gran matriz alojaba diminutas algas como las desmidias y diatomeas, propias de zonas geológicamente antiguas.

Los muestreos eran fantásticos. Temprano se decidía quién hacía qué: alistar formatos, anotar fecha, hora, situar el GPS, anotar si caía la lluvia, si se asomaba el sol, si había aguas altas o bajas, con plantas acuáticas o sin ellas. También teníamos que medir la concentración de oxígeno en el agua, la temperatura, la conductividad o la cantidad de minerales junto al PH. Así iba transcurriendo el muestreo, y luego nos lanzábamos al agua.

Una mañana me levanté de madrugada para bañarme en el Igara-Paraná, a la altura de la comunidad de San Antonio. Apenas estaba saliendo el sol, que se reflejaba en la superficie, emanando vapor de agua. Fue cuando me encontré con la familia de Amancilia, su esposo y sus tres hijos. Ella estaba lavando mientras que los niños nadaban plácidamente; las aguas se veían tranquilas, lisas, y me quedé absorta mirando la agilidad de los pequeños nadadores. Amancilia entonces me preguntó:

–¿Por qué no nada?

–No, eso es muy difícil –le respondí.

–Tranquila que aquí estamos pendientes.

Así que me llené de mucha seguridad y me lancé, confiada en atravesar los 54 metros de ancho que habíamos medido hacía unos días. Nadé a un buen ritmo, respirando armoniosa. Para llegar a la otra ribera sentí como si alguien me hubiera empujado y me empecé a deslizar muy rápido, entonces pedí ayuda: la hija mayor, con agilidad serena, me agarró la mano y me llevó tranquilamente a la ribera. Para devolverme debía repetir esa hazaña, pero ya me sentía agitada, así que tomé un respiro y coordinamos para que Amancilia o su esposo pudieran recibirme. En efecto, salieron a mi rescate en la mitad del recorrido; las corrientes eran devastadoras para mis fuerzas, que no daban para contrarrestarlas. Esa fue mi primera experiencia nadando en un río correntoso y de anchura. 

Nicolás Castaño, flora. 

Dos mordidas consecutivas. Hay sangre, y una herida letal que parte el cuerpo de la Bothrops degollada. Jergón partido en dos por uno de los espadachines de la comunidad. Raɨdu es el nombre murui de esta víbora. Uno de los miembros de la expedición tuvo suerte y ahuyentó la tragedia de una picadura hemotóxica que seguramente podría haberlo matado. El silencio después de un ataque de esos es rotundo. Cada uno cavila, piensa, ¿qué hubiera pasado?

En la medicina indígena, las oraciones para curar mordeduras son de las más difíciles, las que tienen las dietas más exigentes. Por eso es necesario bailar antes de ir al monte. Los bailes pueden prevenir cualquier accidente. Al inicio y al cierre de la expedición, por insistencia de los anfitriones en La Chorrera, se bailó, como es costumbre, hasta el amanecer. Eso es, como se dice coloquialmente, “barrer la casa”, “limpiar la mugre”.

Si no se nombran esos animales, si no se cantan esas frutas, si no se comparte el ambil, las enfermedades no retroceden. Una de las variaciones del baile de fruta es justamente jaiuaɨ, o jaiokɨ, que es el baile de culebra, el yadɨko es baile de animales terrestres y el menizaɨ tiene mucho que ver con los reptiles. Nicolás Castaño, quien dirigió la Expedición BIO, cuenta lo fatigoso que es permanecer con los demás jefes en el mambeadero hasta que salga el sol; cuando la luz día amarillea en la cumbrera de la maloca es una alegría con la que se vuelve a nacer.

Meses después del cierre de la expedición, el grupo de flora regresó a los sitios de colectas para hacerse una idea cierta de la diversidad. Lo que vino siendo un hallazgo inesperado fue encontrar la curiosidad florecida en las personas de la comunidad que habían ayudado a herborizar, y que ahora habían aprendido a recolectar plantas porque lo siguieron haciendo a solas. Como el ave que imita cantos, algunas personas aprendieron a imitar los cortes adecuados, el prensado y el secado de muestras. Cuando el equipo visitó de nuevo a las comunidades del río, llegaban especímenes directamente al campamento, relativamente bien colectadas, diciéndoles: “Mire la flor que me encontré”. Hay mucho entusiasmo. Se ha sembrado una curiosidad que está invadiendo, como una hierba, a toda la comunidad. 

ACERCA DEL AUTOR


Actualmente cursa la maestría en historia del arte de la Universidad de los Andes, donde trabaja como profesor auxiliar. En 2018 publicó su poemario El escaramujo florece.