Dossier: Tejer en el agua

Las mujeres en el Bajo Cauca antioqueño están aprendiendo a procesar los duelos de la violencia a través de gestos simbólicos: pintando, reparando materas rotas y tejiendo. Por su parte, los hombres del lugar poco a poco van reduciendo los vestigios de un machismo otrora imperante.

POR María del Mar Escobedo

Abril 24 2023
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–¿Usted no ha escuchado esa leyenda? Es bien conocida. Lo que pasa es que no me acuerdo del nombre. Cuenta la historia que en el cañón del Cauca había una pareja que no podía tener hijos. Después de años de esperar el milagro, decidieron hacer un pacto con el diablo. A los nueve meses, la mujer dio a luz a un varón. Al principio, todo era normal, pero se dieron cuenta de que el niño crecía demasiado rápido. Apenas unos días después de haber nacido, la madre tuvo que dejar de darle seno porque el niño ya tenía dientes y un apetito voraz. A medida que crecía engullía cultivos enteros, animales, indígenas y cualquier cosa o ser que se atravesara en su camino. Los padres, asustados, le pidieron al diablo que se lo llevara. El diablo aceptó y esa noche las brujas se encargaron de dormirlo, haciéndole trenzas en el cabello, que era tan largo que rozaba el suelo. Lo llevaron al centro de la laguna sagrada, en lo alto de la montaña, y lo amarraron con sus trenzas a un totumo que daba frutos de oro. Dicen que de sus trenzas nacieron todos los ríos y los lagos de la zona. Dicen que a las brujas se les quedó suelto un dedo meñique y que, cuando el niño lo mueve, se vienen las crecientes. Desde entonces nadie puede llegar a la laguna porque la vegetación se cierra al paso y los viajeros se pierden. Dicen que, cuando el niño logre soltarse, se va a acabar el mundo. Que subirán las aguas y nos ahogaremos todos, y que nuestros cuerpos quedarán desparramados por toda Caucasia. 

 La voz de Rocío cambia. Cuando habla de su comunidad, de su historia, de su liderazgo, pone una voz grande, redonda, consciente de cada palabra y cuidadosa con el tono. En cambio, cuando cuenta leyendas o recuerdos agradables, su voz se alegra, se relaja; a veces me parece que podría estar sonriendo. Rocío nació en Santa Rosa del Sur, Bolívar. Está casada y tiene cuatro hijos. Desde 2013 vive en el municipio de Valdivia, Antioquia, donde logró adquirir una parcela para sembrar cacao. Un año después, la eligieron presidente de la junta de acción comunal de la vereda La Paulina. 

–Para un diplomado que pude hacer gracias a Colombia Responde, yo pasé un proyecto que titulamos “Formalización del predio El Pescado”, que es el terreno nuestro ahí en La Paulina. Y se logró, después de mucho trabajo y mucho esfuerzo: desde finales de 2020, setenta familias somos propietarias de nuestras tierras. Ese proyecto lo lideré yo, y desde ese momento sigo trabajando para mejorar la calidad de vida de mi comunidad. 

Le pido a Rocío que me describa La Paulina, porque no pude viajar a conocerla. Tres veces intentamos ir, y tres veces debimos cancelar el viaje por el paro que realizan los mineros informales, así que solo cuento con las descripciones que me dan por teléfono, y con lo que alcanzo a ver en Google Earth. A Rocío tampoco puedo verla porque cuando enciende la cámara de su celular se corta la señal y se cae la llamada, así que debo imaginar sus gestos y sus expresiones. 

La Paulina queda a cinco kilómetros de Puerto Valdivia, Antioquia. Está atravesada por el río Cauca y por la carretera que conecta con la costa Atlántica, y no más de 300 familias viven allí. Está la escuela, el único puente que cruza el río Cauca en varios kilómetros, el centro de acopio de la Asociación Cacaotera de Valdivia (Asocaval) y la sala comunal, inhabilitada por una inundación. Le pido a Rocío que me describa las casas, las calles, los sonidos y todo lo demás que no puedo ver a través de pantallas, desde mi apartamento en Bogotá.

 –Podríamos decir que las casas son de acuerdo con la economía familiar, ¿cierto? Hay casas de uno, dos o tres pisos… depende de lo que el dueño pueda construir. Algunas están pintadas de azul, otras de amarillo, de beige, de naranja, de rosado, algunas blancas… somos puras familias cacaoteras. La mayoría pudimos cambiar los cultivos ilícitos por cacao en el año 2008. Incluso, nuestra vía terciaria la tenemos registrada ante la gobernación como la “ruta del chocolate”. Aquí puede venir cualquier persona y ver cómo se cultiva el cacao, cómo se convierte en chocolate, cómo viven las familias cacaoteras.

 En el Bajo Cauca se unen el Caribe y la cordillera Central. Está compuesto por seis municipios: Caucasia, El Bagre, Nechí, Tarazá, Cáceres y Zaragoza. Desde los años ochenta, las zonas más bajas y planas acabaron bajo el mando de narcotraficantes y paramilitares, y, después, del crimen organizado. En las zonas montañosas se mantuvo la retaguardia de las guerrillas, en particular de las farc. La disputa por el territorio ha sido constante, pues cada grupo armado quiere extender sus dominios al resto de la zona, que es particularmente valiosa por tres razones: las minas de oro, los cultivos ilícitos y los ríos y carreteras. El control del territorio implica, necesariamente, controlar a las personas que viven allí, y esta construcción social de dominio a partir de la violencia –sumada a las características geográficas de la zona– convierte al Bajo Cauca antioqueño en un corredor estratégico, es decir, un espacio que está dispuesto para favorecer los intereses de uno u otro grupo. En 2016, tras la firma del Acuerdo de Paz, las farc abandonaron los espacios en la zona montañosa, que luego fueron invadidos por el Clan del Golfo. La puja reciente es entre el Clan del Golfo, que es ahora el más fuerte en todo el Nudo de Paramillo, y los Caparrapos, que se han aliado temporalmente con el eln y las disidencias de las farc, sobre todo en Tarazá y Cáceres. 

Es necesario ver un mapa para entender la inclemencia geográfica. Si bloquean la carretera, no queda ningún camino visible, solo el río. De resto, el mapa me muestra un gran territorio verde, en el que yo imagino a Rocío y su familia cuidando sus cultivos de cacao. 

 –Cuando uno está en las parcelas, o haciendo el recorrido de la ruta del chocolate, se pueden escuchar las aves. Son muchas, de cantos diferentes. Hay colibríes, carpinteros, siriríes, valientes… y el sonido del río, el agua, los peces… todo el sonido de la naturaleza en pleno. Se ven conejos, guaguas, armadillos… Es que La Paulina es una zona de reserva. Acá tenemos prohibido cazar. Convivimos todos, las familias con las matas y los animalitos. Y eso que todavía está muy contaminada la zona de cultivos ilícitos, aunque cada vez menos desde la firma de la paz. Entre la pobreza y la humildad, lo poco que tenemos es precioso.

El amor por una tierra que no es la propia, pero que, por circunstancias de la vida, se ha convertido en el nuevo hogar, es algo que comparten muchos líderes sociales del país, en particular quienes fueron desplazados por la violencia. Eder ha sido presidente de la junta de acción comunal de la Isla de la Amargura los últimos cuatro años. Nació en Montería, pero siempre ha vivido en el Bajo Cauca, primero en Guarumo, y luego en la Isla de la Amargura. Tiene 55 años.

–Trabajo la agricultura con mi comunidad, con mi familia. Yo me siento contento al lado de mi gente, los que me quieren y me rodean. En 2018, la comunidad se reunió y decidió que era necesario un nuevo líder, porque el que había no se compenetraba con la gente: hacía todo solo, era externo. Queríamos a alguien comprometido, que nos entendiera y nos representara, y la mayoría decidió que yo era la persona indicada para liderarlos, para representarlos. Y me eligieron. Ahora, este año, me reeligieron, porque se sienten muy contentos con mi trabajo.

 La Isla de la Amargura está en medio del río Cauca, en Cáceres, Antioquia, y solo se puede llegar en lancha o canoa. Allí viven alrededor de 200 familias que han sido desplazadas por la violencia, y que se vieron forzadas a establecerse en este terreno. La comunidad está dividida en dos grandes poblaciones: los indígenas y los campesinos. Esta situación es especial en la Isla, porque no hay una población originaria y una colonizadora, sino que todos los pobladores llegaron más o menos al mismo tiempo, y por las mismas razones. Sin embargo, la división entre ambas poblaciones es bastante evidente, lo que hace muy difícil pensar una construcción comunitaria. Le pregunto a Eder si la división entre estas poblaciones es por cuestiones culturales y, para mi sorpresa, dice que no. 

 –La cultura no, porque es prácticamente la misma. La religión es la misma, acá casi todos somos evangélicos, el idioma es el mismo… El problema, realmente, son las formas de gobierno. Ellos tienen su propia forma de gobierno, de organización, y son muy estrictos. Nosotros no estamos tan organizados, de pronto no estamos tan unidos, pero ellos sí. Por ejemplo, algo que yo vi: un indígena le pegó a su mujer. La golpeó feo, en frente de otras personas. Eso, tristemente, es muy común, pero casi nunca pasa nada. Los indígenas no dejan eso así. Aquella vez se reunieron y entre todos decidieron expulsarlo de la Isla. Si no es porque la mujer dice que no, que no lo echen, pues le toca irse. Ella lo perdonó para que no lo sacaran, pero ya no vive con él. 

 Los habitantes de la Isla de la Amargura y los de La Paulina comparten dos grandes temores con los de La Caucana, un corregimiento del municipio de Tarazá: el miedo constante a las inundaciones y a los grupos armados. Cada vez que hay crecientes se pierden cultivos, animales y pertenencias, y llegan oleadas de enfermedades y plagas que infestan las plantas. Y cada vez que hay enfrentamientos entre actores de grupos armados, llegan las masacres, las desapariciones y tantas otras pérdidas irreversibles. 

 –La Caucana fue, por mucho tiempo, una tierra de desplazados. Puras tierras abandonadas, con líos de extinción de dominio. Y el gran problema de la Caucana es que está atrapada en un nudo de violencia. 

 El equipo de Hilando Juntos, la estrategia psicosocial del Programa Hilando Vidas y Esperanza de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid), implementado por la Organización Internacional para las Migraciones (oim), conoce muy bien esta zona y a sus habitantes. Sus integrantes son los encargados de tocar puertas, de hablar con las personas, de intentar entrar en esta comunidad. La ubicación geográfica de Tarazá la convierte en un lugar estratégico, pues su tierra es propicia para el cultivo de la hoja de coca; además, la limitada presencia estatal hace que la población sea vulnerable al dominio de los actores armados.

–Allá vivían con miedo –dice uno de los miembros del equipo–. Al principio le cerraban a uno la puerta, no se reunían, no hablaban con extraños. Desde la firma del Acuerdo de Paz ha bajado bastante la violencia, pero ellos (los armados) no se han ido. Es decir, ya no hay balaceras, ya no hay asesinatos a plena luz del día, pero siguen haciendo presencia. Los jóvenes no tienen opciones. Hay poco trabajo, pocas posibilidades de estudio, y si ellos de pronto le siguen la cuerda a alguien de un bando, los del otro bando lo ven con malos ojos. Y los asesinan. 

 Hilando Juntos es una estrategia de intervención psicosocial integral comunitaria, dirigida a fortalecer la resiliencia, las relaciones familiares, a construir una cultura de paz y a reducir las violencias. También promueve y apoya liderazgos positivos en comunidades afectadas por el conflicto armado en Colombia. Los encargados de llevar a cabo esta estrategia se esfuerzan, sobre todo, por crear espacios cómodos y seguros para que las personas puedan hablar. Hablar para expresarse, para recordar, para desahogarse. Hablar para organizarse, para sanar, para crecer. Hablar para compartir las vivencias de otro modo, ya no en carne, ya no en el momento terrible en el que ocurren, sino después, habiendo sobrevivido. Hablar para seguir adelante. Por ejemplo, en la Caucana, el equipo de Hilando Juntos organizó una actividad solo para hombres, en la que debían hacer un juego de roles.

–Lo que hicimos –dice uno de los psicólogos– fue pedirles que se pusieran en el lugar de sus esposas. De sus madres, de sus hijas, de sus hermanas. Porque en La Caucana (bueno, y en todo el país) siempre ha habido mucho machismo. Cosas como, por ejemplo, que el hombre se siente con derecho de exigir los hijos que quiera, entonces la mujer no puede decidir cuándo quiere dejar de parir. Y eso no es así, porque es el cuerpo de ellas. Es necesario que ellos entiendan que no es obligación de las mujeres “darles” hijos, sino que es una decisión que se debe tomar en pareja. 

Durante el conflicto armado, el machismo ha sido uno de los factores determinantes, pues gran parte de los motivos de la guerra están vinculados a los comportamientos tradicionalmente masculinos. Desde la esfera más íntima, la vida familiar, se puede ver la influencia del machismo en las zonas afectadas por la guerra: la mujer es quien cocina, quien lava, quien cuida a los hijos y se queda en el hogar. El hombre dirige, organiza y decide. El hombre sale a trabajar, a producir, a defender. La violencia intrafamiliar, por ejemplo, es un factor determinante para que los jóvenes abandonen el hogar antes de tiempo, lo que los expone (más) al reclutamiento forzado. Y cuando la violencia ocurre afuera y el hombre muere, el hogar se queda sin “cabeza”, pues quedan solamente la mujer –a quien jamás se le ha permitido trabajar ni salir, por lo que no sabe cómo ganar dinero–, los ancianos, los enfermos y los niños. Son ellas, principalmente, las que deben cargar con el peso del hogar destruido y del desplazamiento forzado. La violencia sexual es también un arma de guerra que se utiliza de muchas maneras: como incentivo para los combatientes de uno y otro bando; como castigo a las poblaciones; como forma de control y terrorismo; como forma de tortura; como amenaza… la lista es demasiado larga. 

Según uno de los psicólogos de Hilando Juntos, después de las actividades y los espacios de reflexión en Tarazá, los hombres que participaron cambiaron sustancialmente sus hábitos en el hogar, así como la forma en que se comunican con las mujeres de su familia. Las que antes eran órdenes se han convertido lentamente en conversaciones. Esto, a su vez, ha permitido disminuir las manifestaciones de violencia intrafamiliar y ha propiciado la creación de nuevos entornos colaborativos, en los que las familias han crecido juntas y hasta han encontrado nuevas fuentes de ingresos.

 –Usted puede pensar que algo tan sencillo como que el hombre levante un trapero, una escoba, que lave la loza, que prepare la comida, no es un logro, ni algo digno de admirar. Pero no crea. Muchas veces lo que debería ser normal para unos es mal visto para otros. Para estos hombres, hacer trabajo doméstico era como perder su masculinidad. ¿Sí me entiende? Casi como dejar de ser hombres. Pero eso ha ido cambiando poco a poco. Ellos han ido entendiendo que esas cosas no tienen nada que ver con “ser un hombre”, y eso es muy importante.

 En la Isla de la Amargura pasó algo similar, pero no por una actividad enfocada en los hombres, sino en las mujeres y niñas. Ocurrió, curiosamente, gracias a una película infantil. Como parte de la estrategia de unificación entre población indígena y campesina, se organizó un cineforo familiar para que ambas pudieran compartir un espacio tranquilo y un ambiente propicio para la imaginación. La película elegida para el momento fue Valiente, de Disney. Valiente cuenta la historia de Mérida, una princesa que decide rebelarse contra sus padres (especialmente, contra su madre), porque la están presionando para que escoja un pretendiente, pero ella no quiere casarse. A Mérida le gusta cabalgar por el bosque, explorar paisajes desconocidos y practicar el tiro con arco, y no tiene ninguna intención de ser una esposa, una madre o una reina. Mérida se rehusa a seguir el destino que han elegido para ella, y termina forjando su propio camino. Resulta fascinante cómo una película animada norteamericana, que cuenta la historia de una princesa escocesa, termina influyendo en los problemas sociales y de machismo en la Isla de la Amargura.

 –Los hombres eran menos agresivos con las hijas que con las esposas –afirma el psicólogo antes mencionado–, entonces nos pareció que lo mejor era que la actividad se basara en la relación entre las madres y las hijas. ¡Y funcionó! Después de ver la película hicimos talleres de liderazgo femenino y de emprendimientos familiares, enfocados sobre todo en madres e hijas. Y ver eso así tuvo un efecto importante en los hombres. Ver a las mujeres organizadas, proponiendo cosas, llevando a cabo sus ideas, realizando productos con sus manos, fue muy impactante para ellos. No le voy a decir que se acabó el machismo, porque no es así. Pero lo que logramos fue sembrar una semillita de cambio que está creciendo muy rápido. Son comportamientos muy arraigados, tradiciones, heridas muy viejas que hay que sanar. Y toca poquito a poco.

 Una de las actividades más memorables de La Paulina fue un taller de kintsugi, una técnica japonesa que consiste en reparar piezas de cerámica con pintura de oro, lo que hace que, en vez de disimular las grietas, estas sean más visibles. Las piezas kintsugi son más bellas porque tienen una historia, un pasado, y una nueva oportunidad.

 –Al principio no sabía cómo era –menciona Rocío–. Las psicólogas nos dijeron que íbamos a hacer una actividad muy linda. Trajeron unas materitas de barro muy bonitas, nos las repartieron y nos pidieron que pintáramos algo. Algo representativo. Algo que tuviera mucho significado para nosotros, que nos identificara. Yo dibujé un colibrí. Para mí, el colibrí es un tótem, porque no solo es un ave muy hermosa y muy pequeña, sino que puede volar hacia atrás. Y a mí me gustaría mucho tener esa capacidad de volver atrás. Ojalá fuera posible cambiar las cosas, pero no va a ocurrir. Lo que sí se puede es sanar, arreglar, pedir perdón. Además, el colibrí es un pájaro mensajero, y puede llevarle mensajes a las almas de los seres queridos. O eso dice en internet. Yo no sé si es verdad o no, pero me gusta pensar que sí. Entonces, cada vez que llega un colibrí a la casa, yo lo tomo así, como que son mis seres queridos diciéndome que están bien, que están en paz, cosas así. Las demás compañeras y compañeros pintaron flores, un balón, árboles, casas… luego, cuando las terminamos de pintar, nos dieron la sorpresa de que teníamos que dejar caer la materita. Y yo al principio le decía que no al psicólogo, que cómo nos iban a hacer eso, que por qué teníamos que romper las cosas. Pero nos dijeron que realmente era para que nosotros aprendiéramos que esos son los cambios que hay en la vida. Que las cosas bellas se rompen y hay que tener la fuerza de volverlas a armar. Eso se llama resiliencia. Porque después de romper la materita, había que volverla a pegar. Tocaba recoger todas las piezas y pegarlas. Nos dieron un pegante con escarcha dorada, y eso hace que las grietas se vean muy bonitas. Y luego nos hicieron caer en cuenta de que nosotros ya éramos resilientes. Que acá, con tantos problemas de orden público, con tanta violencia, nos hemos reconstruido. Dejamos caer la matera y se partió, claro. Algunas se destrozaron más que otras, pero todas las pudimos reconstruir. Y al armarlas pensábamos en algo que tuvimos y hemos perdido: una casa, un recuerdo, un ser querido… entonces eso fue muy significativo para nosotros. Entre otras cosas porque en esas fechas estábamos llevando muchos duelos en la comunidad.

 En La Paulina, como en La Caucana, son frecuentes los asesinatos. Los duelos de los que habla Rocío son, en su mayoría, por muchachos que han matado o desaparecido. Muchas veces, los encuentros comunitarios tenían que convertirse en sesiones de consuelo. El salón comunal se transformaba, entonces, en una especie de sala de velación sin muerto. Todos los presentes eran familiares, amigos o conocidos; todos se sentaban en un relativo silencio, con una tristeza cada vez más acostumbrada a crecer. Se sentía la ausencia, la esperanza que volvía a desmoronarse, el ánimo nuevamente empantanado.  

–Acá nuestros duelos han sido muy tristes. Son muchos los jóvenes a los que les han cegado la vida. Muchos. Ellos, por no saber, por considerar que era la salida fácil, por no tener otras opciones, terminaban tomando malas decisiones. Pero ninguna decisión justifica que los maten así, cuando ni siquiera han aprendido a vivir. Acá estamos expuestos al maltrato de las organizaciones que hacen presencia… presencia de gente mala, que vienen a convencer a los pelados. Y si uno se deja convencer de un grupo, los del otro grupo se molestan mucho y le quitan la vida. A todos nos da mucho miedo recibir la llamada: mataron a su hijo, a su hermano, a su papá…

Después de varios meses de encuentros, de diálogos, de compartir espacios de expresión y sanación, y de crear proyectos de impacto familiar y comunitario, los habitantes de estas y otras regiones beneficiadas por Hilando Juntos se preparan para cerrar este proceso. El último paso consiste en crear rituales y cierres simbólicos que permitan a la comunidad seguir adelante con mejores herramientas para enfrentar la vida. Una forma de hacerlo es ritualizando la naturaleza: se crean espacios de cercanía con las plantas tradicionales de la zona, plantas medicinales, alimentos, flores, como una forma de recuperar la calma y la belleza del territorio, que es el hogar. Otra forma es creando una “cartografía andante”, que consiste en volver a recorrer lugares que la violencia les ha vedado. De esta manera, se recupera el espacio, y aunque no es posible borrar el recuerdo de lo que ha ocurrido ahí, sí es posible regresar a ese espacio sin volver siempre al recuerdo. La última estrategia es creando un tejido comunitario. Cada uno tiene un pedazo de tela que debe bordar, tejer o coser con los pedazos de los demás para formar una figura grande, que simboliza algo especial. Es como una extensión del ejercicio kintsugi, pero no ya para cada persona, sino para la comunidad entera. Todas estas actividades y espacios tienen un propósito en común: generar una unión fuerte y estable entre las personas que viven en estas regiones tan complejas. La paz debe construirse –o reconstruirse– en todos los ámbitos que hayan sido afectados por la violencia, y eso es un trabajo arduo y de largo aliento. 

La leyenda de Rocío regresa una y otra vez a mi mente: el pacto con el diablo, la voracidad de la criatura, las crecientes de los ríos, el totumo de oro. Casi como si los problemas de hoy, nuestra violencia, nuestras ambiciones, nuestros desastres naturales, todo, fuera lo mismo que siempre ha sido, desde el inicio de los tiempos. Como si la fuerza sobrenatural de nuestras leyendas fuera la misma que mueve nuestro presente. Y si es así, tal vez podamos dar la vuelta a la historia de la misma forma que la criatura agita las aguas: con movimientos pequeños. Un espacio para poder conversar, un momento para acompañar un duelo. Un ritual creado para purificar lugares en los que ocurrieron las cosas más aterradoras. Porque funciona: un acto simbólico de purificación y perdón permite que una comunidad pueda regresar a la plaza de su pueblo en la que ocurrió una masacre. O a la escuela en la que perdieron a sus hijos. O a las tierras en las que nacieron, de las que fueron expulsados. Los cambios pequeños llevan a cambios más grandes, por ejemplo, que un hombre entienda que el trabajo doméstico también es su labor puede ayudar a disminuir la agresividad dentro del hogar. La idea de una persona puede convertirse en el proyecto de una familia, y luego, en un beneficio permanente para toda la comunidad. Una matera rota puede recordarnos lo que hemos perdido y lo fuertes que somos. María, la que hubiera sido mi compañera de viaje al Bajo Cauca, fue la encargada de conectarme con Rocío, con Eder, con el equipo de Hilando Juntos y con todas las personas maravillosas que compartieron partes de su historia conmigo. La tercera vez que debimos cancelar el viaje,  María se dedicó a explicarme todo lo que se me ocurrió preguntarle acerca de las comunidades, del programa y de las regiones. Hacia las diez de la noche me despedí de ella y le pedí que me escribiera si recordaba alguna otra cosa importante. Al día siguiente, me envió un último audio por WhatsApp. 

–No sé si te sirva para tu escritura, pero hay algo muy bonito que me contaron sobre la Isla de la Amargura. Después de haber trabajado con nosotros durante meses, algunos habitantes de la isla decidieron dejar de llamarla así. Ahora la llaman la “Isla de la Dulzura”. 

 

 

 

 

 

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ACERCA DEL AUTOR


María del Mar Escobedo (bogotá, 1990). Estudió cine, creación literaria y una maestría en escrituras creativas. Es profesora de la maestría en escrituras creativas de la Universidad Nacional, e hizo parte del equipo editorial de la Comisión de la Verdad. Tu sombra de Pájaro, su primera novela, fue publicada en 2022 por Laguna Libros.