¿En qué se parecen los libros a los gatos muertos? Una conversación con Fabio Morábito

Dueño de una voz versátil y honda, capaz de transitar los caminos de la narrativa y la poesía con el mismo desparpajo, Fabio Morábito se ha consolidado como uno de los escritores mexicanos vivos más importantes. En el marco de la FILBo, el escritor colombiano Erick C. Duncan habló con Morábito sobre el problema de las grandes bibliotecas personales, la originalidad de Kafka y la belleza de los nombres propios.

POR Erick C. Duncan

Abril 29 2023
.

Fabio Morábito (Alejandría, 1955) es narrador y poeta. Aunque nació en Egipto, sus padres son italianos y su infancia transcurrió en Milán. Después, desde los 15 años, se radicó en Ciudad de México. Si bien su lengua materna es el italiano, ha escrito toda su obra en español. Es autor de cinco libros de poesía: Lotes baldíos (FCE, 1985); De lunes todo el año (Joaquín Mortiz, 1992); Alguien de lava (Era, 2002); Delante de un prado una vaca (Era, 2011; Visor 2014), y A cada cual su cielo (Visor, 2022). Ha escrito cinco libros de cuentos: La lenta furia (Vuelta, 1989; Tusquets, 2002; Eterna Cadencia, 2012); La vida ordenada (Tusquets, 2000; Eterna Cadencia, 2012); Grieta de fatiga (Tusquets, 2006; Eterna Cadencia, 2010) y Madres y perros (Sexto piso 2016), además de cuatro libros de prosa: Caja de herramientas (FCE, 1989; Pre-Textos, 2009); El idioma materno (Sexto Piso, 2014); Cuentos populares mexicanos (fce, 2014) y También Berlín se olvida (Tusquets, 2004; Sexto Piso, 2015). Su novela Emilio, los chistes y la muerte fue publicada por Anagrama (2009), y otra breve, para niños, Cuando las panteras no eran negras, ganó el White Raven Prize en 1997. Es autor de un libro de ensayos, Los pastores sin ovejas (El Equilibrista, 1995). Su último libro de cuentos es La sombra del mamut (Sexto piso, 2022).

Fabio Morábito es uno de los invitados a la 35 edición de la Feria del Libro de Bogotá. Con él hablamos sobre idiomas y libros, lectores y escritores, la memoria, el olvido y la vejez. Hablamos de los viajes que nos depara la lectura, de gatos, brujas y libros otra vez. También hablamos sobre El idioma materno, una colección de textos misceláneos sobre literatura publicada en 2014.

 

ECD: ¿Hay posiblemente un ladrón en todo escritor?

FM: Creo que no somos dueños totales de lo que escribimos, sino que dependemos en gran medida de lo que otros han escrito y uno se va alimentando de ideas, imágenes y pensamientos de otro, aunque sea de manera inconsciente. Es decir, la tradición siempre está presente, entendida esta como el cúmulo de lecturas que uno tiene, el combustible que alimenta lo que uno escribe. Al escribir siempre se tiene la sensación de estarse apropiando de algo, aunque sea para decirlo mejor o de una forma más cercana a uno. Desde luego, la originalidad pura no existe, siempre estamos alimentándonos de lo que nos rodea.

 

Recuerdo la historia que contaste sobre un amigo tuyo que nunca escribió un libro quizá porque se volvió un subrayador profesional, compulsivo. ¿Hay vanidad en el acto de subrayar sin fin?

Quizá más humildad que vanidad. Uno subraya porque no quiere perder esa frase, ese párrafo, lo quiere atesorar, y sobre todo subraya porque quiere releerlo después. No tendría sentido subrayar algo si no estuvieras seguro de que vas a volver a ese libro; justamente, el subrayado es una marca como para decir: “Regresa aquí, en alguna otra ocasión, y en lugar de leer todo el libro lee lo que subrayaste”. Entonces, es un acto de humildad, de reconocer que uno necesita volver a leer lo que está leyendo porque lo llena, porque lo atrae, y no quiere quedarse con una mera lectura. Ahora, muchas cosas suceden en el acto de subrayar: una es esta, y otra es aceptar que un libro tiene partes más importantes que otras, algo que , tal vez, es una ofensa al libro, porque en realidad uno escribe esperando que la totalidad de lo escrito sea enteramente subrayable, es decir, que todo lo escrito tenga el mismo valor y todo sea digno de ser subrayado. Por eso, en otro de los textos que escribí para esa columna sobre lo mismo, cuento que de repente me encontré con un libro mío en una biblioteca, subrayado, y, después del primer reconocimiento halagüeño de descubrir que el lector anónimo se había interesado en mi libro, yo no estaba de acuerdo con su subrayado y me parecía que ciertas frases mías eran más subrayables que otras. Eso es algo cómico, pero  ocurre; es decir, siempre hay un desencuentro entre el autor y quien subraya. Es una prueba más de que cada lector inventa su propio libro.

Fabio, ¿son sospechosos los escritores, ya sea de narrativa o de poesía, que tengan más de mil libros en su biblioteca?

Bueno, te confieso que siempre me han angustiado esas grandes bibliotecas de los escritores. Lo primero que pienso es: ¿por qué tantos libros, si es obvio que uno solo puede leer una parte mínima de todo eso que ha reunido? La mayoría de esos libros no van a ser leídos, y eso sí me parece un gesto de vanidad. Es algo que no entiendo, me parece que uno debe rodearse de los libros que lee, que puede leer y releer. Yo personalmente nunca me sentiría a gusto en medio de una gran biblioteca; incluso los libros que tengo, que son pocos, me parecen demasiados. Esto es una forma de defenderme del propio libro, pues tengo miedo de que los libros terminen por abrumarme. Creo que  solemos caer en el coleccionismo, en esa actitud de querer libros y más libros solo por el gusto de tenerlos cuando sabemos que nunca van a ser leídos.

¿Crees que la vida es una experiencia llena de nombres propios?

Recuerdo que en El idioma materno digo que los niños no deberían aprender a leer en la escuela sino en los cementerios: deberían empezar por los nombres propios, porque no tienen significado. Margarita no significa nada, Juan no significa nada, y eso sería, tal vez, para aquel que está aprendiendo a leer, una experiencia más pura del acto de lectura. Es decir, sin tener el respaldo inmediato de que lo que está aprendiendo significa algo, sino simplemente deletrear sílabas, reconocerlas en el papel y repetirlas, pero sin el consuelo de saber que esto tiene algún significado. Ahí limité mi incursión en los nombres propios, que son un misterio justamente por eso: porque al no significar nada, al estar atados al objeto que designan, se salen un poco de esa lógica significado-significante que sostiene el armazón del lenguaje, y por eso son las primeras palabras que olvidamos. Cuando alguien envejece y empieza a fallarle la memoria, lo primero que pierde son los nombres propios, precisamente porque son como islas incrustadas en el lenguaje a las que no se les puede relacionar con nada, y entonces desaparecen fácilmente, igual que los números de teléfono; no significan nada, y uno los olvida fácilmente. Los nombres propios son algo enigmático y, como tal, han sido estudiados dentro del lenguaje. Por ejemplo, en el ensayo de un crítico francés, cuyo nombre no recuerdo ahora, sobre los nombres propios en la novela En busca del tiempo perdido, se dice que Proust había escrito su libro a partir de los nombres propios, como si hubiera hecho una lista de los nombres de la gente que conoció, de los que tuvieron importancia en su vida, y alrededor de cada nombre fue creando un relato. Fue así como construyó su libro, con los nombres propios como disparadores de memoria por excelencia.

Tenemos una memoria afectiva ligada a los nombres importantes, como el del padre, la madre o el amor, y que con el tiempo se perderán; nombres propios que para los demás no van a significar nada.

Claro, como la historia de Buñuel. Cuando estaba muy viejo y ya no filmaba ni hacía absolutamente nada, lo único que hacía era abrir una agenda de teléfonos donde aparecían los nombres de todos sus amigos y conocidos, y su pasatiempo consistía en leerla; entonces se detenía en cada nombre y eso le evocaba a la persona, a una situación o una época. Así iba en un ejercicio de evocación nombre a nombre; así pasaba las horas ese viejo que ya no leía, no filmaba y que de seguro se aburría. La única forma de no aburrirse tanto era a través de esos nombres de su agenda. Es muy lindo eso.

Fabio, me llama mucho la atención cuando hablas de Kafka y dices que lo que hace irreversible la condición de insecto de Gregorio Samsa es que, en vez de gritar, piensa, y ese acto de pensar es lo que termina de establecer su nueva condición. Luego sugieres que esa conversión es la que ataca a los escritores que, en vez de gritar, escriben.

Cuando Gregorio Samsa despierta, lo primero que pensamos que debería pasar es que diera un grito de terror, como haría cualquiera de nosotros, un grito de asco y terror absoluto. El hecho de que no grite y empiece a especular es lo que permite la historia, porque si gritara ahí acabaría todo. De este modo, Kafka se vuelve kafkiano en ese momento. En lugar de ofrecerle al lector la reacción que este hubiera esperado, le presenta un personaje especulativo y caviloso que, frente al terror y al asco de verse transformado en un insecto, empieza a preguntarse por qué y, sobre todo, empieza a reflexionar sobre cosas totalmente secundarias, como el hecho de llegar tarde a la oficina, por ejemplo. Es decir, antepone una preocupación totalmente banal al hecho extraordinario y tremendo de haberse convertido en un bicho feo. El símil con el escritor es que este no tiene que asustarse y debe purgar y explorar en aquellos momentos que para otros pueden ser innombrables, terribles, solo comprensibles a través de una reacción visceral. Tiene que aguantarse y dar una explicación, es decir, escribir. No se puede escribir si uno llora; hay que dejar de llorar para escribir aún dentro del mayor dolor. El escritor es aquel que se aguanta las lágrimas para escribir porque solo dejando de llorar se puede escribir. 

 

ACERCA DEL AUTOR


Erick C. Duncan

Colabora en especiales del diario El Espectador, sus textos han aparecido en medios y revistas nacionales y extranjeras como La Tercera, Global, Semana y El Heraldo. Ha sido investigador y guionista para la televisión pública.