Espectros a la plancha

Reflexiones sobre la democratización de la cultura

Un cejijunto director de teatro se pregunta cómo hacer que la visibilidad de festivales como el Petronio Álvarez, el evento afrocolombiano más grande del país, sea la misma para muchos otros eventos artísticos, y, de carambola, que la cultura en Colombia goce del don de la ubicuidad.

POR Sandro Romero Rey

Septiembre 06 2023
.

Ilustración de Sergio Lasso

 

Gritos y susurros en La Soledad

 

Voy a intentar explicarlo con una fábula. Un director de teatro colombiano, enamorado del cine de Ingmar Bergman en pleno siglo XXI, había decidido poner en escena La sonata de los espectros de August Strindberg. Cuando terminó la pandemia del coronavirus, el director de teatro había tenido un relativo éxito aceptando el reto de montar El pato salvaje del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, en la versión contemporánea del teatrista inglés Robert Icke. El público, quizás desesperado por un año largo de encierro, asistió masivamente al teatro, y la temporada, concebida en un principio para veinte representaciones, se extendió a más de cincuenta. El pato salvaje recibió diversos premios locales y, entusiasmados por el reconocimiento de los espectadores, las directivas del teatro se dejaron convencer del metteur en scène local y aceptaron gustosos su idea de aventurarse con el montaje de la onírica pieza de Strindberg, una obra que Bergman había incluido cuatro veces en su repertorio escénico (repertorio que, para los que no lo saben, estuvo compuesto por ciento veintiséis obras de teatro y sesenta largometrajes). No sobra agregar que Strindberg era un dramaturgo rara vez montado en Colombia y, salvo en algunas escuelas de teatro, su Sonata de los espectros nunca había sido puesta a consideración del público local. El director colombiano lanzó la propuesta con el secreto propósito de que los productores le dijeran que no, pero los productores estaban muy contentos, cómo no, maestro, lo que usted quiera, con mucho gusto le seguimos la corriente con esa obra única para nuestro catálogo. 

El teatro en el que se montó Sonata de espectros (así se llamó, para ahorrar espacio en las piezas promocionales) es una pequeña sala de cámara, donde caben cerca de cien almas, sala que fue concebida para “nuevas propuestas” de jóvenes directores, o de directores no tan jóvenes que pretenden ser eternamente nuevos. Dicho espacio de representaciones forma parte de una fundación que tiene varios teatros y, en los tiempos en que se puso en escena la obra de Strindberg, pasaba por uno de sus mejores momentos comerciales: mantenían durante meses una comedia titulada La obra que sale mal, la cual agotaba sus setecientas catorce butacas. Todo les salía bien. En otra de sus salas, con la mitad de la capacidad de los espectadores, se peleaban las entradas gran cantidad de personas de todos los estratos, dispuestos a reír a carcajadas con la cartelera de comedias desopilantes. Todos los días de la semana los títulos de sus marquesinas celebraban el entusiasmo popular y, para completar la dicha, las obras Mujeres a la plancha y Hombres a la plancha se convertían desde hacía varios años en verdaderos fenómenos del entretenimiento con boleterías que, a pesar de sus altos precios, complacían con creces el gusto de sus numerosos asistentes. 

El primer campanazo de alerta lo tuvo el director de Sonata de espectros cuando se dio cuenta de que la obra que ocupaba su espacio antes de comenzar su temporada era una farsa de chistes locales que prolongó su estadía en el teatro, gracias a que agotaba sus localidades. El director comenzó a preocuparse: ¿cómo diablos iban a competir sus Espectros con este alud de bromas predecibles? La voz de la fundadora de todas estas empresas, una argentina descomunal que había muerto quince años atrás y que el director conoció desde su más tierna infancia, lo tranquilizaba. “No te preocupés”, le había dicho el espectro de la imponente pelirroja que se había inventado, entre otras cosas, el teatro como rumba en la capital colombiana. “Lo que ganamos en las salas grandes lo invertimos en los riesgos creativos de la sala pequeña”. El director se tranquilizaba con aquellos recuerdos, pero el mundo había cambiado y la sala de “las nuevas propuestas” le estaba apostando a un dramaturgo sueco del siglo XIX. Todo lo contrario a la obra que lo antecedía en la cartelera, una abierta canción de amor a la cursilería. El director empezó a sospechar que se estaba instalando en el planeta equivocado. 

Resumiendo, Sonata de espectros se estrenó, se mantuvo nueve semanas en cartelera, nunca agotó las localidades y los responsables inmediatos de la producción intentaron ajustar el tibio entusiasmo popular con algunas recomendaciones de última hora. La obra tuvo una muy buena recepción del público especializado, pero era evidente que lo que se había conseguido con El pato salvaje no llenaba las expectativas de los dueños de los presupuestos. El director estaba convencido que su Sonata de espectros era mucho más importante que El pato salvaje, que La obra que sale mal o que las Mujeres a la plancha. Pero no podía demostrarlo, ni más faltaba, pues las cifras no estaban de su lado. La temporada terminó con lluvia de flores, cenas de agradecimiento y bellos recuerdos. Pero el director quedó con un mal sabor entre pecho y espalda. No obstante, Dioniso, el dios del vino y del teatro, sabe cómo compensar a sus criaturas. Apenas terminó la temporada de la pieza de Strindberg, dispuso que el director fuese invitado a escribir un artículo acerca de la democratización de la cultura. El director no lo pensó ni un segundo y aceptó. Tenía las ideas calientes y las preguntas a flor de piel. Pero, de nuevo, la realidad se encargó de poner en duda sus certezas: al sentarse a redactar sus reflexiones se dio cuenta de que, al día siguiente, comenzaba una nueva edición del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez en Cali, su ciudad natal. Dicho festival, veintisiete años después, se había convertido en un fenómeno masivo, el cual acoge, durante cinco días, a más de treinta y cinco mil espectadores. Después de su temporada con Sonata de espectros, el director había quedado en extremo sensible y, sin quererlo, propenso a estar a la defensiva. Frente a su ordenador desvencijado, trataba de consolarse: “El Petronio Álvarez es un espectáculo gratuito. No se puede comparar con una obra del gran repertorio europeo”, se decía no muy convencido. “El Arte no es lo mismo que el entretenimiento. Las reglas y los objetivos son otros”, insistía derrotado. Pero no. Las explicaciones no eran suficientes, porque el fantasma de lo popular saltaba a tumbos sobre su escrito y le alborotaba la migraña incurable que se había instalado en su cerebro desde que descubrió en su adolescencia el cine de Ingmar Bergman. 

 

 

El fantasma de la democracia

 

¿Qué diablos es entonces la cultura?, se preguntaba impaciente. ¿Y cuál cultura es la que debemos democratizar? ¿La de Strindberg? ¿La de las Mujeres a la plancha? ¿Debemos seguir apoyando el Petronio Álvarez de manera gratuita mientras tiemblan las graderías de Sonata de espectros cuando la boletería se ofrece a sesenta mil pesos? ¿Por qué debemos esperar la afluencia masiva de un público que quiere “divertirse” y no ponerse “a pensar” con los sueños de un escritor esquizofrénico, sueños traducidos por un director que pretende entusiasmar con formas que a otros, al parecer, no les interesa? Según algunos estudios, no se debe confundir la “democracia cultural” con “democratizar la cultura”, en la medida en que la primera es la manifestación plural de las comunidades, de acuerdo con su libre albedrío, mientras que la segunda opción tiene connotaciones proteccionistas, donde se pretende enseñar “qué es lo bueno” y “qué es lo malo” para diseñar una sociedad, según valores culturales prestablecidos.

El director sintió que estaba perteneciendo a los del segundo grupo, mientras que sus principios éticos querían estar en el primero. Recurrió entonces a los libros, a los amigos, a los funcionarios del Ministerio de Cultura y a las cabezas vibrantes del Instituto Distrital de las Artes en Bogotá, envió correos electrónicos a sus pares de otras latitudes y repasó sus gustos y sus disgustos, aquellos que habían alimentado sus pasiones a lo largo de su vida. Todo terminaba en redefiniciones, a cual más disímiles y ambiguas. Sí, había que empezar por reventar la palabra “cultura” hasta sus niveles más amplios, y allí, por extensión, ponerse de acuerdo consigo mismo en relación a la idea de “lo popular”. “Plaire et toucher” (“Gustar y emocionar”, según la traducción de Anagrama) era el título de uno de los libros de Gilles Lipovetsky en el que, parafraseando una frase de Racine, se aventuraba a través de los distintos actos de la cultura contemporánea capitalista, en la que pareciese que “la era del vacío” (otro de sus títulos emblemáticos) se hubiese instalado en función de la complacencia, del temor a no agradar, al terror de una seducción frustrada. Algo similar anotaba Carlos Granés en su estudio, ya clásico, titulado El puño invisible, en relación al mundo “del arte” (la palabra “arte”, por lo demás, ha sido fagocitada por “las artes plásticas” o “las artes visuales”: el “arte” es lo que vibra o cuestiona en los museos, en las galerías o en los espacios destinados a las instalaciones). La provocación se ha convertido en un signo del mercado, y toda obra expuesta termina siendo cooptada por el placer del escándalo y por una minoría que considera la irreverencia como un valor de uso. Pero, de repente, mientras escribía tembloroso sus ideas, el director sospechaba que sus flechas se estaban lanzando hacia blancos equivocados. “La democracia”, “la cultura” y “lo popular” tenían otras aristas en su país, Colombia, donde las urgencias temáticas de “las artes” (las artes visuales, sí, pero también las artes representativas, el universo audiovisual y los demás etcéteras que vendrán apareciendo por el camino) podrían tener matices harto diferentes. 

En 1997, cuando finalmente se inauguró el Ministerio de Cultura, la polémica (especialmente empujada por escritores, aquellos que solo necesitan de un papel y una pluma de ganso para expresarse) giraba en torno a la pertinencia o no de crear una institución que sería, en última instancia, un instrumento de la burocracia. Veintiséis años después pareciera que la idea no hubiese sido tan descabellada y, todos a una, las artes representativas y las manifestaciones populares, los museos y las compañías de danza, los cirqueros y los teatristas, los visuales y los audiovisuales, de alguna manera se fueron beneficiando de las políticas del minúsculo ministerio que ha abierto un espacio entre los laberintos palaciegos para que las expresiones sensibles tengan una segunda oportunidad sobre la Tierra. El problema es que la palabra “cultura” o la palabra “democracia” son fantasmas que, como la “libertad”, sirven para todo y terminan confundiendo lo que ya estaba medianamente definido alrededor de la estética. Hoy por hoy se habla de “la cultura del narcotráfico” o de “la cultura de género”. Y el arte ha terminado siendo una parte de un todo que pareciera no tener límites precisos.

El director de teatro recordó entonces, mientras tecleaba a contrarreloj sus preocupaciones, que en los años setenta no había nada más ambiguo que el concepto de “la cultura popular”. Las palabras se enredaban en tercas convicciones y el lenguaje se encargaba de negar lo que la vida se empeñaba en construir. En Cali, para no ir más allá de sus propias experiencias, había un “Instituto de Cultura Popular” que, después de muchas idas y venidas, terminaría llamándose “Instituto Popular de Cultura”, después de todos los debates semánticos de la política. De estos debates locales ya no quedan señas en el ciberespacio. Pero las discusiones se agitaban desde todos los frentes. Uno de ellos era, por ejemplo, el que se establecía entre el teatro y la televisión. En otras palabras, de nuevo, entre el arte y el entretenimiento. Los oficios de la escena se casaron con los discursos de la izquierda y pretendieron llegar, a como diera lugar, hacia los espectadores de las zonas marginales. Es decir, hacia “los pobres del mundo”, tal como rezaba la primera estrofa de La Internacional. Pero cuando dejó de ser un instrumento para la educación de las masas, “la pantalla chica” se convirtió en un medio de mucha más cobertura que el de los pocos espectadores de las salas del teatro experimental. ¿Gracias a qué? Gracias a que se había convertido en un instrumento del mercado. Pero los artistas comprometidos se negaban a semejante latigazo del destino. ¿Lo masivo era lo contrario a lo popular? No debería ser así, si nos atenemos a las consignas que lanzaban a los cuatro vientos los partidos afines a los lineamientos que venían directamente de Pekín: “Por una cultura nacional, científica y de masas… ¡Adelante!”, repetía el catecismo de la Revolución Cultural Proletaria del Maoísmo… evangelio del que se escaparía la mayoría de sus miembros cuando las aguas mansas parecían haberse desbordado. La dialéctica se encargó de enfatizar los malentendidos. El teatro revolucionario, es decir, el que estaba al servicio de las ideas del marxismo-leninismo, era admirado por aquellos que instrumentalizaron el arte para apoyar sus preocupaciones ideológicas, y se consideraba “teatro comercial”, por decir lo menos, cuando el mundo de la escena (o de la televisión) se alejaba de la cultura nacional, científica (?) y de masas. La palabra “democracia”, o su variante pedagógica, “democratización”, no aparecía en los discursos que se sostenían en la ya olvidada “dictadura del proletariado” del estalinismo. 

Hoy, en el nuevo milenio, tras el escepticismo ante la caída de todos los muros reales o mentales, lo popular se mide por las estadísticas. Las instituciones oficiales, aferradas a las sumatorias de las celdas de Excel, necesitan de la cantidad para poder justificar la calidad. Mientras que, en los años sesenta, el teatro de Jerzy Grotowski se llamó orgullosamente “el teatro de las trece filas” y su libro esencial se tituló Hacia un teatro pobre, hoy pareciese que estas ideas se confundieran y se invirtiesen los paradigmas, al menos desde el establishment cultural: para que un proyecto artístico se justifique, debe garantizarse la presencia masiva de los espectadores. No es extraño ver cómo las redes sociales se convierten en vitrinas de cantidad. Los grupos de teatro, de rock, de danza, necesitan de un teléfono celular que tome una foto desde la trasescena, de tal suerte que se vea la sala colmada de asistentes, todos saludando con un símbolo de paz que, en realidad, parece la V de la Victoria. Si una empresa destinada a las emociones no colma intereses colectivos, esa experiencia es puesta en tela de juicio. Igual sucede con las películas, con los libros, con los deberes del patrimonio histórico, con las bibliotecas o con ese nuevo territorio de los tiempos que corren: el de las industrias culturales. Durante el gobierno del presidente Iván Duque se prendieron las alarmas con la llamada “Economía Naranja”, mientras el país parecía polarizarse entre las ideas de aquellos que requieren del Estado pero sin perder la independencia y la de los eventos que, a través de la autogestión, se financian y triunfan, no vendiendo trece filas de butacas sino coliseos enteros. 

 

 

Calidad y cantidad

 

Pero, ¿estamos hablando de popular cuando conseguimos llenar teatros de cámara, escenarios a la italiana, estadios, arenas, parques, plazas públicas? “Es posible que sí”, se decía el director, mientras avanzaba a tumbos en su escrito: pensaba en los Rolling Stones, la banda que forjó su adolescencia. Se sabe que el nombre del grupo venía del título de una canción de un humilde blues man de los extramuros de Chicago. Nadie sabía de la existencia de Muddy Waters, el nombre del ídolo del curioso grupo de adolescentes ingleses, hasta que estos pasaron al superestrellato, llenaron todos los auditorios de la Tierra, aglutinaron millón y medio de espectadores en las playas de Copacabana y consolidaron un eslogan: la banda de rocanrol más grande del mundo. ¿Quién es más popular? ¿El humilde Muddy Waters que logró salir del anonimato al final de su vida gracias a que su Rollin’ Stone se volvió una lengua, una marca, un estilo de vida? ¿O sus divulgadores, multimillonarios y extraordinarias figuras mediáticas, capaces de llenar diez veces el estadio de River en Buenos Aires y ser adorados hasta por Javier Milei, el candidato de la extrema derecha argentina?

Democratizar no implica darle gusto a todo el mundo, le explicaba al escritor una funcionaria de la Secretaría de Cultura de Bogotá, cuando el terror a la página en blanco parecía instalarse en su pantalla. Desde que se crearon los festivales “Al Parque” en la capital colombiana (primero Rock al Parque, luego Salsa al Parque, Ópera al Parque, Hip Hop al Parque, Jazz al Parque, Colombia al Parque… incluso Joropo al Parque), todos los gestores culturales quieren participar de este atractivo pastel en el que, durante tres o cuatro días, se cumple con la cuota que se llena a trompicones en un año y con las fotos desde un dron que indican que la misión/visión ha sido cumplida: nos vieron millones, ergo hemos triunfado. Sin embargo, el Estado no está creando un espacio de formación de públicos, sino todo lo contrario, está complaciendo. Cada uno de los segmentos citados, así no dialoguen entre sí, se afianzan en su propio nicho y consiguen garantizar un espacio que los identifique y que los convierta en colectivos dignos de tener en cuenta. La instrumentalización política de la cultura, por consiguiente, es cada vez más evidente. “¿Habrá algún día Espectros al parque?”, se preguntaba con tristeza el director de teatro. Es muy poco probable, porque la dimensión poética de las artes representativas ha cambiado sus valores y sus intereses de calidad pareciera que se sostuviesen en su propia marginalidad. Uno de los modelos para el teatro latinoamericano, el Odin Teatret con sede en Dinamarca, dirigido por el italiano/ciudadano del mundo Eugenio Barba, combinó, durante seis décadas, los espectáculos gratuitos en las plazas públicas con experiencias escénicas de muy pocos espectadores, aún menores que las trece filas de Grotowski. El Odin Teatret viajó por todo el mundo y, a base de trueques culturales, se convirtió en uno de los grupos más importantes del llamado “teatro antropológico”. ¿Populares? Sí. Muy populares. Se nutrieron de las grandes tradiciones escénicas del planeta (de Bali, de la India, del Japón, de África, de América Latina…) y contribuyeron a enriquecer la paradoja: unos cuantos espectadores atentos y sensibles valen más que millones de seres alienados. 

De nuevo, el director se sumió en su propio desconcierto. Su montaje de Sonata de espectros se sostuvo en un delicado equilibrio con el número de espectadores. Sin embargo, sentía que sus productores lo estaban persiguiendo con la calculadora en la mano. Pero su espectáculo carecía de lo que al Odin Teatret le sobraba: el valor de cambio. No. No se necesita solo colmar las salas. No es imprescindible que haya colas en las galerías de arte. El prestigio también es una manera de cuantificar las experiencias sensibles. Y el reconocimiento de entusiastas seguidores que configuran una comunidad del espíritu también puede (y debe) ser posible. No. No se necesita pasar por el ciberespacio. La garantía de la popularidad no depende de los dictámenes de las pantallas. Las plataformas digitales son la nueva trampa, el nuevo artífice de la alienación. 

De nuevo, el director se detuvo al darse cuenta de que se estaba llevando a sí mismo la contraria. Las definiciones no le cuadraban: ¿qué es un espectador “alienado”? ¿El placer es un signo de alienación? El placer es el resultado de un gusto adquirido, de tal suerte que quien goza con la ópera es muy probable que desprecie el vallenato y viceversa. ¿Aquel que afina un vallenato es un ser alienado, mientras que el amante de la ópera se encuentra en el cielo de los privilegiados? Ese tipo de distinciones ya no son posibles. La gran revolución del siglo XXI no fue precisamente la que soñaron Lenin y sus camaradas. El gran teatro del mundo está representado en internet y en la digitalización de los medios. El aleph de Borges pareciera estar contenido en los computadores, pero no con la sapiencia de un orden soñado, convertido en el caos del sálvese quien pueda. Todo cabe ahora en un teléfono inteligente. Y el signo de los tiempos, al parecer, se ha convertido en la velocidad. No se puede perder un segundo. Si se va al teatro, se va a ver la obra que colme tus expectativas. No la que las ponga en duda. En ese momento, el director suspendió su escrito. Algo faltaba. 

¿La idea de la democratización debería ayudar a que convivan Patti Smith y el reguetón? Puede ser, aunque eso sonaba deprimente. Pero no se podía estar luchando contra las evidencias del nuevo milenio. Había que tomar el toro por los cuernos, así la tauromaquia fuese “un arte” que el sentido común desterró de las plazas. Entonces el director decidió recordar al detalle todas las obras de la Fundación Artística que le había producido su Sonata de Espectros. Todas: Cursi, El plan, Oír a Mario, La obra que sale mal, 53 domingos, El método. Escogió una de ellas y decidió analizarla con pinzas de epistemólogo. Pagó su boleta en el Royal Center, una sala de eventos que se había devorado a la otrora sala de cine llamada Royal Plaza. El director se sentó, como mosca en leche, a tratar de entender Hombres a la plancha. Para completar su comedia de las equivocaciones, a su lado se instaló una cejijunta chica de gafitas redondas. El director procuró aplaudir el espectáculo después de cada canción. La joven a su lado no se inmutó nunca. De repente, la joven lanzaba una discreta sonrisita de burla y negaba con la cabeza. “Es de las mías”, pensó el director. Pero, al mismo tiempo, el director disfrutaba con los covers de Juan Gabriel y de Marco Antonio Solís. Hombres a la plancha era, guardadas proporciones, similar a un espectáculo que había visto en un bar de la ciudad donde apuestos donceles se extrovertían borrachos y cantaban encima de las mesas. Sí, la cultura es todo esto, pensó el director. Los hombres a la plancha, los karaokes a la plancha, la joven intelectual que desaprobaba la experiencia, los libros de superación personal y las novelas de Pilar Quintana, las instalaciones de Karen Lamassonne o las películas de Dago García. Todos deberíamos caber en la biblioteca universal de los nuevos tiempos. El director aplaudió, conciliador, mientras llovían plumas y lentejuelas. La joven iracunda se puso de pie dispuesta a largarse, no sin antes darle una mirada asesina al director, como diciéndole que lo tenía entre ceja y ceja. “Ni sueñe que yo voy a ir a ver su Sonata de espectros”, parecía decirle. “Acabo de descubrir sus gustos”. El director pensó que él también había acabado de descubrir los gustos de ella, pero prefirió guardar sus ideas para la conclusión de su artículo.

Pasaron los días y el mundo siguió su curso. Los artistas continuaban debatiéndose entre la gratuidad y el precio de las boletas. En un encuentro de dramaturgos, los asistentes consideraban más importante el lenguaje incluyente que el análisis de las obras. El cine colombiano se refugiaba en la Cinemateca de Bogotá, porque las salas de “las películas comerciales” les cerraban las puertas. El director se apresuró a terminar sus reflexiones, pero otra llamada lo obligó a posponer sus planes. Un emisario del gobierno (el de “la cultura de la paz”) lo invitaba a participar como consejero de las nuevas políticas para las artes. El director le pidió un tiempo para pensarlo y colgó su teléfono. No pudo dormir esa noche. Al día siguiente tomó el primer vuelo para Cali y se instaló en las filas interminables para entrar al Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez. Cuando la noche se instaló entre la multitud que agitaba sus pañuelos e iluminaba la oscuridad con sus carcajadas, el director se dejó llevar por el entusiasmo de las marimbas y los cununos. El director imaginó su Sonata de espectros en medio de los truenos del currulao. Le costaba trabajo invitarlos a esa fiesta. Pensó en sus fantasmas escandinavos conviviendo con las Mujeres a la plancha. Pero las canciones de Rocío Durcal y las adolescentes apasionadas que agitaban sus pompones estaban aún más lejos de los signos fatales de Strindberg. Entendió entonces que el problema no es el público sino la manera como nos acercamos a él. “Hay que aprender a conmover, a sacudirnos sin vergüenza”. El director tomó el teléfono para aceptar la invitación del gobierno, pero en ese momento tembló la tierra. La comunicación se interrumpió como si el planeta estuviera agotado y quisiera llegar a su fin. 

 

El encierro de hace unos años por cuenta de la pandemia global del coronavirus nos hizo entender una verdad como un puño: la cultura, con todas sus letras, en todas sus vertientes y desde todas sus expresiones artísticas es una necesidad básica no menor a la salud, la seguridad, la alimentación o la vivienda. Y si democratizarla se vuelve entonces menester en una sociedad como la colombiana, también lo es entenderla como un factor vital para la constitución y protección de las democracias. Esa es la apuesta de Grupo SURA y El Malpensante en esta edición especial Áfricas 2023: defender la cultura como espacio real de discusión y pensamiento crítico. Esta es una conversación plural que pasa por el Estado, la academia, las iniciativas ciudadanas y la empresa privada; una conversación propiciadora de reflexiones luminosas y transformadoras que necesitamos para avanzar en torno a objetivos compartidos.

El Malpensante y Grupo SURA se unen para suscitar reflexiones y conversaciones plurales acerca del papel de la cultura en nuestra sociedad. Este ensayo de Sandro Romero Rey es la primera de estas reflexiones.

ACERCA DEL AUTOR


Sandro Romero Rey

Trabaja como profesor en la Facultad de Artes de la Universidad Distrital. En 2010 publicó El miedo a la oscuridad.