Esporas de plomo suspendidas en la superficie

Un muralista se pregunta hasta qué punto el trazo disruptivo del grafiti ha perdido su filo en los últimos años; cuánto se ha domesticado, al punto de convertir las ciudades latinoamericanas en productos cuidadosamente empacados, decorados con paredes vistosas, como si fueran “bonitas” cajas coloridas. 

POR Santiago Rodas

Octubre 06 2023
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Un adolescente roba una lata de aerosol de un establecimiento cualquiera, digamos, un almacén de cadena. Espera a que se haga de noche para salir en su bicicleta a pintar una miríada de garabatos, su tag, una declaración política: “La sangre crea melaza”. El adolescente llega feliz a su casa después de la gira, con sus manos salpicadas de pintura, con el orgullo exacerbado pues no fue capturado por la policía ni por la seguridad privada ni por los paracos que cuidan las calles a altas horas. Su anonimato intacto y sus rastros nuevos lo colman de un horizonte de posibilidades. Estas primeras incursiones en las superficies de la noche lo animan a atreverse a ampliar el mapa de sus recorridos; ya no solo explora su barrio, sino también los contiguos, los de allá, los de acullá. Pinta, escribe, se desplaza. La ciudad abre su garganta y se lo empieza a tragar, capa por capa. Sale en las noches, escribe, pinta, se demora mucho más en sus trazos. Va perdiendo el miedo inicial, sus gestos se vuelven ágiles y seguros. Aprende a diferenciar el sonido que emiten las motos de la policía, el espectro de las luces azules y rojas de la patrulla que rebota en las cosas. Y así empieza su conversión, se abre ante sus ojos el sendero de los caminos del grafiti. Desarrolla un nombre, su marca, su firma. Conoce las reglas que la calle exige: no tapar a otros si no se está dispuesto a seguir la disputa por el espacio, una cadena alimenticia: el más fuerte sobrevive; corona lugares de difícil acceso, odia a los “toys”, grafiteros incipientes cuyas manos primerizas estropean, con sus trazos inseguros, piezas más complejas por su tamaño y su técnica. Un nuevo mundo se despliega ante sus ojos: un laboratorio, las superficies se vuelven una posibilidad de intervención, un poste, una reja metálica, una pared abandonada, el muro de contención de una calle nueva. Ahora está alerta a cada espacio. En sus incursiones nocturnas los formatos se van ampliando: ya no solo deja pequeñas firmas desperdigadas, sino que pinta bombas, throw-ups, incluso quick pieces. Su inmersión lo obliga a gastar la mayoría de su escaso presupuesto en aerosoles, en caps, en vinilos. La noche se hace su lengua materna. Siempre bajo el signo de la espontaneidad, siempre con unos aerosoles en su mochila por si se presenta la ocasión. La escritura de su nombre multiplicado por todas partes resulta en conformarse con el grafiti como su oficio paralelo, una doble vida, de día un trabajo para ganarse unos pesos, de noche para entregarse al gesto sinuoso de la pintura en espray. Su deseo: ser el king de la ciudad, esto implica pintar todos los días, todas las noches, en todos los lugares, y mientras más difíciles, pues mejor. Quiere entregarse en cuerpo, espíritu y bicicleta a la calle, desbocarse ante la magia de los sustratos, el fetichismo de un aerosol accionado; disfruta del juego de no ser capturado por las autoridades legales e ilegales. Luego, con el paso del tiempo, llegan las masterpieces, en cuya elaboración se puede tardar varios días sobre una pared. Toda su ropa está salpicada de pintura, los tenis recién comprados, las camisas, los jeans anchos, su celular. En su nevera no cabe una calca más, se tatúa una cizalla en la pierna, escucha Onyx, Violadores del Verso, Grandmaster Flash. Es encerrado doce horas en una estación de policía por pintar un CAI. Consigue un afiche para su casa, con el ícono de la película homónima, que dice: “Wild Style” en letras amarillas y vibrantes, con un powerline rojo puro. Forma un crew con sus amigos, quienes devienen en su familia. Se cuidan las espaldas en la calle, suman fuerzas para lograr una acción en un techo, un rooftop. La secuencia sigue en otras ciudades, un roadtrip para pintar varias a lo largo de Latinoamérica. Viajes, misiones, capturas policiales, multas, lesiones menores, medallas de metales, códigos, canciones, fama en el underground, respeto, vías férreas, noches que duran semanas enteras.

Nuevas misiones. Con ellos se planean situaciones más complejas: pintar el último piso de un edificio del centro, buscar la estrategia para ingresar a las vías del metro y accionarlo con las iniciales del colectivo por quinta vez, o hacer una pieza en una valla publicitaria de más de veinte metros de alto.

Luego de esto, en loop se repiten las escenas una y otra vez. Y un buen día, sin que muchas señales precedan el hecho, aparece el primer trabajo que cambia el orden de los elementos: un privado o una institución pública hacen una jugosa oferta laboral. El crew discute, ¿es o no pertinente hacer el trabajo? Se tranzan en una disputa, ¿somos o no somos reales? Ya hemos guerreado, somos warriors del asfalto, ¿por qué no ganarnos unos pesos haciendo lo que sabemos hacer? No firmamos la pieza y listo. La discusión no se resuelve con facilidad, causa división entre los integrantes del crew. Algunos piensan que es hora de dejar de trabajar en la empresa de mensajería para dedicarse de lleno a lo que verdaderamente les interesa, otros se niegan rotundamente a participar. La disputa disuelve al crew y cada uno toma un rumbo distinto: algunos aceptan el trabajo con la institución, otros se decantan por seguir la “pureza” de sus trazos. El adolescente, que ya no lo es, debe pagar las cuentas que exige la vida adulta y decide, entonces, participar de la intervención con la alcaldía, cede un poco su lugar callejero. Sigue con su pintura ilegal, pero cada tanto, cuando un proyecto de la Secretaría de Cultura se instala, el grafitero se transforma en muralista y ofrece lo aprendido en las paredes para activar un concepto dado por la institución: “respeto por el agua”, “cuidado del planeta”, “el rol de la mujer en la sociedad”. Y así pasan los meses, quizá los años. El grafitero se aleja paulatinamente de las calles, se siente repitiendo el mismo gesto luego de tantos años de pintadas nocturnas y se desencanta del tagging, del bombardeo. Abre una cuenta de Instagram para ofrecer su trabajo de muralista, de pintor de lienzos, y sigue participando en festivales, en proyectos institucionales. Y su vida se acomoda al ritmo que ofrece cada uno de los proyectos a los que es invitado. El ritmo apacible de la vida adulta. La calle y la forma de habitarla son destellos cada vez más ajenos y distantes. Pero algunas veces se presenta la oportunidad y vuelve a salir en la noche, con aerosoles en su morral, a desplegar su firma antes de regresar a casa.

 

 

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Con una férrea influencia del grafiti de Nueva York, el writing latinoamericano heredó una manera de ocupar los espacios, de intervenir con sus estéticas a partir de letras coloridas con flechas en movimiento, caracteres de cómics y personajes de la iconografía popular norteamericana. Además, bajo el influjo directo de la movida hip-hop, con su música, el baile y la actitud performática de los raperos del Bronx, las ciudades latinoamericanas fueron poblando sus paredes con estas letras en wildstyle, blockbusters, tags y un largo etcétera de categorías y clasificaciones importadas que sirvieron, de una manera diferente en cada contexto, como modo de apropiación de los espacios públicos ante las convulsas situaciones del momento: dictaduras del Cono Sur, la guerra contra el narcotráfico, la violencia exacerbada producto de la desigualdad social y los gobiernos represivos. Este fenómeno dialogó, mal que bien, con el muralismo latinoamericano que en décadas anteriores produjo cientos de piezas en las ciudades, pero que, después de los años ochenta, disminuyó su presencia en el espacio público.

En la misma medida en que el grafiti se fue popularizando entre los jóvenes latinoamericanos de los años ochenta y noventa por sus mensajes rebeldes, su estética irreverente, ultracolorida, y la libertad de apropiarse de los espacios de una manera espontánea, las instituciones –tanto públicas como privadas– encontraron en los grafiteros un potencial para producir mensajes seductores y así acercarse a la ciudadanía de una manera novedosa y “fresca”. Un hecho en la ciudad de Medellín siembra un precedente de esta maniobra de domesticación. Algunos de los primeros murales de gran formato con la técnica de grafiti (letras engordadas y coloridas, personajes caricaturescos son sus rasgos exagerados) que se produjeron en la ciudad fueron financiados por su metro y el BIC (Banco Industrial Colombiano). El año 1995 marcó un hito de lo que vendría después: la serie de murales pagados por la institución, hechos por Brick J, uno de los primeros grafiteros de la ciudad, y pintados con la técnica de las letras y los caracteres importados directamente desde usa, se convirtió en referente para los writers de todo el país. Las temáticas de dichos murales fueron la educación, la salud y la cultura, e impulsaron la vocación de muchas personas que encontraron en esas imágenes, emplazadas en las paredes, la manera para expresarse en las calles.

Esta novedosa forma de intervención, aparentemente alejada de la publicidad, también se produjo a partir de un horizonte predeterminado, un eslogan de campaña cívica diseñada, entre otros, por el publicista Michael Arnau, llamada la “Cultura Metro”, cuyo objetivo principal era que los habitantes se comportaran de manera adecuada, no arrojaran basura en las calles ni consumieran alimento en las estaciones del sistema de transporte. Esta estrategia se diseñó con una fuerte influencia de otra exitosa campaña de “marca ciudad” –el término que se usa en marketing para referirse a los atributos diferenciables de una ciudad para incentivar el turismo– iniciada en los ochenta, en la época con mayores tasas de homicidios, llamada “Amor por Medellín”. En ella se intervinieron cientos de muros con un corazón-flor y la icónica frase: “Depende también de ti darle amor a Medellín”. El grafiti, entonces, más que una subversión de un orden particular de las imágenes callejeras y un fenómeno de agitación estética, hizo eclosión en Medellín a partir de una visión de limpieza y de orden que se propuso desde el Metro y el BIC, y se desperdigó por los muros de la ciudad en forma de letras coloridas.

Pero este fenómeno no solo ocurrió en Medellín. Cada vez más las ciudades latinoamericanas han asumido el grafiti, el muralismo y sus derivados como parte del paisaje urbano. Se desarrollan festivales en los que se promueve la práctica callejera, se propician espacios de intervenciones concertadas, se hacen charlas, se arman mesas de grafiti, se editan libros promovidos por los gobiernos, se filman documentales, también se pintan edificios enteros con publicidad para una marca específica, se realizan exposiciones en galerías que antes se dedicaban al arte pictórico en formatos mercadeables. Todo esto financiado por alcaldías y empresas privadas que desean “embellecer, propiciar que la ciudadanía se apropie de los espacios públicos para que los cuide, dar un mensaje positivo para la sociedad”. El mercado, entonces, asimiló hace mucho tiempo la subversión que proponía el grafiti y lo dispuso en una bandeja para el consumo masivo. Las marcas estampan sus productos con grafitis, los barrios gentrificados colman cada espacio con pintura, los barrios populares se pintan de colores vivos para promover el turismo y ocultar la miseria lo que más se pueda.

Hay, en todo esto, una especie de “liencificación” de la ciudad. El cubo blanco, a partir de su relación con el grafiti, salió de sus paredes límpidas y ahora dispone, en la medida de sus posibilidades, lo que ocurre con las diferentes gráficas de la calle. Los festivales de arte urbano privatizan, de algún modo, las superficies, deciden cómo se ven, cómo se intervienen, cuáles son las temáticas e incluso aplican capas protectoras para que el mural no sea intervenido por nadie más después; la dinámica callejera llega a su final cuando esto pasa. El procedimiento de apropiarse de los espacios se afantasma, cada vez el gesto espontáneo de intervención es más difuso, más improbable. Incluso, el grafiti ilegal, antes indeseado y combatido por las autoridades, se vuelve con mayor frecuencia un objeto de deseo, una decoración de la escena de la ciudad cosmopolita, joven y abierta a la diversidad. En definitiva, y en consecuencia de lo anterior, se transformó en un producto perfecto para las redes sociales, en especial Instagram. La subversión es “instagrameable”. Pareciera que no hay escapatoria.

Aunque siempre hay contrapoderes. En la noche del dos de septiembre de 2023, un colectivo de grafiteros intervino el metro de Medellín con unas “bombas” coloridas en uno de los costados y luego huyeron sin rastro: la misión perfecta. Esto causó una gran polémica, incluso algunos medios titularon con palabras como “agresión” el hecho. Las redes sociales no tardaron en reaccionar y chispearon los comentarios a favor y en contra de la pintada, con lo cual demostraron, en segundo plano, que este tipo de intervenciones siguen llamando la atención del público y sacuden el paisaje adormecido de la pintura callejera.

Hoy las ciudades latinoamericanas están decoradas con rostros indígenas, solo deseados en las paredes, pero no pidiendo monedas o ejerciendo de algún modo su ciudadanía. También aparecen jaguares, pájaros de la fauna local, campesinos, personas racializadas, pero esa aparición está mediada por la limpieza y el orden estatal. Cada pieza en formatos coloridos, con sus límites establecidos: no salirse de la raya, mantener el marco siempre presente, el límite bien definido. En este gesto se funden la institución con el trabajo personal: muchas de las intervenciones independientes que realizan los muralistas y grafiteros en las calles dialogan con el deseo de limpieza de la ciudad, y esto, a su vez, alimenta los portafolios de cada artista, para luego seguir trabajando con la institución: un círculo virtuoso, un “gana gana”. La domesticidad a la orden del día. La institución como modelo estético, metabolizado en la educación visual de los artistas. Como ejemplo se me ocurre una imagen que he estado rumiando desde hace unos días. En julio de este año, el famoso artista, muralista y grafitero español Aryz expuso una de sus piezas en la Basílica del Pi, en Barcelona. En las fotos que el artista colgó en Instagram se ve un grupo de personas en la iglesia, en el momento de la ceremonia, devotas de la imagen de tamaño descomunal atrás del cura que imparte la misa. Esto me da pie a pensar en el fenómeno del muralismo y el grafiti actual. Y es que, sin proponérselo, los artistas están construyendo una iconografía de lo sagrado, una mercancía de consumo cultural intocada, privatizada y deseable. No ya los trazos en alguna pared con un mensaje anónimo y vital, que rompa con el statu quo, sino, por el contario, se están generando imágenes que se articulan, con prolijidad, al urbanismo táctico, a las estéticas institucionales de los proyectos de ciudad.

También hay disputas dentro de las tensiones de los diferentes movimientos de intervención urbana. Por ejemplo, Stink Fish, un reconocido grafitero de larga trayectoria, escribió un ensayo titulado “La ciudad sigue fallando. Apuntes sobre grafiti en Bogotá” en el que condensa su lectura de lo que pasa con los espacios privatizados por la alcaldía de su ciudad:

Para nadie es un secreto que Bogotá, al igual que otras ciudades latinoamericanas, sufre violentos procesos de gentrificación donde se utiliza el libreto del grafiti/arte urbano como uno de los motores del urbanismo colonial, donde las políticas de blanqueamiento de la ciudad, desde el colorido arte del grafiti, están a la orden del día. Injusticia espacial y arquitectura del despojo sostenida sobre una ilusión de arte; sofisticación, desarrollo y modernidad. No basta con colocar inmensas y pesadas macetas para evitar las ventas ambulantes, no basta con colocar agudas piedras en las áreas residuales de la calle, no basta con privilegiar la circulación de automóviles sobre la de peatones, no basta con el abuso policial, no basta con el apoyo ciego al turismo salvaje y depredador, no basta con la especulación inmobiliaria, también es necesario decorar el tinglado de este proyecto de ciudad-producto con color. Porque el color no existía antes de los murales institucionales, la magia del color institucional hizo lo suyo, y ahora todo es diferente gracias al color de la pintura aprobada, estandarizada y perfilada. No importan las imágenes que están contenidas en esos marcos–pared, lo importante, a la final, es el color en dimensiones que se pueden calcular, pero no entender.

 

Hay resistencia por parte de muralistas y grafiteros que se oponen a este vector de fuerza y generan otros registros en sus piezas. También piensan en los medios, en cómo las producen y las distribuyen, y esa oposición cobra un efecto que, si bien es tímido, se refleja en los diálogos que se establecen con el espacio público, en sus fisuras y grietas que se niegan a dejarse domesticar. No obstante, por el momento el marco del color, los grandes formatos de edificaciones convertidas en lienzos, la representación (y no el diálogo) con el precarizado y el oprimido, y la institucionalización gubernamental de los espacios alternativos siguen siendo la regla rectora de las intervenciones urbanas, y parece que cada vez hay menos espacio y movilidad para el gesto espontáneo, poco premeditado, con mayor libertad para el diálogo con la calle, sin mediaciones por parte de las instituciones.

Es un hecho que el control institucional metabolizó los gestos y las estrategias de intervención urbana de artistas y grafiteros, digirió muy bien el deseo de pintura y la necesidad decorativa de la planeación urbana, y propuso una expansión museográfica que hoy monocultiva los colores, los formatos y las posibilidades de las paredes que alguna vez tenían un margen distinto de operación pero que hoy parecen obedecer a un estándar cada vez más complejo de disputar. 

ACERCA DEL AUTOR


Santiago Rodas

Docente universitario. Ha publicado los libros de poesía Trampas tropicales (Atarraya, 2016) y Gestual (2014).