La fe en la escritura

Especial de ficción

Cuento.

POR Beatriz Dávila Reyes

Diciembre 09 2021
Ilustración de Jorge Carvajal

Ilustración de Jorge Carvajal

 

Aquí no somos nadie. Inmigrantes sin un centavo, provenientes de un país con pésima reputación. Blancos exóticos con ínfulas de instruidos y con mal inglés. Vivimos en un sótano oscuro que huele a polvo y a moho. Es una vida fría y solitaria, de estrechez material, en medio de miles de caras inexpresivas, como máscaras, como muertas. Hablo en plural porque vivo con un intelectual misántropo, alérgico a cualquier cosa que no sea un libro. ¿Dónde está el sentido de todo esto? No está en el amor romántico, que se hizo añicos desde el día en que llegamos a tierras desconocidas, y que se terminó de aniquilar con su lectura de autores afectiva y sexualmente frustrados. El sentido está en la escritura. A veces, por instantes, creo que vivir en este sótano, con nada más que tiempo y libertad ante una pantalla, significa estar en el lugar correcto. Suele pasar justo antes de que todo sea una catástrofe.

Salgo corriendo loca de alegría a la habitación contigua, en nuestra paupérrima vivienda de inmigrantes, a contarle a H –el intelectual misántropo– que una de mis lectoras me escribió. Mi lectora vive en un barrio deprimido de Caracas, le comento, y prosigo diciendo que en la carta la mujer me da las gracias y se explaya describiendo cuánto han significado para ella mis textos. H sigue de cara al escritorio, visiblemente ofuscado por haber sido interrumpido en su lectura de Rousseau. Últimamente vive más exasperado de lo usual con la mujer con quien cohabita (yo) debido a las ideas del Emilio en las que ha estado imbuido. Se podría decir que no le hago “suave y grata” la vida. H admira la perseverancia con la que me dedico a mi oficio y celebra ver mis artículos publicados, pero al mismo tiempo lo dejo perplejo al salirme de sus esquemas. Como cuando le digo que no, no pienso cocinar más. Claro: más que ser intelectual, es santandereano y machista.

Cuando veo que H está más tenso que la cuerda de un violín y gruñe, al principio con complacencia (un gruñidito que quiere decir: “Ajá, te felicito, pero en realidad me importa un culo, y ahora por favor lárgate”, mientras levanta las cejas y acerca la vista al libro deshilachado de tapas azules) y después con plena irritación (suelta un gruñido, esta vez de impaciencia, y deja caer la cabeza entre las manos), regreso a mi escritorio: la mesa de jardín que nos sirve de comedor. Estoy tan contenta que no me importa la respuesta odiosa de H –en otro momento habría estado horas intentando encontrar las palabras exactas para describir su neurosis y rumiando sobre la injusticia de no tener un cuarto propio para escribir–. Le escribo de vuelta a la mujer en Caracas. A lo mejor mi presencia al otro lado de la pantalla es vital para ella. Toda la mañana, María, mi querida desconocida, da vueltas en mi cabeza. Me imagino su vida y me despierta una tremenda compasión. Me inflo en mi papel de salvadora. Pobre, ¿qué sabrá ella de la felicidad?

Por la noche siento la mente nublada por el calor de los tubos de calefacción y no he hecho más que cosas intelectualmente improductivas, como arrastrar una enorme maleta cinco manzanas de ida y cinco de vuelta, barriendo las hojas secas y el polvo de las calles. Se trata del ritual semanal para lavar ropa en una lavandería pública que tiene costras de mugre en el suelo, revistas de hace veinte años y propietarios chinos que atienden de mala gana –la buena anciana canadiense que nos alquila su sótano por un dineral como acto de generosidad con las culturas subalternas no accedió a prestarnos su lavadora–. A las ocho y media de la noche sé que sirvo para lavar ropa en circunstancias extremas, pero dudo de mi habilidad para la escritura. No he podido escribir ni uno solo de los artículos del mes. Otras veces me parece sumamente sencillo y tengo fe en mí, en esta vida precaria, en mi escritura y hasta en una suerte de divinidad que le da algo de orden a esta vida catastrófica. Pero hoy solo surgen palabras mentirosas y vacías. Me siento un fraude como coach espiritual y un estruendoso fracaso como escritora.

Mientras caliento agua para té en un cazo, en la cocina pintada de azul marino, pienso mil cosas. Como que temo verme forzada a venderle el alma al diablo en vista de mi rotunda falta de talento artístico. Temo estar obligada a escribir otra vez artículos horribles sobre los últimos tratamientos con ácido hialurónico “para las primeras líneas de expresión”, ese eufemismo de las arrugas, o reportajes faltos de ética donde las petroleras son un ejemplo de responsabilidad ambiental. Temo que jamás lograré escribir nada que valga la pena. Temo que H no me quiere. Temo que yo no me quiero.

Pongo la bolsa de earl gray y sirvo el agua en una amarillenta taza de Mr. Happy –regalo de emergencia que consiguió H para mi cumpleaños– que me parece más fea y deprimente que nunca. Happy, happy. Eso le digo a mi familia por teléfono: que soy feliz. Si soy un desastre como escritora, después de años de terapia para superarlo, podría escribir un libro de autoayuda y decirles a mis conocidos cosas como que la fama no me importa. Que no tengo ninguna pretensión literaria. Que lo que me motiva es servir, llegarle a alguien, así fuese a una sola persona en todo el mundo. Fingiré ser feliz.

Este sótano de estudiantes me sofoca. Mi esposo, estudiante de doctorado, erudito y experto en filología, me oprime incluso más que el hueco en el que vivo. Lo complazco y me anulo ante él mucho más de lo que admito. A veces pasa de la desconsideración al desprecio, a la humillación y a la opresión, pero somos demasiado educados para pensar que en nuestro hogar hay algún tipo de maltrato. Cualquier gesto de cariño moderado de su parte desbarata mi determinación de largarme. He desarrollado úlcera, síndrome de abandono y un profundo resentimiento hacia él que, según los libros que leo, no debería sentir. Porque se supone que las personas espirituales tenemos que amar sin condiciones. Pero en lugar de esto lo odio. Sin atenuantes.

Sentada frente a la pantalla, en una improvisada mesa de comedor de pobres, en el sótano de una vieja rica que se cree muy incluyente por tener una pareja de hispanos viviendo en alquiler en el subsuelo de su casa, aguardo la respuesta de mi lectora, esa querida desconocida, como la única esperanza que me queda.

 

II

Es una tarde lluviosa y oscura. Un viento frío, que arrastra gotas de agua y hojas color ocre, hace temblar las ventanas semienterradas de mi casa. En lugar de trabajar, o de comprar la crema de dientes que se acaba, o de comenzar a escribir la novela que algún día escribiré, en lugar de todo lo que debería estar haciendo, me he puesto a leer cuentos. Últimamente leo a Hemingway, que me entretiene, que me enseña técnicas de escritura y cuyos libros me devoro de un tirón. Es un grande, violento, pero grande: se entiende que sea bueno. Hemingway y la contención del cuento. Hemingway y la teoría del iceberg. Ernest, el tipo que narraba de maravilla, que escribía en La Habana y de pie, que peleó en la guerra y amaba España, que llegó a empatizar con leones y mujeres mediante la pluma, pero que con el puño les reventaba la cara a sus amantes y disfrutaba del toreo y de la caza. Pero esta vez no es Hemingway. Es una publicación de cuentos de escritores profesionales y aficionados. Lectura que me pone incómoda.

Al principio leo como quien no quiere la cosa. Trato de acomodarme en la barata silla blanca de plástico de Ikea. Me duele el culo. Me duele el ego. Comienzo con algunos relatos con los que soy implacable. Trato de encontrarles fallas: acusarlos de cursis, trillados, mal escritos, pretenciosos. Sigo leyendo y acabo admitiendo que están buenos, la mayoría. Después de leer al menos quince cuentos con envidia, y tras fingir que no me importa, termino por aceptar que he disfrutado varios de ellos porque están realmente geniales. Me consuela saber que el autor de algunos es un viejo poeta nadaísta, personaje que tiene derecho a ganarse mi respeto. A los demás los detesto por talentosos.

Lloro tanto que me queda el pelo empapado de lágrimas, se enrojece mi cara y los ojos se me hinchan hasta que me deformo como un monstruo, envidioso y fracasado. Al rato salgo de darme una ducha caliente y me siento, ya sin lágrimas, a encarar mis demonios frente a la pantalla en blanco. En este punto no hay nada que perder. Al menos sobre eso podría escribir en mi página de crecimiento personal: “Cómo superé el momento en que me di cuenta de que era mala escritora, cuando escribir era lo único que me interesaba en el mundo”. O “Cómo pasé de ser una aspirante a escritora a una esposa y ama de casa asustada y sometida”.

H sale del estudio, me ve sentada frente a la pantalla –no se ha dado cuenta de nada, nunca se da cuenta de nada importante–, se acerca por detrás, me da un beso en la cabeza y me dice: “Mi escritora favorita”. De repente siento afecto por él y me inflo de orgullo por tener su aprobación (que casi nunca obtengo) y un beso (que pocas veces recibo). Me siento culpable por escribir que lo odiaba. Borro todo.

 

III

Empujo la pesada puerta de vidrio y marco azul de Future –la cafetería en la esquina de Bloor Street y Brunswick– que huele a lo habitual en los meses fríos: una nube densa de aceite de papas fritas, sudor de cuerpos hacinados en otoño, cañerías. Tiene una concurrencia diversa, que incluye estudiantes trasnochados ante platos enormes de pancakes, mendigos y bohemios que toman café negro y obreros que comen schnitzel de pollo. Escojo una de las pocas mesas de madera que quedan libres, cerca de la ventana. Vengo a emprender la ardua lectura, en francés, de una biografía corta de Camus, con la ayuda de un café aguado y de un diccionario. Al medio día predominan los hombres viejos de Europa del este. A algunos los conozco. Sé que van todos los días, como yo, a acompañar su soledad en ese país que a veces, sin importar cuántos años lo hayamos habitado –sobre todo cuando llueve, cuando nieva–, se siente irremediablemente ajeno.

Dejo mi maleta y busco con la mirada a Karl, mi anciano amigo de Polonia, con quien intercambio reflexiones y libros. Karl me diría, un día fresco de verano –su cuerpo enorme sobre un diminuto taburete junto al ventanal abierto, sus pequeños y vivaces ojos verdiazules bajo unas gruesas cejas blancas y despeinadas–, que no hay vergüenza en caerse de un buen caballo. Que el arte, según Proust, es revelar lo que está oculto. Que habría que entender lo que estoy haciendo, preguntarse qué es escribir, qué es arte. Me sugeriría que lea a Rilke para saber si realmente tengo alma de escritora. Pero Karl no está. Usualmente se pasa la otra parte del día en Willow, un local de libros usados. A la entrada de la librería hay un maniquí de mujer sin brazos y sin medio cráneo que produce terror. Si no está aquí, Karl estará allí, bebiendo vino, leyendo la separata literaria del New York Times, hablando con los clientes y vistiendo con ropa de segunda y retazos de tela al maniquí, su hada grotesca.

Para paliar el frío del otoño, la ausencia de Karl y de todo lo que amo, el abandono que siento por parte de H, mi mal inglés y mi pésimo francés, mi frustración creativa y mi confusión vital, voy al mostrador de la repostería a drogarme con azúcar. Pero entonces reconozco una voz de hombre que grita con potencia desde la cocina: “¡Huevos con tostadas!”. Me volteo emocionada y saludo con la mano a mi amigo filipino, que trabaja allí y que ya se ha vuelto cercano de tanto que voy, y además por ser ambos hijos de la colonia española, descendientes de invasores y ladrones de sangre caliente. Sonreímos. Oliver tiene puesta la gorra hacia atrás, está sudoroso y sumamente estrecho en su delantal grasiento de cocinero. Conversamos sobre el clima –tema inevitable en Canadá, no solo por el frío, sino porque es un país donde nunca pasa nada–, y me habla de su madre, que recién llegó a Vancouver. Yo le cuento que ahora, además, me dedico a escribir ficción. Me encojo de hombros y añado: “Qué se le va a hacer, me toca, es una necesidad”, y él, que piensa que todo lo que yo hago es una pérdida de tiempo –y que me ha ofrecido trabajos de obrero bien pagos que siempre rechazo para seguir haciendo cosas absurdas como escribir cuentos o estudiar sánscrito–, me mira con ternura y me ofrece algo para comer.

Cuando vuelvo a mi mesa, invariablemente inestable y con pegotes de ketchup, me doy cuenta de que hay una mujer que no ha dejado de observarme. Está vestida con tonos lúgubres, tiene el pelo plateado, cejas muy negras, pintalabios rojo, mirada penetrante. Es uno de los solitarios que me rodean. Se ve triste y por alguna razón parece interesada en mí. Albert Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Argelia. La mujer está sentada a mis espaldas. Me siento un poco nerviosa, pero al mismo tiempo me intriga. Su pensamiento se asocia frecuentemente al existencialismo, pero Camus siempre dijo ser ajeno a este. Miro hacia la ventana como buscando entender alguna palabra en francés, de las mil que no entiendo, y alcanzo a ver su rostro en alto, la mirada clavada en mí. Su obra contribuyó a la formación del movimiento conocido como el teatro del absurdo. Otros de sus exponentes fueron Beckett, Jarry, Ionesco.

Repito el gesto a los pocos minutos y todavía me mira. Solo algunos, en esta sociedad de personas prudentes y en extremo reservadas, son capaces de mirar con tanta insistencia a un extraño. El pensamiento de Camus tiene influencias de Schopenhauer. ¿Quién será, o quién cree ella que soy yo? Formó parte de la resistencia francesa, y durante la ocupación alemana apoyó los movimientos libertarios de posguerra. Resistencia. Libertad. Camus no tuvo miedo de escribir. No dudó en defender sus valores y sus sueños, la libertad y la justicia, la no violencia por encima de la guerra; ni siquiera cuando lo amenazaron de muerte.

Entonces pienso que a lo mejor esa mujer soy yo misma, dentro de algunas décadas, como en aquel cuento de Cortázar. Imagino que quizás estaré en un café y veré a una chica que podría haber sido yo, que le contará a su amigo que está comenzando a escribir, y yo, que siempre quise hacerlo, querré decirle a esa mujer joven que no desista, que fui infeliz por haberlo hecho. Que el miedo pesa más que la derrota. Que siempre habrá que seguir, seguir creando, seguir creyendo en ese amor; el único que estará siempre. Que con cada idea que dejé ir moría algo de mí.

Cuando me volteo, la mujer que pude haber sido yo misma en algunos años ya no está, pero vuelvo a mis artículos, a mis cuentos, a mi escritura en verso y en prosa, buena o mala, ya no importa, porque tengo una deuda con esa mujer que seré yo. Vienen a mí las palabras de Rainer Maria Rilke y sí, Karl, gracias a ti supe que mi respuesta es sí: he comprobado que escribir está enraizado en lo más profundo de mi corazón. En la hora más callada de la noche supe que moriría inevitablemente en caso de que se me impidiera.

O quizás no. Quizás no pasaría nada y quizás la historia de aquella mujer sea otra. Pero qué fría, qué trágica y tediosa sería esta vida sin la escritura: un eterno vivir en Canadá en otoño, un eterno Toronto sin Future Bistro, una vida donde el amor nos destruye y no nos damos cuenta; un presente y un futuro sin fe en nada, y eso sería morir un poco.

 

ACERCA DEL AUTOR


Politóloga de la Universidad de los Andes. Tiene una maestría en literatura latinoamericana y española peninsular de la Universidad de Toronto y estudios en narrativa de la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Fue incluida en las antologías Nostalgia bajo cero y Iceberg (volúmenes iii y iv), y ganó en la edición número xxiii del Concurso de Cuento Ramón de Zubiría de Uniandinos. Es colaboradora de El Espectador.