La historia de José Félix Patiño, el médico que no imaginó Molière...

Un análisis de Vida y reflexiones de un cirujano, el libro de José Felix Patiño con Isabel López Giraldo que acaba de publicar Libros Malpensante.

Para el Diario Criterio.

POR Hernán Darío Correa

Octubre 04 2021
José Feliz Patiño

“Quien trabaja con las manos, es un artesano. Quien lo hace con el corazón, un artista. Y quien trabaja con las manos, el corazón y la cabeza, es un cirujano”. Con sentencias así, sintéticas, contundentes, José Félix Patiño condensa episodios o aspectos de su vida (1927-2020), de su obra y de su época, revelando su agudeza y su compromiso de ciudadano, su condición humanística, su formación filosófica y técnica, y su temprana e indeclinable vocación médica por el bienestar y la salud de sus congéneres, antípoda del médico a palos de Molière, en este volumen que acaba de ser editado por Libros Malpensante bajo el título Vida y reflexiones de un cirujano. Memorias conversadas (Bogotá, agosto de 2010, 266 páginas).

Lo primero que habría que decir sobre la experiencia de lectura de este magnífico texto es que el libro se abre como una conversación que nos incluye y nos interpela profundamente, en la medida en que se refiere a las principales dimensiones de nuestro ser colectivo, empezando por asuntos relacionados con la forma como se han tejido en el país la salud, la educación, la cultura regional, la filantropía, e incluso la política, y la historia con mayúscula, no tanto desde las estructuras sociales y culturales, sino por empeños, encuentros y sincronías personales, encrucijadas familiares, y por supuesto elecciones éticas de su autor.

Patiño se va revelando página tras página como un ser humano consciente de la importancia de la tradición cultural, de la conversación y de la ecuanimidad en el trabajo sostenido y ponderado, y de los empeños indoblegables que protagonizó alrededor de los asuntos científicos y prácticos de la medicina, en el curso de su carrera universitaria siendo estudiante, investigador, autor e incluso rector de universidad; en la fundación de clínicas, entidades de salud y asociaciones médicas nacionales e internacionales; en la formulación de políticas públicas de educación y salud; o en la construcción de una familia y en la forja de sí mismo como un lector riguroso y embelesado con su biblioteca personal de alrededor de 13.000 volúmenes, que finalmente donó a la misma alma máter del país que presidió en un momento crucial a mediados de los años 60. [1]

En su experiencia, para poner un solo ejemplo, la ecuanimidad es un concepto que comprendió a cabalidad cuando vivió y asumió el tránsito entre los dos paradigmas de la cirugía, el “halstediano” de intervención física masiva, y el de la invasión mínima endoscópica, como “igualdad y constancia de ánimo, e imparcialidad de juicio” (citando al DRAE, 247), después de recordar la primera lección que aprendió sobre el concepto: “Años atrás, en los seminarios de Bellagio, un día el señor Rockefeller me preguntó: ¿Usted sabe cómo se creó la Fundación Rockefeller? No, no sé. - Mi abuelo, tal vez hacia 1904, preguntó a uno de sus amigos: Bob, ¿qué hago con tanto dinero? El amigo respondió: ¿Por qué no creas una fundación? Y mi abuelo le preguntó: ¿Qué es una fundación? El amigo le relató cómo a finales del siglo I y finales del siglo II en el Imperio Romano hubo cinco emperadores buenos, el último fue Marco Aurelio y el penúltimo Antonino Pio, uno de los más sobresalientes. Cuando Antonino Pio estaba muriendo en Lorium, Etruria, población cercana a Roma por donde pasa la Vía Aurelia, una de las principales de Imperio, lo interrogaron: ¿Cómo resumiría su vida? Y él respondió: aequaminitas, ecuanimidad. Y contó cómo con su esposa Faustina la Mayor, habían creado un hogar para niñas romanas huérfanas, sostenido por personas generosas, y no por el Estado. Esta, aparentemente, fue la primera fundación que tuvo la humanidad, la de la esposa de Antonino Pio”. (87)

Lo segundo es que lo anunciado desde la presentación del libro, es en efecto una tarea de construcción de una memoria que va más allá de un testimonio, pues se pasea por eventos colectivos de los que fue coprotagonista a lo largo de sus años; y que por ello es reveladora de la complejidad de la historia del país, una de cuyas tensiones máximas es la de la simplificación de sus procesos, de sus significados y de sus sentidos, pues en esta vida contada se dan claves para desmontar muchas de esas simplificaciones.

Se trata de claves anecdóticas, del estilo de su casual encuentro con su autor preferido en sus primeros pinitos como estudiante de medicina (John F. Fulton, quien escribió el texto clásico de neurofisiología, cuyo libro llevaba en español en su primer día de matrícula en Yale). Fulton resultó ser su tutor asignado, cuando arribó a dicha universidad para hacer su carrera de cirujano, y sin preámbulos le dio las llaves de su oficina-estudio y de la biblioteca escogida que allí tenía sobre esos temas, diciéndole: “-Este es su espacio, aquí no viene usted a que le enseñen, sino a aprender”; y entonces se prometió a sí mismo asumir esa tarea, primero con la lectura de esa biblioteca, luego con el rendimiento como alumno comprometido consigo mismo de ser el primero en todas sus materias; y luego con el aprovechamiento del campus y su riqueza cultural en su formación como hombre, ciudadano y luego médico, en ese orden[2]; experiencia, según sus propias palabras, que lo llevó años más tarde a orientar la reforma de estudios de la Universidad Nacional de 1964-65, al mismo tiempo acogida con entusiasmo por parte de la comunidad universitaria, no sin discusiones abiertas como la librada por Fals Borda, y demonizada por otros como parte de la intromisión del imperialismo norteamericano en el país –Plan Atcon–. [3]

O la mención –a nuestro modo de ver más que reveladora de aquellas simplificaciones–, del malestar de su amigo y compañero de estudios John D. Rockefeller III, cuya fundación de familia había financiado gran parte de las reformas y emprendimientos médicos de la época en Colombia, por la invasión de tanques a la Universidad Nacional; y de su renuncia como rector al ver venir ese hecho a partir de la soberbia de su amigo y paciente, Carlos Lleras Restrepo. Un verdadero haz de eventos entre íntimos y públicos que abren el espectro de interpretación de esas complejas urdimbres históricas...

O de pistas y señales colectivas y abiertamente políticas, como su crítica de la ley 100 y su paradigma mercantilista de la salud, donde es mucho más directo y expresivo: “La ley 100 cambió el imperativo hipocrático, por el mandato burocrático de las EPS, alejando al médico de sus obligaciones con su paciente en el marco ético y deontológico del juramento hipocrático” (222); “no veo cómo hacer compatible le ética médica con lo que pudiéramos llamar la ética corporativa, en la cual en un servicio de salud mayor es el lucro cuanto mayor sea la negación de servicios” (224); y, “la atención gerenciada de la salud se implantó en los Estados Unidos durante el gobierno de Richard Nixon y en Colombia con la promulgación de la ley 100 de 1993, cuyo ponente fue Álvaro Uribe Vélez, quien desde entonces ha sido defensor a ultranza del modelo que convirtió la salud en una mercancía y la atención sanitaria en un vulgar negocio” (217); o, “un economista, que nada sabe de salud, da a su accionar un tinte puramente economicista. Por ejemplo, en el ministerio de Alejandro Gaviria, brillante economista de la línea del ‘capitalismo moderno’, para significar el neoliberalismo, el sistema de salud se deterioró terriblemente, la cartera de los hospitales ascendió anualmente a razón de un billón de pesos, algo extremadamente grave en el caso de los hospitales públicos, que son la columna vertebral de cualquier sistema de salud. Era frecuente oírlo exponer los indicadores de salud bien conocidos, atribuyéndolos a nuestro sistema de salud, cuando en realidad, según una memorable exposición de la Doctora Martha Lucía Ospina, directora del Instituto Nacional de Salud de la Academia Nacional de Medicina, la contribución potencial a la morbimortalidad es apenas de 11% por las acciones de los servicios de salud, en tanto que, en su mayor parte, 62%, se debe al estilo de vida y al entorno, y 27% a la biología humana. Pero la responsabilidad atribuida es de 90% a los servicios de salud, 2,7% al estilo de vida y al entorno, y 8,9% a la biología humana” (224- 225). Por lo demás, en varios apartes de sus charlas Patiño insiste en que los dos únicos países con un sistema de salud mercantilizado a ese extremo, son los dos citados: Estados Unidos y Colombia.

Lo tercero es que al comienzo del libro narra su afecto y su vínculo de toda la vida por su comarca de origen, Iza, Boyacá, donde heredó y mantuvo la casa de su padre, y a donde concurrió a su entierro con el presidente de la república de entonces, el mismo Lleras Restrepo, en cuyo vecindario creó el hospital con el nombre de su progenitor, Luis Patiño Camargo.[4] Conmueve, en este plano de su historia personal, el perfil de cultura local semi-olvidada de ese terruño, como el de gran parte del departamento, más allá de su triste papel en la violencia de los años 30, 40 y 50 del siglo pasado, y por supuesto en la debacle humanitaria causada por las violencias más recientes, que han dejado en el trasfondo otras proyecciones, otras colonizaciones, y otros protagonismos de la gente del Cristo de espaldas, cuyas historias migratorias hacia el Sumapaz, Cundinamarca, Bogotá, los Llanos Orientales y La Guajira, entre otros territorios, junto con sus aportes literarios, científicos y sociales en la historia nacional, aún están por contar de forma cabal.

Y finalmente, para no abundar aquí en facetas y dimensiones de su historia, de enorme significado en el país, e incluso en el ámbito mundial de la cirugía, es destacar su acerbo como lector y autor de innumerables libros, cuyas apropiadas y discretas citas de Hipócrates, Kuhn, Medawar, entre muchos otros, son tan lúcidas como reveladoras: “Aristóteles en su Ética a Nicómaco, decía que la salud es el fin de la medicina. ¿Cuál es el sujeto de la medicina? El sujeto es el hombre. (...). He publicado un artículo y tengo un capítulo en mi libro Lecciones de cirugía sobre la ética quirúrgica a la luz de la ética nicomaquea” (215).

En esta época de tránsitos generacionales tan marcados por sucesos como el grito juvenil mundial respecto del dramático cierre de expectativas laborales y de bienestar, y de crisis como la de la pandemia, que ha precipitado la partida de muchos exponentes artísticos, culturales, sociales de las generaciones anteriores que han sido referentes de identidad, en un desfile tan implacable como amplificado por los medios y las redes de comunicación, el tema de la memoria se ha convertido en una suerte de ritual espontáneo e improvisado, si vale esta especie de oxímoron, a través de breves recuentos sobre dichas presencias en las vidas de todos. Pero como pocos entre nosotros, en este libro hay un hito de memoria asumido conscientemente por José Félix Patiño, de legarnos la historia de su derrotero, de sus empeños, de sus creencias y valores, de su ejemplo ciudadano y de su condición de benefactor de nuestra salud pública, y de su admirable afán de trascender a través de su obra y de sus propios recuerdos, saltándose ese puente estrecho hacia el olvido de quienes se van yendo en silencio; en su caso con una elegancia, una altura y un estoicismo admirables...

“¿Y cómo ve el final de su vida? Aquí tengo que ser muy simple en la respuesta. Creo que con la muerte finaliza todo, así como se funde un bombillo... ya no hay luz. (Pero si quiere que sintetice lo hablado), puedo decir con el título del libro póstumo de Pablo Neruda y el canto de Frank Sinatra: Confieso que he vivido y a mi manera. Para terminar, nada mejor que el aforismo I : I de Hipócrates: La vida es corta / el arte es largo, / la ocasión fugaz; / la experiencia insegura / el juicio difícil.” (265).

 

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[1] “Desde cuando yo tenía diez años, mi padre, profesor de medicina tropical, me llevaba a la Ciudad Universitaria. Por esa época la Facultad de Medicina funcionaba en el gran edificio ubicado en la calle 10 frente al Parque de los Mártires... ‘Un día vas a estudiar en esta universidad’, me decía mi padre, y como tengo 93 años, no creo que haya en Colombia una persona que la conozca por tan largo tiempo” (54-55).

[2] “El Gimnasio Moderno me sirvió para no estar debajo de los estudiantes de primer año de Yale. Porque en la facultad de Medicina se daba profunda importancia a la cultura general del estudiante, no solamente a los estudios médicos. Tomábamos materias electivas y se programaban reuniones sobre temas de historia, literatura y cultura general. Además, la universidad tiene la Escuela de Música con su orquesta y un programa espectacular de ópera, y la Escuela de Teatro. (...) Allí escuché por tres dólares al violinista Yehudi Menuhin, el número uno del mundo por esa época. Además, estaba a menos de dos horas Nueva York, con trenes cada hora, lo cual me permitía asistir al Metropolitan Opera House, el viejo Metropolitan fundado en 1883. Años más tarde estuvimos allí una noche con Hernán Mendoza Hoyos, quien iniciaba los programas de planificación familiar desde Ascofame, con la más violenta oposición por parte de los altos jerarcas de la Iglesia” (65-66).

[3] “Introduje los estudios generales para abandonar ese modelo obsoleto de universidad napoleónica profesionalista cuyo único fin era expedir diplomas” (116). Al respecto de los avatares de la reforma que Patiño implementó como rector, además de lo referido en su libro, ver: Daniel Carrillo Guerrero, “A manera de introducción. Zonas de negociación en ciencias sociales: La creación de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, 1963-1966”, en: Mauricio Archila, François Correa, Ovidio Delgado y Jaime Eduardo Jaramillo (Eds.), Cuatro décadas de compromiso académico en la construcción de nación. Bogotá, Universidad Nacional, Facultad de Ciencias Humanas, 2006.

[4] “La familia de mi pariente, el general Sergio Camargo -1832-1907-, nacido en Iza, siempre tuvo una finca en Boyacá a la que llamaron Gotua... es una bella casa con gruesas paredes de adobe, construida a finales del siglo XVIII” (35). “Le cuento que mi papá colocó a la entrada una placa en piedra con una oda de Horacio en latín que se refiere a la vida del campo: ‘Dichoso aquel que lejos de los negocios, como la antigua raza de los hombres, dedica su vida a trabajar los campos paternos con sus propios bueyes, libre de toda deuda’” (42).

ACERCA DEL AUTOR


Sociólogo, investigador, escritor y editor. Premio Nacional de Antropología 1995.