La masacre sublime

El colmillo de la esfinge.

POR José Covo

Febrero 17 2022
El colmillo de la esfinge

 

Después de todo y siempre... la idea de la muerte hermosa. Uno de los sueños más precisos y más frágiles de toda la ambición mortal que orienta al alma humana hacia su destino. Morir bien... la última satisfacción posible. Que ya no nos satisface a nosotros sino a la ausencia que nos sobrevive bajo nuestro nombre. Es la ausencia la que sostiene la nostalgia de lo que fuimos en su núcleo inexistente... como el cuadro sostiene frente a su superficie  la mano que lo sigue pintando cada vez que alguien vuelve a recorrer con la mirada el camino del pincel. Como la guerra –¿no es verdad?– que tanto dolor y tanto sentido produce desde el vacío que cada cuerpo y cada edificio deja, sacrificado a su nombre. ¡Dolor con propósito! ¡Ausencia con significado! El punto más allá del horizonte donde ya no hay mundo, y sin embargo hay aún sentido.

            Esos dos grandes horizontes... que pendulan con el plomo de los siglos, el uno infernal y el otro sublime. La guerra, ese matadero de la historia, y el arte, el jardín de la época donde el alma descansa. Pero, aún... la guerra produce repúblicas, tratados y auges económicos. ¿Qué sería de nuestro presente sin las barbaries fundadoras del pasado? Y la belleza bien puede movilizar, con su aura seductora, al genocidio o al colapso de políticas fiscales. ¿No eran, en verdad, honestamente elegantes los uniformes de la SS? ¿No hay un gusto inmediato por la belleza de la Libertad que se expresa en la sangre encharcada de nuestros contrarios?

Recuerdo una pelea a los diecisiete, ¡esas peleas a puño diáfano de la juventud! Que resolvían disputas muchas veces no enunciadas... un “le tengo la mala a ese”, un “me miró feo”... ¿Qué otra razón hay, en realidad, para ir a la guerra? Ninguna idea moviliza más que las mariposas estomacales del impulso universal –hay que decirlo– para el asesinato. Estaba muy borracho y me quité la camisa para amenazar en general a todo el que me estuviera viendo. ¡Un pavo real! Desplegando su ensamblaje de ojos sibilinos para traer a la realidad el oráculo de su superioridad. Pero, como sabemos, los oráculos a menudo fallan en sus predicciones, o le atinan a algo que no habían contemplado en la clarividencia original. Y llegó uno de mi mismo colegio, un año menor que yo, pero más grande, y me rechazó, con toda la calma, el ofrecimiento de violencia. Yo le di la mano... y me fui a dormir. No fue, al final, una pelea, de manera que mentí al inicio del párrafo, buscando un efecto –una belleza– que la historia solo alcanza con la promesa infundada de una golpiza. Satisface –¿no es verdad?– dejar en claro de vez en cuando que, después de todo, estamos dispuestos a matarnos.

Este texto, también, es el germen de una gran violencia. Si se hiciera de él, por accidente, una suerte de evangelio, las generaciones lo pisarían con sus miradas igualmente atávicas y renovadas y le sacarían, como a las uvas, el jugo de su verdad. Vivirían entonces comprendiendo que la guerra es bella y que la belleza es violenta… y, entonces, ¿qué sería del mundo si fuéramos a la guerra buscando lo sublime? ¿Si escribiéramos con la esperanza de, a través del texto, por una magia o una lectura demasiado en serio, provocar la muerte al lector? ¿Qué sería el arte si el artista apostara la vida en cada obra? ¿Qué sería la guerra si se ganase por elegancia? Pero..., ¿no es así ya? ¿No es esa la realidad debajo de las ideas que tenemos sobre ella? Vamos a la guerra buscando un Sentido más grande que cualquier vida individual. Y en el arte buscamos establecer la Verdad de la percepción, más allá del desorden de la vida diaria. ¡El artista arriesga su nombre para ganar la inmortalidad! Pero es, al fin, su nombre quien la gana y no él. ¿Qué diferencia hay, además, entre el buen vestir y un batallón milimétricamente organizado? ¿Quién no siente que su día a día es insignificante frente a la realidad que promete un Renoir?

Por último... el Sentido que buscamos al final de todas las obras y de todos los proyectiles es, en realidad, ¡un recuerdo! Y aún el recuerdo de todos los recuerdos... la posibilidad lógica de recordar. ¡Una utopía retroactiva! De la que vinimos, de alguna manera. ¿Quién puede decir que no hubo un Paraíso? Pero nos provoca tanto terror la verdad de que vamos hacia el futuro en completa ceguera de lo que advendrá, que nos satisfacemos poniendo allá, más allá de todo horizonte posible o imaginable, a la Justicia, que es, como cualquier Humano está preparado para confesar, igualmente Buena y Hermosa. En la muerte bella nos parece que llegamos, individualmente, a ese lugar. Después de todo y siempre... somos el animal que escuchó un rumor, allá, en ese lugar que llamamos el futuro... y todos, incluso las facciones enemigas, estamos de acuerdo en que ese lugar existe.

ACERCA DEL AUTOR


José Covo

Ha publicado las novelas Cómo abrí el mundo (Planeta, 2021), La oquedad de los Brocca (Caín Press, 2016) Osamentas relampagueantes (Caín Press, 2015). A través de su escritura aborda la fragilidad de los conceptos y las fantasías con los que se negocian, entre los miembros de la especie, el problema del estar-aquí. Fue pintor antes de escribir cualquier cosa, soñador lúcido antes de empirista, y cree que el agua le entra al coco desde un adentro más interior.