La política sobre los cuerpos
Han pasado catorce años desde que las primeras políticas lgbt aparecieron en Colombia, un logro en un país que, a pesar de su biodiversidad, no ha podido aceptar esa otra diversidad de lo sexual. Aquí un recuento histórico de esta lucha y de aquel paisaje paralelo y tornasolado que ha sido la literatura queer colombiana.
POR Juan David Correa

Drag queens en el bar bogotano Zona Franca (c. 1990). © manu mojito / fundación arkhé
Conversar y asumir la diversidad sexual es una de las tareas pendientes de esta sociedad tan compartimentada en estratos sociales y mentales y de tanta violencia en contra de personas lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersexuales, no binarios, etc., tal como se evidenció la noche del 30 de mayo de este año en un video en donde tres hombres agredían con sevicia a dos mujeres trans, en la avenida 1º de Mayo, en Bogotá.
Hace cinco años, una de las causas –no la única, por supuesto– del fracaso del plebiscito promovido –sin necesidad– para legitimar un acuerdo de paz que el actual gobierno decidió deshacer, como una profecía autocumplida del horror, fue haber lanzado una serie de teorías descabelladas que terminaron por viralizarse. La primera, ocasionada por unas cartillas pedagógicas realizadas por la fundación Colombia Diversa, y encargadas por el Ministerio de Educación, produjo una andanada de odio y fobia bajo el supuesto de que no se podía imponer un adefesio teórico al que bautizaron como “ideología de género” y que, insistieron, era transversal al acuerdo de paz. El hecho incluso le costó el ministerio a Gina Parody, que había declarado de manera pública ser lesbiana.
Después apareció otra disparatada teoría sobre un rayo homosexualizador –no es broma– que, aparentemente, provenía de un programa de humor mexicano. Con esos dos argumentos se lanzó una campaña de desprestigio del acuerdo de La Habana que causó una ola de conservadurismo, quizás presagiando lo que ocurrió tras las elecciones de 2018.

Manifestante en la marcha organizada por el colectivo Toloposungo, acrónimo de "Todos los policías son una gonorrea" (16 de mayo de 2021). © raúl vidales
En ese momento, conocí a Cristina Rojas Tello, con quien comenzamos a hacer talleres literarios con población lgbt desde la revista Arcadia acompañados de una serie de publicaciones insertas en la misma revista, que buscaban celebrar los diez años de la política lgbt de Bogotá. Una política que ella y cientos de otros, como el generoso Juan Carlos Prieto García, ayudaron a construir con mucho en contra.
A lo largo de nuestras conversaciones, Cristina me habló de sus búsquedas, de la idea de escribir y poner de alguna manera el acento en la pedagogía contra la ignorancia y la violencia que se ha acrecentado desde entonces:
Detrás de todas las discusiones que dividieron en ese momento al país, se encontraba una masa de padres y madres que, callados, miraban temerosos el noticiero, mientras en sus corazones sabían que su hijo era gay y también que las escuelas son territorios de discriminación para ellos. Pero nadie pensó en estas familias y muy pocos se atrevieron a pronunciarse. Muchos de esos padres estaban confundidos y angustiados y no sabían si debían odiar y rechazar a su hijo, culparse o seguir amándolo. Esta situación les trajo aún más zozobra [...], a pesar de la existencia de la Sentencia Sergio Urrego T-478 de 2015, que ordenó al Ministerio de Educación Nacional implementar acciones tendientes a la creación definitiva del Sistema Nacional de Convivencia Escolar, en un plazo máximo de un año contado a partir de la notificación de la sentencia; y aunque esta, particularmente, obligaba a revisar extensa e integralmente los manuales de convivencia de los colegios en el país para determinar que los mismos fueran respetuosos de la orientación sexual y la identidad de género de los estudiantes –y a pesar de grandes esfuerzos por parte del Ministerio de Educación–, no se ha logrado llegar a todas las instituciones educativas. Incluso, aún existen establecimientos educativos donde los manuales son malleus maleficarum, documentos de persecución a cualquier expresión que se salga de la heterosexualidad normativa.

El 16 de julio de este año se llevó a cabo en el barrio Santa Fe, en Bogotá, el evento Yo Marcho Trans. Ella fue una de las participantes. © david jiménez
Hace apenas unos meses, Cristina publicó De colores (Diana, 2021), un libro pedagógico que sirve de sustento a miles de padres y madres que no encuentran cómo hablar de derechos y diversidad de manera pública. Desde hace muchos años, me ha perseguido la pregunta sobre el lugar simbólico que ocupan los cuerpos diversos en la literatura escrita en Colombia. Por eso, en este texto intentaré hacer una especie de lectura desde algunas de esas novelas icónicas de la literatura lgbt colombiana, y su implicación simbólica en la política que se proclamó en Bogotá hace catorce años.

Asistente a la Contramarcha, una manifestación organizada por disidencias sexuales (4 de julio de 2021). © camilo martínez
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Fernando Molano Vargas fue un escritor bogotano que el gran público desconoce. Puede parecer injusto –Molano ganó un premio nacional, su novela Un beso de Dick es paradigmática en la literatura colombiana escrita en los años noventa, y los lectores lo conocen–, pero su nombre no es masivo en un país que necesita, con urgencia, entender que la diversidad somos cada uno de nosotros, y que la vida de quienes hacen parte de los sectores sociales lgbt depende de que muchas personas estén dispuestas a reconocer y a celebrar la diferencia.
Homosexual, de clase media baja, estudiante de la Universidad Pedagógica y de la Universidad Nacional, no reunía las condiciones que impone cierta idea arribista de lo intelectual en nuestro país. Estudiante de cine y lector compulsivo, comenzó a publicar crítica literaria a finales de los años ochenta, hasta que en 1992 ganó el Primer Concurso Literario Cámara de Comercio de Medellín con Un beso de Dick, un bellísimo relato sobre el amor de dos hombres que se convirtió en novela de culto. De ahí en adelante, Molano tuvo un breve reconocimiento: gracias a Héctor Abad Faciolince publicó su libro de poemas Todas mis cosas en tus bolsillos, y más adelante ganó una beca de Colcultura para terminar su segunda novela, Vista desde una acera, que escribió casi entera en las salas de la Biblioteca Luis Ángel Arango.
La vida de Molano, sin embargo, transitó la exclusión de clase y sexual por cuenta de su homosexualidad. Murió en 1998, solo, sin que se tuvieran noticias de su segunda novela, que una amiga suya encontró perdida en los anaqueles de la Luis Ángel Arango y que fue publicada, quince años después de su muerte, por la editorial Seix Barral. Vista desde una acera es un relato terrible de una sociedad excluyente, en una ciudad clasista y despiadada como pocas. El narrador, Fernando, nos cuenta la penosa enfermedad de su amante, Adrián, así como el amor que sentía por él y la trágica realidad de un sistema de salud que le da la espalda a la comunidad lgbt. El resultado es de una rabia y una alegría pasmosas. A la pobreza, la homofobia, la ignorancia de los demás que solo toleran la heteronormatividad, el narrador antepone el nacimiento de un amor y de una vocación. Tal vez, como lo dice Abad en el epílogo del libro, la vida de Molano fue, ella misma, una fábula “con moraleja y todo”. La historia de Adrián y de Fernando es la de dos estudiantes luchando contra todo, en medio de una desolación geográfica, humana y temporal llamada Bogotá, hasta que el primero muere de sida.
En esa ciudad de los años noventa, que se levantaba con la resaca de una orgía de violencia y corrupción, la misma en la que los árboles de la avenida Caracas habían sido reemplazados por rejas y chuzos que la convirtieron en una tierra de nadie, comenzaron a florecer las primeras experiencias que darían como resultado la Política Pública para la Garantía Plena de los Derechos de las Personas lgbt.
Para entonces, las luchas de reivindicación de estos sectores se libraban desde los movimientos sociales, y aunque había espacios de discusión, la idea misma de lo lgbt era proscrita e invisibilizada por la mayor parte de la sociedad. Colectivos de mujeres lesbianas como Triángulo Negro, de hombres y mujeres a nivel nacional como el León Zuleta, esfuerzos individuales del lado gay como los de Germán Humberto Rincón y Manuel Velandia, y liderazgos como el de Diana Navarro y Charlotte Callejas dentro de la población trans –un sector que desde entonces pone el pecho y también los muertos–, asumieron la defensa de unos derechos que, aunque podían ser los de millones, parecían seguir emparentados de manera absurda con el secreto o a la enfermedad.
Las reuniones se hacían en bares o en oficinas de organizaciones que movían el tema pues no podían hablar en público sin ser rechazados. Era una ciudad muy parecida a la que refleja Molano en Vista desde una acera (Seix Barral, 2012). Y en la que moriría en 1998. “Manos arriba contra la pared / apretados los muslos y los ojos, / ella me tiene; / y aguardo, solo, a que por fin me aseste / su triste golpe”, dice en uno de sus poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos (Seix Barral, 2019).

Participantes de la marcha organizada por Toloposungo y la Red Comunitaria Trans (25 de noviembre de 2020). © raúl vidales
Hay quienes afirman que la prehistoria y la historia de la política lgbt son concomitantes con la historia de Bogotá. Uno de ellos es Mauricio Albarracín, abogado del centro de investigación Dejusticia y experto en temas asociados a la defensa de derechos lgbt, además de columnista de El Espectador. Según Albarracín, la política lgbt ha sobrevivido gracias a las sucesivas administraciones, que han puesto los derechos de estos sectores por encima de la pugna política. “Todas las administraciones la han apoyado. Más allá de los alcaldes, de las políticas, no ha habido tabula rasa a pesar de las variaciones. Eso ha hecho interesante la continuidad”. Pero antes de la política, hubo otros hitos que vinieron de la sociedad civil, definitivos para abrir puertas y ventanas a un discurso que hasta entonces era marginal. Uno de ellos fue la publicación de Al diablo la maldita primavera, novela del escritor Alonso Sánchez Baute, que ganó el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá diez años después de la publicación de Un beso de Dick. No era fácil que una novela celebratoria, que abría espacios de fiesta y rebeldía, contrariamente a la tristeza y opacidad de la década anterior, tuviera un lugar en el conservador mundo de la literatura colombiana. Ni mucho menos que escritores con notoriedad, como R. H. Moreno-Durán, reconocieran como jurados que se trataba de “una obra tan incómoda como exótica” en las letras colombianas. El travestismo, la noche, los tránsitos urbanos, la amistad, las drogas y la música son centrales en una novela que, en palabras de su autor en una entrevista con Semana, “es la historia del tránsito entre los gobiernos Mockus-Peñalosa. Cuando el segundo heredó la famosa Ley Zanahoria, no existían todavía los ahora llamados clubes, y los jóvenes se enteraban dónde continuaría la fiesta suspendida por decreto al entregarles un flyer a la salida de los rumbeaderos, fiesta que podía ocurrir en un apartamento abandonado del centro de Bogotá, en una bodega en la zona industrial o en una casa en las goteras de la ciudad. Como se ve, es lo mismo: la Bogotá que trepida en la oscuridad de sus moradores”.
Al diablo la maldita primavera no es, como se ha querido entender en ciertas ocasiones, una novela de activismo velado. Es la voz literaria de un tránsito, de un momento que, premeditado o no, se corresponde con el de una ciudad que comenzaba a abrir el espacio para la diversidad. La novela, publicada en 2002, demostraba que la sociedad civil estaba penetrando la política a través, también, de los gustos. De repente, por solo poner un ejemplo, las baladas románticas, vistas con desprecio por las clases pudientes, se insertaron en el imaginario de dichos círculos sociales; Yuri, Rocío Durcal o Isabel Pantoja, llamadas “música de plancha” en alusión a que era lo que escuchaban las empleadas domésticas, entraron en el repertorio de lo que se consideraba “normal”. A la par que estas expresiones, aparecerían organizaciones como Corporación Derechos para la Paz-Planeta Paz (2000) o Colombia Diversa (2004). La primera, nacida en pleno proceso de paz del expresidente Andrés Pastrana con las Farc, en medio de la devastación de los líderes populares que eran asesinados, fue creada a instancias de la Universidad Nacional y el Instituto Latinoamericano para una Sociedad y un Derecho Alternativos (ilsa). Lo primero que se hizo desde Planeta Paz fue trabajar en la organización de diversas mesas en las que se convocaba a la población lgbt con el impulso de Daniel García-Peña. La idea era construir políticas sociales con sectores civiles y populares para contribuir al entendimiento, y allí se articularon varios líderes de los barrios y localidades de la ciudad. En ese momento se creó la Mesa de Trabajo lgbt con la participación, en distintos momentos, de personas como Manuel Guzmán, Edwar Hernández, Blanca Durán, Elizabeth Castillo, Camila Esguerra, José Fernando Serrano, Mauricio Albarracín y Sandra Montealegre. Empezaba el reconocimiento de lo lgbt.
Como me lo dijo una activista que pidió omitir su nombre, el choque cultural no fue fácil en un país que había invisibilizado históricamente lo lgbt. El proceso de paz fracasó, pero Bogotá venía de alcaldías como la de Mockus –que abrió espacios simbólicos para la expresión– y la de Enrique Peñalosa, que insistió en proteger dichos espacios. En las elecciones de 2003, cuando Luis Eduardo Garzón era precandidato a la Alcaldía, este se sentó a hablar con los sectores de diversidad sexual y, tras escucharlos, les prometió que, de salir elegido, haría realidad cuatro apuestas de ciudad: la primera, que habría un centro comunitario lgbt en la ciudad; la segunda, que instalaría capacidad institucional y administrativa con el movimiento; la tercera, que el espacio de interlocución entre la administración local y la Mesa lgbt se mantendría y se llamaría Alianza por la Ciudadanía Plena de los Sectores lgbt, y la cuarta, que Bogotá contaría con una política pública lgbt. Tras ganar, Garzón cumplió y abrió el primer centro comunitario lgbt, en la calle 66 con novena, en Chapinero. Hoy, muchas de las personas y activistas de esa época hacen parte de la administración distrital.
Un caso particular es el de una mujer que llegó al centro comunitario junto con su hijo D. buscando asesoría, y ambos terminaron creando organizaciones sociales y convertidos en activistas. El primer grupo de padres y madres de personas lgbt se formó por la iniciativa de esta mujer, que había comenzado a buscar familias para entender lo que le ocurría a su hijo, siendo sus únicas herramientas las teorías feministas para conocer lo que serían a futuro los muchos caminos de su vida. Un día, viendo Citytv, se enteró de la apertura del centro. Era diciembre de 2006. Ella recuerda que era un espacio precario, sin muchos recursos, pero en el que se notaban la fuerza y el amor de quienes estaban dispuestos a contar con un lugar en la ciudad. Se creó a través de una unión temporal entre Colombia Diversa, la Alcaldía de Chapinero, la Fundación Arcoíris (la rama filantrópica de la discoteca Theatron, que es probablemente una de las más grandes de América Latina, ubicada en la calle 58 con carrera décima, en Chapinero) y Profamilia. Ella y su hijo fueron recibidos por Iván Ángel, primer coordinador del centro, y allí comenzó la historia de activismo de padres y madres en Bogotá. Es importante precisar que hasta ese momento el tema de la identidad de género desde la familia y desde la niñez no se discutía en sociedad. “Nos sentábamos cada quince días a hablar. Mucha gente no entraba porque le daba vergüenza o miedo, ya que el nombre lgbt los catalogaba, pero poco a poco se creó un clima que fue definitivo para vencer las barreras. Ese lugar era fundamental, pues hizo que se formaran decenas de grupos como Entre Tránsitos, Fundación Grupo de Acción y Apoyo a Personas Trans (gaat), Red Somos, Grupo de Papás y Mamás (después Transfamilias). El centro comunitario nos permitió vivir una experiencia que era digna de contarse y no de ocultarse”, dice la madre.
Esta historia se convirtió en algo así como un paradigma de lo que las organizaciones de base habían conseguido. El hijo, D., estudiante de un colegio distrital en la localidad de San Cristóbal, fue aceptado y acogido en su tránsito por dos profesores de la institución y por la mayoría de sus compañeros de clase. Sin embargo, al asumirse como tal, también recibió violencia y burlas de los demás profesores y de algunos estudiantes, como cuando D. dio un concierto en un acto cultural en el colegio y algunos comenzaron a reírse y a burlarse de él. Enfurecido, el niño bajó de la tarima y se armó una gresca que llevó a la decepción de D. y a su decisión de no regresar a la escuela. Su madre, en una reunión en Chapinero con el alcalde Garzón, en la que este hablaba de las acciones emprendidas por el bien del sector lgbt, se levantó y le protestó contándole su caso.
El día en que D. volvió al colegio lo hizo de la mano de Luis Eduardo Garzón. Esto, por supuesto, produjo un ruido mediático que tuvo tanto de largo como de ancho. Sin embargo, más allá de las decenas de momentos dolorosos que debieron enfrentar madre e hijo, ese momento coincidiría con la presentación, ante el Concejo de la ciudad, del documento de política pública para el sector lgbt. El Concejo, según me lo contaron varias personas, no fue un escenario amable: las burlas estuvieron a la orden del día y la política, presentada dos veces, fue rechazada.
Ante la inminencia de su partida, Garzón tomó la decisión de firmar el Decreto 608, el 28 de diciembre de 2007, con los lineamientos de la Política Pública para la Plena Garantía de los Derechos de las Personas lgbt. Los antropólogos José Fernando Serrano y Camila Esguerra tenían una sólida trayectoria en asuntos de género y estudios lgbt, y fueron quienes produjeron el documento final después de varias rondas de discusiones en diversas mesas en las que participaron lesbianas, gays, bisexuales y transgénero de las veinte localidades de Bogotá.
José Fernando actualmente está en Sídney, donde cursó un doctorado. Nos reunimos vía Skype e insistió en decirme que la política fue clave al haber surgido de los movimientos sociales como una apuesta de transformación social:
Esta política no se pensó para distribuir servicios. No se trató de organizar una oferta institucional, no porque eso no fuera necesario, sino porque pensar que una política solo es eso es muy limitado. Esta recoge unas luchas sociales y unas demandas muy particulares compartidas con batallas como las libradas por las mujeres, y entra en sintonía con las políticas de derechos que se plantearon en los años noventa tras la Constitución del 91, como la de Infancia y Adolescencia. Ahí están plasmados los esfuerzos del movimiento lgbt, el sentido de los derechos y cómo se ve el movimiento social en ella.
Aunque no fue hasta 2009 que el Concejo de la ciudad aprobó la política para garantizar plenamente los derechos del sector y consolidar desarrollos institucionales en todas las dependencias distritales, lo importante es que se trató de hacer una reforma desde el Estado, propuesta por un movimiento social. Es decir, jugar desde dentro. Dicha intención, y sus resultados, han tenido ventajas y desventajas, dice Serrano. Las ventajas, por supuesto, pasaron por la creación de la Dirección de Diversidad, asociada a la Secretaría Distrital de Planeación, que se fortaleció a través de la Gerencia de Mujer y Género del Instituto Distrital de la Participación y Acción Comunal (Idpac) y la Subdirección para Asuntos lgbt de la Secretaría Distrital de Integración Social. Además, durante las siguientes administraciones, los centros comunitarios crecieron y se hicieron autónomos, como es el caso actualmente de los de Teusaquillo y Los Mártires, y con el paso del tiempo, hasta la actual administración, por lo menos en su lenguaje los bogotanos han interiorizado la existencia del sector lgbt, aun cuando las fobias sociales siguen martirizando a unos y otros. Para personas como Serrano y Albarracín, quienes insisten en defender la política, las desventajas radican sobre todo en cierta estatización de las prácticas sociales que, debido a lo institucional, quizás perdieron su capacidad de movilizarse y solo exigen cosas al Estado. Dice Serrano:
No se trata del discurso antiestatal o contestatario del pasado, pero las principales propuestas del movimiento se ponen en la misma canasta y se le pide a la política que resuelva todo. Y esa no es la idea: el espíritu era crear un mecanismo que permitiera hacer esas transformaciones desde el Estado, a través de la gente. La forma en que construimos el documento de política pública no fue tradicional, no se hizo con la estructura de derechos a la salud o a la educación, sino sobre la necesidad de cambios institucionales frente al sector. Esta fue y es una apuesta de un sector político que no se veía como un beneficiario de servicios, pues nada íbamos a ganar si esto apenas se conocía en la ciudad.
Para que eso sea posible, concluye Serrano, es necesario producir conocimiento, dar cuenta de los procesos, documentar, pues es indudable el logro del sector en lo público, algo impensable hace una década, y no solo en los centros de poder de la ciudad.
Juan Carlos Prieto lleva cuatro años al frente de la Dirección de Diversidad Sexual y entiende que hacen falta decenas de cosas por suplir, pero cree que durante esta administración han comenzado a repensarse temas centrales como la visibilización de las mujeres trans, la multiplicación de organizaciones sociales y de nuevos liderazgos, la inclusión en el discurso cotidiano de lo lgbt, aunque no necesariamente su aceptación y la llegada a territorios inexplorados por la institucionalidad, como Sumapaz.
En 2016, el escritor barranquillero Giuseppe Caputo publicó Un mundo huérfano, novela que, al decir del exeditor de Arcadia, Christopher Tibble, “funda un universo tan extraño como singular, donde un padre y su hijo deciden sobrellevar la escasez material recurriendo a la abundancia simbólica, en un esfuerzo, como dice el mismo Caputo, por ‘darles un estatus artístico a las personas cuyas vidas a nadie le importan’ ”. Aunque el escritor ha insistido –así lo hizo Alonso Sánchez en el pasado– en que su novela rebasa la etiqueta de literatura gay, lo que resulta más interesante es que, sin duda, una sensibilidad homosexual presente en la novela fue recibida con entusiasmo por críticos y lectores avezados. Caputo logró, al igual que Molano y Sánchez, pero por un camino radicalmente distinto, abordar la agresión hacia la comunidad homosexual; por ejemplo, con una serie de cuerpos desmembrados a la orilla del mar, cuya (des)composición se asemeja a una obra de arte (“Parecían esculturas, esos cuerpos divididos en cuartos y mitades –clavados en estacas, algunos, o empotrados en faroles, algunos, violados para siempre por un árbol–. Parecían de barro, también, y otros, de tan destrozados, parecían barro”). La cercanía entre la violencia y la belleza se debe, según Caputo, a que no son realidades excluyentes: “La violencia no es solo una destrucción, sino una destrucción creadora, porque produce cosas. Como dice la académica Elaine Scarry, cuando una persona está frente a algo bello, primero se contagia –quiere reproducirlo–, después busca que se mantenga presente y finalmente produce en ella un cambio de locación. Y creo que la violencia funciona de la misma manera”, se lee en el artículo de Tibble.
Lo cierto es que en los últimos cuatro años (2017-2021) muchos han sido los avances y retrocesos en un país que, de un acuerdo de paz suscrito con resistencias pasó a una supresión del mismo por parte del Centro Democrático, partido de gobierno, y del propio mandato de Iván Duque Márquez, quien en su momento prometió hacer trizas ese pacto firmado en 2016, en el Teatro Colón, y lo ha cumplido. Las consecuencias de esa contrarreforma se han hecho sentir en las ciudades y territorios sobre los cuerpos de personas lgbt. Según Colombia Diversa, en 2020, el año de la pandemia que nos alcanza hasta este 2021, se registraron “75 homicidios, 14 amenazas y 20 casos de violencia policial contra esta población”. Y ante el dolor de los cuerpos como territorios sobre los que se ha ensañado la violencia, la aparición de nuevos libros, de expresiones artísticas y de marchas celebratorias en las calles del país hace cada vez más público un debate que aún no alcanza su madurez.
Catorce años de derechos parecen ser pocos, dicen. En este caso, son muchos.
Una primera versión de este texto fue publicada en Diez, un inserto que circuló con la revista Arcadia para celebrar los diez años de la política lgbt en Bogotá, el 25 de mayo de 2017.
Listado de libros colombianos sexualmente diversos.










ACERCA DEL AUTOR

Fue director de la revista Arcadia y actualmente es el director literario del Grupo Planeta.