Las razones de la violencia

Entrevista a Jorge Orlando Melo

El esquivo tema de las justificaciones de la violencia nacional es protagonista central del nuevo libro del historiador Jorge Orlando Melo, Colombia: las razones de la guerra. La cuestión, usualmente eludida por nuestros intelectuales, es de la mayor pertinencia. Seguramente algunas de sus apreciaciones resultarán muy controversiales. Lugar Común entrevistó al autor sobre este volátil asunto. ¡No se lo pierdan!

 

 

POR Jorge Orlando Melo

Octubre 15 2021
[Retrato de Jorge Orlando Melo de Camilo Uribe Posada (IG: @CamiloUribePosada).]

Retrato de Jorge Orlando Melo de Camilo Uribe Posada (IG: @CamiloUribePosada).

 

Lugar Común (LC): En su libro usted adopta una cronología de quinientos años que es inusual en los textos históricos acerca de Colombia. Por lo general, la proponen únicamente los libros escolares, los manuales o las historias generales (como la que usted publicó recientemente o las de Bushnell, Palacios-Safford…).

¿Por qué adoptó esa cronología extensa para abordar las justificaciones de la violencia?

 

Jorge Orlando Melo (JOM): Al participar en las discusiones sobre las causas de la violencia, desde los ochenta, sentí que era importante diferenciar entre las “causas objetivas” de la violencia y la decisión privada de asumirla. Ya en 1991, hace 30 años, argumenté que, fuera de los factores sociales y económicos, había que tener en cuenta los elementos culturales y políticos que facilitaban la decisión de usar la violencia para enfrentar esos factores objetivos: la pobreza, la desigualdad, la acción ilegal del Estado o los grupos poderosos, las fallas de la justicia. Esos elementos son esencialmente los argumentos a favor de la violencia, de su justicia y de sus probabilidades de lograr un cambio real, y las críticas al sistema, ante todo a las restricciones al cambio por medios democráticos y pacíficos.

A todo eso se añadía en los ochenta, entre los factores objetivos, uno nuevo, el auge de los recursos del narcotráfico. Mi idea, entonces, era que en 1985 se había dado un cambio básico de la tendencia y que la violencia, que estaba disminuyendo desde los cincuenta, se agravó bruscamente por la combinación del narcotráfico y el fracaso de las primeras conversaciones de paz. Y buscando las razones para el fracaso de los esfuerzos de paz, sobre todo cuando se hicieron intentos tan audaces como la Constitución de 1991 y los acuerdos de esos años, empecé a ver que, aunque la violencia había cambiado mucho en los 500 años desde la llegada de los españoles, había una retórica, una manera dominante de ver la realidad, basada en la idea de que el uso de la violencia es en muchas ocasiones justo. De modo que mi visión actual es que desde 1500 a hoy los grupos dominantes, y muchos grupos dominados, creen que la violencia es justa; y creo también que esta idea se va consolidando. Y además esa violencia satisface el afán de venganza, el odio contra el enemigo, culpable de muchos males.

La visión que se va consolidando en la Conquista, en la lucha contra los indios rebeldes y los esclavos, en la guerra de Independencia de los criollos contra los españoles, en las guerras civiles del siglo XIX es que hay “guerra justa” cuando uno se rebela contra un dominio injusto, cuando se defiende de la violencia de otro o cuando se busca defender una estructura justa de la sociedad contra una amenaza radical. En este caso, la violencia de 1949 a 1953 fue ante todo un esfuerzo de salvar el país del peligro de un orden liberal contaminado con la masonería y el comunismo y la respuesta de quienes creían que contra la arbitrariedad oficial había derecho a rebelarse y a defenderse por las armas. Podía haber hablado únicamente de lo ocurrido después de 1950, cuando empiezan a aparecer grupos campesinos que creen que tienen que defenderse de la opresión del Estado, y después empiezan a creer que su lucha es justa, además, porque buscan establecer una sociedad igualitaria, etc. Pero me pareció que los antecedentes coloniales y del siglo XIX explicaban muchos de los rasgos de la violencia de 1954 a 2020, la violencia que enfrentó a los dirigentes de la sociedad y el Estado, que creían que había que defenderse de un peligro comunista, contra los que apoyaban las guerrillas, que querían establecer una sociedad justa, igualitaria, comunista, etc. Y, sobre todo, que esos antecedentes explicaban el éxito de quienes insistieron en que la única salida para superar la existente democracia, vista como muy limitada por las reglas del Frente Nacional, y la injusticia social, era tomar las armas, usar la violencia para lograr el poder, y consiguieron que durante más de sesenta años sectores importantes de la población creyeran que era posible el triunfo de una insurrección armada. A partir de 1964 el gobierno buscó establecer la paz, eliminando a la oposición comunista y toleró, en algunos momentos apoyó, la violencia privada, impulsada por los narcos para lograrlo, con pésimos resultados.

 

LC: A pesar de la extensa cronología escogida, su libro indica que, si bien en el actual territorio de Colombia hubo previamente períodos sangrientos (como los de la Conquista, la Independencia o el enfrentamiento bipartidista desde 1948), la ruptura fundamental en lo relativo a la violencia política se dio en la segunda mitad del siglo XX. Su argumento es, de hecho, que en 1958 cambió el carácter de esta: entonces cesó la pugna entre liberales y conservadores por el poder y comenzó la lucha por instaurar una “sociedad comunista”.

¿Por qué entonces no centrar el libro en este último período?

 

JOM: Creo que el libro está “centrado” en el último período, pero me parece que valía la pena mostrar cómo antes de 1949 se habían creado formas de justificar la acción violenta contra los enemigos del “orden”, visto este sobre todo como el orden social tradicional, la comunidad basada en los rasgos básicos de la nación como fue definida por la Regeneración, o sea, la nación católica, conservadora, blanca y que hablaba buen español. Y servía para mostrar cómo la caracterización del otro como un enemigo total y al mismo tiempo inferior (indio, negro, bandido, comunista) había justificado desde la Conquista ciertas formas de violencia extrema, que revivieron en la violencia de mediados del siglo XX y que fueron adoptadas después por los paramilitares y por las mismas guerrillas para eliminar al enemigo, dejando un mensaje de terror, el de que simplemente este enemigo no podía existir. La lógica previa (guerra justa, respuesta justa a la violencia del otro, violencia contra el inferior, la fiera o el salvaje) se trasladó al conflicto reciente, que sí es el que realmente me importa.

  

LC: En la introducción de su libro usted hace algunos comentarios muy estimulantes. El primero afirma que la generalización de la violencia política en la segunda mitad del siglo XX engendró un “ambiente cultural en el que el uso de la violencia en la vida personal se ha hecho mucho más fácil, natural y frecuente”.

Aun así, usted recuerda que para la mayoría de la población la violencia seguía siendo una forma extrema de acción que no compartía”. ¿Acaso nuestra tragedia en las décadas finales del siglo XX, a diferencia de la violencia generada justo antes por el enfrentamiento bipartidista, fue causada por una pequeña minoría?

 

JOM: Yo creo que en general los que se deciden a participar en la violencia son una minoría. La mayoría ve la violencia desde lejos, comparte sus resultados pero rechaza la forma, el método. Los jefes de las guerras civiles trataron en general de regular la guerra, de hacerla con el tono y los gestos de caballeros enfrentados. Pero la experiencia de muchos excesos fue rompiendo las barreras, y la violencia de 1949-1953 fue de una crueldad sin antecedentes. Y el ejemplo del uso del terror en estos años fue aplicado después de 1985 por los paramilitares y por los guerrilleros. Pero aún en estos años, la mayoría de la población probablemente no quería vincularse a esos horrores, y los que tienen algo de poder para decidir, que son una minoría, prefieren que otros tomen las decisiones, o tratan de negar que los de su lado hayan cometido actos terribles. Prefieren decir que son acusaciones infames del enemigo, pero buscan el apoyo genérico para su lucha: hay que acabar con la oligarquía, pero no sería justo matar a todos los empresarios; hay que acabar con los comunistas, pero respetando a los que uno conoce. Si se piensa que en Medellín en 1993 hubo 6.000 homicidios (una tasa de más de 300 por 100.000, que sería como si en Colombia hubiera hoy 150.000 homicidios) se puede considerar que solo 5.000 o 10.000 personas habían matado a alguien: eso era menos del 1%, incluso tal vez menos del 1 por mil. Estos cálculos muestran que aunque la gente piensa que en una situación de violencia amplia todo el mundo es violento, lo cierto es que sigue siendo algo a lo que solo se decide una pequeña minoría.   

 

LC: Acerca de esta relación entre violencia política y violencia privada, surge otro interrogante, relacionado con las maneras más o menos exitosas en que los diferentes gobiernos y la sociedad en general han procurado romper este círculo vicioso. Usted mismo jugó un papel importante en Medellín en ese sentido como consejero presidencial para los derechos humanos entre 1990 y 1994…

 

JOM: Por lo ya dicho, siempre hay mucha gente que no comparte la violencia, en el gobierno, el Partido Comunista o entre los “oligarcas”. Y eso hace que, si el sistema mantiene sus rasgos legalistas, como en Colombia, haya muchos esfuerzos por frenar esa violencia. Los ideólogos puros piensan que hay que aumentar la represión militar. Pero desde 1979 o 1981, como respuesta al Estatuto de Seguridad, se defendieron otras alternativas: había que negociar y había que someter las acciones de la represión (y también las acciones de la guerrilla) a las reglas del derecho humanitario, del derecho de gentes, de la ley. De 1982 a 1987 se habló mucho de derechos humanos, y el gobierno de Barco creó una Consejería de Derechos Humanos para documentar las violaciones y promover una conducta más controlada en la represión. En 1990, yo acepté ser Consejero de Derechos Humanos. Al mismo tiempo, en Medellín se creó una Consejería, que asumió María Emma Mejía, para frenar la violencia en las barriadas, promoviendo diversas acciones legales y sociales. Y en enero de 1993 yo asumí esta Consejería, que buscaba ofrecer alternativas a los jóvenes de la ciudad, empleo, deporte, bibliotecas, etc., y que buscaba estimular los frenos legales a la violencia, fortalecer la justicia, etc. Creo que en Medellín el resultado fue muy exitoso, basado en unas políticas diseñadas por los expertos de las Universidades y que definió María Emma Mejía con mucha claridad.

  

LC: El segundo comentario de la introducción de su libro que nos interesa abordar en esta entrevista es una consideración metodológica: usted trata la violencia de los paramilitares como violencia política y no como violencia meramente criminal o como violencia privada, es decir, “la del que se defiende de una amenaza a su propia vida o a su honor”. Entre dos estrategias que, como usted muestra, combinaban “todas las formas de lucha” (la insurgente y la del establecimiento), ¿la sociedad colombiana terminó inclinando la balanza en favor de esta última?

 

JOM: En la represión contra la guerrilla y los campesinos y sectores populares, se combinaba la represión legal (detenciones, procesos judiciales) y la represión ilegal a las redes de apoyo de la guerrilla y a los campesinos y sectores populares (masacres, desapariciones, asesinatos cometidos tanto por grupos privados armados, los paramilitares, como por miembros de las fuerzas armadas). Eso provocó muchas críticas. Después de 2004 la violencia en todas sus formas disminuyó mucho y el Estado aplicó modos de represión más legalistas, pero la violencia paramilitar se mantuvo, así como formas de violencia ilegal oficiales, como los “falsos positivos”. Pero eso tuvo éxito, en parte, porque la opinión pública, desde 2002 mostró, con la elección de Uribe, que no respaldaba la lucha armada, que rechazaba los excesos de la guerrilla. Esto se confirmó con las grandes marchas contra el secuestro, de 2008. Los guerrilleros, que diez años antes confiaban  en su triunfo, empezaron a verse contra la pared y tomaron al fin en serio la posibilidad de lograr un acuerdo, que se buscó en la negociación de 2012 a 2015 y que terminó en el acuerdo de 2016.  

 

LC: Entre los factores que en su opinión explican la supervivencia de la guerrilla en Colombia está la ausencia de una condena de la violencia política por parte de los intelectuales, especialmente de izquierda. ¿En qué países de América Latina se produjo esta?  ¿Y qué intelectuales enunciaron allí un rechazo firme y contundente de la vía armada? 

 

JOM: Intelectuales de mucho prestigio, como Octavio Paz en México o Jorge Luis Borges en Argentina o Mario Vargas Llosa en Perú eran radicalmente enemigos de la guerrilla. En Colombia, antes de 1992, los intelectuales progresistas o independientes rara vez criticaron a la guerrilla; solo lo hacían los vinculados a los dos partidos tradicionales. En noviembre de ese año los intelectuales más conocidos, encabezados por Gabriel García Márquez, Fernando Botero y Antonio Caballero hicieron una carta a la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, que criticaba la lucha armada (y sobre todo, destacaba que esta había producido respuestas terribles, que había sido contraproducente), pero manifestaban su acuerdo básico con los objetivos originales de la guerrilla. Y casi que hubo que esperar a la aprobación de la Constitución de 1991 para que esta posición lograra apoyo y fuerza. Hay que destacar que si bien en Colombia los científicos sociales en general (sociólogos, antropólogos, historiadores) no fueron partidarios de la lucha armada y no la defendieron expresamente, tampoco la criticaron.

Sin embargo, creo que este es un tema que necesita un buen estudio: ¿qué pensaron Fals Borda, Diego Montaña Cuellar, Luis Tejada, Armando Solano, Francisco Posada, Jorge Zalamea y otros novelistas y periodistas a lo largo de estos años? No es fácil saberlo ni existe un estudio sobre la visión de la lucha armada de los intelectuales, incluyendo la inmensa mayoría, que no la apoyó, pero sentía solidaridad moral con la guerrilla y consideraba que condenarla ayudaba a la violencia oficial.

 

LC: El núcleo de su libro (cinco de los diez capítulos, 150 de las 273 páginas) aborda la violencia política de la segunda mitad del siglo XX. En ese sentido, se confunde con su vida misma. ¿Cuál fue su relación con la utopía comunista, con la vía armada y con las justificaciones de esa violencia?

 

JOM: Yo milité en un partido que creía en la revolución, el Partido de la Revolución Socialista, en 1962 y 1963. Fue disuelto a finales de 1963 cuando sus dirigentes, Mario Arrubla y Estanislao Zuleta, se dieron cuenta de que los militantes estaban en gran parte a favor de la lucha armada, que ellos no consideraban todavía oportuna. Después escribí y publiqué, en acuerdo con Salomón Kalmanovitz, en junio de 1971 un artículo contra algunas teorías a favor de la lucha armada (Contrapolémica2), que circuló en varias ediciones en mimeógrafo en ese año, y fue publicado después como “Consideraciones sobre la situación política” en Sobre Historia y Política, una recopilación de diversos artículos hecha en 1979.

 

LC: Usted indica que ya en 1978 había fijado su postura pacifista en un artículo de la revista Alternativa. ¿Qué pasó antes? ¿Qué consecuencias tuvo para usted esa orientación aparentemente insólita en Colombia?

 

JOM: Mi crítica a la lucha armada en 1971 no tuvo mucho impacto. Ni los artículos de Alternativa. Sin embargo, estos últimos hacían parte de un nuevo ambiente: se estaba creando Firmes, un movimiento político revolucionario que no apoyaba (aunque tampoco criticaba) la lucha armada, y del cual hice parte también. La creación de Firmes, que tuvo resultados muy pobres en la elección de 1982, fue parte de ese ambiente nuevo, el de defensa de derechos humanos y búsqueda de negociación, que se desarrolló en los años siguientes. En 1979, en el prólogo a mi libro Sobre Historia y Política, hice una crítica clara de la lucha armada, pero creo que mis textos anteriores mantenían cierta ambigüedad. En ese prólogo escribí:

 

Una de las dificultades mayores para el desarrollo de la izquierda en el país, a partir de mediados de la década del sesenta y hasta la actualidad, ha residido en su fascinación por la acción militar y terrorista, y en una implícita valoración positiva de la violencia. Es cierto que solo un puñado de personas se ha vinculado a tales actividades, pero el resto de la izquierda se ha sentido inhibido para manifestar su desacuerdo político con tales líneas o se ha dejado llevar por la identificación emocional o el respeto y la admiración por personas capaces de enfrentar las fuerzas del sistema con un heroísmo extraño a la mayoría de los mortales. Sigue desarrollándose una acción terrorista a nombre de objetivos de izquierda [...], aunque ha sido condenada o repudiada por casi todos los grupos importantes de oposición [...] 

 

LC: Al menos durante el siglo XIX y hasta mediados del XX, son usuales los llamados al diálogo y al uso de la persuasión (y no de las armas) entre contrarios o enemigos, en especial en momentos álgidos de la violencia en nuestro país. ¿No sería interesante escribir una historia de “las razones del diálogo”?

 

​​JOM: Sí, sería interesante ver si esto es realmente fuerte y si hay formas típicas de defender el diálogo, pero no creo que haya tanta continuidad: hay defensas del diálogo con los liberales en la época de la Regeneración, con gente como Carlos Martínez Silva y los dirigentes conservadores antioqueños. Y hay transacciones y alianzas entre ambos partidos: la de 1854 contra el golpe y la dictadura del general José María Melo fue muy clara en defensa del orden legal; la de 1910, después del Quinquenio de Rafael Reyes, tuvo mucho de búsqueda de acuerdo entre posiciones diferentes. Pero diálogos con la guerrilla, con las protestas que incluyen algo armado, no son frecuentes, me parece. Valdría la pena estudiarlo.

 

Coda

*El libro de Melo, Colombia: las razones de la guerra - Las justificaciones de la violencia en la historia del país y el fracaso de la lucha armada (Bogotá: Editorial Planeta, 2021) circula ya en las librerías del país. 

*Nuestros lectores pueden acceder a la carta que “medio centenar de intelectuales” dirigieron en 1992 a la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar en este enlace (les advertimos que está precedida de una larga y torpe introducción concebida por la “redacción” de El Tiempo).

 

Portada de la obra en cuestión, primera edición, 2021.

Portada de la obra en cuestión, primera edición, 2021.

 

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ACERCA DEL AUTOR


Jorge Orlando Melo

Fue director de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Ha publicado, entre otros títulos, Bibliotecas y educación. Recientemente ha publicado una Historia mínima de Colombia y Colombia: las razones de la guerra.