Los desafíos de regular la coca

 

El Congreso discute un proyecto de ley para regular la coca y la cocaína –que no son lo mismo–. En plata blanca, la idea es arrebatarle al crimen organizado uno de los rubros económicos más productivos a nivel internacional y la mayor agroindustria de nuestro país. Pasarían a ser controlados por el Estado, en concordancia con los campesinos que han cultivado la hoja para subsistir, y las comunidades étnicas que tradicionalmente la consumen por sus virtudes y pueden crear productos beneficiosos con ella.

POR David Restrepo

Febrero 14 2021
Ilustración de Isabel Vargas

Ilustración de Isabel Vargas

 

Por primera vez en la historia, el 25 de agosto de 2020, un grupo de senadores colombianos se atrevió a presentar un proyecto de ley para regular la coca y la cocaína.

Rompiendo un gran tabú, abrieron la discusión sobre cómo se debe controlar y a quién le debe pertenecer la agroindustria más grande del país, que actualmente aporta casi el 2% del PIB –frente a menos del 1% de la industria del café–, y que no se ha podido erradicar tras cincuenta años de guerra y prohibición. A nivel mundial, la cocaína mueve ingresos ilegales de hasta 150 mil millones de dólares anuales. Es el segundo mercado ilícito más grande del mundo, después del cannabis, pero bastante más rentable. Un kilo de clorhidrato de cocaína, valorado en cinco millones de pesos o 1.500 dólares en el mercado mayorista colombiano, alcanza en promedio 28 mil dólares en Estados Unidos o 32 mil euros en Europa: un margen de ganancia casi impensable para un recurso renovable y abundante. De esta manera, la cocaína ilícita eclipsa incluso los 61 mil millones de dólares de utilidad del último año fiscal de Apple, la multinacional privada más rentable del planeta.

Estos senadores, liderados por Feliciano Valencia –del Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS)– e Iván Marulanda –del Partido Verde–, proponen que los narcos y sus cómplices dejen de ser quienes se apropien de este enorme caudal. Quieren que sea el Estado el que de forma visible monopolice la compra de hoja de coca y la producción de cocaína. A los consumidores mayores de edad se les permitiría acceder máximo a un gramo de esta sustancia por semana, con control de calidad, comercio justo y pagando impuestos. Pero antes deberán recibir educación sobre cómo reducir los riesgos y daños que conlleva su uso, registrarse en una base de datos anonimizada que monitoree su volumen de compra, y utilizar estas sustancias en medio de campañas de prevención del consumo y prohibición de hacerle publicidad al uso de cocaína.

LAS PREGUNTAS DE FONDO

Las discusiones públicas del proyecto han arrojado varias preguntas que poco se habían abordado. Por ejemplo, ¿habrá algún riesgo de que aumente el consumo de cocaína en un país donde un gramo de “perico” se consigue fácilmente, de buena calidad y a un precio asequible (entre 5 y 8 dólares, frente a los cien o más del primer mundo), pero donde, a pesar de toda esta conveniencia, la tasa de uso es apenas del 0,7% de la población, la mitad o hasta una tercera parte del promedio de los grandes países consumidores, como Estados Unidos, el Reino Unido o España?

Dado que la prohibición es responsable del exagerado precio de la cocaína en los mercados del norte global, como también de sus flujos financieros ocultos, ¿permitirán los beneficiarios del statu quo que se avance en el camino hacia la regulación y se les arrebate sus clientes locales? Aunque pequeño a nivel internacional, el mercado colombiano es cada vez más importante para los narcotraficantes del país. Los carteles mexicanos los han desplazado de la lucrativa plaza mayorista norteamericana, y enfrentan cada vez mayor competición y fragmentación por el avance en las telecomunicaciones (por ejemplo, que han generado los mercados negros de la dark web), las nuevas tecnologías financieras (el blockchain) y la diversificación del consumo de drogas. Perder a Colombia implicaría, además, exponerse a un efecto dominó internacional de regulación que podría poner en jaque estos intereses.

Pero volvamos a lo local. ¿Qué les pasaría a los actuales cultivadores de coca en un mercado regulado? ¿Cuántas de las actuales 170 mil familias cocaleras del país podrían seguir cultivando para salir de la pobreza? ¿Les daría la regulación un contexto más seguro y propicio para su desarrollo humano? ¿O será que la reglamentación las marginaría, socavando su modo de vida para favorecer la participación de grandes empresas, como está ocurriendo con la emergente industria lícita de la marihuana?

Y, por otra parte, ¿se respetarán los derechos de los pueblos indígenas y sus reclamos de propiedad sobre la coca, una lucha que han librado por décadas? ¿Tendrán también espacio los derechos de otras comunidades –campesinas y afro, especialmente– en las que quizás la coca no siga siendo considerada una planta sagrada pero sí un patrimonio cultural, una mercancía esencial y, posiblemente, una oportunidad de participar en futuras economías lícitas?

Ante estos interrogantes, el proyecto de ley establece que sea el diverso sector de los pequeños cultivadores el que controle la proveeduría de la hoja de coca para el monopolio estatal. También propone que sean las instancias de representación de los pueblos indígenas –especialmente la Mesa Permanente de Concertación con los Pueblos y Organizaciones Indígenas– las que diseñen las regulaciones para los usos tradicionales y poco psicoactivos de la hoja de coca. Esto podría quizás poner fin a la persecución y al limbo jurídico en que aún se encuentran los tés, gaseosas, ungüentos y frascos de mambe de las empresas y proyectos productivos de estas comunidades. Porque, aunque estos productos se pueden obtener en el mercado gris de las tiendas naturistas del país, hasta el sol de hoy los entes regulatorios impiden sacar registros sanitarios para productos que contengan hoja de coca; de hecho los confiscan ocasionando cuantiosas pérdidas, cerrando sin justificación científica un camino de emprendimiento social, comercio justo y reivindicación cultural para algunas de las poblaciones más victimizadas del país.

MÁS QUE UNA FUENTE DE COCAÍNA

Aunque el proyecto de ley tiene pocas perspectivas de éxito, algo que ya está logrando es diferenciar dos cosas –la coca y la cocaína– que en Colombia se han vuelto prácticamente sinónimas. En nuestro país es necesario aclararles a los ciudadanos que la coca no es un químico, sino una planta. De hecho, son varias: dos especies domesticadas del género Erythroxylum, la E. coca y la E. novogranatense, y cientos de especies silvestres, entre las cuales un poco menos de treinta contienen cocaína, su componente activo. Pero aquel polvo blanco que se compra ilícitamente o en la industria farmacéutica no es cocaína. La sustancia para la rumba, los desvelos laborales o la anestesia local no es la cocaína de la hoja, sino un derivado con una molécula de clorhidrato obtenida tras múltiples procesos químicos. Estos procesos transforman el alcaloide natural de la hoja en una sal fuertemente estimulante que provoca una euforia intensa pero fugaz a quien la consume. A este efecto es al que se asocian trastornos psicológicos y comportamientos adictivos en el uso crónico, que afectan a una minoría (17%), aunque importante, de los consumidores de las cocaínas aisladas.

Muy diferente es la escasa cocaína de la hoja, en promedio el 0,6% de su peso seco. Allí no es ni una sal, ni está sola, sino acompañada de una amplia riqueza de componentes fitoquímicos. En ese estado no reducido, la hoja es un “superalimento”, con una densidad de macronutrientes y micronutrientes casi sin rival en el reino vegetal. La evidencia médica y antropológica disponible no encuentra ni daño ni adicción asociados al consumo de coca en el mambeo, o como infusión, comida o ungüento.

LA COCA Y SUS POTENCIALES

Por el contrario, tanto las cosmovisiones indígenas en Sudamérica como la limitada ciencia occidental, obstaculizada por el estigma y la prohibición, han asociado a esta planta con el bienestar y la salud. Sus usos medicinales potenciales no son ni pocos ni triviales. Entre estos se pueden destacar: 1) el cuidado respiratorio –tan relevante en tiempos de covid-19– por su efecto oxigenador; 2) el manejo del sobrepeso y la diabetes, por su capacidad para estabilizar la glucosa en la sangre y suprimir temporalmente el apetito, y 3) la potencia sexual, por su efecto en el ánimo, la circulación sanguínea y el metabolismo.

En este último punto vale la pena detenerse un poco. Hoy en día, la medicina tradicional asiática promueve el consumo de cuerno de rinoceronte, escamas de pangolín y otros productos provenientes de especies silvestres para tratar la impotencia sexual, sobre todo masculina. Juan Armando Sánchez, profesor de biología en la Universidad de los Andes, menciona que, a pesar de la poca eficacia de estos productos y la nula validación científica, su persistente demanda está llevando a la extinción de muchas especies de animales mientras expone a la sociedad a una gran carga de nuevos virus, como el actual. La coca, como medicina tradicional pero renovable y carente de virus contagiosos, podría ayudar a sustituir el tráfico de animales, y así contribuir a la prevención de una de las causas centrales de las pandemias.

Por si fuera poco, la coca también se ha propuesto, sobre todo en Bolivia, como una herramienta en el manejo de la adicción a los estimulantes químicos. Al ayudar a contrarrestar la ansiedad de consumo gracias a su bajo contenido de alcaloides, esta parece contribuir a la reducción del uso de clorhidrato de cocaína o basuco por personas adictas, y a mejorar los resultados terapéuticos. De esta forma, la hoja de coca, como terapia de reducción de daños, podría ser una alternativa novedosa frente al problema original de salud pública que llevó a su trágica prohibición, pero con menos sangre, menos cárcel y más empatía hacia aquellas personas con usos problemáticos que merecen respuestas sofisticadas y compasivas.

LA COCA Y NUEVOS MODELOS DE ECONOMÍA

Una mirada atenta a la hoja de coca permite ir más allá de un enfoque centrado solo en sus alcaloides y otros contenidos químicos. Esta planta es una parte esencial del “buen vivir” (o sumak kawsay, en quechua), un sistema de valores que está integrado en constituciones políticas como las de Bolivia y Ecuador. Dentro de esta filosofía se prioriza el equilibrio como principio rector de la sociedad y la vida. Se descentraliza la atención puesta en nuestra especie y se le da mayor protagonismo al ecosistema. Se busca balancear el interés individual y el bien social, moderar las intervenciones al medio ambiente y construir conjuntamente –a través de “círculos de palabra”– una narrativa que dé significado y propósito compartidos. La coca es fundamental en esta cosmovisión porque aporta energía, disposición para conversar, conexión entre las personas y buen ánimo, elementos claves para fortalecer la comunicación y llevar los acuerdos a la práctica. Si el lenguaje complejo es una característica esencial del ser humano, la coca y el mambeo son herramientas estratégicas para ayudar a la humanidad a compaginarse y organizarse mejor, de abajo hacia arriba. Es así como las culturas de la coca proponen ideas y prácticas tan antiguas como relevantes para reconfigurar las relaciones humanas, en un momento de la historia en el que urgen modelos económicos no extractivos que regeneren los daños ya hechos.

Con todo lo que esta planta representa, no sorprende que los pueblos indígenas –los sobrevivientes del mayor genocidio en la historia– la reclamen como su propiedad colectiva, baluarte de su identidad y piedra angular de su civilización. La coca es una oportunidad que va mucho más allá de superar la fracasada guerra contra las drogas o generar oportunidades comerciales. Es un camino para construir intercambios recíprocos y justos, y diálogos equitativos desde múltiples epistemologías –tanto tradicionales como científicas– que nos permitan enfrentar creativamente los desafíos de un capitalismo basado en la extracción insostenible, la inequidad y el diseño adictivo.

¿Podrán las propuestas de regulación de esta planta no solo defender su legado, sino también aprovechar sus lecciones culturales? No es la pregunta más obvia, pero sí quizás la más trascendental a la hora de reimaginarnos nuestra profunda y compleja relación con la coca.

ACERCA DEL AUTOR


Director del Área de Desarrollo Rural, Economías Ilícitas y Medio Ambiente en el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (Cesed) de la Universidad de los Andes. Su trabajo se especializa en la evaluación e innovación de las políticas de drogas. Así mismo, impulsa investigaciones interdisciplinarias que promuevan los usos legales de especies psicoactivas como la hoja de coca y el cannabis.