"No hace falta ir a Europa para valer algo" Una entrevista con Joëlle Épée Mandengue

También conocida como Elyon’s, la artista y curadora camerunesa de la exposición Kubini, una muestra de cómic africano que hace varios meses fue presentada en Bogotá, habla de la condescendencia con que muchos europeos aún ven a los artistas africanos, y de cómo ella ha conjurado en su obra esas actitudes, y hasta se ha burlado de la misma (y de ella misma).

 

Ilustraciones  de Joëlle Épée Mandenguea.

POR Catherine Dunga

Septiembre 14 2023
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Retrato de Joëlle Épée Mandengue.

La escritora, ilustradora y autora de cómics Joëlle Épée Mandengue relata acá su acercamiento intuitivo y vivencial, sus búsquedas, retos y aciertos siendo una mujer de origen camerunés en el universo del cómic. Atravesando las fronteras del género, raza e identidad, ha creado un personaje con un tinte satírico, auténtico y contemporáneo.

Épée ha gestionado el Festival Bilili bd en el Congo, un espacio de encuentro para impulsar ilustradores emergentes. También ha sido cocuradora junto con Jean-Philipe Martin de la exposición Kubuni, la cual hizo parte del programa de promoción de las artes gráficas de Angulema – Francia 2020 e itineró en la 35ª edición de la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2023. Esta exposición se podrá apreciar en la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, en el mes de septiembre de 2023.

 

Si partimos del hecho de que el lector no te conoce, es apropiado que empieces con una breve presentación de tu trayectoria. Esto incluye, desde luego, dónde naciste y cómo entraste en el mundo del cómic. 

Me llamo Joëlle Épée Mandengue, soy camerunesa de origen y autora de cómics. Se podría decir que desde que era una niña he querido ilustrar cómics. Desde los cuatro meses, cuando una niña más o menos ha aprendido a sentarse, empecé a ver el Club Dorothée [un programa de televisión francés para jóvenes] junto a mis primos. Nací en 1982, y la televisión llegó a Camerún después del 85. Entre esos años, mis tíos y tías que viajaban a Francia traían grabaciones en cassette del Club Dorothée y las reproducían en bucle en la videograbadora. Entonces, podría decirse que he visto toda la programación del Club Dorothée y todas las películas de Disney, los grandes clásicos de Disney que vieron la luz en esa época y algunos programas belgas, como Los Pitufos de Peyo y Tintín, aunque este último de manera involuntaria. En pocas palabras, crecí en medio de ese universo animado. 

Muy pronto me empapé de todo lo que transmitían en Estados Unidos a través de Disney, y gracias al Club Dorothée conocí la animación de Japón, Francia y Bélgica. Desde entonces me interesé por la ilustración, quise reproducir lo que veía. De modo que a los siete años hice mi primer cómic de dos viñetas grandes y rectangulares por página. Yo misma los encuadernaba usando cinta y papel regalo para reunir las hojas. Y a los nueve años ya tenía mi primer cómic completo. A una edad temprana supe a qué quería dedicarme. 

 

¿Cómo fue tu proceso formativo para llegar a ser una artista? ¿En qué trabajabas antes de dedicarte de lleno al cómic?

Lograr eso último que dices me tomó un buen tiempo. Primero obtuve un bachillerato en letras y luego me inscribí para cursar estudios literarios en una universidad estatal de Camerún, situada al pie del monte Camerún, un volcán que aún hoy sigue activo. Aunque no suele ocurrir gran cosa en el monte, es un hecho que a los cameruneses nos encanta el peligro. Así fue como me licencié en letras modernas, inglés y francés, y durante tres años trabajé en diferentes cosas. 

Primero laboré sin mucho entusiasmo en una aseguradora. Luego comencé a acercarme a lo que quería cuando fui auxiliar de biblioteca en un liceo francés y cuando fui redactora y diseñadora gráfica en una agencia publicitaria. Pero estaba frustrada. A los 25 años me dije: “Carajo, tengo un cuarto de siglo”. Entonces tuve una discusión con mis padres en la que puse las cartas sobre la mesa: “Ya hice lo que ustedes me dijeron que hiciera: me licencié en letras, tuve una oportunidad para entrar a la Sorbona, pero la rechacé porque no quiero ingresar a ese sector. Yo quiero ser ilustradora”. Si iba a arruinar mi vida, prefería que fuese por decisión propia y no por elegir un camino diseñado por otros, por seguridad, porque soy una mujer en un mundo cruel. 

Poco después conocí a un autor de cómics, Éric Warnot, que se había radicado en Camerún. Le hablé de mi sueño. Él charló con mis padres y trató de demostrarles que el dibujo y la animación eran carreras viables. Fue así como más tarde viajé a Bélgica; allá estuve tres años y obtuve mi diploma de artes gráficas. Después volví a casa a enfrentar de nuevo a mis padres. “No has entendido nada. Podías tener tus papeles, quedarte en Bélgica y casarte con un blanco, porque los negros no entenderían lo tuyo. De hecho, ya has encontrado a un blanco que puede ser respetuoso con tu manera de pensar. Ahora vuelves a Camerún con un permiso de residencia que va a caducar pronto, chica”, decían ellos. 

Así fue cómo me arriesgué con La vie d’Ebène Duta, que tuvo el eco que tuvo. Fue mi primer cómic oficial, y la primera vez que hicimos un crowdfunding en África para un cómic. Conseguí quince mil euros para esa época, lo que me permitió publicar tres mil ejemplares del primer tomo. Mi padre no volvió a hacer preguntas sobre la precariedad de mi vocación ni a decir que no entendía mis decisiones. 

 

Y en tu práctica profesional, ¿qué significa para ti ser una mujer que dibuja cómics? ¿Hay algo diferente para ti, algo importante? ¿Es una reflexión tuya o que otros te hacen cuando vas por el mundo con tu trabajo bajo el brazo? 

Yo siempre he tenido una enorme pasión por el cómic, pero durante mucho tiempo cada cosa que me gustaba había sido hecha por un hombre blanco. Cuando preguntaba quién había hecho un dibujo, la respuesta siempre era la misma: un hombre blanco. Me pasó con Kouakou, una revista de cómic hecha por Bernard Dufossé. Yo decía: “Seguro lo hizo un blanco, porque está muy bien hecho. No tiene errores visibles ni es caricaturesco. Lo hizo un blanco, por supuesto. Quizá Peyo”. En fin, cuando tenía siete años me enteré de que Walt Disney había muerto en los años sesenta. Lo leí en una de las enciclopedias de mis padres, o en los periódicos y revistas de la época que te contaban treinta o cincuenta años de historia. Antes de eso, pensaba: “Como soy una niña nacida en Camerún, no tengo mucho que hacer, porque quien plantó el nombre, el negocio, es un tipo”. Y si eres adulta, existes a través de tu marido, así que llegué a la absurda conclusión de que debía casarme con Disney para heredar su apellido. Cuando supe que había muerto décadas atrás, estuve de luto. Me sentía devastada, completamente destruida; nadie entendía por qué lloraba. Luego me recompuse. Seguí buscando en las enciclopedias para saber si Disney había tenido un hijo, pero tuvo dos niñas. “¡Ah! Disney solo tuvo hijas. Por eso su sobrino, Roy Disney, retomó la compañía. Pero él también tuvo hijas. ¡Mierda! ¿Quién va a meterse conmigo?”. No podría ser Roy, porque yo apenas tenía siete años. Así descubrí que no podía heredar el talento de otros, y por eso tenía que crear mi propio camino. La lectura me permitió, y siempre lo ha hecho, conocer en profundidad mis intereses y saber si lo que estoy creando es coherente con el entorno creativo. 

Mis dibujos animados favoritos eran Éxodo y La rosa de Versalles, esa historia en la que una chica toma el nombre y la apariencia de un chico, Óscar, porque su padre no la quiere como hija, y solo así logra convertirse en comandante de la guardia real. El tipo de personaje con el que me identifiqué desde temprano. Como Lucky Luke, el vaquero solitario, sabía que tendría que caminar sola, sin puntos de referencia sólidos.

Te construyes sintiéndote distinta, en medio de literatura y muchos dibujos animados, por lo cual ya no temes a la soledad. Puedes estar donde sea. En los tres años que pasé en Bélgica nunca sentí nostalgia por volver a mi país. Regresé a Camerún porque tuve la oportunidad de hacerlo y porque no quería estar desconectada. Pero yo vivía por mi cuenta, y asimilaba muy bien la soledad. 

 

Hablas de soledad, pero creo que apuntas más a tu mundo interior, una intimidad realmente amplia. Porque, pese a todos esos libros en casa, hay que decir que nunca tuviste una profesora de dibujo que te inspirara. Tu éxito reside entonces en tu propia intuición y en el talento que llevas en tu interior. 

Es cierto. No tomé clases de dibujo hasta que fui a la Escuela Superior de Artes de Saint-Luc Liège, en Bélgica. Al principio querían ponerme en un grado alto de enseñanza, pero rechacé la decisión; no necesitaba ningún tipo de condescendencia y, además, estaba segura de que tarde o temprano mis vacíos pesarían. Necesitaba algunas bases, así que volví a la secundaria. Fue una excelente decisión, porque más tarde vi cómo desertaban los compañeros poco preparados. En un curso de 26, solo terminamos 11. Tuve buenas calificaciones y recibí distinciones por ello, a pesar de varias complicaciones de salud durante la carrera. Es claro que yo tenía más sed de aprendizaje que otros, más impulso. Y poco reparamos en que las escuelas de arte son extremadamente elitistas justamente porque, sin suerte o capital, es probable que termines haciendo algo completamente diferente después de graduarte. 

 

Gracias a tu formación literaria y en artes gráficas tienes un bagaje muy amplio. Esto no es tan común en los artistas visuales jóvenes, que suelen ignorar lo que se ha hecho antes de ellos, la historia del arte, etcétera. Entonces, cuando hablas de que tu obra puede analizarse por capas, por niveles, es porque te has alimentado de una tradición. Este conocimiento adquirido va más allá del elitismo del mundo del arte, y corresponde en realidad a la cosecha de tus propias exploraciones.

Es un hecho que cuando me reúno con ilustradores extranjeros, en Europa o en Camerún, suelen decirme: “Uy, dibujas bien para ser una chica”, algo que me lastima profundamente. Y luego viene la segunda frase: “Sí, pero así no se construye la narración. El guion no es bueno, pero vale, eres africana, supongo que puede tolerarse”. Esa es una lectura de tu identidad que se admite porque, geográficamente, vienes de un país sin una cultura de la imagen. Y esa es una de las razones por las que fui a la escuela de arte, aun contra la voluntad de mis padres. Por eso le seguí la pista a Éric Warnot y viajé a Bélgica, porque no quería ningún tipo de conmiseración con mi trabajo solo por ser africana. No quería oír un “Dibujas como un niño” o algo como “Qué lindo. Estás lejos del estándar internacional, pero lo estás haciendo bien”. Ese tipo de frases me estaban matando, y quería, como tú dices, hablar de la historia del arte, de la historia del cómic, de secuencias narrativas. 

Dominar estos temas me permite hablar de mis obras, defenderlas, y no ser solo una africana tratando de entrar al medio, sino una autora de cómics con todas las letras. Es más, con estos saberes he podido explorar mejor mi trabajo y arriesgarme a organizar festivales y exhibiciones de cómic. He logrado posicionarme y mostrar a los demás que mi color de piel, mi nacionalidad o mi género no son defectos ni impedimentos. Cuando te dicen que dibujas bien para ser una chica, ¿qué se supone que debes pensar? Cuando te dicen que tienes éxito a pesar de ser africana, ¿cómo vives con eso? 

 

Ebène Duta, la protagonista de tus cómics, representa al África plural, poroso, mediado por influencias, por las migraciones internas y externas. Ahora, la diversidad de tu personalidad no solo se refleja en tus cómics, sino en el trabajo que realizas, más allá de la creación: el festival de cómic que creaste en el Congo, esa empresa bella de transmisión en la que no solo expones el trabajo de tus predecesores, sino el de nuevas generaciones de dibujantes que sueñan con hacer cómic. ¿En qué consiste la exposición y qué influencias ves que habitan actualmente en el mundo del cómic dentro del continente africano? 

Sobre el estado del arte en el continente, cabe decir que los autores de cómic africanos son autodidactas, y pocos han podido formarse en museos como el Louvre o en ciudades como Angulema, Francia. Así que falta ampliar los espacios de formación y exhibición, y ahí es cuando aparecen los festivales. He trabajado en el festival Mboa bd de Camerún, en tres ediciones, justo antes de crear el Bilili bd, un festival en el Congo. La idea principal de este festival es generar un espacio para aquellos que no pueden viajar a Angulema, la meca del cómic y el diseño gráfico en Europa. Gente que no puede simplemente tomar un avión a Francia. En esas condiciones, no debería sorprendernos que los ilustradores africanos que residen en Europa no quieran volver. Han conseguido entrar a Francia, tienen electricidad, carreteras, internet; tienen Angulema. ¿Por qué volverían? ¿Acaso querrían renunciar a todos esos recursos? Pues los autores han empezado a volver a casa, ¿sabes? Hay que ser sinceros: se necesita una voluntad de hierro o un plan de vida sólido para salir de Angulema y volver a Camerún o al Congo a trabajar con las uñas, sabiendo que te cortarán la electricidad y quizá no puedas avanzar durante una semana. Entonces, crear un festival en el Congo es decirles a los autores que vuelvan a su país y a su continente, que aquí también hay una dinámica cultural. Es mucho más fácil tomar un vuelo de hora y media, desde Camerún al Congo, por ejemplo, y llegar a un país vecino con el que te identificas mejor. Porque, si bien es cierto que Angulema es sinónimo de prestigio, la gente en África no vive las mismas condiciones que tus colegas europeos. Hay disparidad y te sientes descontextualizado. Y es importante darte cuenta de que tienes valor como africano. No hace falta ir a Europa para valer algo.

Ese es el propósito del festival Bilili bd, crear una red entre semejantes. Otro de sus fines es impulsar a los ilustradores emergentes, porque, es lógico, ninguno de ellos es comerciante o piensa vender su trabajo puerta a puerta. No solo se trata de dibujar y escribir, sino de construir redes y exponer; es algo que aprendí en la agencia publicitaria donde trabajé. La exposición es una vitrina variada, un menú para todo público. Desde los artistas políticos, con mensajes reivindicativos, hasta aquellos que manejan un tema libre. En la exposición Kubuni de la filbo ‒un recorrido por los cómics de África‒ hablamos de la identidad y de mi deseo de forzar a los lectores a aproximarse lingüísticamente a la realidad africana, a salir de su zona de confort. ¿Qué idioma me permitiría acercarme a otra realidad? Así nace “Kubuni”, el término que remite al cómic africano. Realmente, la cuestión de la identidad está detrás de las exposiciones, detrás del festival, detrás de las redes para impulsar las representaciones gráficas, los discursos, los idiomas, los contextos, y conectar a personas desde Senegal a Kenia, donde, a propósito, suelen sentirse desconectados del resto por la influencia anglosajona, por su lengua oficial. Quizá haber pasado por la universidad me dio una sensibilidad particular respecto de la lengua.

 

Plancha de La Vie d’Ebène Duta, de Elyon’s.

 

¿Podrías explicarles a los lectores qué significa la palabra “kubuni”? 

 Quiere decir “creación imaginaria” en suajili. Para mí, el término resume bien la naturaleza de la exposición, porque no solo quiere decir “dibujo” o “ilustración”, sino que apela también al cine animado, a la transmedia. El cómic es la puerta de entrada a otros medios de representación, a la permeabilidad de las artes gráficas y a las expresiones contemporáneas de la imagen narrativa. Muchos autores de cómics están siguiendo el modelo japonés; es decir, se embarcan en el proceso de la animación multimedia para atraer a más lectores. Justo como pasa con el anime y el manga. Es un modo diferente de entender el cómic, distinto del francófono. Luego están los videojuegos, otra manera de abordarlo y promocionarlo.

 

Usas el símbolo del árbol, del baobab. ¿Puedes contarnos un poco sobre eso?

Mi cocurador para la exposición Kubuni fue Jean-Philipe Martin. Él es consejero científico en La Cité, el programa de promoción de las artes gráficas de Angulema. Cuando estábamos trabajando en la exposición, contemplamos la idea de hacerla y nos preguntamos “¿Qué podría pasar?”. Era un verdadero desafío. Ahora, con la exposición hecha, parece que es fácil, pero en realidad cuesta hablar sobre casi todo un continente. No cubrimos el Magreb porque La Cité ya había hecho una exposición sobre el cómic en el mundo árabe. Faltaba cubrir el África subsahariana, y entonces nos preguntamos qué podría representar mejor a los países del sur. El árbol. En todos los cuentos y leyendas subsaharianos hay un momento en el que el protagonista se refugia bajo un árbol. Tenemos un árbol al que llamamos el “árbol del viajero” porque provee sombra abundante. También contamos con el “árbol de la palabra”, el baobab, conocido así porque la gente se reúne bajo su sombra para resolver algún conflicto. Tenemos el “árbol de la nutrición”, que no solo alimenta el cuerpo, sino también el espíritu. Y nuestra relación con las semillas. En países como Benín, las semillas cumplen un papel significativo en los rituales vudú. 

En suma, el árbol está presente en nuestras cosmogonías, y es el símbolo que nos ha permitido dividir la exposición Kubuni en tres partes, a saber: las raíces, el tronco y el follaje. Como el ser humano, que tiene espíritu, alma y cuerpo. Las raíces son los predecesores, los pioneros, los precursores. A no ser que arranques el árbol de raíz, este seguirá vivo y sus raíces seguirán aferradas al suelo. La mayoría de los autores africanos que fueron los pioneros del cómic siguen dibujando y escribiendo. O heredaron su arte, como en el caso de Uderzo, el autor de La odisea de Astérix. Él formó a quienes siguieron trabajando en este cómic. Podría decirse que siguió produciendo aun después de muerto y a pesar de las nuevas generaciones. Es una raíz que sigue enterrada y no para de crecer. 

El tronco se hace más grueso. Es lo que en la exposición llamamos “el Siglo Dorado”, e incluye a todo tipo de artistas gráficos, de las letras y de las artes plásticas. Aparecen personajes del siglo xvi al xviii, grandes pensadores y artistas como Rabelais y Da Vinci. Artistas, en fin, de una época multidisciplinaria, de matemáticos y científicos que a su vez cultivaban el dibujo y la pintura. Pero el mundo cambió, y con él la concepción del artista, cada vez más especializada. ¿Eres artista o artesana? ¿Haces cómics? ¿Haces caricaturas? ¿Eres diseñadora gráfica? ¿Eres artista plástica? Debes entrar en una categoría, en un casillero. Antes no pasaba eso; podías hacer de todo, explorar cuantas disciplinas fuera posible. Luego están todos los artistas de los siglos xix y xx que han contribuido a engrosar la base de las artes gráficas.

Después está el follaje, las nuevas generaciones del siglo xxi, la generación tecnológica y desmaterializada que ya no usa tanto el papel sino que ilustra en las pantallas, en las tablets. Esos que, aunque inmensamente talentosos, no saben qué significa el “arrepentimiento”, es decir, la penosa tarea de borrar, corregir o rediseñar un dibujo. Y, por lo tanto, que no dejan rastro de sus errores, algo que en realidad es muy valioso en el proceso creativo. Yo dibujo sobre papel y trato de conservar las marcas. Trabajo sobre una especie de palimpsesto en el que todos mis errores son visibles y, después de limpiar, viene la versión definitiva. Todo eso es Kubuni, las raíces, el tronco y el follaje. De ese modo está organizada la exposición. 

 

Hablaste de esta evolución cronológica. ¿Cómo fue que el cómic evolucionó en África? ¿Cómo hoy, en 2023, el cómic africano dialoga con otras tradiciones?

La creación en el continente es muy diversa y prolífica. Poco a poco va creciendo, y uso esta expresión, “poco a poco”, porque sigue siendo mínima respecto de otros continentes, pero no se detiene. Algunos autores jóvenes publican en Webtoon, un sitio de origen coreano, que ya tiene versiones norteamericanas, japonesas y francesas. Hay autores influyentes que han publicado ahí. Gracias a los festivales, La vie de Ebène Duta ha atraído lectores de todo el mundo. Yo trabajo con el festival de cómics de Goseong, en Corea del Sur, con el fin de facilitar diálogos entre ilustradores coreanos y congoleños. El Congo es la puerta de entrada para estos socios, los editores que sienten curiosidad por el modo en que se hace cómic en África. Asimismo, el museo del cómic en Kyoto, Japón, está empezando a focalizarse en el cómic africano y sus influencias japonesas. Esta influencia es notoria en mi cómic. Si miras bien, los personajes tienen los ojos grandes, el costado encogido, la figura un poco deformada.

Estamos tendiendo puentes con otras regiones, entre esas, Reino Unido, Quebec y Colombia. Esperamos tener intercambios interesantes. Lo claro es que el cómic africano suscita interés e incluso el deseo de ir más allá de la curiosidad. El continente tiene 55 países, así que hay mucho por explorar. 

 

¿Acaso hay países más activos, con más autores y autoras, con mayor público? ¿Cómo funciona?

La densidad poblacional del continente es inmensa. Francia tiene 66 millones de habitantes, o sea 66 millones de posibles consumidores. Estados Unidos tiene 300 millones. Estamos casi empatados. Esto explica cómo podríamos ser un modelo de poder blando, considerando la densidad poblacional y la popularidad que África gana día tras día. El modelo chino crece sin parar, y Bollywood, en la India, no se queda atrás, justamente por la misma razón: estos países tienen mucha población. Cada metro cuadrado de África esconde a un posible creador. Además, contamos con la herencia colonial. La República Democrática del Congo, una antigua colonia belga que tiene más o menos 76 millones de habitantes, es un foco de creadores. Actualmente, Nigeria es una industria en potencia, y algún día estará tan consolidada como la congoleña. Los festivales africanos ya tienen cierta vejez, trece o catorce años de tradición, pero temo que no durarán mucho debido a varios problemas. Por desgracia, uno de ellos es la herencia cultural y lingüística de quienes nos colonizaron, esa herencia subliminal de una lengua monárquica. Digo que es monárquica porque crea una jerarquía piramidal en la que solo triunfan los que están en la cima. Y los modelos franco-belgas que rigen nuestra cultura son individualistas. Vas a notar que Hergé, aunque tenga influencias de Blake y Mortimer, sigue siendo Hergé, sigue teniendo un estilo “único”. Además, verás que un montón de autores querrán ser el mejor, el más grandioso e inigualable autor de cómics de su país, mientras que en el mundo anglosajón, quizá por su idioma, todos tienen un punto en común. Hay una estructura superior, y es el editor quien tiene los derechos, no el autor. A fin de cuentas, es una comunidad, una industria. 

El modelo francés, insisto, es individual. La industria nigeriana ha crecido justamente porque se ha construido a la gringa, al estilo de Marvel, dc o Dark Horse. Claro, los gringos tienen a Stan Lee, pero él no es más que un referente. No es lo mismo con Hergé, que se ha convertido en el modelo absoluto, en un culto de cuya influencia parece imposible deshacerse. Cuando no somos críticos, reproducimos modelos ciegamente. Esto me ha pasado con Zebra Comics, una casa editorial del Camerún anglófono que me ve como un modelo y que a menudo me pide consejos, sin saber cuánto los envidio por su legado, por la tradición que han heredado, porque están en una región donde, precisamente, hay un sentido de la cooperación. Yo, en cambio, sigo operando como un individuo. Deberían saber que aprendo mucho de ellos. 

El culto al individuo, sobre todo en la industria del entretenimiento, es una forma de egoísmo. Es una actitud tóxica que impide la transmisión. Por lo tanto, la tarea consiste en equilibrar el modelo, hacerlo híbrido, lograr que la realización del individuo lo motive a transmitir. Desde luego, la fórmula anglosajona no es perfecta, pues Marvel no existe como tal sin el trabajo de cada uno de sus miembros, sin su talento personal. Y allí tienes que luchar para ser reconocido como persona, de modo que el modelo no es perfecto. 

En fin, el continente es muy rico. Nigeria y el Congo no paran de crecer. Egipto, por su parte, tiene un carácter particular porque está atravesado por Medio Oriente, por influencias árabes, norteamericanas y japonesas. El cómic egipcio es fuera de serie, y para nosotros los francófonos resulta inclasificable. Juegan con la serigrafía, la mezcla de imágenes y el fotomontaje, entre otras cosas. Sudáfrica también sigue creciendo, y, bueno, tenemos a Camerún, con 28 millones de habitantes y un festival de cómic que tiene 14 años de creación. En Costa de Marfil hay varias casas editoriales que buscan imprimir un color local, puramente africano. 

 

Los protagonistas de La Vie d’Ebène Duta suelen retratar las tragicomedias universales de la cotidianidad.

 

¿Tienes a Guinea Ecuatorial en el radar, el único país hispanoparlante del continente?

Claro, tengo presente a Ramón Esono, autor de cómics y caricaturista exiliado probablemente en Chile o en Perú. En Guinea Ecuatorial se definen como caricaturistas o dibujantes de prensa, porque ser autor de cómic constriñe la libertad de expresión.

 

La cartografía que haces del cómic en África es muy interesante. Hay algo de lo que no hemos hablado y que en El Malpensante nos llama la atención: tu faceta de humorista, no solo en el cómic, sino en la prensa y en el stand-up comedy. ¿Cómo llegaste a ese campo?

Por completo azar. Fue gracias a una conversación que tuve con el humorista camerunés Valery Ndongo, quien fundó el Festival de Stand-up Comedy de África y que ha actuado en series de Canal + y en el Festival de Montreux, uno de los festivales de humor más importantes del mundo. También ha actuado en el Marrakech du rire. 

En fin, él leyó mis cómics y me dijo: “Esto no es un mero personaje. Tu vida es una mierda, pero es interesante. ¿Por qué no haces stand-up? Eres una gran conversadora, sabes contar historias y hacer reír al mismo tiempo”. “No sé”, respondí. Los cómics te permiten guardar distancia con el público, y la barrera de la ficción y del papel hacen que contar tu vida de mierda sea más sencillo. En una ocasión estaba en Brazzaville, en el festival de humor de Tuséo, el más grande del Congo. Era invitada de honor, y de repente fui llamada al escenario. Quedé boquiabierta. Y así debuté como humorista. Desde entonces sigo reflexionando y trabajando en mi escritura. Me interesan las evoluciones y las similitudes entre los idiomas. Por ejemplo, en Duala, Camerún, “na tindi wa” significa “te quiero”, y en lingala, en el Congo, “na tondi yo” es “te agradezco”. Al final todo se reduce al idioma. 

Estando en el Congo me di cuenta de que una de las calles de Bandundu se llama Bangala, una alusión a la etnia de los ngala, hombres temerarios, mientras que “bengala” en Camerún es la manera más vulgar de referirse a los genitales masculinos. Entonces, cuando pasé por esa calle me reí como una loca durante diez minutos. Le tomé una foto y se la mostré a mis familiares y amigos. Otro juego de palabras posible está en las Antillas, donde los niños ingieren una bebida que llaman “banga”, el mismo nombre que recibe la marihuana en Francia y en Camerún. Imagina mi reacción cuando escuché a un niño pedir “banga”... Es terrible. Por eso aprendí que, como extranjera, debo hablar y escuchar con mucho cuidado. Este tipo de disonancias lingüísticas son material para mis rutinas. Explorar los conflictos culturales de un africano que sale de su contexto me ha servido mucho para conocerme y, de paso, desarrollar mi faceta de comediante. En el festival de Lyon conocí a un autor de cómics argelino que también hace stand-up, lo que me deja ver que ambos oficios no son tan lejanos. De hecho, siendo humorista he estimulado mi escritura de muchas maneras.  

 

Plancha de Un voyage sans retou, cómic de Gaspard Njock expuesto en Kubuni.

 

ACERCA DEL AUTOR


(Bruselas, 1972). Madre de Elian, Lalie & Bastien. Ha trabajado en Colombia como gestora cultural, editora y productora de cine. Cofundadora con Marleen Palmaers de Kitambo.