Pim pam pum

Cuento.

POR Leonardo Moreno Lerma

Octubre 23 2022
Cuento

Ilustración: Raquel Páez Guzmán

 

I

“Pim pam pum, atrévete a jugar”, gritó Boris. Golpeteó su tamborcito de hojalata y dictó lo que sería nuestra primera sentencia: “Ve al baño y toma la ropa de Verónica... también la toalla y sus calzones”. Tardaste solo unos minutos en regresar con el botín. Reían a carcajadas, orgullosos de su juego, continuaron riendo cuando todos volvieron a la clase. La señorita Beatriz preguntó por qué Verónica no estaba, si acaso alguien la había visto salir de la piscina, y Boris, con la ternura de un niño de diez años, dijo que la había visto hablar con su madre, que quizás había ido a casa porque se sentía enferma. Aun así, la buscaron por todos los rincones, en el patio, en la biblioteca, en el salón de música, en el baño donde seguramente permaneció en silencio mientras repetían su nombre. Retomamos las clases. De la aritmética y suma con fraccionarios pasamos al inglés, a los nombres de las profesiones, luego a las ciencias sociales, la historia de Colón descubriendo América. Fueron las ocho, las nueve, las diez de la mañana. Ya nadie se preocupaba por Verónica, la imaginaban en su casa con un resfriado, al terminar la jornada llamarían para saber si se encontraba mejor. Durante el descanso vi cómo los estudiantes y profesores se apretujaban curiosos alrededor de los arbustos; allí estaba la niña perdida, desnuda por completo, llorando como nunca lo había hecho en su vida. La sacaron envuelta entre camisas que le lanzaban desde todas partes, esquivando las risas, los dedos señalándola. No la volvimos a ver en la escuela. Sus padres decidieron retirarla y para muchos, incluso para Boris, fue tan solo un recuerdo.

¿Lo lamentabas, Miguelito? Sí, lo hacías, no podías engañarte. La veías en el baño, conteniéndose al escuchar los gritos llamándola, tiritando de frío, de dolor, pensando que entrarían para descubrir sus senitos al aire, la pancita gorda. Te atormentaban sus sollozos, cada una de las lágrimas derramadas, el miedo que la obligó a salir. Mientras ella se refugiaba en los brazos de su madre, seguías escuchando a Boris retorciéndose de la risa, dándote palmaditas en la espalda. “No pudo ser mejor”, celebraba, “fue una broma estupenda”. Intentaste buscarla y pedirle perdón. ¿Qué podías hacer? Eras solamente un niño, no sabías dónde encontrarla. “Por el momento no desea ver a nadie”, respondía la señorita Beatriz, cortante, juzgándolos a todos, consolándote al mismo tiempo. “No debes preocuparte, ella estará bien. Si deseas, puedes enviarle una carta”. Lo hiciste, inventaste mil tonterías, le dijiste que era la niña más linda. Olvidaste mencionar un detalle, fuiste tú quien escondió su ropa, no tuviste el valor.

Era cierto lo que escribí en aquellas páginas. Me había enamorado de Verónica desde el primer grado, cuando la profesora entró con ella de la mano para presentársela a la clase. Recuerdo sus ojos, negros y brillantes, el rostro tan blanco como la nieve, la pañoleta azul en el cabello. Siempre me paseaba a su lado, fingía olvidar mi tarea y tener así una excusa para hablarle. Era tierna, dulce, más encantadora que todas las otras niñas juntas. Ni siquiera puedo contar las veces en que le envié chocolates y flores, todas las ocasiones en que le declaré mi amor a distancia. Sé que hubiera podido acercarme un poco más, ser su amigo, pero en lugar de eso caí en un juego absurdo, uno en el que ingenuamente creí que no lastimaría a nadie.

Luego de la despedida de Verónica, Boris continuó provocándome. Venía a buscarme con el tambor de hojalata. Tocaba fuerte, con una destreza admirable, inventaba nuevos retos. Tuve que contenerme para no abalanzarme a golpearlo. Odiaba sus mejillas gordas, rojas y pecosas, su cuerpo rechoncho… odiaba todo su ser. Solamente la idea de vengarme me detenía. Fue precisamente el tambor lo que me ofreció una respuesta. Una tarde lo tomé con ambas manos, lo puse en el suelo, toqué lo más armónicamente posible. “Pim pam pum, atrévete a jugar”, dije. Boris me miró intrigado, burlón, esperando que añadiera algo a esa frase vacía. “Enséñale a volar a Sparky”. Era su mascota, un gato blanco, gordo y perezoso como él mismo. “No te entiendo”, pronunció, seguro de que ningún desafío lo atemorizaba. “Puede ser con globos”, expliqué, “lo subimos en una caja de madera y vemos cómo salta”.

Fuimos a su casa. Sparky dormía en el jardín. En otras ocasiones habíamos jugueteado con el animal. En realidad me aburría, no le encontraba ninguna gracia, pero sabía que para Boris era su única compañía. No pretendía hacerle ningún daño. Lo imaginaba elevándose, distanciándose cada vez más, cayendo en algún jardín para ser adoptado por una nueva familia. La señora Carmen nos preparó algo de comer. Era una mujer divorciada, amargada por los años, una fanática religiosa incapaz de aceptar la maldad en ningún ser. Su hijo Boris había sido su sostén durante tantos años de soledad y lo criaba dominada por sus caprichos, temerosa de que algún día también la abandonara. Mientras tomábamos las onces nos interrogó por nuestros juegos. En medio de risas dijimos que éramos paracaidistas de la Segunda Guerra. Todavía podíamos reír, éramos amigos, de alguna manera esperábamos empatar las desgracias para olvidar el rencor. Pim pam pum, era todo lo contrario, dábamos un paso más en el vacío, nos lanzábamos por un remolino del que ya no era posible regresar.

Boris metió a Sparky en la caja: lucía como un héroe, con las gafitas de aviador, un chaleco para las provisiones. Le acariciaba la cabeza, despidiéndose, llorando, pronunciando a gritos que conocía tus propósitos. Lo aceptaba. Él perdería su gato como tú perdiste a Verónica. Era su sacrificio para tener de nuevo tu amistad. Inflaron los globos, rojos, azules. Quisiste atarlos. Boris te detuvo. Sacó el tamborcito, levantó los palillos. Golpeteó durante un rato sin detenerse, sin un solo suspiro, sin mirarte. Era su ritual, de ellos dos. Al terminar, le entregaste los globos. Querías que fuera él mismo quien lanzara el cohete hacia la luna.

Como lo habías imaginado, Sparky se elevó, sobrepasó el tejado, continuó elevándose por encima de las otras casas. Viste a Boris empezar a correr como un loco, como un desesperado, cruzando las calles sin mirar, apenas esquivando los autos. Lo seguiste de cerca, intentabas protegerlo. Atravesaron el barrio por completo, exhaustos. Se detuvieron un instante para respirar, emprendieron de nuevo la marcha. Algunos globos parecían estallar. Celebrabas, solamente debían esperar. Suplicabas que Sparky descendiera. Te arrepentías de haberlo puesto allí, de tu crueldad. Ya no te importaba nada más: Verónica, el juego, esa ridícula venganza. El sol resplandecía en tu rostro, te cegaba. Apenas podías distinguir la cabeza, las paticas sobresaliendo, curiosas. Nunca habías sufrido de esa forma. Dos globos, tres globos, cinco resonando de pronto. No resultaba suficiente, era imposible alcanzarlo, te estirabas ingenuamente. Aún surcaba las azoteas, las más altas, se impulsaba con las ráfagas. No podías continuar, te rendiste. Estabas recostado en la hierba cuando una bola blanca cayó a la tierra. Ya no fue blanca, sino roja. Sentiste un punzón en el pecho, las manos entumiéndose. Fueron los segundos más sofocantes de tu vida. Recordarás para siempre cada uno de los pasos acercándote a la pesadilla, al horror, a Boris llorando inconsolable.

¿Qué se puede decir en esas ocasiones? Nada. No tenías fuerzas ni siquiera para murmurar, para pedir perdón. Solamente pudiste levantar la mano, recostarla en el hombro de Boris. ¿Esperabas un abrazo?, ¿que lloraran juntos? No fue así. Sucedió lo que era natural, lo que anhelabas. Se arrojó para golpearte. Sentías los puños chocando en tu pecho, tus mejillas, tus labios. Sus ojos ardían, eran dos calderas. Te reflejabas en ellos cubriéndote, soportando, incapaz de responder. En un instante recordaste a Verónica, sus lágrimas, por qué estaban allí. Lo empujaste dominado por el odio, la ira, sin hablar, sin escuchar, tan solo balbuceando. Se detuvieron cuando todo estaba destruido, los cuerpos, las almas.

Fue imposible ocultar las heridas. Regresamos a la casa de Boris cubiertos de sangre, con la ropa deshecha. La señora Carmen se apresuró a recibirnos. Lloraba, preguntaba entre gritos qué había sucedido. Creí que guardaríamos un pacto de silencio. Aunque no dijimos la verdad, tampoco inventamos una excusa para liberarnos de la culpa. Hubiera sido fácil mentir, fingir algunas risas. Nada de eso ocurrió. No nos importaba.

–Ya no somos amigos –fueron las únicas palabras pronunciadas por Boris–. No lo seremos nunca más.

El día siguiente esperé ansioso nuestro encuentro, pero no asistió a la escuela. Atribuí su ausencia a que aún no se recuperaba de mis golpes. Esa aparente victoria no logró compensar mi soledad. Habíamos estado juntos desde siempre, ni siquiera lograba concebir la idea de alejarnos. Ya volverá, pensaba, le esconderemos la toalla a todas las niñas, gritarán como locas. Al terminar la semana interrogué a la señorita Beatriz. Todavía permanece en mi memoria su gesto indiferente, casi irónico, cuando dijo que Boris no regresaría.

 

II

Era cierto. Boris no volvió. Lo olvidaste. La escuela terminó para ti. Inició la secundaria. Llegaron más amigos: Manuel, Jose, Charry, Fabián. Jugaban futbolito en la calle. A la Play. Jugaban lo que juega la gente normal. No había niñas en el baño llorando por su ropa. Las buscaban a la hora del descanso. Inventaban bromas. Las hacían reír. Te convertiste poco a poco en un hombrecito. Asistías a los cumpleaños en el barrio. No bailabas. Estabas impedido para sincronizar dos pasos. Le ponías entusiasmo. Conversabas. Podías hablar de libros. Citabas mil películas. Las jovencitas sonreían. Ganabas un beso cuando había suerte. Nunca fuiste feo. Tuviste un par de novias: Claudia, Natalia. Eran simpáticas. Ahora ibas a otras fiestas. Conociste a Enrique. A sus amigas. Pequeñitas. Redondas. Las tomabas con agua. Bailabas toda la noche. Vértigo. Éxtasis. Melancolía. Sparky cayendo de los cielos. El odio de la señorita Beatriz. Siempre lo supo. Te hubiera denunciado si tuviera pruebas. Caías al suelo. Vomitabas. No eran las drogas. No era el licor. La culpa venía a visitarte. Llegó la graduación. El orgullo de tus padres. El funeral de Enrique. Pudo ser ese tu cadáver. Fue como nacer de nuevo. Recompondrías el camino. Te inscribiste en la Facultad de Arquitectura.

Debí esperar cuatro semestres para que ocurriera el milagro. Tal vez alguna vez vimos juntos un curso, me pidió compartir una mesa, nos tropezamos en los pasillos, pero solo fue hasta el encuentro de estudiantes y egresados cuando la contemplé por primera vez. Se llamaba Verónica, me dijo, mi rostro se le parecía al de un amigo de la infancia. Reímos, celebramos, nos preguntamos cómo era posible no habernos reconocido antes. Lucía un vestido blanco, unas botas cafés. En su cabello adornaban flores naturales. No quiso hablar de aquel día. Tampoco me atreví a interrogarla. Según pude adivinar, su madre no solo la cambió de escuela sino que se mudaron de ciudad. Había regresado hace unos meses, cuando creyó que por fin su vergüenza no le importaba a nadie. Ese era el momento. Debiste hablarle del juego, del tamborcito de hojalata, pedir disculpas. No lo hiciste. ¿Para qué? ¿Por qué remover un pasado doloroso para ambos?

Pronto fuimos más que amigos. ¿Era tu novia? No te animabas a pedírselo, te gustaba demasiado. Tú también le atraías y, sin embargo, sentías la piedrita al caminar, un malestar, la desazón por traicionar su confianza. No esperabas que fuera ella quien te lo preguntara. Dijiste sí con rubor en las mejillas. Caminaban tomados de la mano. Así transcurrieron tres años. Llegaría una nueva graduación, luego el siguiente paso. Te decidiste a comprar el anillo. Hablaste con tus padres, con la madre de ella. Se casarían en agosto, viajarían a Europa.

Hoy comprendo que no he conocido una sensación más cercana a la felicidad. Verónica representaba todo para mí. Era una confidente, la única a quien podía revelarle mis temores. Muy lejos habían quedado Claudia, Natalia o cualquier otra. Igualmente distantes se veían los años frenéticos de juventud. En lugar de todo eso tenía su sonrisa, las tardes de cine. A su lado desaparecían los temores del futuro, me atrevía a pensar en una familia, en los hijos por venir. Ibas en sentido contrario. ¡Cómo podías saberlo! Cazabas mariposas al borde del abismo.

Una tarde llegó Verónica, te tomó de las manos, asistirían a una fiesta, el cumpleaños de su mejor amiga. Te vestiste de camisa y pantalón negro, ella de vestido, encantadora. Los recibieron amables, te invitaron un trago, bailaste un par de piezas. Reías, hablabas con desconocidos de los preparativos de tu boda. Necesitabas un descanso, respirar un poco. Te sentaste en la barra, pediste un whisky. Saludaste, indiferente, al hombre del lado. Pim pam pum, Miguelito, pim pam pum, ¡era Boris!, pronunciando tu nombre, sonriendo. ¿Acaso no lo recordabas? Quisiste levantarte, escapar. Lamentas no haberlo hecho, despedirte enseguida. ¿Qué podría suceder?, te preguntaste. Tomarían unas copas, se despedirían, esta vez para siempre. Estudiaba Derecho, te dijo, se habían cruzado en la calle un par de veces. No deseaba molestar, qué importaba, la vida los unía de nuevo. ¿En serio se trataba de ella? Tan tierna cuando niña, ahora toda una dama. “¿Se lo confesaste?”, murmuró, llevándote a una esquina, cómplice. “No lo haré jamás”, respondiste.

Pasaron dos semanas. No intenté hablar con Boris y creí que tampoco él me buscaría. Cuando lo encontré cerca de mi casa supuse que sería difícil distanciarnos nuevamente. En medio de risas y bromas me propuso acompañarlo para ver a su madre. El cariño por la mujer me obligó a aceptar. A pesar de que lo apreciaba como amigo, su presencia evocaba las imágenes que durante mucho tiempo me angustiaron. Deseaba alejarme, pero no tenía el valor ni las palabras para hacerlo. ¡Cómo confesarle que hubiera preferido no verlo nunca más, que su presencia me hacía temer por mi relación con Verónica!

Aquella visita no resultó lo que esperaba. La señora Carmen había desaparecido por completo. Su cuerpo reposaba en una silla de ruedas, la mirada permanecía fija hacia el frente.

–Puedes hablarle –pronunció Boris–. Entenderá todo lo que digas.

Balbuceé un par de frases, invadido por la nostalgia. Luego fuimos al segundo piso, al cuarto donde jugábamos cuando niños. Pasamos la tarde bebiendo, contándonos lo que había sido de nuestras vidas. Me enteré de que la señora Carmen había sufrido un accidente y llevaba cuatro años en ese estado, sin hablar, sin mover un solo músculo, aparentemente consciente. Boris se encargaba de cuidarla ayudado por una enfermera que los visitaba mientras él asistía a la universidad. Eran casi las diez de la noche cuando me despedí. No, no te dejaría ir, no así de fácil. Te tomó del brazo, te invitó a sentarte. “Si supiera la verdad, nunca se casaría contigo. Eres la persona a quien más desprecia en la vida y ni siquiera lo sabe”. Viste cómo rebuscaba en los cajones, viste relucir el tamborcito, cómo movía los palillos invisibles en el aire. “Pim-pam-pum-atrévete-a-jugar”, declamó, palabra por palabra, lentamente. “Dile que tú escondiste su ropa”.

Saliste del lugar. No intentó detenerte. No volvió a tu casa. Después de cuatro noches de insomnio decidiste buscarlo. Aceptabas el desafío, dijiste. Solamente ponías una condición: también él debería jugar luego. No lo hacías por Boris, te repetías. Era por ti, por Verónica, merecían vivir sin secretos. Fuiste incapaz de confesarte ese día, al siguiente y durante quince días más. Una mañana, mientras desayunaban, dejaste escapar la pregunta atorada en tu garganta. “¿Recuerdas aquella vez en la escuela?”, dudaste. Querías volver atrás, decir algo diferente. Te miró a los ojos, con horror, no era necesario continuar. Tal vez se lo había preguntado, escucharía los rumores, decidió confiar en ti. “¿Por qué lo hiciste?”, gritaba. “¿Qué te había hecho para lastimarme de esa forma?”. Deseabas consolarla, no te atrevías a acercarte. Hubiera estallado en cólera, destruido la vajilla, los jarrones. La buscaste luego. Te la negaban sus amigos, su madre. Pronto dejaron de mentir. Había dejado la ciudad. Abandonó su carrera, renunció a todo. Así como una vez llegó a ti, fugaz, imprevisible, así mismo se alejó.

¿Conocías la soledad antes de tener y perder a Verónica? No, ni siquiera un poco. Apenas podías imaginar el vacío, el sinsentido, no tener deseos para levantarte. Ya no llegarían los hijos, no construirías una casa para ella, no viajarían juntos a Estambul. Caías desde una torre elevada, Miguelito, pronto tocarías el suelo. Era cuestión de tiempo, de esperar. No te lanzaste solo, te empujaron. Pasabas en vela cada noche, deleitado en el dolor, casi podías escuchar las súplicas, el arrepentimiento. Fue mi culpa, no me obligues, ella no, es lo único que tengo. ¿En verdad lo harías?, sí, ¿por qué no?, ¿por qué tener misericordia de quien se burló de ti, de quien te hizo su juguete? Era un viaje sin retorno, lo sabías, no serías el mismo al regresar. No lo eras ya, te excusabas, te convertiste en un cadáver.

Visitaste la casa de Boris. “¿Cómo se encuentra la señora Carmen?”, indiferente. “¿Nos tomamos un trago?”. Sirvió dos copas. Bebían, conversaban. “Verónica se marchó”, pronunciaste, buscando su mirada. “Fue hace una semana. Nunca fuimos lo que dicen por ahí, el uno para el otro. ¡Quién puede creer en eso de hasta la muerte los separe! Sí, se hubiera ido igual, tú me lo advertiste. Somos amigos, deseas protegerme”. Te miraba, curioso. “¿Aún tienes el tambor?, ¿puedo verlo?”. Jugueteabas, te sentías ridículo tocando. “Tu madre te lo regaló de cumpleaños, ¿lo recuerdas? Vimos algo en el cine, una comedia melosa. Allí nos vino la idea. ¿Cómo se dice? Es cierto: pim pam pum. Ellos decían de otra forma. ¡Quién lo hubiera pensado! Estar aquí después de tantos años”. “¡Ya basta!”, gritó, “¡dilo de una vez”. Te levantaste de un salto, lo tomaste del cuello. “Como tú quieras, hermanito. Lo haremos ahora mismo”. Tocaste un poco más, te gustaba el suspenso, le dabas tiempo de pensar. “Pobrecita de tu madre inválida, vegetal. Te imagina como un hombre bueno, un hijo ejemplar. ¿Y si se diera cuenta de que no lo eres, que nunca lo fuiste? Le partirías el corazón en cien pedazos. Pim pam pum, atrévete a jugar. El mismo reto, una confesión: dile lo que tú me obligaste a hacer”.

La señora Carmen reposaba en la sala como siempre, como una estatua. Boris tomó un banco para sentarse frente a ella. Se entretuvo un instante acariciando sus mejillas. No tardó demasiado en empezar a hablar.

–Se llama Verónica –pronunció, con un tono sereno–. La conocimos en la escuela. Tendría ocho o nueve años. Una vez, al salir de la piscina, le pedí a Miguel que escondiera su ropa. La pobrecita permaneció en el baño durante cuatro horas. Luego no pudo resistir. Alguien la encontró desnuda corriendo en el jardín y la llevaron a su casa. Sé que si pudieras hablar me dirías que fue una broma inocente. Quizás no lo era. ¿Cómo podría explicarte que lo disfruté, que incluso hoy me resulta divertido? Debió llorar inconsolable. Supongo que todavía llora un poco en las noches.

–Ya es suficiente –interrumpí–. Podemos irnos.

Boris me miró con una sonrisa.

–Todavía no termino –dijo–. Fue tu idea, Miguelito. Madre y yo debemos hablar un poco –se levantó para beber un trago y continuó, igualmente imperturbable–. Verónica se reencontró con Miguelito… Se iban a casar, ¡imagínate! Pero claro, él no le había confesado su broma de la infancia. Tuve que animarlo a decirle la verdad. Sinceramente, no creo que regrese. Te quiero mucho madrecita y, aun así, no siento nada al decirte estas palabras. Es difícil tener el corazón de piedra, no sentir compasión por nada ni por nadie –se detuvo un momento para tomarla de las manos–. Si te consuela saberlo, eres la mejor madre que cualquier persona desearía tener. Nada de lo que hecho, nada de lo que haga, ha sido o será tu culpa.

El rostro de la mujer dibujó un gesto triste. Una lágrima se deslizó por su mejilla lentamente.

–Vamos –insistí–. Es tu hora de jugar… pide lo que quieras.

–Apenas estamos empezando –dijo, hablando con la señora Carmen como si no me escuchara–. No podemos detenernos porque siempre hay un dolor para vengar, porque ninguno tiene la determinación de ser el último.

Boris se despidió con un beso de su madre y salimos de la casa. En la calle, caminamos sin hablar. Fumábamos, como si los dos estuviéramos expectantes del desafío que vendría para mí.

–Ya está bien de tonterías –murmuró, apagando su cigarrillo–. No tenemos nada que perder y ahora iremos por todo –prosiguió sin esperar respuesta–. ¿Conoces la taberna del viejo Markus? Vende una fortuna a finales de mes. El hombre es un borracho. Sería fácil entrar y tomar el dinero.

Nuestra mirada se cruzó por primera vez.

–Estamos empatados –dije–. Dos a dos. Aquí termina el juego.

La propuesta de Boris me aturdía. Era seguro que Verónica se había ido para siempre. Faltarían dos o tres años para terminar la Facultad, conseguir un empleo y marcharme. Deseaba irme enseguida, tener tiempo de pensar. Busqué a Boris y visitamos juntos la taberna. Realmente parecía sencillo: todo era cuestión de pasar desapercibidos entre los clientes para aprovechar el momento oportuno. Nos comprometimos a hacerlo el sábado siguiente.

Cuando llegó el día, Boris trajo el tambor. “No se trata de un robo”, dijo sonriendo. “Somos jugadores”. Luego, el canto de guerra. “Pim pam pum, atrévete a jugar. Robemos juntos la taberna del viejo Markus”. Y allí estaban, bebiendo cerveza, golpeando algunas bolas de billar, observando a todos. Tu corazón latía, resonaba tan fuerte como mil tambores de hojalata. Pim pam pum, pim pam pum, pim pam pum, enloqueciéndote. Contemplabas una turba de ebrios alegres, bromistas, a las mujeres de vestido y tacones sentándose en sus piernas, al propio cantinero bailando. Sería fácil, te repetías, como quitarle un dulce a un niño. El cantinero despertaría en la mañana, arrojaría al suelo las botellas, buscaría a sus putas para reclamarles. Ya estarían lejos, Boris y tú, riendo, celebrando. De repente, el miedo más fuerte: ¿y si tuviera un bate de béisbol?, ¿si les partiera las piernas porque de Markus nadie se burla? Eso era la vida, tu vida: apostarlo todo, ganar o perder, lanzarse por un precipicio, no mirar atrás. Era Verónica despidiéndose, era el destino burlándose de ti, era un hombre de veintidós años abriéndose un lugar en el mundo. Boris te tocó en la espalda, te daba la señal. Los borrachos dormían en las mesas, sus doncellas tomaban las monedas. Olor a vómito, licor, sexo, a una entrada triunfal. Viste el arma. ¿De dónde había salido? Acordaron algo diferente. “Todos al suelo”, nadie lo escuchaba. “Mete el dinero en esta bolsa”. Corriste, nervioso. “¿Qué estás haciendo?”, al oído, “este tipo nos conoce. Tomar y correr, tú mismo lo dijiste”. “No se dormirían nunca, necesitamos un plan b”, picándote el ojo. “Podríamos volver mañana, no se acordarían de su nombre, unos pobres diablos. Relájate, Miguelito”. “Vamos, deja de jugar”. “Señores y señoras, ha sido un placer. Ya nos retiramos, disculpen las molestias”. Corrieron a la puerta, cerrada. “¿Qué pasa?”. “Déjame pensar”. Empujabas, con todas tus fuerzas. “Que alguien abra o se van al cielo”. Un disparo al aire. “No lo hagas”. Una mujer se acercó, a tropezones. “Solo deben girar la perilla”. Sentiste el frío de la noche, eran libres, un punzón en la espalda, luego otro, caíste, ya no podías moverte, cerraste los ojos.

 

III

Dormiste cuatro meses. Podías escuchar el llanto de tu madre, el consuelo de tu padre. Un día despertaste. Te abrazaron. ¿Por qué lo habías hecho? No importa. Estamos contigo. El silencio. La duda. ¿Qué pasa? El médico te golpeaba en el hombro. Una pequeña lesión, nada importante. Caminabas renco. Usabas un bastón. Odio. Depresión. Amargura. ¿Por qué a ti? Así transcurrieron los años. Terminaste la carrera. Eras un arquitecto común. Diseñabas casas. Dos cuartos, un baño, la salita de estar. Nada esplendoroso, ninguna obra de arte. Tuviste dos o tres novias: Amanda, Laura, Ximena. Paseo en el lago los sábados, tarde de cine los domingos. Un beso, una caricia. Te querían. Eras tú quien se alejaba. Merecían otra cosa. Renunciabas a su lástima. Botellas vacías en el apartamento. Prostitutas. Dinero a cambio de sexo, de un poco de amor. A veces, ni siquiera eso. Les pagabas para hablar. Necesitabas compañía. Reías de tu propia miseria. Eras deprimente.

Boris, Boris, Boris… nunca vino a verte. Tú no lo olvidaste. ¡Cómo hacerlo! Sabías todo de su vida, el nombre de su esposa, la edad de sus hijos. Era feliz, mucho más que tú. Vestía de traje, un abogado respetado. Esperabas el momento. Conspirabas. ¿A dónde debías apuntar? ¿Dónde lastimarlo? Lo viste en los periódicos. Se había elevado demasiado. Tú jugabas ahora.

Me saludó con una sonrisa al entrar en su oficina.

–Pensé que vendrías un poco antes –dijo, abriendo los brazos, recostándose en el sofá–. Llevo diez años esperando tu visita. No tengo el tamborcito –continuó, con la misma sonrisa irónica y pedante–. Supongo que tampoco hace falta... somos dos adultos.

–Luisa, ¿no es así? –pronuncié–. Una mujer hermosa… mucho más que Verónica. He visitado su consultorio un par de veces.

Boris golpeteó la mesa. Aplaudía ante un escenario invisible.

–¡Viniste por todo, Miguelito! ¡Viniste por la joya de la corona!

Veía sus ojos brillantes, profundos, muy lejos de la mirada temerosa que pretendía encontrar. No escucharía sus ruegos, lo sabía, no me pediría alejarme de su esposa porque era inútil cualquier esfuerzo. Descubría al mismo Boris de la juventud, decidido e impasible. Sabía que en el fondo yo seguía siendo un niño debatiéndose entre el miedo y el rencor.

–La quiero para mí… una noche entera –dije titubeando–. Luego es tuya de nuevo. Ella ni siquiera lo sabrá.

–Supongo que te lo debo, Miguelito –sonrió–. Como tú quieras.

Te escondiste en el armario, fisgoneabas, contemplaste a Luisa, alta, de tacones, vestida en lencería. Boris le ofreció una copa de vino, reían, empezaron los juegos, un masaje, aceites, chocolate. La hizo suya, en cada posición imaginable, quería que lo vieras, te dejaba las sobras. Ansiabas entrar de una vez, ser tú quien besara esas piernas largas, los senos firmes y redondos, quien clavara su rostro en la entrepierna. Bebe un poco más, eres una niña traviesa, te vendaré los ojos. El cuerpo desnudo esperaba por ti, atado de manos, dispuesto, trepidante. Lo tomaste, era tuyo al fin. Sus labios se unieron con tu miembro, lo soñaste tantas veces. Acariciabas su cabello, te complacían sus gemidos. ¿En realidad estaba sucediendo?, te preguntabas. ¿Aquella diosa se inclinaba para ti? Una sombra observaba indiferente, permaneció allí todo el tiempo, mientras golpeabas los glúteos y mejillas de la mujer amada, cuando se retorcía de placer, en el instante feliz en que derramaste tu ira en su boca. La poseíste por completo, querías sodomizarla y lo hiciste, no te dio vergüenza tomar algún juguete para continuar. Abotonaste tu camisa, te pusiste los zapatos, habías terminado, no te irías tan pronto. “Pim pam pum, hijo de puta, pim pam pum”. Le quitaste la venda. “Es un placer verla de nuevo, ¿se acuerda de mí?”.

¿Liberaste el dolor, un poco de tu angustia? No, no era así, nada más lejano, estaban impregnados en tu piel, eran parte de ti, como una cicatriz, como tu sombra. Se confundían, otra vez, con la vergüenza, eran una marca en tu cuerpo lacerado. Pretendías lastimar a Boris y fuiste tú el primero en caer, en tomarte la cabeza y gritar que no lo soportabas. ¿Por qué las ansias de continuar cayendo?, ¿por qué lastimar a un ser que nada te había hecho? Una cortesana, una meretriz, se sentiría menos que eso, no lograba deshacerse de tu hedor. ¿Quién eras?, ¿qué eras? Un violador, acertabas la respuesta, no tenía otro nombre, no había ninguna explicación. Rechazo. Asco. Tristeza. Gritos. Confusión. Tus puños golpeando contra las paredes. Una resaca de tequila. ¿Le pedirías perdón?, ¿intentarías explicar lo inexplicable? Lo sentías por ella, el mal estaba hecho. Era parte del juego, entró cuando conoció a Boris, cuando decidió compartir la cama con un infeliz. También te habían lastimado, nadie te pidió disculpas.

Boris me buscó esa misma noche. Traía la ropa sucia, y sus ojos lucían rojos, como si hubiera llorado. En su apariencia pude adivinar las súplicas a Luisa, el desprecio de la mujer, cómo había amenazado con llevarse a los niños. Esperaba que se arrojara contra mí… no tenía intención de defenderme. “Atrévete a matarme”, murmuró, sin agregar nada, como si hablara del clima.

Nos encontramos al día siguiente en un cuarto de hotel.

–¿Qué se siente antes de asesinar a un hombre? –preguntó. Bebió un sorbo de una botella de ron.

–¿Qué se siente antes de morir? –respondí. Tomé un trago igualmente.

Nos sentamos en el suelo. Un revólver daba vueltas en medio de los dos. Sentía mi camisa empapada de sudor, y el olor a sexo y licor me sofocaba.

–Estamos hechos trizas, Miguelito –dijo Boris, después de un largo silencio–. ¿En qué momento nos convertimos en esto?

Se puso de pie. Caminaba de un lado a otro en la habitación. Lo seguí con la mirada, desconfiado. Fantaseaba con la escena final, peleándonos, disparando. Uno de los dos debía morir. Lo asumía como la más evidente de las certezas. La pregunta era quién, cuándo, incluso por qué. ¿Qué tan difícil resultaba volver atrás?

–No es tan malo para ti –quise consolarlo–. Tuviste una familia, fuiste feliz. ¿Y yo?, ¿qué tengo? Ni siquiera un buen recuerdo.

Tomé el arma del suelo. La pasaba de una mano a otra en un acto inconsciente.

–Deja de compadecerte –dijo Boris encendiendo un cigarrillo–. Tenías a Verónica. ¿Crees que fui yo quien te la arrebató? Fuiste tú mismo. Si le hubieras confesado la broma desde el principio, quizás te habría perdonado –se lanzó de repente a mis pies. Su rostro casi rozaba con el mío–. ¿Sabes por qué jugaste aquella vez y todas las otras veces? Porque somos iguales, somos sádicos. ¡A qué clase de psicópata se le ocurre torturar a una anciana enferma!

Sonreí. Me satisfacía verlo perdiendo el control, retorciéndose de ira, cayendo al infierno donde yo habitaba.

–Estás seguro de que no me atrevería a hacerlo, ¿verdad? –pregunté sin alterarme–. Te has burlado de mí todos estos años.

Boris se sentó nuevamente. Recostó la cabeza en la pared con los ojos cerrados.

–Incluso si Luisa llegara a perdonarme, ambos veríamos tu rostro cuando le haga el amor. Lo veríamos al tomar el desayuno, cuando despidamos a los niños en la escuela… en todo momento. No la querías a ella; querías cagarte en mi familia –hablaba sin mirarme, apenas susurrando las palabras–. Me culpas y lo entiendo, fui yo quien te llevó a la taberna del viejo Markus. ¡Cómo podía adivinar que ese borracho tenía un arma! Pude haber sido yo, ¿no has pensado en eso? Fue el azar, Miguelito.

Bebimos algunas horas más. Le conté cada detalle desde la última vez que nos vimos: mi relación con Amanda, cómo la encontré con otro hombre, cómo arruiné los preparativos de matrimonio con Ximena porque no confiaba en nadie. Solo a él pude revelarle el dolor por la muerte de mi madre, y las reuniones con mi padre, incómodas, sin saber qué decir. No recuerdo en qué momento me dormí. Desperté sobresaltado por sus gritos.

–¡Vamos, hazlo de una vez! –vociferaba, empujándome en el pecho–. Eres un cobarde. ¿Te olvidaste de Verónica, de tu puto bastón para caminar? Terminemos el juego… tú ganas.

No podías borrar las imágenes, sacarlas de tu cabeza. Estarían allí cada día, cada noche, torturándote, susurrándote al oído quién eras, cuáles eran tus pecados, por qué reían en las calles al verte pasar. Era tu sentencia ser un cojo miserable sin nadie a quien abrazar cuando fueras viejo. ¿Por qué no hacerlo?, ¿qué te detenía? No había camino de regreso, solamente adelante. ¡Qué era el mañana sino un eterno frenesí, locura, soledad! Tomaste el arma. Sentiste el vértigo. Dispararías una, dos veces, por el llanto de Verónica, por su despedida. Estarían a mano por fin y para siempre. ¿Qué se siente antes de asesinar a un hombre?, repetías la pregunta. Quizás lo mismo que antes de morir. Veías tu vida entera, a ese niño inocente, a Miguel. Recordabas los amigos de la infancia, el futbolito, las clases en la Facultad. No volverían nunca. Eras un hombre, mucho menos que eso, los desechos de lo que alguna vez fue. ¿Qué serías cuando grande?, pensabas en la escuela. Nada parecido a esto. Aflicción. Pesadumbre. Languidez. El llanto del padre. Una tarde de invierno. Las calles solitarias. Eso eras: un revoltijo de pesares.

–Hasta aquí llegamos, hermanito –dije–. Dos balas para ti… luego una para mí.

Apuntaste a la cabeza, apretaste el gatillo, disparaste de nuevo. ¿Qué pasaba?, ¿por qué su cuerpo no caía desplomado?

–¡Son falsas! –gritó Boris–. ¡Son balas de mentira! –sentí un escalofrío al escucharlo, lo comprendí todo en un instante–. ¡Mira lo que somos, Miguelito!

Boris daba saltos por la habitación, había enloquecido de repente. Supe que no era necesario asesinarlo, que no debía correr una sola gota de sangre. Nada importaba ya… los dos estábamos solos y muertos.

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