Por una política de drogas que mire hacia el futuro

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POR Kristina Birke Daniels

Febrero 13 2021
El Malpensante 226 - Edición especial

El manejo que se debe dar al fenómeno de las drogas ilícitas es una de las discusiones más complejas en la agenda pública colombiana e internacional. Históricamente, las estrategias gubernamentales han priorizado enfoques represivos y punitivos, tanto para la reducción de la oferta como para la atención al consumo. Criminalizaron a las campesinas cultivadoras y usuarias de sustancias ilegales, erradicaron forzadamente los cultivos de hoja de coca por vía manual y aérea. Pero nunca obtuvieron los efectos esperados.

Desde hace años, investigadoras, expertos de la academia, periodistas y representantes de organizaciones sociales y de comunidades se han referido a las afectaciones que tienen tanto las dinámicas del narcotráfico, como las políticas y estrategias que hacen parte de la llamada “guerra contra las drogas”. Estas últimas no han logrado disminuir de modo significativo ni la oferta ni el consumo y, en cambio, han contribuido al deterioro de la confianza de las poblaciones afectadas frente al Estado. Uno que en vez de atender sus necesidades sociales y económicas, quiere quitarles –según su percepción– sus medios de subsistencia. Muchos, incluso una comisión especial del Congreso de los Estados Unidos –con un mandato bipartidista de evaluar la política exterior antinarcóticos en el hemisferio occidental–, han llegado a la conclusión de que “el Plan Colombia, como estrategia antinarcóticos, fracasó”.

Hemos visto estudios nacionales e internacionales suficientes para apoyar el argumento de que es fundamental darles un enfoque más progresista a las políticas de drogas. Quisiera aquí solo mencionar tres razones. Primero, en Colombia los aspectos punitivos de las políticas de drogas han tenido prioridad frente al respeto a los derechos humanos de poblaciones muy vulnerables. Un Estado social de derecho debe respetar la dignidad de sus ciudadanos y ciudadanas y sus derechos humanos –tanto socioeconómicos como políticos–. El castigo debe ser siempre adecuado y proporcional al delito. Un enfoque de derechos humanos, por ende, incluirá por ejemplo un énfasis mayor en salud pública –también un derecho– entre las estrategias.

Segundo, el Estado colombiano necesita recuperar la confianza de las poblaciones cuyos derechos ha vulnerado. Eso es indispensable para reducir la violencia. Se tienen que generar condiciones de convivencia para que toda la ciudadanía pueda vivir con tranquilidad y respeto. Pero la tranquilidad no es solo ausencia de violencia. La implementación del acuerdo de paz con las FARC es clave, en particular los puntos relativos a la reforma rural integral y la solución al problema de las drogas ilícitas. Garantizar alternativas reales de sostenimiento para las familias campesinas cocaleras tendrá un impacto positivo en el mediano y largo plazo.

Tercero, los costos financieros y humanos de la actual política son enormes y lo seguirán siendo mientras la estrategia no cambie. El mercado de las sustancias ilegales no va a desaparecer. El objetivo debería ser propiciar condiciones para reducir los incentivos que hoy llevan al cultivo de coca, y generar alternativas y perspectivas de futuro para personas que ahora no ven más opciones que unirse a grupos criminales. Recursos que hoy se utilizan por ejemplo en la erradicación forzada podrían llevar desarrollo e infraestructura a las regiones con cultivos ilícitos.

Por todas estas razones, decidimos apoyar desde Friedrich-Ebert-Stiftung en Colombia (Fescol), con nuestro conocimiento institucional de varias décadas de trabajo en el tema, este número especial de El Malpensante. Textos como el de David Restrepo sobre los desafíos de la regulación de la coca y el primer proyecto de ley presentado en Colombia sobre el tema, o el de Isabel Pereira sobre el derecho a morir sin dolor y las graves limitaciones en el derecho al acceso a medicamentos para paliar el dolor en casos de enfermedades terminales, hacen reflexionar. Muestran diferentes vulneraciones de derechos fundamentales ocasionadas en nombre de las políticas antidrogas. Por su parte, en una entrevista la reconocida experta internacional Vanda Felbab-Brown se refiere a la necesidad de que el Estado recupere la legitimidad a los ojos de sus ciudadanos y ciudadanas, y plantea que con ese fin debe proveer alternativas reales para los cultivadores por medio de estrategias escalonadas, planeadas más allá de los cálculos políticos y electorales. Quisiera agradecerle especialmente a Catalina Niño, quien lleva el portafolio de políticas de drogas dentro de Fescol, por su excelente trabajo de curaduría y coordinación de este número.

Necesitamos, urgentemente, pensar juntos, en Colombia y en el mundo, en nuestra responsabilidad de construir una política de drogas progresista. Se necesita mirar hacia adelante, con una perspectiva transformadora, que ponga el énfasis en mejorar las vidas de todos y todas, especialmente de las personas más vulnerables afectadas por el fenómeno del narcotráfico. Tenemos que mitigar o reducir sus aspectos más dañinos. Ojalá no tengamos que esperar mucho tiempo para ver un cambio.

ACERCA DEL AUTOR


Directora Friedrich-Ebert-Stiftung en Colombia (Fescol)