Recordando al padre muerto el día antes de su cumpleaños

Poema inédito.

POR Rosario Caicedo Estela

Abril 02 2022
Rosario Caicedo

 

Nada de lo humano me es ajeno

Frase favorita de mi padre, atribuida a Terencio.

 

Papá, es 5 de junio.
Mañana cumplirías 101 años.
Una década de tu muerte
y aquí continúas conmigo,
con la hija menor,
la última
de tus “tres Marías”,
como llamabas
a las hijas que te quedamos.
Las que sobrevivimos la muerte
que por décadas se paseaba tan tranquila
por todas nuestras casas;
mi madre siempre cazando
esas gigantes mariposas negras
detrás de puertas y zaguanes.

Papá, soy yo la que te escribe,
la última,
la más distante de ti,
y tú de mí,
padre lejano
de hija lejana,
tú que nunca
supiste con seguridad
la fecha de mi nacimiento,
¿16 de junio o 15 de julio?
No, Papá, te contestaba yo,
no has dado ni con el día
ni con el mes,
y tú sonreías con vergüenza
y me pedías excusas
con la honestidad que definió tu vida.
Tú, tratando incómodamente
de tomarme de la mano
en un gesto de paz.
Mis manos exactas a tus manos,
manos cortas, burdas,
de dedos gruesos,
manos gordas en cuerpos flacos.
El tuyo y el mío,
cuerpos
que rara vez se rozaron.
Jamás recuerdo
haberte pasado la mano por el hombro
o haber tocado tu hermoso cabello
lleno de rizos. Nunca.
Todavía tenías rizos
cuando te vi en el ataúd,
una pequeña ventana de vidrio
entre tu cara muerta
y mi cara viva.
Todavía podía ver
en tu boca rígida
algo de esa sonrisa pícara,
la picardía del seminarista
que se salió del convento
porque vio en las calles
de Medellín
a una hermosa niña
de ojos coquetos
como los suyos.
El seminarista muerto.
Mi papá muerto.
Tantos relatos tuyos
que ya no recuerdo.

Lo que sí recuerdo
es tu cuerpo joven,
fuerte, ágil,
subiéndote a caballos
en esas fincas de latifundistas
que te contrataban
para que tú te encargaras
de administrar las cosechas
que ellos no sabían
siquiera que tenían.
Papá, yo recuerdo
tu cuerpo invencible
galopando
hacia la lejanía:
el padre y el caballo
desapareciendo
entre ceibas gigantes
en una finca fantasmal
que se llamaba Atenas.
Finca a la que tú le hacías
rendir la tierra,
tus palabras
oídas
en noches estrelladas
cuando hablabas
con los trabajadores
y jugabas naipes
con la baraja española
y con un cigarrillo siempre
en tus labios.
Yo, niña insomne,
te observaba desde la ventana
de un pequeño cuarto
donde el hermano pequeño
gritaba en sus pesadillas
y una hermosa mujer negra
nos ponía a dormir
cantando canciones
en un idioma desconocido.

Atenas en Florida, Valle del Cauca.
Atenas. La única Grecia que conociste.
La Atenas
de tu trabajo de capataz
de “buenos” apellidos.
Tú, haciendo trabajar
a los que sembraban arroz
en aguas turbias.
Jamás olvidaré sus hermosas caras
color azabache,
las mujeres vestidas con harapos,
sus pies descalzos
y los bebés a sus espaldas.
Las mujeres y hombres
levantando sus brazos
para saludarte.
Don Carlos, don Carlos,
te llamaban,
y tú diciendo sombrío y triste
con tus manos apretando el timón
de una camioneta que no era tuya.
Debemos siempre dar gracias a Dios
que no nacimos negros,
y fue allí, por tus palabras,
que yo entendí todo,
absolutamente todo
del mundo.
Blanco y negro
y blanco blanco
y pobre y rico
de Florida, Valle,
y de mi ciudad,
mi Cali negra,
mi Cali blanca.

Tú, historiador breve,
me enseñaste
que el destino
es todo y es nada,
que todo pasa porque sí,
porque la vida
es un golpe de dados.
Esas palabras tuyas resonando
aquí en estos cuartos
donde me paso
poniendo tu vida en cajas,
nuestras vidas,
la familia que tú y mi madre
se inventaron
y que nunca fue.
Golpe de dados.

Más de sesenta años después,
y hoy, un día antes de tu cumpleaños,
estoy de nuevo contigo
en esa tierra olvidada
donde llevabas a “los chiquitos”
a pasar unos días
para que no molesten a la mamá,
nos explicabas
manejando demasiado rápido
por carreteras polvorosas
y oscuras en medio
de la luminosidad de ese valle
rodeado de montañas.
Tú fuiste el primero
que me mostró
los Andes.
El primero que me regaló
su nombre.
Así se llaman
esas enormes montañas,
cantaste
sacando tu mano
por la ventanilla,
tu poderoso brazo
tocando el sol.

Padre mío.
Padre olvidadizo.
Padre trabajador
de sol a sombra.
Padre poeta
sin tener tiempo
de serlo.
Padre honesto.
Padre lector.
Padre soñador.
Padre triste,
tristísimo,
llorando solo
en mi pequeño apartamento,
tu blanco pañuelo
mitigando tus sollozos
a las cuatro de la mañana.
Padre temeroso de morir
solo,
el padre que me dijo
un día:
tú y yo jamás hemos sido cercanos
pero quiero decirte
que siempre te he respetado,
esa es la única cercanía
que te he podido dar,
mi profundo respeto,
y yo no te dije nada,
absolutamente nada.
Ante el respeto ofrecido
yo te di mi silencio
cuando tú trataste
de tomar de nuevo
mis manos,
estas manos mías
que son tus manos.

Tú y yo, Papá,
distantes en la vida
y
unidos en la muerte.
Tu muerte.
Estos años sin ti,
contigo siempre,
pero sin tus montañas,
sin tus quebradas,
sin tus arroyos y tus ríos.

Hoy, en esta oscuridad
de otra madrugada,
de tantas plagas,
en medio de estas
horribles muertes
yo estoy despierta
con tus palabras
y con la fuerza
de tus manos
cubriendo los
profundos huecos
de mi camino.

 

Middletown. Junio, 2020

ACERCA DEL AUTOR


Rosario Caicedo Estela

Desde hace 48 años vive en los Estados Unidos, donde ha trabajado como trabajadora social. En estos últimos quince años ha dedicado su experiencia profesional al activismo político relacionado con la defensa de los derechos humanos de la población indocumentada que es continuamente abusada por las represivas leyes de inmigración de los Estados Unidos. También es promotora cultural, especialmente en el área de la lectura y el arte. Desde hace varias décadas se ha dedicado a promover y defender la obra de su hermano, el escritor Andrés Caicedo.