Reflexiones irrespetuosas: El viaje del héroe técnico

En su debut, nuestro nuevo crítico de cine analiza sin miramientos la última película de Steven Spielberg, The Fabelmans, el relato de un muchachito aspirante a cineasta (Sam Fabelman), cuya vida encarna la del propio Spielberg: los tejemanejes de su infancia y adolescencia, y la forma en que, cámara en mano, fue hechizado por el cine.

 

 

POR Deivis Cortés

Marzo 09 2023
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1.

Cuando me enteré de que Spielberg estaba preparando una película sobre su infancia, una coming of age sobre sus años de realizador amateur en formato super-8, tuve miedo de que se tomara demasiado en serio a sí mismo. Temí que se pusiera ridículo y solemne, temí que hiciera todo lo posible por reivindicar la familia como institución sagrada (por enésima vez), pero ya no desde la ciencia ficción sino desde un tono más intimista, como tratando de jugar al drama de cámara, tal como, en su momento, se metió con el drama bélico y con el drama afro en aras de incursionar en el juego más peligroso de todos: el drama del artista socialmente responsable.

Y cuando empezaron a publicarse las primeras críticas que comparaban The Fabelmans con Cinema Paradiso, muchos amigos se relajaron y leyeron la alusión a Giuseppe Tornatore como un parte de tranquilidad. No fue mi caso. Seguí temiendo lo peor: nostalgia melcochuda difícil de tragar, un retrato familiar costumbrista de esos que aburren a rabiar, pero que uno se traga entero (y hasta cita) por miedo a que lo juzguen de poco sensible, de poco respetuoso por la vida privada del artista, incluso de antisemita porque “el que no empatiza con mi causa de manera ruidosa se convierte automáticamente en mi enemigo”.

The Fabelmans tiende más a La noche americana que a Cinema Paradiso porque tanto la película de Truffaut como la de Spielberg se regodean mostrando procesos creativos. Tornatore y Spielberg comparten el abordaje nostálgico de la infancia, el culto religioso a la proyección como evento y la adoración a ese templo que eran las salas de cine en el siglo XX. Pero es claro que el niño Totò de Cinema Paradiso nunca hizo películas y eso marca una diferencia clave. Sam Fabelman, por su parte, es incapaz de quedarse en el rol “pasivo” del espectador, por paralizante que sea la maravilla cinematográfica. Fabelman no puede ocultar su pasión por (re)crear, por impactar, por reproducir ese jump scare del tren chocando, esa maravilla ante la contemplación de un movimiento y una acción física/violenta. Y el clic mental que lo hace mutar de espectador a creador tiene lugar cuando se da cuenta de que ese mismo lenguaje que le permitió “reconstruir” también le sirve para “construir”, para proponer otras tantas acciones físicas y violentas, pero con niños haciendo de héroes cinematográficos, tal como treinta años más tarde hará Robert Rodríguez en Bedhead o Guillermo del Toro en Geometría: usar familia y amigos como elenco cómplice de esa alquimia casera que permite el formato super-8.

2.

En términos de filmografía truffautiana, The Fabelmans es una especie de Los 400 golpes mezclada con La noche americana: infancia más cinefilia. Y aunque la infancia de Spielberg fue más cómoda que la del cineasta francés, uno podría hacer el ejercicio de imaginar a Sam Fabelman interactuando con el niño que se convertirá en Ferrand, el director que interpreta Truffaut en La noche americana, ese niño que se roba los carteles y las fotos de Ciudadano Kane en esa (otra) coming of age en miniatura que contiene la mencionada película francesa y que se revela en forma de flashbacks oníricos sabiamente dosificados a lo largo del metraje, como dando a entender que el verdadero cineasta, independientemente de la fase de producción en la que se encuentre, de la experiencia, del talento o de los galardones cosechados, responde a una pulsión infantil básica, primitiva e indómita, una pulsión que emite señales desde el pasado y condiciona acciones actuales. Y así como Truffaut y Spielberg tienen un “encuentro cercano del tercer tipo” a lo largo del rodaje de cierta película clave para los ufólogos, es posible imaginar también un encuentro (de una tipología difícil de numerar) entre esos dos niños autoficcionales: un encuentro amistoso y de comunión cinéfila en el que ninguno habla la lengua del otro, pero logran comunicarse gracias al código común de la pasión compartida.

El encuentro, que imagino como una velada cinéfila en la proverbial casa del árbol, arranca con el francés mostrándole al otro los carteles que se robó. Mientras tiene lugar la contemplación, cada uno inventa, en su idioma y echando mano de sus propios materiales biográficos, historias alternas de Ciudadano Kane, historias que contradicen la trama inventada por Welles y Mank, pero que se ajustan a las pocas imágenes de las que disponen y les permite soñar con ese cine “de verdad”, con ese cine “en mayúsculas” que, de momento, está fuera de su alcance. Luego llegará el turno del “amigo americano” que procederá a mostrar a su colega francés la última película que hizo en super-8, un cortometraje donde se hace evidente otro robo, un hurto más formal que material: la apropiación de alguna técnica, diálogo o recurso de la última película vista. 

3.

Durante sus primeros años de carrera, Spielberg fue acusado de tener la mirada de un niño. Tal vez por ser acusado de infantil, de exitoso y de taquillero, Spielberg empezó a hacer películas serias y adultas, productos como La lista de Schindler y El color púrpura, justamente las películas que menos prefiero de su filmografía, aquellas que he visto apenas 0.9 veces y que nunca me apetece repetir. Prefiero el Spielberg que opera como un niño sin complejos, un realizador tan puro en su capacidad de asombrarse y generar asombro que no puede disimular su alegría y goce por filmar, su tendencia a asumir la cámara y la puesta en escena como un juego, un juguete o una golosina, el alarde de un hiperbólico virtuosismo solo comparable con el del mejor Brian De Palma.

Spielberg resultó también muy diestro en el terreno de la animación (una técnica que usualmente se confunde con género infantil), justamente porque allí logró explorar y desarrollar su cinetismo más allá de lo físicamente filmable. En efecto, el uso de cámaras virtuales le permite desarrollar secuencias complejísimas e intrincadas, set pieces al borde de lo imposible (véase la carrera en Ready Player One o la persecución en Las aventuras de Tintín) o al menos al borde de lo viable, como si Spielberg quisiera decirnos que su talento va más allá de los límites físicos de las máquinas, que su talento se concentra en explorar el puro lenguaje, el movimiento sin más, el trazo en sí mismo, más que la dramaturgia u otros factores menos específicamente cinematográficos, más literarios, más teatrales, más fáciles de medir y evaluar.

El mejor Spielberg es el que opera en modo “niño sin complejos”, ese Spielberg que juega y se divierte, más que el Spielberg que se limita a hacer la tarea y finge ser un adulto judío responsable y premiable. Y así como John Ford decía sin complejos: “Mi nombre es John Ford y hago westerns”, Spielberg podría decir, también sin complejos: “Mi nombre es Steven Spielberg y hago montañas rusas”,  o bien: “Mi nombre es Steven Spielberg y estoy en el negocio de la espectacularidad visual”. Pero así como Spielberg es el auténtico maestro de la espectacularidad (capaz de inspirar a otros dotados como Zemeckis), también es cierto que cada tanto se desvía del camino amarillo y hace películas “responsables” de encargo, aunque no se trata exactamente de compromisos industriales sino de encargos asignados por su rabino luego de salir de la sinagoga. Es probable que su guía espiritual lo haya aconsejado, en algún sabath soleado o tras algún bar mitzvah de algún amigo en común, de hacer La lista de Schindler (que originalmente iba a dirigir Billy Wilder) para que rindas un homenaje a tu pueblo y para que te empiecen a respetar en Hollywood, para que no digan que simplemente haces dinero con tiburones, extraterrestres y tipos con látigos.

4.

Tenía miedo de que The Fabelmans resultara una película solemne y aburrida, como esas películas que hace Spielberg cuando se siente regañado, cuando siente que tiene que demostrarle algo a la crítica. El miedo, por fortuna, resultó injustificado. La película no solo es entretenida, tierna y emotiva. The Fabelmans, probablemente sin proponérselo, se encumbra como una joya del cine dentro del cine. Y no es solo una película de cine dentro del cine que se concentra en transmitir la pasión por filmar y trabajar en un set de rodaje (La noche americana, Living on oblivion, State and Main). The Fabelmans pertenece a un estadio superior: el cine dentro del cine semiótico y didáctico; un cine dentro del cine que cifra, resume, dramatiza y recrea la nuez del fenómeno cinematográfico, ese núcleo que se escapa a todos aquellos que solo le piden temas y tramas a las películas.

Argumentalmente hablando, se sabe que varios de los eventos narrados por la película eran de conocimiento público. Varias anécdotas sobre la vida del llamado “rey Midas de Hollywood” habían sido contadas en documentales biográficos y en documentales sobre otros cineastas (véase Directed by John Ford), donde Spielberg figura como entrevistado. En The Fabelmans, Spielberg no se limita a empalmar y a dramatizar un puñado de anécdotas sobre su infancia y su relación con el cine (véase el momento del tren), no se limita a volvernos a contar cómo conoció a John Ford cuando tenía 17 años, no se limita a traer a su amigo Tony Kushner para que le ayude a darle forma dramatúrgica a sus recuerdos. Spielberg va más allá porque, en medio de su recuento biográfico hábilmente fabulado, construye también un auténtico viaje del héroe técnico, un auténtico viaje del héroe/creador cinematográfico amateur, una travesía que no está muy lejos del periplo que hace el David Hemmings de Blow up, el Gene Hackman de The Conversation o el John Travolta de Blow Out. Prácticamente se trata del mismo personaje, aunque Spielberg invierte la fórmula. Si en Blow up David Hemmings hace un viaje desde el documento hasta el artificio puro, en The Fabelmans Sam vive un viaje desde el acumulador de imágenes (choques de tren), hasta el  ficcionador (horror, western, película de guerra) para llegar finalmente al documentalista por encargo (probablemente el contexto en el que se miden los grandes), capaz de revelar cosas que no quiere ver (madre infiel), y que otros no quieren ver de sí mismos (Logan: deportista expuesto). Y así como John Travolta, después de procesar el audio escucha ese “estallido mortal” que anticipa el título en español de Blow Out, ese niño que es Sam Fabelman ve horrorizado el amor que siente su madre por el mejor amigo de su padre, tal como David Hemmings descubre la pistola en esas fotografías aparentemente inocentes y triviales que amplía y trata en su estudio.

Eso que Lotman llamó “el tronco semiótico de Blow Up” y que otros llaman “secuencia de desciframiento de la imagen” es tan importante que cada cineasta que lo aborda se esfuerza por darle un tratamiento especial, tanto en la versión original de Blow Up como en sus remakes y homenajes norteamericanos. En todos los casos el realizador se esfuerza por ser extremadamente minucioso, quirúrgico y procedimental al mostrar ese ritual del tratamiento de la imagen que termina “revelando” verdades que no se vieron a ojo desnudo o, dicho de otro modo, la secuencia del procedimiento cinematográfico por antonomasia: la modificación de imágenes para obtener verdades que pueden horrorizar, como le sucede al deportista Logan que ve horrorizado su exposición en pantalla: tras ese heroísmo de deportista guapo y exitoso, de deportista bigger than life, se esconde un animalito asustado (el diagnóstico genérico de cualquier fan del psicoanálisis), el hombre que nunca había contemplado su propia superficialidad en todo su esplendor, el hombre que se siente confrontado ante la exposición de eso que es, contrastado con eso que cree que es, con eso que se ha esforzado toda la vida por proyectar.

5.

Nacho Vigalondo, cineasta español famoso por sus lúcidos y delirantes análisis, habla también de los héroes de Be Kind Rewind, la película de Michel Gondry, como unos viajeros técnicos de la realización videográfica amateur. “Ellos empiezan reconstruyendo las películas que aman y terminan narrando la historia de su comunidad”. Spielberg narra también ese viaje. Empieza recreando un golpe de efecto, ese sobresalto que vivió durante la proyección seminal de The Greatest Show on Earth. Luego juega con los códigos del western aprovechando la oportunidad geográfica que le proporciona Arizona. Pasa a recrear las historias bélicas de su padre y termina (mediante el engañosamente simple registro de un evento escolar playero) convirtiéndose en una especie de Robert Flaherty, un documentalista antropólogo que le muestra al esquimal quién es, antes de que él mismo sepa siquiera pronunciar su propio nombre. El documentalista le enseña al esquimal a reconocerse en unas imágenes alteradas, para que, al mirar las sombras proyectadas, diga “ese soy yo” con mucha mayor seguridad de la que sería capaz de expresar si tuviera un espejo delante.

Spielberg y el esquimal tienen claro que a veces (muchas veces) la captura desnuda de la realidad es menos realista que la captura trucada, tal como lo muestra el making of del recurso que emplea Fabelman para simular excremento de gaviota. Se trata del trucaje usado para reforzar una realidad documental, una “realidad” que la audiencia celebra durante la proyección con aplausos eufóricos, probablemente a sabiendas de la falsedad implicada: vieron a Fabelman usando helado durante el “rodaje”. Y a diferencia del deportista Logan que se aterra ante la innegable verdad de su superficialidad, la audiencia aplaude justamente lo opuesto: el artificio dentro de un registro institucional, el gesto de rebeldía tanto del documentalista como de la persona que, por un instante, se convierte en personaje para mofarse de sí misma en pro de la diversión popular.

6.

A primera vista, el final de la película (esa ilustración/dramatización del encuentro de Spielberg con John Ford) tiene el aroma de un epílogo innecesario: la película cierra mejor y queda más redonda si acaba antes. La casi infalible ley de la fiesta: llegar tarde e irse temprano. ¿Qué tan pronto debió haber acabado? Probablemente cuando el deportista se quiebra en los casilleros o bien durante el desayuno que tiene lugar tras el baile de graduación. Fabelman acaba de ser dejado por Mónica, que fue egoísta al besuquearlo solo por ser judío, solo para proveerse de una dosis de exotismo en sus últimos meses escolares. Sam fue egoísta al centrarse en terminar su película mientras su familia se derrumbaba a su alrededor. Y su madre fue egoísta al abandonar la familia para regresar a Phoenix, buscando una felicidad adolescente a expensas de la de sus hijos y su marido. Una trinidad de egoísmos ambientada en una escena de desayuno que permite cerrar la película con una contundente dosis de amargura que contradice el arquetipo de la familia funcional que, según los biempensantes, siempre se muestra en las películas gringas. Ahí podría acabar la película y sentiríamos el poderío de un cierre orgánico, sentiríamos que ese viaje del héroe técnico llega a una conclusión que prepara al personaje de Sam Fabelman para todo lo que el cine es capaz de hacer, para todo lo que su talento de demiurgo es capaz de provocar en sí mismo y en los demás. Sería un final perfecto, pero Spielberg se resiste a esa perfección.

La película continúa durante trece minutos más, trece minutos adicionales que se nos antojan, en principio, una mala idea y una tortura cocinada a fuego lento. Cada minuto que transcurre después de esos prometedores hitos conclusivos se arrastra con parsimonia agónica, porque nos hace sentir cada vez más lejos de una película redonda, de un final orgánico, de ese tipo de finales que los profesores enseñan en las escuelas de cine a estudiantes que nunca van a hacer películas y que terminarán haciendo videos institucionales mal pagos. Y Spielberg, un maestro de la narración cuando quiere y puede, siente total indiferencia ante nuestra incomodidad. La película continúa narrando un evento que tiene lugar un año después, un epílogo tan intrusivo que parece una escena post créditos o una escena suelta de una secuela que nadie pidió. En efecto, cuando vemos a Sam Fabelman sufriendo un ataque de pánico y a su padre tratando de socorrerlo, pareciera que ha empezado otro producto, una especie de Two and a Half Jew, un montaje del director, una versión redux de esas que actualizan los efectos visuales, hacen un ligero reencuadre a todos los planos e incluyen un par de escenas adicionales como las que venían en los contenidos extras del DVD, un formato ajeno para nuestro presente y para el presente de esos personajes sesenteros que Spielberg y su equipo están recreando. Empezamos a aburrirnos con esta buddy movie de despechados, con esta historia del papá cachón y el hijo frustrado que empieza a entender que la vida post escolar no es tan dulce como en las películas. Algunos espectadores bostezan y miran el reloj, pero es entonces cuando irrumpe la magia: aparecen pistas que nos indican que está a punto de suceder el milagro que todo cinéfilo lleva años esperando: la famosa anécdota del encuentro con John Ford.

7.

En la versión oral de la anécdota que figura en algunos documentales, Spielberg entretiene, engancha y conmueve usando recursos mínimos: voz, narración y gestos. En The Fabelmans aumenta la apuesta y vuelve a contar ese capítulo destacado de su “historia de origen” usando todo el arsenal de recursos que ha acumulado a lo largo de su carrera: un alter ego (sugerido por su coguionista), una autoficción, actores de primer nivel, decorados impecables y una cámara mucho más diestra que la de Bogdanovich o que la de cualquier otro documentalista.

Pero sería injusto decir que la anécdota se narra tal cual, que es una mera ilustración. La película ofrece un marco de composición que incluye una carta de la CBS y una charla motivacional en una oficina donde el joven Sam se ofrece a regalarse, a empezar desde abajo con tal de trabajar en eso que le apasiona. También hay una situación de espera y contemplación donde tanto espectadores como personaje se permiten repasar la carrera de John Ford gracias a un puñado de afiches que son recorridos con un maravilloso paneo mientras “The Prodigal Returns”, el legendario tema que Max Steiner compuso para The Searchers, suena recordando el regreso de Ethan Edwards a una casa que no es suya.

La cámara acaricia esos pósteres como diciéndole al joven Spielberg: aquí empieza tu carrera y puede que, algún día, tu despacho también esté lleno de afiches como estos que serán contemplados, con idéntico asombro y admiración, por otro joven que daría todo por ser como tú. Me gusta imaginar que ese muchacho puede ser un Shyamalan o un Amenábar, espectadores entusiastas que, desde sus respectivas periferias, hacen también el viaje entero desde la configuración del mito (The Stagecoach) hasta la desmitificación (The Man Who Shot Liberty Valance). La secuencia está hecha para que sepamos que Spielberg no va a conocer a cualquier realizador artesano: va a conocer a uno de sus dioses, al referente que inspiró uno de sus primeros cortometrajes. “So you wanna be a picture maker”. Y si bien aquellos que ya habíamos visto los documentales pudimos haber imaginado la oficina de manera distinta (otras dimensiones, otra disposición), Spielberg la recrea y la dramatiza para que la imaginemos acorde con ese mismo “print the legend”, con ese mismo espíritu elegíaco que se cierne sobre más de una película del maestro Ford.

John Ford entra con la cara llena de manchas que Spielberg describe como “besos de broma”.  Su secretaria corre tras él con un paquete de Kleenex en mano y luego sale diciéndole al muchacho que el señor Ford le dará cinco minutos. Entonces todo empieza a corresponder. Todo empieza a encajar. El parche. La forma de fumar. El desdén irlandés. Ford vive ante nosotros gracias a un sorprendente David Lynch. Un director interpretando a otro, tal como Fritz Lang lo hiciera para Godard en Le Mepris. Y aunque la decisión pueda parecer polémica, un mero fan service para los fans del director de Blue Velvet, no tardamos en recordar que Lynch ya había  interpretado a Ford, al menos estilísticamente hablando, en esa rareza suya que es The Straight Story, acaso su película más clásica, su película más fordiana.

Estamos inmersos en plena dramatización de la anécdota y de repente nos damos cuenta de que dejamos de bostezar y de mirar el reloj: no queremos que la película acabe. Queremos quedarnos a vivir en ese momento, queremos quedarnos allí a charlar con el joven Spielberg y con el veterano Ford. Y aunque Spielberg ha adaptado a muchos (Crichton, Dick, Cline) y no ha tenido reparo en hacer las modificaciones necesarias en cada caso, para reconstruir visualmente su anécdota es fiel hasta extremos conservadores: la recuenta punto por punto, tal como la ha contado durante años en documentales, reportajes y en posibles conversaciones con colegas de generación. La cuenta sin traicionar a ese yo del pasado que narró usando elementos mínimos; cuenta con la misma fidelidad que les piden los literatos a las adaptaciones cinematográficas, con una fidelidad tan sospechosa que nos hace aventurar dos hipótesis: 1. Se trata de una anécdota fidedigna, una anécdota que “realmente” ocurrió así y por eso quedó tatuada en la memoria del cineasta. 2.  Spielberg es tan bueno mintiendo que miente siempre de la misma manera.

Sin embargo, lo que Spielberg no contó en ninguno de los documentales y sí se permite narrar en The Fabelmans es aquello que sucede una vez abandona la oficina del maestro. Sam sale y camina hacia el horizonte, un horizonte que no es desértico como en los cuadros de la oficina de Ford y que figura en el centro del cuadro, tal como Ford dice que no debe hacerse. Y acá se da algo maravilloso: Spielberg está duplicado, desdoblado. Lo vemos en la piel diegética de Sam Fabelman caminando hacia el horizonte, como un cowboy judío y urbano que se aleja para enfrentarse a la aventura. Pero también hay otro Spielberg detrás de la cámara, un Spielberg dirigiendo al operador de cámara, al dispositivo cinematográfico y tomando decisiones frente al punto de vista que rige esta película concreta, esta escena específica y este plano en particular. Y es ese otro Spielberg (pura decisión y maestría) quien corrige el plano mediante un tilt up, corrige para que el horizonte deje de quedar en el medio y quede abajo, para “hacer más interesante” la composición. Spielberg aplica, a posteriori, el consejo de John Ford y mediante ese gesto de corrección, mediante esa decisión formal, Spielberg es John Ford por un momento, por unos segundos, tal como Lynch lo fue en The Straight Story, tal como Kurosawa lo fue en Seven Samurai, tal como John Sayles lo fue en Lone Star y tal como Tarantino lo fue al principio de Inglourious Basterds

Spielberg fue Kubrick para hacer I.A. Inteligencia Artificial y para reconstruir esos momentos de The Shining contenidos en Ready Player One. Spielberg fue Hitchcock para hacer Duel y Minority Report.  Ahora Spielberg se convierte en John Ford para hacer de sí mismo, para demostrar que cuando la leyenda se convierte en hecho, más vale imprimir la leyenda.

ACERCA DEL AUTOR


(1986) Realizador y analista audiovisual. Magíster en Escrituras Creativas. Escritor. Comediante. Podcaster. Redactor de contenidos. Coordinador Cinemateca Sala Alterna (2014-2016) Egresado de la Escuela de Cine y TV y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.