Retratos de Teusaquillo a lomo de recuerdo

Emperifolladas y algo vetustas, las grandes casonas de la localidad 13 de Bogotá lucen como viejas chismosas que se cuentan entre sí los secretos de la alta sociedad capitalina del siglo pasado, además de los pasos que dejaron en sus zaguanes numerosos artistas, escritores y uno que otro fantasma.

POR Juan Manuel Roca

Mayo 26 2021
Casa de Teusaquillo

Ilustración de Margarita Moreno

 

Mas las nieves de antaño, ¿dónde están?

François Villon

1. Cambio de piel

Al viajero llegado a Bogotá le llaman poderosamente la atención las casas del barrio Teusaquillo. Son casas de estilo Tudor que en Inglaterra puso su sello dinástico en el siglo xv y parte del xvi, y que acá tiene algo de escenografía mestiza, sobre todo si miramos el fondo montañoso, agreste y andino. 

A mediados de los años veinte dejó esta zona de ser un resguardo indígena muisca con vocación agrícola y se vino a vivir aquí la clase alta bogotana, que entreveraba migrantes judío-armenios, alemanes y árabes. Sí, judíos y árabes en sana convivencia, sin heridos ni maltrechos que tuvieran que ponerse franjas de gasa, en medio de sinagogas y nunciaturas apostólicas, de tiendas árabes e iglesias que, como en el poema de Silva, a través de “las campanas plañideras [...] les hablan a los vivos de los muertos”. 

La misma ciudad de Silva es la que recuerda García Márquez: una aldea grande donde “treintaidós campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde”. Todo esto acurrucado en medio de una niebla caprichosa, una nata gris que por épocas sigue amando el desdibujamiento y que en Teusaquillo, por su angloarquitectura, parece importada. Buen negocio de poetas: traer de Londres tarros de niebla sin fecha de vencimiento.

Esa parcela inglesa, bella y extraña escenografía, sin duda debió cambiar las costumbres: los paraguas florecieron a tono con un clima que no tuvieron necesidad de importar desde Londres y cambiaron en buena parte lo que el cronista Luis Tejada llamaba “la psicología de las ropas”, unos modos de habitar en el ropaje que se volvió algo así como “una segunda personalidad envolvente”. 

No es extraño que alguien haga la reiterada broma sociológica de que la falta de una identidad crea varias identidades, que la burguesía nuestra quisiera ser francesa, la aristocracia, inglesa, y el pueblo, mexicano, dicho esto sin ningún desmedro clasista sino por el gusto –tal vez– extendido y popular que tenemos por la música ranchera. Ese sincretismo, por no decir esa falta de un asunto que se pudiera llamar identitario, nos llevó a muchos mestizos a usar corbatas y, no importa la rima, al mismo tiempo alpargatas. 

 

2. Piedra angular

De puro vago y malpensado me doy a caminar calles y parques de Teusaquillo, este barrio en donde vivo y trajino desde hace varias décadas. Me detengo a leer una piedra empotrada al comienzo del llamado Park Way en su extremo sur, pero antes recuerdo que esas palabrejas inglesas (yes, sir) no significan otra cosa que una avenida amplia y llena de jardines, una buena y bonita escenografía para huir del tráfago urbano. 

La laja mencionada, que data de 1979, dice así: “Con esta piedra angular extraída y cortada en las canteras del barrio Potosí, el Instituto Bogotano de Cultura conmemora el legado de Gema Pedraza, primera picapedrera bogotana, y renueva en la juventud el recuerdo de sus labores”. Parece una grata y graciosa redundancia que la primera picapedrera de la ciudad se llamara Gema y se apellidara Pedraza. Y no es un invento de este escribiente, también dueño de un apellido pétreo, sino del azar, la empatía de este oficio y aquel nombre.

Me siento en una banca cerca a esa laja conmemorativa y recuerdo la carta que un muchacho bogotano escribió a sus padres en el primer viaje que hizo a Londres, una postal en la que les hacía una descripción melancólica o nostálgica del recuerdo que tenía de este barrio: “Londres es como Teusaquillo, pero sin amigos”.

 

3. Viejos habitantes

Por estas calles que echo a andar a diario ya están borrados los pasos de políticos como Jorge Eliécer Gaitán, Gustavo Rojas Pinilla y Mariano Ospina Pérez. De musicólogos como Otto de Greiff, de pintores como Leonel Góngora, de poetas como Jaime García Maffla, de directores de teatro como Pepe Sánchez y, por supuesto, de arquitectos como Karl Brunner y Alberto Manrique, que fraguaron sus amplios espacios. Hasta hace muy poco –el pasado enero y a la edad de 80 años– lo corría y recorría nuestro gran campeón de San Silvestre y otras gestas atléticas, Álvaro Mejía, un hombre carismático y crítico que fatigó estas calles en su permanente afán de tocar las lejanías. 

Teusaquillo viene de la palabra muisca teusacá, que significa “cercado prestado”, algo ya impensable por el alto costo de la tierra y el cambio parcial de los usos del suelo. Esa falta de identidad, me parece, se pone de presente en los techos inclinados de sus casas, réplicas inglesas en nuestra ciudad. En Londres están hechos de esta manera para que escurra la nieve y de esto, de las nevadas que parece como si estuvieran desplumando un ángel en el cielo, nada por aquí, nada por allá. Cuando más, una que otra granizada que no da ni siquiera para helar una botella de vino. Y mucho menos, pero muchísimo menos, para esperar la llegada de un viejo barbudo y pendejo con un gorro rojo, riéndose como un idiota montado en un trineo.

Ahora, en la jerga catastral, esta zona se llama por decreto localidad 13. Es un mapa que tiene en su conjunto barrios como La Esmeralda, Galerías, Quinta Paredes, Ciudad Salitre, o sea que decir que se vive en Teusaquillo es trazar una cartografía imprecisa, pero que tiene puntos muy visibles como la Universidad Nacional de Colombia, sus prados e instalaciones, sus edificios blancos, su estadio Alfonso López Pumarejo y los corredores por donde han pasado tantos protagonistas de la historia de Colombia.

Son muchos los parques del sector, como el Brasil, con sus pérgolas florecidas; el parque Armenia, en cuya cercanía vivió y murió el poeta quindiano Luis Vidales, y el parque Guernica, en el que hay una buena réplica de la memorable obra de Pablo Picasso frente a la Casa Vasca, cuyo salón principal es presidido por un óleo de Simón Bolívar. No muy lejos están la casa en la que vivió Jorge Eliécer Gaitán hasta el día de su asesinato y el centro a medio construir que diseñó el arquitecto Rogelio Salmona para rendir un tributo a la memoria del caudillo liberal. Son también muchas las librerías de barrio, de libros nuevos y veteranos. Forman una suerte de triángulo, Garabato y Matorral en la carrera 19, Casa Tomada en la transversal del mismo número, y Casa de Letras, El Dinosaurio y El Espantapárrafos en la calle 45, estaciones más gratas que forzadas en el camino universitario.

 

4. Gentes de paso

Por acá pasó en los años sesenta, con rumbo a la Universidad Nacional, el no muy grato William Burroughs, un hombre que mató a su mujer, Joan Vollmer Adams, jugando a ser Guillermo Tell. El suceso ocurrió en México, en la colonia Roma. Pues sí. Burroughs fue a la Universidad Nacional de Colombia en busca de información sobre la ayahuasca, durante su escala en Bogotá y en tránsito al Amazonas. Hay que reconocerlo. En sus Cartas del yagé –o de la ayahuasca, de las dos formas se encuentra traducido el libro– hace una terrible y nada equivocada descripción de la ciudad de esa época. Según sus palabras, en Bogotá, como en ningún otro lugar de América Latina, se siente “el peso muerto de España”. Agregaba que todo lo que tiene un carácter oficial debería llevar como sello, como un signo imborrable de su procedencia, un letrero que dijera “made in Spain”.

 

5. Arquitectura, paisajes y fantasmas

El uso del ladrillo desnudo, a la vista, junto a un paisaje de chimeneas es lo corriente en el barrio Teusaquillo. Son en su gran mayoría –y por fortuna también en su gran mayoría conservadas– casas que tienen en la mansarda un secreto familiar, me dice con plena seriedad y trascendencia un vecino de un restaurante marroquí, dueño de una casona de estilo Tudor. Afirma que casi no hay casa de Teusaquillo que no tenga, como en un cuento de Henry James, un intruso al que llama fantasma. El mismo interlocutor me lo parece y sospecho que, como en un viejo y pequeño relato conocido, al preguntarle si en verdad cree en la existencia de fantasmas, lo va a negar y a continuación desaparecerá en el aire. En verdad, los fantasmólogos bogotanos, que los hay, afirman que son dos las comarcas donde esas entidades cohabitan pacíficamente con los vivos: una de ellas –me lo dice Pablo Alcázar– es, por supuesto, Teusaquillo. La otra, La Candelaria.

Un viajero casi fantasmal que no se detiene en Teusaquillo es el río Arzobispo, que en otros barrios lleva el nombre de Juan Amarillo o Salitre y que baja desde los cerros Orientales, cruza por un lado del Parque Nacional y desde el páramo de Cruz Verde recorre La Soledad, La Magdalena y Belalcázar, todos enclaves de Teusaquillo. 

Es cierto. También hay un mapa fantasma de Teusaquillo. Lugares devorados por el tiempo que algunos de sus más viejos habitantes quisieran volver a transitar. Le pregunto a unos cuantos residentes del barrio qué sitios echan de menos, cuáles les parecen memorables. Los aficionados al cine señalan a la primera de cambio la desaparición del Teatro Arlequín y de los teatros Teusaquillo y Palermo. Algunos más extrañamos otro lugar con el mismo nombre de Arlequín: la pastelería que a causa de la pandemia cerró hace pocos días sus puertas, luego de más de cincuenta años de ser fundada por una familia alemana. Los amantes de las puestas en escena echan de menos la Casa del Teatro Nacional, fundada por la argentina Fanny Mikey en lo que antes era la sinagoga. Un amigo agnóstico, pero de familia judía, extraña sin embargo ese templo, por lo que representaba para su familia. Los lectores de novela, o más bien una secta de ellos, particularmente de mujeres que se identifican con el feminismo de una adelantada en sus luchas, Helena Araújo, con el talento rebelde de la autora, extrañan (extrañamos) una nueva edición de su novela de culto Fiesta en Teusaquillo. Helena Araújo fue una mujer que abandonó el país en conflicto con la Iglesia, cuando divorciarse era algo fácilmente satanizable en el orden patriarcal de una curia doctrinaria aceptada cansinamente por sus más genuflexos feligreses. La novela de Araújo es una historia que devela la doble moral de la época. En ella se burla precisamente de una burguesía patética y mimética que no solo no soportaba su carácter libre ni su desobediencia, sino que también atizaba su humor agudo y disolvente. El libro transita por estas casonas clásicas de Teusaquillo en los años setenta, como quien dice en una puesta en escena de fachadas luminosas y oscuras trastiendas. A Helena Araújo la conocí en Lausana, Suiza, ciudad donde murió bajo la misma ley de escritora independiente e insobornable. Me habló de Bogotá y del país desde su vieja e irreconciliable rencilla anticlerical. Recordé la vida social en Teusaquillo descrita en sus páginas, las fiestas de fachadas inglesas y doble moral, de habitáculos patriarcales que prohibían el sexo a sus hijas como un primer mandamiento, pero no se privaban de cierto carácter libertino y corrupto muy propio de los grandes patriarcas. Algo así señalaba el díscolo psiquiatra César Constaín Mosquera: “La cantidad de relaciones sexuales masculinas se lleva al currículum, mientras que las femeninas a la historia clínica”. Agregaría que al confesionario o, peor aún, a la hoguera social. Por esto la novela de Helena Araújo resulta ser un registro de la hipocresía de una ciudad de frontispicios Tudor e interiores amorales y católicos. Un prontuario de la alta y perdularia sociedad de su época.

 

6. Coda

Pongo un punto final a este escrito y siento que no me queda más que salir en medio de la pandemia a recorrer algunos parajes de Teusaquillo. Aunque me ronde la idea nada complaciente de qué resulta mejor: estar cerca del peligro o lejos de la vida. Y la vida, lo que por convención ahora llamamos la vida, solo me empuja a caminar este barrio, amputadas como tengo las demás partes de la ciudad. 

Fantasma

Ilustración de Margarita Moreno

 

 

Este artículo es parte del proyecto Ciudadano Park Way, realizado en el marco del programa Es Cultura Local, de Idartes.

ACERCA DEL AUTOR


Juan Manuel Roca

Poeta y ensayista. La editorial Lumen publicó una antología que recoge su profusa obra poética.