Rimbaud, la fiesta para olvidar la vida

Un texto de Lisa Schwencke para la revista Opium Philosophie.

Traducción al español por Sofía Libertad Sánchez y Simón Uprimny Añez.

POR Lisa Schwencke

Junio 23 2021
Arthur Rimbaud por Pedro Covo

Arthur Rimbaud por Pedro Covo

 

¿Fue la vida una fiesta o la fiesta una vida para Rimbaud?

 

El gran proyecto loco del “hombre de las suelas de viento”[1] fue experimentarlo todo, vivirlo todo, sentirlo todo en su propio cuerpo. En dos palabras, serlo todo. “Yo es otro”, escribió en su famosa carta a Georges Izambard[2]. Otro por los sentidos, otro por las palabras. La fiesta la escribió y la vivió. Fiesta de invierno, Fiesta galante, Fiestas del hambre; para él, todo era fiesta. Un gran sufrimiento se esconde detrás de la locura de este proyecto, porque la fiesta también es alcohol, y la vida es olvido. ¿Para qué serlo todo sino para olvidarse?

1871. Rimbaud tiene diecisiete años. No ha salido aún de su pequeño pueblo perdido del norte de Francia, Charleville-Mézières. No ha visto el mar. Y escribe “El barco ebrio”, ese poema que es una oda al viaje, una oda al mar, a las cosas que asustan y a las cosas que hacen soñar a veces, las dos al tiempo y es esta fascinación la que traduce en él con una extraordinaria lucidez.

“Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente”[3], declara en su carta a Paul Demeny. Hacerse vidente es algo que debe empezar por la experiencia del otro. El otro que no es uno mismo pero que uno quiere hacer suyo a través de uno mismo. “¡Porque alcanza lo desconocido!”, proclama el poeta. Y quizás, solo entonces, pueda ver “algunas veces lo que el hombre creyó ver”[4]. ¿Cómo ver lo imposible? Se necesitan nuevos ojos. La de Rimbaud es la época del delirio, del alcoholismo, del desenfreno. “Es el desarreglo de todos los sentidos”. Es, al fin, la época de los poemas extraños, de las canciones “falsamente ingenuas” y de las nuevas palabras. Al rechazar las normas de la sociedad, su moral y sus fronteras, él busca una plenitud más allá, eternamente moderna, con el objetivo de ser “vidente” y extraer la substancia de un alma la suya, la de los otros, la del humano, la de la vida por medio de las palabras. Su sueño es encontrar el sentido profundo de una realidad irrisoria a través de la esencia de una verdad que la vuelva soportable. 

Sin embargo, para hacerse vidente, ¿no es necesario antes quedarse ciego? En su novela corta Mogera Wogura, Hiromi Kawakami hace de su protagonista un topo que ve, y que ve mejor que el ser humano porque no se contenta únicamente con ver las cosas, sino que ve más allá de ellas. Desde Tiresias en Edipo Rey hasta Ido en Crónicas del mundo emergido, la figura del personaje que asume las apariencias como algo invisible es quien ve mejor que aquel que se deja engañar por ellas. Es por la ceguera como Edipo mismo se vuelve sabio y se convierte entonces en el vidente ciego.

El barco ebrio. Es el poeta francés un adolescente que habla del mar sin haberlo visto jamás. Es un muchacho que habla de viajes sin nunca haber viajado. Y no solamente habla, sino que captura. Que sabe. Que ve. Mejor que algunos que han vivido. Como un ciego privado de la vista para adquirir otra, se hace vidente, no de lo que ha visto, sino de lo que no ha visto. Y las posibilidades son infinitas, pues, ¿qué puede ser más infinito que lo desconocido?

Rimbaud exalta y se exalta. El goce es sufrimiento y el sufrimiento es goce. ¿Qué no hizo? ¿Qué no dijo? “Creé todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Intenté inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador echada a perder! ¡Yo! ¡Yo que me dije mago o ángel, exento de toda moral, he sido devuelto al suelo, con un deber por buscar y la áspera realidad por abrazar! ¡Campesino!”[5]. Aparecen entonces las Iluminaciones (1886), que son la culminación del verbo. ¿No son aquellas las iluminaciones que el moribundo ve al final de su vida?

No es fortuito que Rimbaud dejara la poesía a los veintiún años. A través de sus palabras, había llegado ya tan lejos, en el espacio y en el tiempo. Durante un instante, él fue el barco ebrio. Durante un instante, lo fue todo. Vio y vivió la vida, las vidas, su vida; ¿la tuya? Y heredó de su barco la melancolía como un hombre viejo que se está apagando. Al igual que los héroes del mundo de Narnia, condenados a convertirse en niños tras una vida entera en otro mundo, Rimbaud viajó, pero no por medio de un armario, sino de sus palabras, y nadie notó que volvía cambiado. Envejecido. Otro. Agotado, dejó atrás su vida ficticia, en la que era ya un anciano moribundo, para intentar continuar aquella otra que su cuerpo, aún joven, había dejado sobre esta tierra.

La historia del barco ebrio no es la de cualquier viaje. Es un viaje de vida. Niño, adulto, anciano, pasa por todos los estados. Cuando él, “barco perdido bajo la cabellera de las ensenadas, / arrojado por el huracán al éter sin aves, […] añora la Europa de las viejas murallas”, es su infancia la que extraña. Es de su tierra, de su pueblo, de su casa de lo que habla, pero estos vienen acompañados de todos los recuerdos de infancia que lo habitan. No solamente la extraña, sino que la añora. Hay algo profundamente melancólico en la escogencia de esta palabra: “Añoro Europa”[6]. No es: “Extraño Europa” o “Anhelo Europa”; sino la añoro. Como si se arrepintiera de haber partido alguna vez. Quiere volver a empezar, regresar, comenzar desde cero, renacer y olvidarlo todo.

Porque al final de su vida, el barco no desea más que sumergirse en el último gran lugar desconocido aún no explorado: la muerte, que en el “Poema / del Mar” es este último. La frustración del barco ebrio es que solo permanece en la superficie del agua. Es su maldición. Flota, roza la superficie, la toca, pero nunca se hunde. Hundirse sería su perdición. Y, sin embargo, en el crepúsculo de sus días, suplica: “¡Oh, que mi quilla estalle! ¡Oh, que vaya al mar!”. La quilla que estalla es la muerte. Ebrio de vida, ebrio de haber vivido demasiado, desea “bajar de espaldas”, como los “ahogados pensativos”.

Pero un niño no está ebrio. Solo un viejo podría estarlo.

La embriaguez es la vida rimbaldiana. ¿Para qué beber? Para olvidar. ¿Para qué la fiesta? Para beber. ¿Para qué condensar la felicidad si no es para vivirla intensamente en el transcurso de una noche? Felicidad en palabras, felicidad en botella, felicidad en las venas y en las lágrimas. 

En sus Ensayos, Montaigne sostuvo que la felicidad es una relación del ser y una relación consigo mismo. Nada nos separa de la felicidad más que nosotros mismos. Solo puedo ser feliz cuando me doy cuenta de que no necesito nada para serlo. Para Rimbaud, la felicidad es una tragedia, porque ahí, donde no hay nada, está todo. Hay que ir más allá de ella, así como hay que ir más allá de la vida. Habría sido un “insensato” para los filósofos de la Antigüedad. Se llama a sí mismo “vidente”. ¿Qué vio con sus ojos prestados, robados a veces, arrancados quizás? Se perdió intentando alcanzar el sueño de un imposible y eso fue lo que lo destruyó. Esta es la gran tragedia de Rimbaud. ¿Qué hay más allá del más allá?

¿En realidad dejó escapar el presente o lo vivió más intensamente que cualquiera de nosotros? En sus Pensamientos, Pascal escribe que “disponiéndonos siempre a ser felices, es indudable que no lo seremos jamás”[7], porque buscamos una felicidad que fue o una felicidad que será olvidando la felicidad que es. In fine, nunca somos felices porque la única alegría que podemos sentir es la del momento presente. Para Rimbaud, no es la felicidad del antes o del después, sino la que se halla en otra parte, la felicidad del otro; esa que siempre está ausente, siempre fugitiva, pero que siempre es. “La desgracia fue mi dios”, confiesa. Durante toda su vida, esa “desgracia” lo atormentó: desgracia de una felicidad causada por el sobrecogimiento ante una realidad que solo sus ojos podían entrever.

Detrás de la fiesta de Rimbaud está el sufrimiento por la búsqueda de una felicidad inasible, del amor imposible, del saber infinito. Detrás de la vulgaridad, la belleza. Detrás del odio, el amor. Detrás de las palabras, una vida. “Hay que reinventar el amor”: esto es lo que anuncia, lo que comprende, lo que revela. Rimbaud es el reinventor de las cosas.

Para reinventar, hay que renacer. Es un recién nacido que desciende por los “ríos impasibles” hasta el mar, deslizándose sobre el vientre para ser expuesto al mundo. El río que fluye recuerda al cordón umbilical y la desembocadura violenta en el mar es la rotura de las aguas que lo hace aterrizar en el mundo o, mejor, amarizar. Todo es descubrimiento y porvenir. Todo es alegría. “Hubiese querido enseñar a los niños esas doradas / Del oleaje azul, esos peces de oro, esos peces cantores”. Es una vida que se agota en descubrir y soñar y ver. Es un anciano que añora Europa y que no desea más que morir. Antes de apagarse ve a un niño, quizás el niño que fue, lleno de esperanza, pero “lleno de tristeza” porque el hombre viejo que recuerda está triste también. “Ya no [sabe] hablar”[8]. “No [puede] más”[9]. Exhausto, ebrio, ahogado, va a morir.

Ahogada de palabras, la poesía de Rimbaud morirá cinco años más tarde.

A los veintiún años, Rimbaud se calló para siempre. ¿Refleja su silencio la imposibilidad o la consumación de una locura? ¿No había que callarse para percibir lo invisible? ¿No había que autodestruirse para morir por las palabras? A través de su poesía de vidente, Rimbaud se condenó a nacer, envejecer y morir. ¿No era eso lo mínimo para sentir la vida? En eso consistió el proyecto de Rimbaud: nacer y renacer por las palabras, por lo que está en otra parte, por el otro, para remediar un nacimiento físico insuficiente.

¿Qué vio en sus vidas soñadas? ¿Logró asir una verdad nueva entre copa y copa de absenta? Ese silencio es la muerte de una vida a través de las palabras, la renuncia a explicar a aquellos que no hacen más que leer sin ver la imposibilidad de lo inexplicable. Sus escritos permanecen como páginas abiertas y puertas hacia otros lugares para recordarnos, a través de un tejido vivo, la complejidad del yo y la ilusión de lo absoluto; y que, si la vida es una fiesta, la fiesta es olvido.

Al final, ¿vio Rimbaud lo que quería ver? ¿Pudo, con las palabras, comprender la vida? No lo sabremos jamás. Quizás podamos simplemente esperar que haya logrado atrapar “¡lo que el hombre creyó ver!”.  

 


[1] La expresión aparece por primera vez en una carta de Ernest Delahaye a Paul Verlaine en 1878 y es usualmente atribuida a este último.

[2] Arthur Rimbaud, “Carta a Georges Izambard”, Charleville, 13 de mayo de 1871. Es una de las dos famosas “Cartas del vidente” (“Lettres du voyant”).

[3] Arthur Rimbaud, “Carta a Paul Demeny”, Charleville, 15 de mayo de 1871. Es la segunda “Carta del vidente”.

[4] Arthur Rimbaud, El barco ebrio, 1871. Para la traducción al español, nos apoyamos en la versión traducida por Fernando Undurraga Prat y comentada por Braulio Arenas, Ediciones Dédalo, Santiago de Chile, 1991. (N. de los T.)

[5] Arthur Rimbaud, “Adiós”. Una temporada en el infierno, 1873. Para la traducción al español, nos apoyamos en la versión traducida y comentada por Ramón Buenaventura, 1992. (N. de los T.)

[6] “Je regrette l’Europe, en el francés original. (N. de los T.)

[7] Blaise Pascal, Pensées de M. Pascal sur la religion et sur quelques autres sujets, qui ont été trouvées après sa mort parmy ses papiers, Guillaume Desprez, 1670, segunda edición, ortografia modernizada, XXIV, fragmento 172.

[8] Arthur Rimbaud. “Mañana”. Una temporada en el infierno, 1873.

[9] Arthur Rimbaud, El barco ebrio, 1871.

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