Salto y Plataforma: aventuras de un mariólogo (Parte I)

Por Deivis Cortés 

POR Deivis Cortés

Abril 28 2023
.

 

1.

Mi generación creció convencida de que el SuperNintendo era la mejor consola de todos los tiempos. Aún hoy varios treintones se niegan a tocar una PS5 por miedo a descubrir que el mito ha sido superado, o por convencimiento de que no se puede llegar más lejos. Continúan soplando casetes, se abstienen de probar controles inalámbricos y gastan fortunas en repuestos importados. En mi casa nunca compraron ninguna consola antes del PS1 y creí que moriría sin ver el logo de Nintendo en pantalla, hasta que un martes de febrero, cuando el cucho Ardila salió para el baño, llegó a mi puesto un disquete que había estado rotando toda la mañana por la sala de informática. Traía un ejecutable llamado ZSNES. Moreno me dijo que era un emulador de SuperNintendo, un software que reproducía la experiencia de la consola. Mientras cargaba la barra del instalador, empezó a mostrarme los juegos que traía y casi me da un paro cuando vi el quinto del listado: Super Mario All Stars.

2.

Los emuladores fueron una herramienta clave en mi formación de gamer porque, además de brindarme la posibilidad de acceder a contenidos hasta entonces prohibitivos, me permitieron ratificar mi favoritismo por el teclado, dada su versatilidad. Aunque no fue tan fácil adaptarme, sobre todo por la configuración, esa labor de traducción mediante la cual se le enseña a la máquina que el botón A del SuperNintendo ahora corresponde a la Z del teclado. 

Formado con los videojuegos noventeros exclusivos para PC , en los que las acciones importantes se controlaban usando teclas como BARRA ESPACIADORA, ALT y SHIFT, mi primera intuición en el momento de configurar fue hacer esa equivalencia ingenua, utilizando como materia prima el conjunto familiar de teclas. No funcionó, evidentemente por falta de correspondencia en cuanto al género. Para shooters en primera persona (FPS) como Doom, Wolfestein o Quake era medianamente coherente, sentía uno que estaba adueñándose de la conciencia de ese gatillero demente, operándolo como si de un Jaeger se tratara, en un estado de inmersión e identificación total. 

Para un juego de plataformas como Mario, en cambio, esa configuración era más que inútil, porque era otro lenguaje, otra atmosfera, era como tratar de caminar usando la misma técnica del nado sincronizado. Ver al personaje de cuerpo entero marcaba una distancia existencial, un acto de desdoblamiento que permitía contemplar su disposición minúscula en un entorno que lo superaba y condicionaba, por no hablar de la lateralidad, la visualización exclusivamente de perfil y el movimiento de izquierda a derecha, radicalmente opuesto a la profundidad de campo de los FPS y a esa necesidad de moverse hacia adelante, hacia el fondo, hacia el progreso. 

Las consolas, además de snobs y elitistas, eran abiertamente arrogantes. Pretendían que todos los videojuegos de todos los géneros se ajustaran a su configuración de fábrica, predeterminada y estática. El PC, por su parte, gracias a la humildad que otorga la superioridad axiomática, reconocía que las teclas debían ajustarse a lo que viniera, incluso a mi condición de zurdo. En efecto, los controles estaban diseñados para diestros, con la cruceta a la izquierda y los botones a la derecha, mientras el teclado me permitía subvertir esa lógica y ganar como nunca gané las pocas veces que jugué SuperNintendo en consola, de niño, en la casa de los Quiñones: única familia del barrio que podía permitirse comprar el aparato. 

Todos los niños del sector exageraban su amabilidad con Wilmar Quiñones, hijo único de 12 años, esperando ganar puntos que se pudieran canjear por minutos de juego, pero después de muchos meses de cortejo lograban apenas que los dejara participar como espectadores, a través de la ventana que daba al parque central. A cualquier hora que uno pasara por allí se podía ver un cuarteto de niños, sentados sobre sus balones, tratando de adivinar la jugada que tenía lugar al otro lado de su reflejo. 

Un lunes festivo, regresando de la tienda, Wilmar me abordó para invitarme a su casa. Nada más entrar me ofreció el control y yo de ingenuo creí que estaba demostrando admiración por mi desempeño académico, pero no, tenía en su lista de pendientes burlarse de un zurdo y yo era el único a la mano. Se pasó toda la jornada señalando mi amotricidad y mi torpeza de “manicagado”[1], para luego echarme alegando que la carne que había comprado para el almuerzo empezaba a marearlo y a quebrantar su concentración. 

3.

Wilmar me sacó de su casa por el patio trasero que daba al basurero de la cuadra. Tras depositar el kilo de solomillo descompuesto, pude ver un par de teclados dañados reposando en el contenedor. No lo sabía entonces, pero esa contemplación de teclas manchadas (fruta, grasa, papel higiénico) se convirtió en detonante fundacional de un ritual que definiría mis rutinas posteriores de gamer. Me hice adicto a visitar basureros de empresas informáticas, de locales comerciales de Unilago y de residencias privadas de geeks para revisar cadáveres de teclados, tratando de entender decisiones y criterios de configuración.

 Generalmente, la tecla más desgastada (raspones, bajos relieves, letras borradas) delataba la acción/función más utilizada según el género del juego. En un FPS se trataba del disparo, en un juego de carreras era el acelerador y en las plataformas correspondía al salto. Los jugadores genéricos de Mario que usaban emulador tardaban años en identificar la supremacía del salto, y cuando finalmente lo hacían, configuraban para que la dupla de funciones (dash y jump) coincidiera con sus iniciales. Alberto Salcedo, Rogelio Torres y Gerardo Hernández eran nombres privilegiados porque propiciaban la contigüidad alfanumérica, contrario a gente como Ernesto Piraquive, Santiago Linares o Quentin Medina que tenían que estirar mucho los dedos, desarrollar una flexibilidad extraordinaria para rendir. 

Revisando el desgaste de los teclados se podían hacer deducciones sobre la psicología y las relaciones interpersonales del jugador. Si el tipo había usado la letra del apellido para adjudicarle la función de salto, era porque tenía una relación cercana con su padre y quería rendir un homenaje a su herencia desde la insistencia táctil. Aunque analistas más freudianos insistían en afirmar lo contrario: el jugador quería desgastar la letra del apellido hasta borrarla para reforzar la distancia con el linaje y reconocerse como ente independiente. Había jugadores que usaban los números, otros que se iban por lo iconográfico y apelaban a Shift, esperando que el símbolo de la tecla (fecha arriba) les concediera una mayor potencia de salto gracias al respaldo iconográfico. Unos pocos se inclinaban por criterios de área, relegando la acción más noble a la Barra Espaciadora, a veces presionándola con el pulgar (en un intento por restituir el starsystem), y otras veces, para los mundos más difíciles, se ponían violentos y presionaban con el codo o pedían refuerzos para oprimir con los cinco dedos en simultánea. 

Por esa época empezaron a aparecer estudios sobre enfermedades disuasorias relacionadas con el uso excesivo del teclado: artritis, túnel carpiano, tendinitis, pero a mí me tenían sin cuidado. Lo que verdaderamente me preocupaba era elegir cuál dedo iba a usar para saltar, es decir, cuál dedo se iba a sobreejercitar pero también a entumecerse durante las siguientes seis horas, dejando todo un catálogo de actividades imposibles de ejecutar a corto plazo que traían repercusiones permanentes, como la novia que me abandonó porque quedé incapacitado para discar números telefónicos y por ende fui incapaz de llamarla durante una quincena. 

Aunque lo estoy contando mal, lo estoy contando desde la perspectiva del gamer contemporáneo que puede jugar varios días seguidos, sin interrupciones. En esos tiempos existía la moderación, ya fuera en forma de tiempo robado, como ocurría con la clase de Ardila, o en forma de tiempo medido y dosificado, como ocurría en la casa, donde a mi hermano y a mí nos dejaban jugar apenas una hora diaria entre semana y hora y veinte los días festivos. Visto ahora puede parecer una medida de tacañería extrema, un tiempo ínfimo, miserable, pero en su momento era más que suficiente: nos entrenaba prematuramente en el arte de la optimización porque la limitante nos daba qué pensar, qué añorar, qué esperar y por qué vivir el resto de horas. Aguanté mucha pendejada que probablemente hoy no podría tolerar (regaños, clases aburridas, desplantes femeninos) simplemente pensando en esa hora de juego que asomaba en el horizonte y que era necesario optimizar al máximo. 

Y en aras de esa misma optimización, el emulador resultó bastante útil porque incluía un comando que aceleraba el tiempo de juego, como quien presiona FF en un VHS. Algún día aparecerá un Aristóteles posmoderno que escribirá la poética canónica del videojuego y ese estudio tendrá que incluir necesariamente un capítulo dedicado a los tiempos muertos, virus miserable capaz de infectar un organismo que parecía inmune, dada la interactividad. El emulador alcahueta me propiciaba el antídoto al obviar dichos segmentos mediante este comando que también demandaba una sesión de configuración extra: los jugadores más obvios le adjudicaban la tecla (+) del sector numérico, aunque había algunos que preferían F12 o Asterisco. De cualquier modo, el comando acelerador permitía saltarse todas las secuencias de créditos, las cortinillas introductorias de cada tablero y esos segmentos que tenían lugar cuando Mario llegaba al final del mundo y bajaba la banderita, para entrar enseguida a esa pequeña construcción donde aliviaba su vejiga o se revisaba la irritación de la ingle que le había provocado el tubo tras el implacable deslizamiento. 

4.

El juego, como organismo vivo que era, también había desarrollado un sistema inmunológico resumido en un conjunto variopinto de mecanismos que aceleraban el proceso de culminación, no tanto para complacer al jugador ocasional (como llegué a pensar de entrada), sino para descartarlo cuanto antes, reservando la pantalla para los jugadores realmente valiosos. El más obvio era desde luego la estrella, esa droga hiperkinetica que les facilitaba aún más el trabajo, despejando el camino como Moisés abriendo el mar Rojo. Los jugadores decentes la odiamos desde el día uno y procurábamos evitarla ante el asombro de mi hermano y otros ocasionales que no se explicaban cómo alguien podía ser tan soberbio y tan poco humilde al rechazar semejante beneficio. Hasta llegaron a decirme “desagradecido”. Me daba igual. A los jugadores más profesionales no nos parecía nada beneficiosa una “herramienta” que corrompía los valores fundamentales del género al inutilizar la función de salto. Había gente que tenía por prioridad llegar cuanto antes a la meta y en esa medida dash era la función protagonista. 

A mí me gustaba tomarme mi tiempo, explorar el mundo a mis anchas, recorrerlo palmo a palmo, acumular todas las monedas y no gastarlas para arruinar la economía de ese universo, romper todos los muros y dejar el reguero de ladrillos para darle trabajo extra a los removedores de escombros que seguramente me odiarían y planearían intrincadas maneras de matarme, pero al ver tanta maravilla y virtuosismo en la acrobacia, se relajarían, se les dibujaría una sonrisa pixelada y me perdonarían porque en el fondo admiraban mi estoicismo, el carácter del que hacía gala para continuar tras cada Game Over

Se perdían muchas vidas por renunciar al pragmatismo de llegar al final, dedicándose en cambio al regodeo, a la acrobacia, a la retórica virtuosa: aplastar una tortuga en el aire haciendo que su caparazón caiga boca arriba, propulsar dos caparazones hasta que por efecto de rebotes terminen chocando y anulándose mutuamente, dar de baja una bala de cañón en plena trayectoria aplastándola solo con las puntas de los pies, o mi favorita: hacer que el caparazón, que viene a toda velocidad tras rebotar contra algún muro y que está a punto de impactar a Mario, sea eliminado en el último segundo por un disparo de Panadero, dos milímetros antes de hacer contacto, con total frialdad y distanciamiento, como si de un western bressoniano se tratara. Todo para hacerle fieros al cronómetro de la esquina superior izquierda de la pantalla que se ponía de acuerdo con el compositor de la banda sonora para exasperarlo a uno conforme se acercaba al inevitable rótulo TIME IS UP. 

 


 

[1] Yo no me burlaba de nadie porque no pudiera escribir o dibujar con la mano izquierda, pero sí se me hacía raro que fabricaran guitarras y pupitres para zurdos, dejando de lado esa política de inclusión para los controles. Más adelante me enteraría de que Nintendo sí llegó a fabricar controles para zurdos, un sector minoritario que rápidamente mostró destrezas idóneas para entender mejor la interfaz, comunicarse táctilmente con las máquinas de manera más eficiente. Cuando aparecieron los primeros juegos competitivos para dos jugadores, los diestros se quejaron del colosal número de derrotas que sufrían cuando se enfrentaban con zurdos; y ante el miedo de perder a la mayoría compradora, Nintendo descontinuó los controles “siniestros” y retiró las unidades de circulación. Oficialmente se dice que sobreviven algunos dispositivos en colecciones privadas y museos especializados. Extraoficialmente se dice que varios ingenieros de Nintendo continuaron obsesionados con el fenómeno lefty (como se llegó a denominar a principios de los años noventa) y se dedicaron a investigarlo. Hicieron experimentos con niños diestros para convertirlos mediante amputaciones. Probaron también con ambidiestros pero las máquinas se daban cuenta del timo resistiéndose a seguir funcionando. Se habló incluso de criaderos genéticos, campos de concentración/observación y trasplantes fallidos. Sea como fuere, lo que sí es cierto, y puedo constatar de primera mano, es que los zurdos tenemos un instinto de conservación casi vergonzante, expresado a través de calambres y cosquilleos. Aun siendo niños y sin estar al tanto de las teorías conspiratorias vigentes, tendemos a ocultarnos. Fingimos ser diestros para ciertas actividades públicas, como comer, saludar y jugar ping pong, reservando la utilización de la mano izquierda para tareas ultra exclusivas y destinadas a ejecutarse en solitario, como el dibujo, la escritura y por supuesto el juego.

ACERCA DEL AUTOR


(1986) Realizador y analista audiovisual. Magíster en Escrituras Creativas. Escritor. Comediante. Podcaster. Redactor de contenidos. Coordinador Cinemateca Sala Alterna (2014-2016) Egresado de la Escuela de Cine y TV y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.