Una canción para el Caballero

¿Cuál es la anatomía del sonido camaleónico de la música popular en Colombia? ¿Cuáles son sus orígenes? Esta reflexión ahonda en las anteriores preguntas y en la obra de tres grandes compositores: Rómulo Caicedo, Luis Ángel Ramírez Saldarriaga, mejor conocido como El Caballero Gaucho, y Óscar Agudelo.

 

Por: Joaquín Peña Gutiérrez

 

POR Joaquín Peña Gutiérrez

Diciembre 26 2023
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Ilustración de Isabela Gutiérrez

El presente escrito, al que todavía veo dudar acerca de su propia naturaleza, nace de una pretensión vieja y de un acontecimiento reciente[1].

            La pretensión ha consistido en hacer un trabajo sobre la música carrilera, de cantina, de tomar guaro, guasca, bohemia, de despecho: la popular. Se la llama así como si se tratara de un ritmo particular y autónomo.  Al fin, ¿cómo es que se llama o se le llama?, y, ¿qué es? Corrido, ranchera, tango, valsecito andino, derivación de la música campirana (México), de la pampera tradicional (Argentina), pasillo ecuatoriano, canción criolla, tango revuelto con milonga; qué. ¿Cómo se desarrolló e hizo adepta a más de la mitad del pueblo colombiano como auditorio incondicional?, así sea después de las dos de la mañana, cuando la gente decente y a medida que el licor ha hecho su trabajo y escucha, ahí sí, lo que le gusta, lo llama y lo chacamolotea, como dice aquel cuento de Rulfo. Esta hidra de tres cabezas, hasta aquí, se le llama a investigación con presupuesto, tiempo, auxiliares, etc. Tal como nos ha enseñado la universidad. Mucho para mis fuerzas. El proyecto, entonces, quedaba limitado, dentro de mis fuerzas, aunque fuera de mis posibilidades, a entrevistar a quienes considero clásicos de esa canción popular. (Esa, porque hay otras canciones populares que están más o menos lejanas, más o menos cercanas y que también sirven a la gente para tomar guaro a gusto y para definirle su mundo y su visión de vida no solo sentimental. El bolero, el tango, la ranchera y eso que el maestro Mejía Vallejo llamaba en un manojo canción ecuatoriana. ¡Eh, ave María! Más triste que canción ecuatoriana, decía cuando se le arrimaba la ocasión.) 

            Los escogidos eran los tres considerados clásicos de esa dimensión tan conocida. Rómulo Caicedo, quien vivió en Bogotá. Todavía no sé de dónde es. El Caballero Gaucho, a quien le supe el nombre muy pronto: Luis A. Ramírez Saldarriaga de Pereira, pero aquerenciado para toda la vida en La Virginia, después de pasar por Ansermanuevo, a la vista las hondas del río Cauca casi quietas cuando el tiempo las aquietaba. Casi invisibles entre el paisaje, el caimán que duerme o espera. Óscar Agudelo, un paisa de verdad y extrañísimo, de Girardot. 

            Como a mis 10 años, los tres se me presentaron sin decirme nada los días de mercado en San José de Isnos, sur del Huila, entre mercados y cervezas. “Viejo farol”, “Andate”, “Desde que te marchaste”por escribir ejemplo de los tres. Allí estaban ellos a la cabeza de un imperio que no claudica. Los vi en el periódico y en la tele muchos años después. Creo que no eran ni viejos ni jóvenes; iguales. Bueno, preguntarles algunas cosas. El seguimiento oculto del método inductivo. Primero los cantantes, las canciones esas; luego, otras cosas, hasta la interpretación, su significado en la cultura nacional de Colombia. Pero no. Las entrevistas se han quedado en ideas, la muerte pasa primero. Queda Óscar Agudelo, último aire de aquel tiempo. A ver.

            El acontecimiento nuevo es el siguiente. Mi hermano, a quien el espíritu de la chiva periodística le brinca por dentro, me envió un correo que llegó de inmediato. “Se murió El Caballero Gaucho y no le hizo la entrevista”.  No sé qué sentí. Una noticia así no es para que lo coja a uno a palo seco. Pero quise convertirme en el Cortázar del amanecer aquel en que le cayó encima la muerte de Charlie Parker. Se sentó, perdido, sin conciencia, y escribió ese relato –¿quién es el mago capaz de colocarle el adjetivo?–, El perseguidor. Había un inconveniente insalvable. A pesar de la literatura, nadie es otro, yo no soy Cortázar, El Caballero Gaucho no es Charlie Parker y Cortázar está muerto. Al menos un artículo. Eso pensé y decidí. No sé qué sucede. Lo que resultó es lo que sigue. Ni  estudio sobre cierta música, ni sobre el recién muerto. Unas experiencias sin bibliografía, si la vida no es una. Unas consideraciones. Preguntas. Hipótesis. Intuiciones. El Caballero Gaucho, como el caimán del río Cauca en La Virginia, tal vez espera por mi paso o ya me devoró y me ha dejado sin sangre para revolcarme dentro. 

 

La canción

¿A cuántos hombres no se les ha ido la novia a vivir lejos cuando tenían 15 años? No se sabe. ¿Cuántos de ellos han escrito algo memorable por aquel infortunio? Tampoco se sabe. Pero se tiene noticia de que uno de ellos, el portorriqueño Guillermo Venegas Lloveras, nacido en 1915 en Quebradillas, un pueblito, escribió en 1930, no una, sino dos canciones que grabó con su voz junto con una orquesta cuando tenía 22, en lo que entonces se llamaba un disco sencillo. Una canción, “Desde que te marchaste”, por una cara; “No me llamen cobarde”, por la otra.

            ¿Las dos canciones nacen del mismo infortunio, tal como se insinúa arriba? No se sabe, en relación con la segunda, que entre nosotros se ha escuchado casi tanto como la primera. Se puede inferir que no. La primera, “Desde que te marchaste”, si bien fija la angustia y el dolor en la separación de la amada, y si bien permite presuponer motivos perversos por parte de ella, se dimensiona mejor si se supone la separación por razones ajenas a los dos amantes. Cuando él se va, bien para él; pero cuando es ella la que parte por motivos ofrecidos por el destino, un trasteo de familia, por ejemplo, él se queda vuelto chicuca, despedazado en cuerpo y alma. Entonces el dolor es limpio y sin fondo. ¿De qué se puede amarrar para que otro sentimiento acompañe al desamparo?

            Como sí acontece en la otra canción. Ella se ha ido sin marcharse del paisaje físico. Se ha ido en una traición. “Porque lloro / no me digan cobarde. / Cuando vemos / al ser idolatrado / en brazos de otro amante, /nos sangra el corazón”. Y esto acontece cuando “Yo consagré todo mi ser / a aquella amada”.

            Se sigue con la primera canción, “Desde que te marchaste”. No se tiene noticia qué le sucedió al muchacho para que se le apareciera la canción. O si la imaginó. Como un Shakespeare caribeño a quien se le venían los dramas con nota, armonía, melodía, completos, según dice la única noticia que se ha encontrado sobre ella, su origen, en la red.

            El hecho es que las dos canciones resultan grabadas en el mismo acetato; esos discos negros y pesados de 78 r/m, como dos hermanitas de la gran familia musical que se transformaba y definía en Latinoamérica en lo que iba del nuevo siglo. El XX. La contradanza, la canción italiana, operática o no, las españolerías se juntan, se despedazan en Latinoamérica y renacen a veces irreconocibles, se recomponen distintas, auténticas en el bolero, la rumba, el son, el tango, la milonga, la ranchera, el vals; los valses peruanos, argentinos, ecuatorianos, la samba, la cueca, el bossanova, etc. (“se va el tren /se va el tren /y en él se va /se va mi amor”) ¡Ah! ¡Al fin eso qué es! Miren en lo que vino a parar París. Miren en lo que vino a parar Strauss. Viena, Moscú, Madrid. Nacía acá, en otro mundo de música. Latinoamérica no solamente se reinventaba en la literatura y en la pintura. También en la música popular de la cual la habanera de Saummell, introducida por Bisset en su Carmen, es apenas un extraño pero significativo anticipo. ¿Es posible decir que con esta música el continente redefine su naturaleza espiritual o pone la expresión musical en consonancia con ella?

            Cuando hablamos de la música popular, a veces el círculo se abre y nos referimos al bolero, la ranchera, el corrido, el tango, la samba, el vals (criollo; de acá; no el de los bosques de Viena), el pasillo ecuatoriano, el pasacalle, el huaino, el yaraví y los demás ritmos que nacieron, nuevos, en el interior de las comunidades latinoamericanas, algunos más universalizados, como los cuatro primeros mencionados; otros, más locales y regionales, como pueden ser los otros nombrados y los sin nombrar y con los ascendientes europeos, africanos e indígenas que tendrían en diversos grados y colores la cultura no sólo musical del continente. (¿No es posible “confundir” la interpretación de José María Arguedas de un huayno o yaraví auténticos quechuas con esta música? Esa hondura como en una desesperación o en alguna desesperación de la existencia).

            De esa música popular, el bolero nació libre de sospechas. Sublimó cuanto había que sublimar para no molestar a ninguna conciencia. El tango ha realizado una larga carrera de limpieza en su camino hacia la universalización en los distintos sectores sociales dentro de su país de origen y fuera de él. La ranchera, también, aunque aún se le considera como música de esa gente que…, así se presente con el brillo del mariachi y del cantante con sombrero grande y vestido bordado. (¿Cuáles son las razones para que una universidad mexicana no admitiera como tesis de grado un trabajo sobre la ranchera, la música nacional del país?) La música popular, la que ocupa este escrito, todavía lucha por el reconocimiento universal –se quiere decir, de las buenas conciencias–. En realidad, todavía no lo consigue, y no le importa obtener el reconocimiento de los sectores sociales educados en la moral, cultura y gustos dominantes  de las personas y medios que la establecen y la resguardan. Se encuentra aún en el tránsito que recorrió cada uno de los géneros establecidos –menciónense el tango y el vallenato–, que de géneros vergonzosos para los sectores medios y altos, con cambios significativos, con limpiezas culturales, pudieron pasar de las orillas y los arrabales, y de los campesinos y negros, a conquistar todo el mundo y a convertirse en músicas nacionales. Pero este es otro cuento. 

            Por ahora se piensa en aquellas dos canciones mencionadas como canciones de ese tipo, ¿cuáles del mismo tiempo?, como fundadoras de esa corriente tan potente y todavía considerada como de segunda o más atrás, si no fuera por las ventas tan buenas que tiene, y otros rasgos no económicos. Entre nosotros, con los tres clásicos, menciónense Gabriel Raymond, “Alma negra”; Tito Cortés, “Derrumbes”; Las hermanas Calle, “La cuchilla”; Las gaviotas, “Cruz de palo”, Ramírez y Arias, “Tan mía y tan ajena”; Nano Molina, “Penas amargas”; Los pamperos, “Amanecí bebiendo”, Los relicarios, “Maldito dinero”, Helenita Vargas, Alci Acosta, Darío Gómez, Luis Alberto Posada, El Charrito Negro, Darío Darío, El andariego, Fernando Burbano, Segundo Rosero, Jhonny Rivera, Luisito Muñoz y tantos y tantas que… ¿Cabe aquí mencionar, y de qué manera, a Valente y Cáceres, “Rosario de besos”; Los chalchaleros, “Mamá vieja”; Los trovadores de Cuyo, “Dónde andará”; Antonio Tormo, “Ocúltame esos ojos”; El Conjunto América, “Hacia el abismo”; Bowen y Villafuerte, “Corazón prisionero”; Ibarra y Medina, “Todo es amor”;  (de estos la interpretación clásica de “nuestro” pasillo “Esperanza”); compositores como Hilario Cuadros y Paredes Herrera? Hay dos paisanos reconocidos de Guillermo Venegas Lloveras, inexplicables si se los piensa como de Puerto Rico y, sospechamos, no se piensa en su música campesina. Odilio González, “Celos sin motivo”, y José Miguel Class, “El pintalabios”. Quizá esta extrañeza es la que ha hecho que nos detengamos en “Desde que te marchaste” y “No me llamen cobarde” como una fundación del todo respetable de un género de canción popular que, al menos en nuestro país, es de una influencia que hasta el momento no ha sido considerada como ingrediente de lo que no sé quién llama alma nacional, pero que tiene una incidencia muy alta tanto en el índice económico de las empresas de licor y de música, como en los índices de formulación de arquitecturas espirituales, filosóficas, afectivas, sentimentales. ¿De dónde nacen? ¿A qué hipótesis nos acercamos?

            En el nuevo panorama sentimental que apenas se ha insinuado, ¿dónde se pueden sentar con confianza las dos hermanitas extrañas?

            Las creíamos enraizadas, ¿desenraizadas?, de la canción pampera (¿argentina?) tradicional que atangó el guacho cuando se le acabó la pampa, el campo; y devino en compadrito, orillero, desarraigado urbano de la urbanidad de Buenos Aires, junto al otro desarraigado, ya no de campo sino de país y continente. Menciónese al italiano. Las sentíamos emparentadas con canciones como “Rancho chileno”, “China hereje”, “La engañera” y otras, muchas, por el estilo. Las creíamos, pero no. Vienen de Puerto Rico. ¿De dónde y cómo llegaron? No se tiene noticia de su reconocimiento en el resto de América, incluido su  país natal. No obstante, en Colombia primero (¿primero?), con Óscar Agudelo y El Caballero Gaucho y en Ecuador con Julio Jaramillo, la aceptación y aclamación popular fueron incondicionales, y su permanencia continúa a pesar del gran desarrollo de la corriente musical que ellas fundaron –es sólo una hipótesis—. La cual hoy en día se alimenta melódicamente en particular de la ranchera y el corrido, aunque ahí están boleros, rancheras, valses, pasillos ecuatorianos, piezas bailables, hasta las fusiones más experimentales con imberbes que cobran y les pagan 30 millones de pesos por presentación. Se sabe que la grabación en acetato y la presencia de la radio alrededor de 1930 fueron fenómenos que actuaron en la realización de lo que bien puede llamarse otra mundialización del mundo. (La que realizó Colón, sí; Cristóbal, el almirante, es otra, también decisiva para el mundo). La radio permitió que una canción estrenada en México hoy, y pasada por la emisora, al otro día fuera “estrenada” por un grupo local en Medellín, como era más o menos usual, mientras llegaba el disco. ¿Sucedió eso con nuestras dos canciones?

            Cuando se escuchan las versiones originales de 1937 en la voz del compositor –esa maravilla que la vida da a algunos. No transferir sus sentimientos y tragedias para que otros se los interpreten con esos vientos, teclados y cuerdas y el ruidito de la aguja sobre el acetato, se percibe un desastre resignado; un grito del alma pero medido, casi secreto del destino que ha golpeado. Las señoras bien y los señores bien las podían oír. No sé cuál será el compás. La desgracia de no saber música. En todo caso eso suena casi a querencia. Desde lejos. Más lejos que la novia que se fue. Y no huele a cerveza; a trago; a cantina. Tragedia pura.

            ¿En Colombia las aligeran un poco?, ¿las argentinizan un tanto? Las dramatizan, y qué victrola de ciudad o pueblo no las repetía y repetía y repite hasta que el pobre hombre doblado de la borrachera sobre la mesa o sobre el caballo por la ida de la novia de otro, ya propia, se quedaba sin ojos y no pedía más. Y no bebía más. Y no veía más. Se queda sin ojos y no pide más. Y no bebe más. Y no ve más. La posición de las canciones. Su poder de dominación sobre el ánimo del hombre. Generalicemos el campesino, ciertos sectores urbanos, informales y formales hasta lo que hoy conforma el estrato tres, debido a la naturaleza de la historia de su cultura, no comparten entre sí bienes como la música llamada clásica o culta, la ópera, el poema, la literatura, la plástica. Así que desarrolla sus propias creaciones para satisfacer sus necesidades estéticas; las interiores; de alma; de corazón. 

            Niño, entre las décadas del 50 y 60, esas canciones y otras fueron las primeras que escuché en las tiendas de Isnos. “Desde que te marchaste / dormir casi no puedo / hay noches que despierto / con ansias de llorar (primera estrofa) / sueño con tantas cosas / que infunden tanto miedo / que prefiero la muerte /al dolor de esperar”. (Segunda estrofa). Papá habla con trabajadores, arregla cuentas, creo. Se va por allá y vuelve cada vez más contento y con la lengua más desenvuelta. “En vano aquella noche / te dije que volvieras / que si no regresabas / sería mi perdición (tercera estrofa) / ya ves que de rodillas / rogué que no te fueras / ya ves que no soporta / tu ausencia el corazón”. (Cuarta estrofa) (Cuatro estrofas para empezar).

            Entonces no creía que Óscar Agudelo fuera viejo o joven. Un niño, ese niño, no pensaba nada. Ni siquiera le descubrí entonces el silabeo de paisa que cantaba no una canción montañera; una canción de por allá. Argentina. Debe ser Argentina, como todavía creía hasta ayer cuando sé que Óscar Agudelo, ese paisa tan raro ¿de Girardot?, ¿de Fresno? hoy, es joven; o igual. “Te juro que en mis locos / delirios te llamo /parece tenerte / de nuevo a mi lado (una estrofa) / he sufrido ya tanto / y tanto he llorado /que el pecho me duele / y en vano te he esperado” (otra estrofa) (Dos estrofas para el estribillo). Rómulo Caicedo tampoco parecía joven ni viejo. Más bien, eterno. El cuerpo, el cabello, la voz no se le carraspeaba con los años. De pronto, la noticia. Se murió. Como otros dos inseparables entre todos, hermanos del Ecuador. Olimpo Cárdenas, paro cardiaco en la tarima, plaza de Tuluá; Julio Jaramillo. “Ya no tengo sosiego / siempre estoy intranquilo / presiento miles cosas / que suelen suceder (una estrofa, la 7) / más bien parezco un loco / confuso y sin estilo / nunca pensé que tanto / se amara una mujer”. (Estrofa 8. Vuelve el estribillo). Sí. La escucho sin estrofas. Hasta hoy, cuando descubro que El Caballero Gaucho no es joven, ni viejo. Igual. Caballero, no morirás antesdeayer a los 96. 

La canción y la “historia”

Una de las afirmaciones que se hacen acerca del vallenato viejo, el auténtico, el de verdad, dicen algunos veteranos y algunos jóvenes conocedores, con pesar, nostalgia y con nombres como Alejo, Emiliano, Juancho Polo o Abel Antonio Villa en la lengua, es que ese vallenato sí dice algo; cuenta una historia completa. Se agrega: que parece completa. Gabo, amigo no sólo del vallenato y de Escalona, también de otros ritmos populares del continente y de otros compositores como Manzanero, decía e imitaba envidia y sentimiento de frustración, por no tener la capacidad, el palito para hacer una canción de esas, de entonces, una historia que durará no más de tres, cuatro minutos, como lo hace la canción. Él había necesitado 400 páginas para escribir una.

            Se insinúa que la virtud no le es exclusiva al vallenato. Le pertenece a toda la canción latinoamericana de una época. Dígase, de la época inmediatamente posterior al origen; a los nacimientos. Y que llega hasta hoy. ¿Cuando aparece una canción buena, entre otros rasgos, no dice una historia? ¿Cuánto tiempo necesitó Miguelito Matamoros, en 1930, para contarle a todos, siempre, desde entonces, la historia de “Lágrimas negras” en su bolero son? ¿Cuántos Lepera en la historia de “Cuesta abajo”, en su tango? ¿Cuántos Hilario Cuadros para lanzarnos casi con ternura “Hacia el abismo”? ¿Cuántos Martha Mendicute en su samba “A qué volver”? ¿Cuántos José Alfredo Jiménez en su corrido “El caballo blanco” o en su ranchera “El jinete”? ¿Cuántos José A. Morales para contar la historia de “Señora Rosario”?  ¿Cuántos…? El inventario puede decir varias cosas. Ahora interesa una. “Desde que te marchaste” cuenta una historia. Aunque si se le da vueltas, como a una novela, un cuento, un poema, sólo dice una; un aspecto de eso que es la vida del humano. 

            Para hacerlo recurre a una modalidad que debía estar establecida en lo que se llama inconsciente colectivo. De lo contrario se hace difícil que un adolescente la hubiera podido acoger para hacer, para escribir su grito y su lamento y convertirlo en canción. Aunque vale hacer una consideración. Si Mozart a los cinco años conocía y dominaba ciertos aspectos de música clásica, un chico más crecidito, de 15, y más si también le gustaba la música y la estudiaba, por qué no puede saberlas, también. Después, José Alfredo Jiménez, como si tumbara un récord continental, escribió “El jinete” a los 12.

            “Desde que te marchaste” se compone de cuatro cuartetas heptasilábicas —7 sílabas cada verso—; dos cuartetas de metro variable que hacen el estribillo; otras dos heptasilábicas, perfectas; y finaliza con la repetición del estribillo, como corresponde.

            La utilización de la estrofa de arte menor, —menos de nueve sílabas poéticas–se sabe por cualquier manual, la adoptó la composición literaria y cancionística latinoamericana. Sin embargo, lo normal, cuando los aspectos formales se decantan, es que la estrofa –cuarteta (de cuatro versos), que predomina, o no—, sea octosilábica –forma de la copla–y defina rima dentro de una cuarteta. En la canción de Venegas, si bien medida y ritmo son “perfectos” en el interior de cada cuarteta, la rima está configurada con los últimos versos de cada estrofa. El efecto parece bueno; positivo. Como en las obras de arte —¿hay que decir logradas?–la presencia y relación de sus componentes, parece del todo necesaria; equilibrada; no se hacen notar. Así tenía que ser. ¿Alguien echa de menos que los versos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 estén libres de rima y que sólo 4 y 8, 12 y 16 dialoguen en terminación perfecta? Quién sabe. Yo, que ando entre versos,  con unas cuantas botellas, transcurrí sin enterarme. Me enteré ahora que escribo sobre ella, descargado un tanto, apenas un tanto, el peso del uso afectivo de la canción. La voz de algún genio me ayuda al respecto: los elementos en la composición de un poema, cuento, novela –una canción, agregamos–poseen mayor potencial de efectividad mientras menos evidentes sean. Venegas, al componer su canción, ¿se encontró este efecto; lo sabía; lo imaginó?

            ¿Por 1930, la escritura de la canción en el continente había configurado un estatuto? Se sabe que el hombre construye esquemas de todo tipo para no perderse en el infinito en el que se le convierte el mundo si no los hay; para guiarse en las disciplinas del saber, del hacer, de la cultura, del amor; del desamor. Crea formatos. La vida cortesana ¿qué formato crea sobre el amor? La gente, en Latinoamérica, ¿qué formato se crea y por qué sobre el mismo y otro amor? ¿Sobre el desamor? ¿Sobre la pérdida? ¿Qué formato adquiere o le dan los compositores al tango, al bolero, a la ranchera, al vallenato? Entre otras, ¿el formato, su formato, no es fundamental para reconocer esos ritmos? Igual que al hombre. ¡Ve! Esa cosa así. Bípeda. Vestida. Ríe. Y sufre. Debe ser el hombre. ¿Cuál era el formato sobre 1930? ¿Ya existía? Se definía. Si la historia que Venegas cuenta no le hubiera exigido cuatro cuartetas antes del estribillo como le exigió dos después de él, seguramente se llevaría el calificativo de clásica. Un formato –no se olvide, uno de ellos, entre una no tan grande variedad– clásico que adopta la letra de la canción latinoamericana que transciende ritmos y límites nacionales utiliza dos estrofas de cuatro versos para iniciar. En la mitad entra el estribillo. Dos estrofas finales y vuelve el estribillo. O empareja el primer momento con el último, tres cuartetas cada una, y diferencia al estribillo como en “Cuesta abajo”. En fin, las variedades sobre el patrón son bastantes. Aunque nos acerca a un inconveniente  sobre la música popular. Esta música no tiene un formato. Utiliza los formatos –del bolero, ranchera, corrido, valse, pasillo, etc.–para existir metiéndose en ellos. Entonces, ¿qué la hace carrilera, guasca, despecho, cantinera, popular de esta clase, familia o especie?

Con todo este enredo, que quiere cortarse aquí, tal vez lo que se desea afirmar es que estas formas consideradas populares de creación están alimentadas con unas exigencias tan grandes y tan propias como las de cualquier creación; y que su pérdida o su no presencia actúan como elementos de no construcción. Como acontece con el poema (del que se desprende o con el que nace por allá sobre los comienzos del siglo XX), como la novela, el cuento, el teatro, reclama su equilibrada estructura para ser. Quien quiera hacer una canción así o de otra condición, tiene que aprender a hacerla. Y tener vida para sustentarla. Si la hace sin haber aprendido a hacerla es que ya sabía. Así no supiera que lo sabía. ¿Cuántos años utilizó Gabo en el aprendizaje de la escritura de una novela para escribir Cien años de soledad, que había empezado a los 17 de manera infructuosa debido a que no sabía escribirla?

             Al respecto de la canción popular entre nosotros, en Colombia, tributaria y continuadora de aquella de Venegas, menciónense dos cosas que se presentan como cabezas de dos posibles investigaciones al estilo de las que se hacen en las universidades.

Parece que en diversos sitios del país, –Pereira, Medellín–, hubo, durante buena parte del siglo XX, una especie de Inciuyotl –taller de creación poética entre los aztecas–; una universidad de la canción. La de Pereira no se sabe quién la regentaba, pero el decano fue y será El Caballero Gaucho; la de Medellín, un señor que cantaba en argentino, en bolero primitivo y al que hay que ponerle mucho cuidado para oírle el paisa en la pronunciación cuando canta sus canciones con Los Pamperos. Luis Bernardo Saldarriaga, quien había aprobado todos los semestres en la primera, con su primo.

            A Darío Gómez se le movían las canciones dentro y en la garganta. Pero no sabía cómo hacerlas. Cuánto tiempo cantando canciones de otros; con las propias en tropel adentro. Entonces qué. Sencillo. Fue a la universidad. A la nocturna. En noches aprendió. ¡Con semejante maestro! 

            Allí se tienen, del primero, más de 2.000 canciones. Del otro, no se sabe. En acetato y ahora también en mp3. Columnas principales del breviario sentimental, filosófico y de vida que ha guiado o perdido a buena parte de los colombianos por más de cuántos años. 

            (Esto bien puede ser suficiente para otra investigación. Cómo hace uno, alguien, para entenderse como individualidad y colectivo después de que se le va la novia y nadie, nadie; ni el fondo más profundo de la copa, le acerca una explicación.) 

            Ya que no pudimos hacer otra cosa, 

lo anterior va para El Caballero Gaucho.

 

 


 

[1] Este texto fue escrito poco después de la muerte de Luis Ángel Ramírez Saldarriaga, conocido como El Caballero Gaucho, en 2013, y diez años antes de que uno de los compositores mencionados, Óscar Agudelo, falleciera exactamente el 16 de diciembre de 2023.

ACERCA DEL AUTOR


Pitalito, Huila, Colombia, 1950. Sus primeros años los creció en el campo de donde no ha podido ni deseado salir. La naturaleza, los animales y sus padres, Joaquín y  Ana, le indicaron un camino y ser de vida del todo desfasado del camino fatigoso marcado por el progreso y el exitismo. Hizo parte del taller literario Contracartel. Fue docente de creación literaria en programas universitarios. Libros: Aspirina al corazón, poesía; Días de asfalto y Caspas, cuentos. Selecciones: Cuentos fantásticos, Cuentos de Miedo, Cuentos de Ciencia ficción. Otras publicaciones y muchos inéditos.