La traca final

Ante las últimas hojas del calendario son frecuentes los propósitos para el porvenir. Ahora que están a punto de concretarse las profesías mayas, van unas cuantas promesas para el último año de la historia.

POR Andrea Palet

Enero 27 2021

© David Sailors • corbis

 

"Este sí que va a ser nuestro año”, me dijo alguien un diciembre atrás. No lo fue, porque era imposible que lo fuera, porque era una declaración vacía, porque ni el alguien ni yo teníamos idea de qué hacer con un año si hubiese sido todo nuestro. Pero no importa, porque volveremos a decirlo, nosotros y tantos más. Ahora sí que sí. Una y mil veces. El 2012 será nuestro año.

No hay material atómico que utilicemos con menos previsión, con menos cuidado, que las palabras. Nada más volátil que las promesas sin feedback, que los juramentos sin ejércitos, que los buenos deseos basureados en la impunidad del olvido instantáneo. Y a la vez, nada más subyugante que un orden atrabiliario. El calendario, por ejemplo. Nadie cambia de vida en agosto. Nadie decide empezar de cero en abril. Nadie deja de fumar un miércoles, o enfrenta a un jefe miserable un martes por la tarde. “Este año voy a hacer las cosas de otra manera. Voy a dejar de matarme trabajando, voy a usar la bicicleta, voy a aprender alemán. Desde ahora no voy a permitir que me traten mal”. Declaraciones de este talante solo hacen nata en diciembre, a más tardar la madrugada del 1° de enero, y se entiende que la nueva era, la de los propósitos relucientes, partirá el lunes siguiente, no antes: así de relojeada tenemos la mente.

“Este año me voy a dar tiempo para mí”, decimos, parece que con mayor frecuencia, las mujeres. Las mujeres citadinas de hoy, llenas de trabajo, de pendientes, de parientes, pero además acicateadas por la obligación extra de ser felices personalmente, o sea delgadas, o sea relajadas, liberadas y autoperdonadas (lo que anula todo lo anterior pero es muy, muy difícil. En realidad no tengo idea de cómo se hace). Ah, las mujeres, y ya no digamos las madres, esa categoría tan antipática cuando reclama para sí toda la abnegación que existe en el mundo, como si no la cultivaran para callado los padres tocados por la gracia, los profesores rurales, las autoridades honestas –que las hay, pero no salen en la foto–, los niños viejos, los perros fieles. Aun más que los hombres, dicen las estadísticas (y antes que ellas los proverbios), las mujeres corremos en diciembre una exasperante y absurda traca final, sorteando las vallas de los compromisos sociales, las ceremonias de fin de año, las fiestas sin cariño, los regalos obligados, y en el fondo los odiamos pero no hacemos nada al respecto –tan buenas hijas que somos–, mientras los minutos y las horas se nos van entre los dedos, como el helado ya tibio de un niño sin prisa, como el reguero de agua que se llevó mi anillo perdido.

Y todavía falta la celebración de Año Nuevo. Cuando se es joven e indocumentada se esperan grandes cosas de esa noche larga. Alcohol, besos, baile. Salir en el auto de papá, mostrar piel, sumergirse en algo de locura socialmente permitida; conocer a los panaderos, gasolineros del turno de noche y otra gente de oficio fantasmal, o a las cinco de la mañana partir a la costa y certificar con un desayuno playero el comienzo de un gran amor o un gran despropósito, que son los mejores.

Pero hay otra edad, o posiblemente otro talante, en que lo que se anhela es justamente lo contrario: que nada suceda, que no falte el licor de siempre, que mamá no deje de hacer su plato estrella, que lleguen todos, que no se altere el itinerario por algún accidente –pues esa noche siempre pensamos en accidentes–, que nadie diga algo disonante para que podamos flotar hasta el final en la repetición de los ritos particulares. En ese instante, abriéndose paso entre el cosquilleo de la expectación y el sordo temblor del miedo, es cuando hace su aparición la nostalgia de la cena de fin de año, una bicha específica y solapada que me tuvo perpleja buena parte de mi infancia. No entendía por qué los adultos –pero eran las mujeres, siempre las mujeres– que un momento antes eran pura risa, con su copa de champán en la mano, luego en los brindis o los abrazos soltaban una lágrima o abandonaban el salón con excusas. ¿Por qué de pronto sentían pena? ¿A qué venía tanto suspiro? ¿Qué ocurría cuando se abrazaban para desearse un próspero año nuevo, que se emocionaban tanto? Si no había muerto nadie. ¿Por qué llora la tía, mamá?, quise preguntar tantas veces. ¿Y por qué lloras tú, mamá? Pero no lo hacía porque había que sonreír, era parte del código, eso podía comprenderlo: por algo los adultos parecían como obligados a andar repitiendo toda la noche “¡alegría, alegría!”.

Con los brindis se evoca a quienes estuvieron y ya no están; esas lágrimas no hay que explicárselas a un niño. Solo años más tarde vine a comprender las otras, lo otro: la nostalgia sin tragedia, la simple añoranza de lo desvanecido, los Años Nuevos hechos polvo, la sensación de ya no tener la vida por delante. Y pude distinguir todavía otros sentimientos sutiles que también aparecen en las fiestas de fin de año: muy en el fondo, la enojosa culpa por estar quizá demasiado bien, todos felices, todos reunidos (“no durará, no me lo merezco”). Y la nostalgia anticipada, ya en territorio de los melancólicos profesionales: nostalgia de los tiempos que van a venir, de las heridas que nos marcarán, de las ausencias que resonarán como fuegos artificiales en la noche de nuestras vidas. La padecí en su momento, y no puedo asegurar que se cure por completo, pero la costumbre es un buen apaleador y tantos diciembres sin novedad han terminado por disipar la bruma.

Vamos que ya termina. Estamos cansadas, pero ya termina. Y este año que viene voy a hacer las cosas de otra manera. Quiero trabajar menos, cantar más, usar la bicicleta, quizá escribir un cuento. Ahora sí que sí. El 2012 será nuestro año. Y ahora que es la madrugada de Año Nuevo, el momento de descalzarse por fin después de una noche de baile, el momento en que se empapa un algodón en desmaquillador para quedar con la cara limpia y la edad verdadera, el momento de estrechar la almohada –el último, el más sereno abrazo de la noche–, quiero recordarme que sí, que estamos vivos, hemos pasado otro año, hay gente que nos estima, tenemos salud, nos hemos reído, seguimos en este mundo. 

ACERCA DEL AUTOR


Andrea Palet

Dirige el Magíster en Edición de la Universidad Diego Portales. Tiene una editorial que se llama Libros del Laurel