A mí no me consuela nadie

Una buena dosis de nostalgia se respira en los aires caribeños. Con este sentimiento, mientras mira a través de su ventana en el DF, el autor retorna a los festivales de la Leyenda Vallenata que marcaron sus años de juventud en el Cesar.

POR Javier Ortiz Cassiani

Enero 27 2021

Alejo Durán, primer rey vallenato © Archivo de Náfer Durán

 

Mis padres llegaron a Valledupar en los años sesenta, cuando los políticos locales pulseaban por la creación de un nuevo departamento y los cultivos de algodón se expandían por las llanuras del Magdalena Grande. Mi papá y mis hermanos mayores trabajaron durante un buen tiempo como jornaleros en fincas de la zona, y desde que nací, las historias de parrandas vallenatas interminables y las anécdotas sobre la vocación de arrogante, parrandero y mujeriego de Rafael Escalona no me fueron ajenas. En casa, los días eran ambientados con los aires vallenatos que salían de una vieja radiola y el Festival de la Leyenda Vallenata fue siempre una referencia para la familia. Sin embargo, desde 1991, año en que dejé de vivir en Valledupar, y a pesar de que suelo volver a la ciudad con cierta frecuencia, nunca he regresado al festival. Por eso esta nostalgia trasnochada y esa terquedad de la memoria en conservarlo intacto, como era en esa época, a pesar de saber cuánto ha cambiado en todos estos años.

El primer recuerdo que tengo del festival es la figura de Alfredo Gutiérrez con una camisa roja y un pantalón blanco saludando al público desde la tarima Francisco el Hombre, en 1982. Yo tenía diez años y mi padre me llevó a pie desde las calles pedregosas del barrio Los Fundadores hasta la Plaza Alfonso López. Sabía quién era Alfredo Gutiérrez porque había sido rey del festival en dos ocasiones, pero sobre todo porque cada domingo Lucho Copete, un vecino que se ganaba la vida vendiendo cacharros en los barrios populares de Valledupar, amenizaba las borracheras con su música. Gutiérrez no concursaba en esa versión pero era el músico de moda. El 18 de noviembre de 1981, en Venezuela, la Guardia Nacional lo había agredido por atreverse a tocar el himno venezolano con su acordeón. Cuando regresó a Colombia no tuvo ningún pudor en mostrar ante cámaras las nalgas con los hematomas de los golpes recibidos. Tuvo más recato al grabar la canción que se convirtió en éxito: “Con las tapas morá, me mandaron pa’ acá”, repetía eufemísticamente el coro.

Cada año, el festival heredaba el calor abrasador de Semana Santa. Cuando Radio Guatapurí y La Voz del Cañaguate no difundían noticias sobre violadores que atraían a los niños por senderos trazados con laminitas de los álbumes de temporada, las madres dejaban que sus hijos armaran cuadrillas y se fueran caminando solos hasta la Plaza Alfonso López. De niño disfruté de los privilegios cerriles de la barriada, pero mi madre jamás me dejó hacer parte de la gavilla de los que se iban temprano a la plaza y regresaban al caer la noche con los bolsillos cargados de mangos y almendras.

Fui a una de las jornadas del festival en 1984 con nuestro vecino José de las Mercedes San Martín, apodado “Pechere”, y sus hijos. Las eliminatorias se hacían delante de un jurado en pequeños kioscos circulares distribuidos por toda la plaza. Lo que más me llamó la atención fue un hombre sonriente, de nombre extraño, con un afro parecido al que yo usaba. Se trataba de Orangel “el Pangue” Maestre. Luego comprendería por qué el kiosco donde él se presentaba concentraba la mayor cantidad de público: el Pangue tocaba el acordeón caminando en círculos y haciendo pequeñas paradas para que todos los que rodeaban el sitio pudieran en algún momento verlo de frente. Pero nadie parecía tener la paciencia para esperar a que completara el ciclo, la gente se atropellaba tratando de quedar siempre frente a él. Ese año, el hombre que provocaba avalanchas humanas, por su estilo justiciero de tocar el acordeón, ganaría con sobradas virtudes el título de rey vallenato.

El recuerdo más claro que tengo del festival es la final del concurso Rey de Reyes de 1987. La primera convocatoria de todos los ganadores de las versiones anteriores estuvo envuelta en una atmósfera de controversia. Se rumoraba en los callejones del centro de Valledupar que la contienda estaba arreglada a favor de “Colacho” Mendoza. En medio de estos presagios, el día de la final ocurrió uno de los incidentes más dramáticos en la historia del festival. Alejo Durán, el primer rey vallenato, el negro jornalero que se comía todas las notas y a todas luces el preferido de la afición, se equivocó en las primeras notas de la puya “Pedazo de acordeón”. No habían transcurrido veinte segundos cuando Alejo paró de tocar. La plaza enmudeció. Durán extendió los brazos hacia los lados y pronunció con su voz de trueno: “Pueblo, me he acabado de descalificar yo mismo”. La plaza estalló en un grito de negación. Alejo dio la espalda, se descolgó el acordeón con la ayuda de un asistente y, contrariado, agitando su mano derecha, trataba de explicar su error a un jurado atónito.

Quienes saben algo de la cuestión dicen que oprimió las teclas incorrectas y dio una nota equivocada. Los más expertos señalan que confundió los bajos de la fila central (Do mayor) con los de la primera fila (Sol mayor), de modo que al abrir el fuelle sonó un acorde extraño al oído. Fuera de tecnicismos musicales, sus seguidores incondicionales se encargarían de expandir como la verdolaga la versión de que Alejo se había equivocado a propósito pues sabía que el ganador sería “Colacho” Mendoza. Según ellos, Alejo quiso asumir una derrota voluntaria para evitar los desórdenes que podía armar el pueblo vallenato inconforme con la inminente elección de Mendoza.

Lo cierto es que minutos antes de la decisión del jurado, como nunca en la historia del festival, la Plaza Alfonso López fue acordonada por una inusitada cantidad de efectivos del ejército nacional. Jaime Pérez Parodi, el presentador oficial, anunció el fallo casi desde una trinchera y, una vez pronunció el nombre de Nicolás Elías Mendoza como Rey de Reyes, soltó el micrófono y salió en carreras a refugiarse debajo de la tarima Francisco el Hombre. La multitud arrojó hacia la tarima todo lo que tenía a la mano y por primera vez en mi vida escuché el sonido seco, como una cuerda de cuero curtido azotada contra el viento, de varios disparos de fusil que hizo al aire un soldado a escasos dos metros de donde yo estaba. Corrí despavorido esquivando mesas de fritos y ventas de raspao, y me detuve como a siete cuadras de la plaza respirando por la boca, con las piernas temblorosas.
 

Mientras que “Colacho” Mendoza tuvo que ser protegido por la policía, Alejo Durán fue sacado en hombros de la Plaza Alfonso López por una multitud enardecida. Los desórdenes no fueron mayores, pero el resto del año fue el comentario obligado de los catedráticos de pretil de los barrios. El rumor, la forma de justicia más efectiva de los desvalidos, hizo su aparición. No pasó mucho tiempo para que se comentara en todo Valledupar que en Planeta Rica habían recibido a Alejo como un héroe y que las autoridades del pueblo le otorgaron una corona mucho más grande y más bonita que la que ostentó en su cabeza calva “Colacho” Mendoza.

Al regresar al Colegio Upar después de las vacaciones de mitad de año, Ariel Serna, un compañero de estudios oriundo del mismo municipio del Cesar donde había nacido Alejo Durán, se encargó de regar en los corrillos el rumor de que también en El Paso el alcalde había homenajeado a Alejo con una corona. Algunos afirmaban que era de oro macizo traído de las minas del Chocó y que el alcalde también había suministrado escolta policial para evitar la codicia de los asaltantes en el camino de vuelta a Planeta Rica.

Tres acontecimientos hicieron que la versión de 1991 fuera inolvidable para mí: era el último festival al que asistiría antes de irme de la ciudad, tuve que empeñar la calculadora científica para completar mi presupuesto e invitar a la chica de mis trasnochos a la Plaza Alfonso López, y Juancho Rois, el favorito de la multitud, se presentaba esa noche.
Cuando subió a la tarima, la fanaticada agitaba conejos y correas en el aire como referencia a sus apodos más celebrados “el Conejo” y “el Fuete”. Además de los dientes, Juancho sería reconocido por su pelo: el afro que había lucido hasta entonces dio paso a una melena rizada que yo miraba con envidia, resignado a mis crespos apretados que cada tanto pulían las tijeras de mi vecina Magolina Maestre. Agitando esa cabellera en medio de la ovación, Juancho se olvidó de la ejecución ortodoxa que exigían los jueces y se regodeó en las innovadoras notas de su más reciente trabajo discográfico con Diomedes Díaz. A pesar del público extasiado y las decenas de conejos en el aire, perdió. El ganador sería Julián Rojas, a quien el mismo Juancho Rois le prestó el acordeón para tocar aquella madrugada del 1° de mayo de 1991.

Juancho no era el único que se sentía perdedor en ese momento. La chica de mis desvelos nunca apareció por la plaza y soporté con la resignación del plantado la burla de mis amigos. Regresamos al barrio ambientando la caminata con tragos baratos. Alguien puso su mano sobre mi hombro y sugirió desviar el camino para emprenderla a pedradas contra el techo de la transgresora. Otro compañero, con mas altura, propuso pasar por la casa de Antonio Julio Peralta, nuestro serenatero de cabecera, para llevarle una serenata llena de rencores. Disuadí a mis amigos de sus ganas de retaliación con el argumento de que cualquier derrota era mínima ante la que acababa de sufrir el acordeonero más importante del momento. No volvería a ver más a Juancho Rois en ninguna presentación, tampoco supe qué fue de aquella chica con la que quise cerrar una noche de romance y acordeones, y a mi calculadora debió tragársela el polvo en uno de los estantes de una compraventa de la avenida Fundación en Valledupar.

No hay nostalgia sin banda sonora; el festival también tiene la suya. En 1986, un año antes del incidente protagonizado por Alejo Durán, Rafael Manjarrés ganó el concurso de canción inédita con el tema “Ausencia sentimental”. La canción se convirtió en el himno del festival, hasta el punto de que ha llevado a sufrir esa ausencia incluso a aquellos que jamás han estado en Valledupar. Conozco personas que sin haberse bañado jamás en las frías aguas del río Guatapurí se saben de memoria, por estas letras, la cartografía de la ciudad. Pueden hablar con asombrosa familiaridad del Colegio Loperena, la calle del Cesar, Cinco Esquinas, la casa de Hernando Molina, el balneario Hurtado, los barrios Cañaguate y Novalito, el mango de la Plaza Alfonso López, y la fama de los gallos de pelea de Darío Pavajeau. Hay quienes, incluso, extrañan el sabor nunca probado de la chiricana o los dulces de la vieja Minta Monsalvo, porque aprendieron a saborearlos con la canción “Nació mi poesía”, de Fernando Dangond Castro.

Yo soy uno de los que se fueron; primero a Cartagena, luego a Bogotá y después a México. Pasados estos años, al compás de un paramilitarismo rampante y de familias metidas en la parapolítica, la llamada Ciudad Sorpresa Caribe comenzó a crecer y con ella el festival. La cantidad de público en el palo de mango había dejado de ser hace tiempo la medida para determinar el éxito o fracaso de quienes se presentaban en la plaza y se requirió la construcción de nuevos escenarios. Con el crecimiento y la internacionalización llegaría el encarecimiento de los espectáculos y progresivamente el evento se iría alejando de los habitantes de las barriadas de Valledupar y el Caribe.

A través de la ventana de este apartamento, en un cuarto piso al sur de la Ciudad de México, mientras veo a la distancia los volcanes nevados Popocatépetl e Iztaccíhuatl, recuerdo la vista mañanera de los picos de la Sierra Nevada desde Valledupar. Entonces se me escapa un suspiro hondo, como el que sale de los fuelles del acordeón en busca de las notas musicales, y solo atino a pensar, igual que Leandro Díaz: “A mí no me consuela nadie”.
Tal vez lo único que busco con este arrebato de nostalgia es recrear las caminatas a la Plaza Alfonso López y la imagen de un niño que en una tarde calurosa de Valledupar, asido al brazo de su padre y parado en las puntas de los pies, se maravillaba con la picardía y la gracia de un acordeonero de camisa roja y pantalón blanco.

ACERCA DEL AUTOR


Javier Ortiz Cassiani

En 2019, Libros Malpensante publicó El incómodo color de la memoria, una compilación de sus ensayos, columnas y perfiles sobre la raza negra. En 2020 se lanzó una segunda edición aumentada. Es columnista habitual de esta revista.