Gabo, mi primer odio

Breves encuentros y desencuentros

Desde una pataleta infantil por haber perdido un cumpleaños enfretado al Nobel, desde el cuestionamiento a sus desaciertos políticos, y desde la íntima lectura de un traductor que intenta acortar la distancia entre Hungría y Macondo, tres lectores narran distintas formas de acercarse a Gabriel García Márquez.

POR Paul Brito

Enero 27 2021

Gabo frente a la casa de José Félix Fuenmayor, Barranquilla, 1971 © Cortesía Heriberto Fiorillo • Fundación La Cueva


Gabriel García Márquez no fue mi primer amor, como lo ha sido para muchos otros escritores, sino mi primer odio. Por él experimenté ese sentimiento puro e implacable que, muchos años después, leí que había cultivado con disciplina y devoción Amaranta Buendía durante toda su vida.

Mi rencor nació el día en que aquel señor se ensañó conmigo como si yo fuera otro de sus trágicos personajes. Mucho tiempo después leería la forma atroz como despachó a Mauricio Babilonia en Cien años de soledad: “Murió de viejo en la soledad, sin un quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como ladrón de gallinas”.

En mi caso también se había ingeniado la manera más cruel y certera para destrozarme: usurpó el único día del año que yo sentía totalmente mío, arremetió ferozmente contra mi cumpleaños número siete, que es el más importante de un niño y sin duda el más importante de un adulto, porque es el primero que uno recuerda en detalle por el resto de su vida.

Yo llevaba varios meses ansiando aquel jueves 21 de octubre de 1982, lo había marcado con un círculo feliz en el calendario que tenían todas las contraportadas de mis libretas escolares, y cuando por fin llegó el cielo de aquella irrepetible fecha, no se acercó nadie a felicitarme. Ni siquiera mi mamá entró a mi cuarto para despertarme, mucho menos me cantó “Las mañanitas” ni me regaló el Mazinger que había soñado intensamente todo el año. Por el contrario, me despertó un mal presagio: el bullicio de mis familiares reunidos en la sala.

Mis tíos, mis primos, mis padres, mi hermana y mi abuela, con quienes vivía en Barranquilla en una casa angosta pero profunda de la calle 74 con carrera 47, a una cuadra del Estadio Romelio Martínez, rodeaban un aparato de radio Sanyo donde Juan Gossaín celebraba la noticia de que Gabriel García Márquez era el nuevo Nobel de Literatura. Lo pregonaba con la emoción de un Edgar Perea cuando el Junior ganaba una nueva estrella. Y en efecto, como solo sucedía cuando Junior se coronaba campeón, los taxis de Barranquilla pasaban eufóricos haciendo sonar sus bocinas al unísono.

–Cuando eso pasa en Barranquilla –me dijo mi tío Miguel abriendo los ojos pero sin advertir que sus palabras me hundían más en la indiferencia y el olvido–, cuando eso pasa en Barranquilla –repitió solemnemente– es porque un acontecimiento realmente importante ha sucedido.

Pensé que iba a ser una cosa de momento, incluso pensaba que mi tío me estaba tomando el pelo y que acto seguido me abrazaría riéndose de su propia broma pesada, pero todos en la casa siguieron comentando la noticia, apropiándosela como si fuera el triunfo de un familiar, exprimiéndola como si fuera más apoteósica y trascendental que mi cumpleaños.

La noticia provocó que mi mamá y mis tías recordaran entusiasmadas sus noches de solteras, cuando vivían en una casa del barrio Boston en la calle 62 con carrera 45, donde yo habría de nacer, y por donde Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez pasaron varias veces. Recorrían la calle lentamente en el jeep destartalado de Cepeda fumando unos tabacos infinitos y luciendo unos afros patibularios que los vecinos de aquel barrio de bien no estaban acostumbrados a ver.

Mi mamá, mis tías y sus amigas solteras se reunían en la terraza de la casa para departir a la luz de la luna, cuando de pronto pasaban aquellos lobos acechantes en su jeep africano. Venían borrachos de La Cueva y, años más tarde, de La Tiendecita, una cuadra más arriba, en la calle 62 con 44, y se detenían a piropearlas. Ellas les respondían con un grito rotundo:

–¡Cojan juicio, marihuaneros!

Cepeda y Gabo se reían con unas carcajadas idénticas a las del diablo y seguían calle abajo mamándole gallo también a los niños que jugaban bola’e trapo en la calzada, entre ellos mis tíos que en ese tiempo eran unos muchachos. Hacían sonar el motor con el rugido ronco de un león, amagando con atropellarlos si no se apartaban.

Muchos años después, Gabo finalmente atropellaba a un niño.

Desayuné un café con leche que me supo tan amargo como un principio de vómito, cogí mi maletín con mis libros anónimos y esperé que llegara mi transporte. En el jeep que me llevaba todos los días al colegio, Libia de Dacunha (esposa del brasileño que jugó en el Junior) iba escuchando una emisora nacional que transmitía la primera entrevista al Nobel. En ella, Gabriel García Márquez afirmaba con voz aún adormecida que le parecía estar soñando todavía. Al mismo tiempo, a muchos kilómetros de México, yo me decía a mí mismo que aquello no podía ser sino una horrible pesadilla de la que habría de despertarme en cualquier momento.

Me asomé por la ventanilla para no escuchar la voz gangosa de mis propias penas, pero todo me recordaba mi drama. En todas las calles veía a la gente alborotada: en las terrazas, los parques, las esquinas, como nunca antes había visto. Todo el mundo parecía feliz menos yo.

En el salón de clases tampoco se acordaron de mi cumpleaños. La profesora Lourdes García, que siempre repasaba puntualmente la lista de cumpleaños, olvidó hacerlo y pasó enseguida a hablar de García Márquez, de la importancia del premio para Colombia y el Caribe, e incluso llegó a insinuar que era familiar de él.

De regreso a casa, la gente todavía seguía comentando la bendita noticia del Nobel. Me había enterado incluso de que la mamá de García Márquez le había dado mucha Emulsión de Scott de niño y que, según ella, por eso había ganado el galardón. Como una manera de ganarle al menos en eso, me dije que yo era más afortunado pues fui el único niño del mundo alimentado con compota de espinaca, igual que Popeye.

Almorcé con un nudo en la garganta escuchando los noticieros martillar una y otra vez la noticia del premio sueco. La soledad seguía rodeándome, como si estuviera aislado en un círculo vacío parecido al del intocable Santiago Nasar antes de ser asesinado, o dentro del círculo de tiza que muchos años después leería que trazaban los edecanes del coronel Aureliano Buendía dondequiera que él llegara para que ningún ser humano se le aproximara a menos de tres metros. Entonces me digné a mirar la pantalla y por primera vez aprecié el rostro de mi verdugo, el culpable absoluto de todos mis males, la verruga de brujo arriba del bigote. Se reía a sus anchas, como si se burlara de mí.

En ese momento lo odié con una fuerza ciclónica, con un poder cataclísmico, y con tanto rigor que esquivé por mucho tiempo todos los libros donde salía su infeliz rostro burlón; y con tanta fidelidad que el primer libro de García Márquez que leí fue apenas cuando cumplí 19 años y ya la herida había cicatrizado un poco. Me lo regaló mi madre en mi cumpleaños, como si el tiempo diera vueltas en redondo.

Entró temprano a mi cuarto cantándome “Las mañanitas” y me entregó el regalo sin envoltura, sabiendo que yo de todas formas me iba a dar cuenta de que era un libro, pues desde hacía poco tiempo había comenzado a interesarme seriamente en la literatura.

–Toma, con mucho amor –me dijo estampándome un beso en la mejilla y entregándome un billete–. Hoy seguro vienen tus tíos, tus tías, tus primos y tu abuela a cantarte el cumpleaños, así que córtate ese bendito afro que ya pareces un marihuanero.

Al terminar de leer esa misma mañana y de una sola sentada Crónica de una muerte anunciada, sentí que sus páginas gloriosas compensaban con creces aquella remota mañana gris en que no pude conocer la felicidad. Entonces entendí, como no lo había hecho ni siquiera con los amores movedizos de la adolescencia, y con la resignación del destino irrevocable que se aleja por caminos intrincados pero que siempre vuelve a su senda, aquel eterno cliché de que el amor y el odio están a un solo paso, separados apenas por una línea de tiza que el mismo pie termina borrando al cruzarla. 

ACERCA DEL AUTOR


Paul Brito

Su libro El proletariado de los dioses (Collage Editores, 2016) estuvo nominado al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana. Colabora con El Tiempo, Arcadia, El Heraldo y El Malpensante.