Morir según Truffaut

Desde niño, el cineasta más vivaz de la Nueva Ola padeció demasiadas muertes. Un panteón privado, al que rendía constante tributo, lo acompañó toda la vida y fue el sustrato de una de sus películas más conmovedoras. Así lo recuerda un admirador y biógrafo en este cálido homenaje. 

POR Juan Carlos González A

Enero 27 2021

Ilustración de Nicolau

 

 

Querida Tanya:

Muchas, muchas personas que amé han muerto, y después de que murió Françoise Dorléac tomé la decisión de no volver a entierros, lo cual, como usted bien podrá suponer, no es suficiente para evitar la tristeza de estar viviendo algo semejante, de que todo se oscurezca por un tiempo y nunca se recomponga por completo, ni siquiera con los años; porque no solo vivimos con los vivos, sino también con los que de algún modo u otro han significado algo en nuestras vidas.

Su padre me ayudó y apoyó mucho durante estos últimos cinco años; disfruté nuestros usuales encuentros en París y también en Montecarlo, lo vi por última vez el día de su boda en el Hotel Georges v. Y también me gustaba mucho hablar con su madre, cuyas ideas sobre la vida y el cine siempre son entusiastas y generosas. Dígale que la pienso, dígale que ustedes tres son muy importantes para mí, dígale que recordaré a su padre con mucha frecuencia y créame cuando le digo que conmigo puede contar

Sinceramente,

 

FRANÇOIS TRUFFAUT

 

 

La carta, dirigida a Tanya Lopert a propósito de la muerte de su padre, Ilya Lopert, jefe de la compañía Artistas Unidos en Europa, no parece –a primera vista– escrita por el más autobiográfico, enamoradizo y vital miembro de la Nueva Ola del cine francés. ¿Por qué se refiere Truffaut a la muerte? ¿Por qué habla de la convivencia con los difuntos? Sin embargo una mirada cercana a su obra comprueba con facilidad que desde siempre, incluso desde Les mistons (1957), la muerte fue una de las protagonistas de su cine. Truffaut la aceptaba y a sus efectos resolutivos recurría en la ficción, pero en su propia vida sentía ya en ese momento que le pesaba el haber atestiguado la partida de tantos seres amados. ¿Cuáles eran esas muertes, esas demasiadas muertes a las que Truffaut se refería en la carta?

En agosto de 1942, cuando apenas tenía diez años falleció su abuela materna, Geneviève de Monferrand, víctima de una pleuresía tuberculosa. Vivía con ella y a partir de ese momento debió mudarse a la casa de su madre, Janine, con la que nunca se entendió. Fue la supuesta muerte de su madre la que utilizó como disculpa de alguna ausencia escolar, anécdota que recreará después en Los cuatrocientos golpes.

André Bazin, teórico y crítico de cine francés, quien fuera su “padre adoptivo”, mentor, protector, defensor y el que le abrió las puertas como escritor en la revista Cahiers du Cinéma, murió a consecuencia de una leucemia a las tres de la mañana del 11 de noviembre de 1958. El día anterior había empezado el rodaje de Los cuatrocientos golpes, el primer largometraje de Truffaut. “André es el hombre al que más he querido. Él y su mujer me adoptaron en un momento en que yo me encontraba en pleno desamparo, y pusieron fin al período más lamentable de mi vida”, evocaba. Había perdido a su figura paterna pero ya no se sentiría solo. El cine iba a acompañarlo siempre.

A Jean Cocteau lo conoció en la sede de Objectif 49, una exclusiva sociedad cinéfila a la que Bazin llevó a Truffaut y en donde tuvo lugar el estreno de la película Los padres terribles (1948), escrita, narrada y dirigida por Cocteau a partir de su obra teatral homónima. La influencia intelectual y social del veterano escritor, dramaturgo, poeta y cineasta sobre Truffaut fue enorme, y este no perdía oportunidad de expresar su admiración por él. Cuando Los cuatrocientos golpes se estrenó en el Festival de Cannes en 1959, Cocteau era el presidente honorífico del jurado. En ese evento el novel realizador ganó el premio al mejor director. Truffaut produjo el último filme suyo, El testamento de Orfeo (1960), agradecido sin duda con un hombre cuyo influjo puede verse en los diálogos de Jules y Jim (1962), en el vestuario de La novia vestía de negro (1968) y en los contrapuntos visuales y verbales de Las dos inglesas y el amor (1971). “Cocteau era consciente de que la mayoría de quienes se acercaban pidiéndole su ayuda eran talentos menores, pero imagino que él pensaba que el artista más mediocre valía más que el mejor espectador. Él se exponía constantemente, él escogía deliberadamente ese rol”, escribía Truffaut en 1964, despidiendo a un maestro que se fue el 11 de octubre de 1963.

El cuarto filme de Truffaut fue protagonizado por la hermana mayor de Catherine Deneuve, Françoise Dorléac, una preciosa actriz que había sido modelo de Christian Dior y a la que conoció durante un viaje a Tel Aviv organizado por uniFrance Films en marzo de 1963. De nuevo se vieron en París y cuando ella regresó de filmar El hombre de Río (1963) en Brasil, Truffaut le ofreció el papel principal de La piel suave (1964), una historia de amour fou a la que Françoise aportó mucho de su propia personalidad y estilo. Truffaut terminaría enamorándose de ella y dejando a su esposa. El romance entre ambos sería breve pero continuarían cercanos, cómplices literarios y cinéfilos. “Cada vez que le escribía, ponía en el sobre ‘Mademoiselle Framboise Dorléac’ para asegurarme de que leería mi carta con una sonrisa en su rostro. En ella todo eran sonrisas, risas y carcajadas, y eso es lo que hace inaceptable que el 26 de junio del año pasado esos ataques de risa hayan sido cortados en seco”, escribió Truffaut en el número 200-201 de Cahiers du Cinéma en 1968, recordándola. Françoise Dorléac murió el 26 de junio de 1967 entre las llamas de un accidente de tránsito mientras iba rumbo al aeropuerto de Niza. Tenía solo 25 años.

5 de abril de 1978

Truffaut estrena El cuarto verde, una película –inspirada en varios relatos de Henry James– cuya preparación le tomó tres años y medio, y ocho versiones del guion, y que es su homenaje a la muerte y a los difuntos que marcaron su vida. El personaje principal es Julien Davenne, un periodista y ex combatiente francés durante la Primera Guerra Mundial. El año es 1929, estamos en el este de Francia, Julien lleva viudo una década y sobrevive escribiendo obituarios en un periódico local. Lo suyo no es el presente, es el pasado. Su misión vital es mantener perenne el recuerdo de su esposa fallecida poco después de casarse. Rodeado de sus fotos y sus antiguas pertenencias, este hombre rinde un culto privado a la muerte. Haciendo una suma de todos los personajes obsesivos de su filmografía, Truffaut llega hasta Julien Davenne, el más extremo y radical, el que se niega a aceptar que su esposa ya no está, el que se entrega a preservar su memoria sin que nada lo distraiga de su propósito. Vive para que ella y “sus” demás muertos vivan.

 

Obnubilado junto a la tumba de su esposa, en una ocasión se queda encerrado en el cementerio y buscando cómo salir descubre una capilla en ruinas. Luego le propone a la curia restaurarla para instalar ahí su panteón privado, encabezado por los restos de su esposa y por las fotos de todos los muertos que son importantes para él. En un guiño autobiográfico, son los seres queridos de Truffaut –muertos o no– los que adornan esas paredes: Jean Cocteau, Henry James (“él me enseñó la importancia de respetar a los muertos”), Oscar Wilde, Guillaume Apollinaire, Prokófiev; el compositor Maurice Jaubert, muerto en 1940 y cuya música constituye la banda sonora de este filme; el actor austríaco Oskar Werner, al que hace pasar por un soldado alemán (“cuando uno mira esa foto es difícil pensar en este hombre como un enemigo”); la actriz Jeanne Moreau y Oscar Lewenstein, el productor de La novia vestía de negro.

El cuarto verde no es el Truffaut festivo o romántico de otros filmes. Aquí hay gravedad, dolor, nostalgia y la imposibilidad de sentirse vivo, de reconocer que es factible volver a sentir. Este retrato de un hombre obsesionado con la muerte –que hermana a este filme con Vértigo (1958)– es una de las obras más trágicas, serias y ricas de su cine, pues pese a lo lúgubre del tema, el director fue absolutamente compasivo frente a las razones de un hombre ahogado por la derrota de seguir vivo.

Creo que no he mencionado que Julien Davenne fue interpretado por el propio François Truffaut...

21 de octubre de 1984, 2:30 p.m.

François Truffaut fallece en el Hospital Americano de Neuilly-sur-Seine a consecuencia de un tumor –un glioma– en la región temporal frontal del cerebro. El diagnóstico fue dado en septiembre de 1983, y ese mismo mes se le practicó una neurocirugía pero el tumor siguió expandiéndose. Cuando murió lo acompañaban su ex es esposa Madeleine, sus dos hijas y su esposa en ese momento, la actriz Fanny Ardant. Tenía 52 años.

 

 

 

 

Mi estado vegetal actual es degradante. Tengo una fatiga enorme que empieza después del desayuno y me manda de nuevo a la cama o al borde de una ventana. Solo es soportable estableciendo pequeñas metas, fechas importantes, el cumpleaños de una de mis hijas, la visita de un amigo que vive lejos, la publicación de tal o cual libro. El otoño es la siguiente meta. Tal es el estado de mi lento cerebro, querida Liliane.

Truffaut escribe estas palabras en junio de 1984 a Liliane Siegel, quien fuera amiga cercana de Sartre y frecuente corresponsal suya. Su estado fue deteriorándose progresivamente y sus últimas tres semanas de vida estuvo hospitalizado. Fue cremado el miércoles 24 de octubre y sus cenizas enterradas en el Cementerio de Montmartre. Cientos de personas se reunieron ese día para el último adiós. Ahí estuvieron los actores de su cine, entre ellos Jean-Pierre Léaud, Catherine Deneuve, Charles Aznavour y Nathalie Baye, y los directores Éric Rohmer, Jacques Rivette y Claude Berri. Léaud, que fue su álter ego en la pantalla, expresó ese día: “Solo diré lo que Truffaut dijo cuando murió Jean Renoir: voy a extrañarlo toda mi vida”.

8 de julio de 2016, viernes en la tarde

Un aviso en la esquina del bulevar de Clichy con la avenida Rachel me indica que el Cimetière de Montmartre está a la derecha. Camino por una calle ciega flanqueada por edificios y árboles, hay gente almorzando en un bistró, unas empleadas de una lavandería conversan y fuman en la acera luego de almorzar. No hay nada lúgubre que haga pensar que al final de esa calle existe un cementerio. La entrada no es nada solemne: encuentro un portón estrecho, una portería sin vigilante, unas personas que caminan delante de mí. El cementerio está cruzado por un viaducto, el de la calle Caulaincourt. Es un puente metálico que contribuye a dar bienvenida sombra en este verano parisino. En los bajos del puente, cerca a la entrada, hay un plano del cementerio y una guía para ubicar las tumbas de los ilustres.

Busco una específica localizada en el sector 21, la número 39. Camino por la calle principal del lugar, a cada lado hay enormes tumbas con monumentos verticales, estatuas, sepulcros imponentes. Veo una chica que come algo sentada en una banca verde. No hay nadie más. La atmósfera, inmóvil, es de completa paz.

Un minuto más tarde llego a la avenida Berlioz, dentro del cementerio, que indica el inicio del sector 21. Ahí las tumbas son horizontales, más planas y muy cercanas una a la otra. Hay muchos árboles altos, a lo lejos escucho una podadora mecánica de césped. Espero encontrar turistas amontonados, pero para mi sorpresa no hay nadie. No hay ni siquiera un gato. Pese a la soledad del lugar reconozco fácilmente la tumba de François Truffaut: es la única que tiene flores, tres materas pequeñas y coquetas puestas en la parte inferior de una losa gris. La lápida es negra, de mármol brillante y sobre ella se reflejan los árboles, que no dejan leer el nombre y el apellido grabados ahí. Está ante mí. Estoy en silencio. Contemplo los alrededores solitarios, a la distancia veo que se acerca un hombre de chivera con una cámara en la mano. Pasa de largo.

Me siento particularmente conmovido, soy consciente de mis latidos acelerados. Registro en un video los alrededores de la tumba y luego improviso una oración callada. Pienso en todo lo que Truffaut ha representado en mi vida de cinéfilo y no puedo menos que sentirme afortunado y agradecido. A manera de despedida toco con mi mano izquierda el borde de la lápida y me alejo apenas unos metros para sentarme en una banca al otro lado de la avenida Berlioz. Desde ahí veo la tumba y me imagino el funeral ese 24 octubre de 1984. Veo los deudos, supongo quiénes estuvieron ahí acompañando a Fanny Ardant, su viuda; imagino los curiosos y los seguidores de su cine tratando de presenciar ese momento. No sé por qué quiero creer que cayó algo de lluvia y veo paraguas abiertos entre los asistentes (en realidad hizo buen clima ese día). Ahí me quedo un rato al abrigo de los árboles y el viento, me siento incapaz de levantarme e irme. El hombre de la chivera vuelve y pasa, se acerca a la tumba donde yo estuve detenido, toma una fotografía y se va de prisa. Unos minutos después me resigno a irme también. El gato que esperaba ver lo encuentro en la salida del cementerio, durmiendo la siesta en la humedad de una enorme matera. Salgo a la tarde de París con la convicción de haber hecho una visita necesaria.

En 1978, Truffaut declaró a L’ Express: “Soy fiel a los muertos, vivo con ellos. Tengo 45 años y ya empecé a estar rodeado por gente muerta”. En Montmartre solo hay muertos a su alrededor, pero él sigue vivo. “Créame, Gérard, los muertos pueden seguir viviendo”, afirma Julien en El cuarto verde. Truffaut resucita en todo aquel que un día descubre uno de sus filmes. Ayer ocurrió, hoy también. Mañana alguien verá Besos robados y sonreirá maravillado. La semana próxima ocurrirá lo mismo con La noche americana, se los aseguro. Él no ha muerto, ¿acaso no sabían que en el cine nadie muere en realidad?

 

 

 

 

 

 

ACERCA DEL AUTOR


Juan Carlos González A

Es editor de la revista Kinetoscopio y autor del libro "François Truffaut. Una vida hecha cine" (Panamericana Editorial, 2005).