La receta de Víctor Simarra

La búsqueda de un plato que solo se cocina en los Montes de María tiene muchos caminos, pero todos convergen en una misma persona. ¿Cuál es la historia detrás del arroz con bleo? Y más interesante aún, ¿quién logró que esa historia fuera relevante? Un recorrido gastronómico acompañado por un Virgilio de las ollas.

POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021

© Joaquín Sarmiento

 

La primera vez que vi una mención al bleo fue en un libro de cocina que cayó por casualidad en mis manos. Se llamaba Kumina ri Palenge pa tó paraje y lo abrí porque me atrajo el nombre, la alusión a Palenque, y porque me gusta cocinar. La receta que abría el tomo era “Aló ku toro prieto”, y al lado aparecía una foto del autor, un hombre de mediana edad, mandíbula cuadrada y mirada pícara que sostenía una muestra del plato. De nuevo, el nombre de la receta me pareció pintoresco y me causó curiosidad. Me imaginé que significaba “arroz con toro prieto”, algún tipo de arroz con carne de res, pero la traducción al castellano decía en cambio “arroz con bleo”. En 2013, el libro había sido seleccionado como mejor libro del año en el certamen internacional para libros de cocina Gourmand World Cookbook Awards, celebrado en Beijing, gracias en parte a ese, su plato estrella.

Yo no sabía qué era el bleo.

Una rápida búsqueda en internet arrojaba resultados dispares. Algunas páginas hablaban de un cactus, otras de una planta rastrera y otras de un arbusto con flores. La receta del libro se refería a las “hojas del bleo”, pero el plato que sostenía el hombre de mandíbula cuadrada era un guiso verde brillante que no permitía adivinar la planta de la que provenían esas hojas.

Durante algunas semanas visité los mercados mayoristas de Bogotá, tratando de encontrar el bleo, pero nadie lo vendía ni sabía lo que era, y luego me olvidé del asunto.

Hasta que surgió una oportunidad de viajar a Cartagena, y después a Palenque.

 

*** 

Hace casi doscientos años, un abogado francés con el doble mérito de haber bautizado un queso e inventado el ensayo gastronómico dijo que “el descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella”. Así, Brillat-Savarin desdeñó de golpe la astronomía y describió el entusiasmo que produce una receta extraña basada en un ingrediente desconocido. Lo que no contó fue la ansiedad que provoca no encontrar ni lo uno ni lo otro. A pesar de la gran cantidad de palenqueros que viven o trabajan en Cartagena, a una hora de su pueblo, el bleo me sigue siendo esquivo. En la Ciudad Amurallada no es fácil hallar restaurantes típicos de cocina de San Basilio, o siquiera personas que preparen el plato. Le pregunto a Carlos Díaz, palenquero y director de una fundación educacional, si no es común que los palenqueros cocinen arroz con bleo.

–Pues es un plato típico pero, lo que soy yo, en mi casa como es carne, arroz y maduro.

Algo parecido ocurre con casi todos los palenqueros a los que entrevisto, quienes ofrecen prepararme pescado frito o sudado, arroz con coco y otras comidas que, en general, no parecen distar mucho de la cocina cartagenera. Sin embargo, todos concuerdan en algo: si se trata de bleo, sí hay alguien en Cartagena que lo sabe todo. El hombre de cara rectangular en la foto del libro de cocina: Víctor Simarra.

 

 ***

Al principio, está inmóvil frente a mí, como el cantante que hace silencio antes de la presentación para no dañar la garganta. Pero apenas prendo la grabadora entra en un trance.

–Mi nombre es Víctor Simarra Reyes, modelo 56, nacido en Palenque, el primer pueblo libre de América. Hijo de Norberto y María, el número diez de la familia. Todos mis hermanos siempre bienpensaron la cocina, y la piensan bien. Pero yo siempre he querido expandir mi conocimiento y el de los palenqueros, y por eso soy el más pensador, el malpensante. Cuando se trata de cocinar, claro.

El guiño me pone en guardia. Estamos sentados en el patio interior de una casa colonial deshabitada y venida a menos en la Ciudad Amurallada. El portero nos dejó pasar hace unos minutos, luego de saludar a Víctor con naturalidad, haciéndome un ademán con la cabeza al ver la grabadora en mi mano, como si el hombre trajera periodistas con frecuencia. Somos los únicos en el caserón arruinado. Desde la garita suenan el ocasional eslogan de Olímpica Stereo en la voz de Mike Char y vallenatos con dedicatorias como la que Víctor acaba de hacerle a esta revista. Simarra es un hombre macizo y, aunque los vellos en su rostro tienen un color plateado, sus rasgos fuertes y la intensidad de su mirada le dan un ímpetu juvenil. Es un tipo imponente, muy erguido, con un aire de seriedad. Mientras habla, abre mucho sus ojos grises para hacer énfasis, estira los brazos para poner las manos nudosas sobre la mesa, apoyándose para estirarse hacia atrás y tomar distancia. Sin embargo, cuando me quedo mirando sus uñas, con un reflejo esconde sus manos bajo la mesa. Víctor me cuenta que antes de “Cocina palenquera para el mundo” (en palenquero se llama Kumina ri Palenge pa tó paraje) existió otro libro: Cocina cartagenera de veddá veddá. Ambos se dieron gracias a un proyecto de Transformemos, una fundación que alfabetizaba a miles de adultos.

–Al final se hicieron sonar bombos y platillos para que flameara la bandera –dice–. Nos preguntaron qué queríamos hacer para el grado, y a mí se me ocurrió hacer un libro de comida, cosa que a diario nos concierne, desde la secretaria hasta el vendedor ambulante y el lustrabotas. Les dije: “¿Por qué no hablamos sobre la cocina cartagenera, de veddá veddá?”. Terminamos seleccionadas 68 personas entre los que estaban siendo alfabetizados, y somos las que estamos en este libro. Eso fue en 2012. Luego fuimos a un certamen de cocina en París y nos trajimos un premio. Mi receta quedó en segundo lugar, detrás de la de unos chilenos.

El libro terminó en segundo lugar en el Gourmand World Cookbook Awards de ese año. Un año después, Transformemos volvería por el premio gordo con el de concina palenquera. Víctor saca los dos tomos delgados de pasta dura y los pone sobre la mesa. En ambos, Simarra figura como autor de la receta del arroz con bleo.

–Víctor lo que hizo con la receta fue rediseñar –dice Víctor, quien a veces habla de sí mismo en tercera persona–. Esa receta no es de Víctor sino de un colectivo de generaciones, y mi esposa y yo somos como misioneros, difusores. Yo le puse a la receta todo tipo de carne y hueso, pero al inicio de la bifurcación, cuando hubo visión para liberarse, esos hombres y mujeres africanos seguramente ya conocían la yerba con la que podían sobrevivir. Mira, es que cuando yo hiervo el bleo en leña por dos horas presiento que no necesita ni sal ni azúcar, ni carne ni hueso para comerlo con arroz. Lo siento más liviano, más generoso y natural. El bleo era lo más mediático en el momento de la rebelación para los hombres en los Montes de María. Y a medida que fueron ganando territorio se valían de eso para sobrevivir, de la manera más provechosa que pudieran.

“Bifurcación”, “mediático”, en ocasiones Simarra se equivoca al usar las palabras y en otras se las inventa; una erudición imitada fonéticamente, producto de casi toda una vida analfabeta. Su léxico es tan inexacto como lleno de prosodia. Cuando habla del momento de la “rebelación” se refiere a la rebelión de los cimarrones, con quienes, entre otras cosas, comparte la fonética de su apellido.

El antropólogo Marvin Harris concebía la historia de la humanidad como una lucha constante por proteínas y, para la tradición palenquera, el bleo es la piedra angular sobre la cual se construyó una dieta y se hizo posible la vida del pueblo liberto. La planta que se come en San Basilio hace parte de la familia Amaranthaceae, y Amaranto es un nombre tan extendido entre hombres negros como esa hierba en los Montes de María. Pero más común es su nombre castizo y español, “bledo”, famoso por aquella frase hacia el final de Lo que el viento se llevó, cuando Rhett Butler le dice a Scarlett O’Hara: “Frankly, my dear, I don’t give a damn” y que, en la mejor tradición ibérica, a los encargados del doblaje se les ocurrió traducir como “Francamente, querida, me importa un bledo”.

–Me importa un bleo –dice Víctor–. Mira, si tú te pones a hacer una anitología de las plantas, casi todas son verdes, pero tienen diferencias en la forma de sus hojas, de su tallo, y así mismo somos nosotros. Tenemos ojos casi en la misma posición, pero los tenemos con alguna razón social. Y los que más conocen las plantas son los campesinos. Sin ellos nadie hablaría de gastronomía, porque la universidad, en su punto más alto, no produce yuca, ni plátano, ni trigo, ni nada. Yo, si no entro a un mercado un sábado o un domingo, siento que “me se está quedando la vida”, como decía el difunto Diomedes. Llego a ver, a absorber, a ver a los hombres cargando los bultos de berenjenas.

En cuanto a su significado, para los españoles el bleo siempre ha sido sinónimo de insignificancia: su imagen está en el diccionario como representante de la nadería, una maleza humilde ausente en mercados donde proliferan incluso el diente de león y la ortiga, y que los agricultores solo se molestan en arrancar del suelo para evitar que sus raíces asfixien a otras plantas más queridas. Pero en San Basilio de Palenque es, en cambio, “la hierba que paró a Pambelé”, la que le dieron a Misael Pastrana Borrero cuando ordenó poner luz eléctrica en el pueblo y pavimentar la trocha que lo une con el resto del mundo; la maleza guisada que ayudó a los cimarrones a sobrevivir la escasez calórica en sus estacadas y que no se encuentra en Bogotá ni en Cartagena, donde nadie hace la tontería de comerciar con ella.

 

 *** 

En Palenque hay dos barrios: arriba y abajo. Según me dicen, en este pueblo de 3.000 personas esa división tiene como únicos fines prácticos poner distancia entre los adolescentes acalorados, hacer dos grupos de contrincantes para los encuentros de boxeo y que sus habitantes puedan, desde un punto cualquiera, ser capaces de decir “aquí” y “allá”. Quince periodistas, becados para escribir un reportaje in situ, nos reunimos en la Casa de la Cultura, donde un historiador local nos hace una introducción al lugar. Nos cuenta, por ejemplo, que tantos palenqueros se apellidan Cassiani gracias a un obispo conciliador y sinvergüenza que en 1714 intercedió en las negociaciones de paz entre los cimarrones y las autoridades coloniales de Cartagena. Como parte del arreglo, el cura pidió bautizar a todos los niños del pueblo, aprovechando de paso para ponerles su apellido, esquivar su voto de castidad y asegurarse una vasta descendencia postiza. Entre los descendientes de cartón de ese clérigo está el exponente principal de la música palenquera, quien lleva el apellido por duplicado: Rafael Cassiani Cassiani, la única persona en Palenque que, según me dicen, tiene matas de bleo en su patio.

Por extraño que suene, hoy en día en Palenque es más difícil encontrar esa planta que a cualquier persona. Para lo segundo, basta con andar un par de cuadras, voltear a la derecha y preguntar: “Disculpe, ¿esta es la casa de perencejo?”, para que alguien, apoyado en el pórtico, conteste “sí, cómo no” o diga en cambio “no, dos cuadras abajo. A la izquierda”. Por las calles de tierra pisada merodean con libertad cerdos y caballos y, como en tantos pueblos del trópico, la gente se sienta alternativamente bajo los aleros de las casas para coger fresco y mirar lo poco que pasa en la calle, o en la penumbra de las salas, donde en cambio ven televisión.

La casa de Rafael Cassiani Cassiani está al otro lado de un solar en el que hay una cancha de futbol, apenas delimitada por dos porterías. A un costado hay dos grandes árboles, y debajo de ellos dos niños ignoran los arcos sin redes, turnándose para patear un balón hacia arriba y así atorarlo en las ramas. Emprender la misión de bajarlo podría hacer la tarde más emocionante. Como muchas en Palenque, la casa de Rafael no tiene puerta y se puede entrar en ella simplemente pasando el umbral. Cuando me asomo, la claridad del mediodía provoca un fundido a negro en el interior. Una mujer que ha dejado de barrer me mira; en las paredes una miríada de óleos, impresiones digitales, fotografías, carteles y panfletos retrata con insistencia al dueño de casa, el maestro fundador del Sexteto Tabalá. Rafael está en el patio, apoltronado en su silla. Sobre su pecho desnudo, tiene un collar anaranjado del que cuelga una medalla de oro, y a su lado hay una pila de CD sobre una silla rímax. El viejo resabiado debe haber oído de la masiva llegada de periodistas al pueblo, y como se sabe un personaje tiene preparados la imagen para la foto y el surtido a la venta. Pero a mí no me interesa su maestría musical, sino sus dotes de horticultor. Le cuento a Rafael la razón de mi visita, y parece sorprendido de que busque una humilde matica en lugar de buscarlo a él. Pero el desconcierto se le pasa rápido.

–Compadre, venga y le muestro lo que quedó del bleo.

Vamos hasta la valla trasera, luego de ese “lo que quedó” ominoso. Allí, Rafael se agacha con dificultad y agarra una planta muy pequeña, de rasgos tan indistinguibles como los de un bebé recién nacido.

–El otro día, unos pelaos andaban molestando las matas que tenía y me las mataron. Solo quedó esta.

Luego alza la mano metro y medio y dice que crece hasta esa altura, que las mujeres lo preparan con arroz, pero no la suya porque ella no es de aquí, sino de Barranquilla.

Cassiani Cassiani nota que me quedo viendo su medalla.

–¡Ah! Es que yo soy músico...

–Yo sé maestro. Usted es del Sexteto Tabalá.

El viejo sonríe, dignificado luego del sinsabor de hace poco.

–El fundador y director. Me la dieron los congresistas en una presentación que hice en el Hotel American Golf de Barranquilla. Es la Orden del Congreso de Colombia. Eso fue en 2010 y desde eso la llevo establemente. Bueno, más bien aquí, porque en Barranquilla y Cartagena es peligroso, me la pueden jalar, tú sabes.

Una vez reconocido, Rafael Cassiani Cassiani no se puede resistir y aprovecha para desplegar su talento y tocar la marimba, que fue a buscar al interior de la casa. Yo lo escucho maravillado, y una vez termina le pregunto si él también participó en el libro Kumina ri Palenge pa tó paraje.

–Yo no, pero compuse la canción que llevaron a China. “La puncherita”. Por eso fue que se ganaron el premio ese de cocina. Mira, la canción la tengo grabada aquí.

Rafael toma uno de los cd y me lo pasa. En la contratapa del álbum me topo con una pista que dice “Intro de Víctor Cimarra”. Así, con C.

–¿Son amigos con Víctor Simarra?

Rafael suelta una risita amortiguada por encías donde faltan algunos dientes. La primera risa cómoda que le escucho.

–¡Ese es sobrino mío! –dice y señala el infantil tallo de bleo–. La última vez que vino trajo una mata. Esa fue la que empezaron a agarrar y joder esos pelaos hasta que la mataron. Pero de esa nació la pequeña que ves ahí. Por aquí no vas a encontrar más nada pero en el monte la hay en cualquier parte. Es bien silvestre.

Le agradezco y me levanto, pero noto que el viejo está esperando algo e intuyo lo que es.

–Me gustaría llevarme el disco, maestro. ¿Cuánto cuesta?

 

***

En su obra de 1611, Tesoro de la lengua castellana o española, Sebastián de Covarrubias dice que los bleos “son de suyo desabridos, si no los guisan con aceite, agua, sal y vinagre y especias”. En Cartagena, Víctor no pudo prepararme el arroz con bleo, pero recomienda probarlo en Palenque, en el Restaurante de Juana. Ese es el inequívoco nombre del único restaurante del pueblo, como el inequívoco nombre de su propietaria. Yo la llamé unos días antes para asegurarme de encontrar una provisión de bleo. Ella iba a cocinar el almuerzo de bienvenida para la cohorte de periodistas con la que ando, y aprovechó para incluir en mi menú una ración de bleo con carne.

Juana Cassiani es tan discreta como Víctor hablador, otra pariente ficticia de aquel cura lúbrico. Es una mujer delgada y fibrosa, con una sonrisa amable, mezcla de cortesía y fastidio por mi presencia. Su cocina queda en la parte trasera de una casa de cemento. Mientras hablamos, a nuestro alrededor se escucha la estática de los pescados friéndose, y sobre esta planean las vocales alargadas de Juana.

En el pasado el bleo era un matambre vegetal; su textura viscosa servía para engañar al cuerpo prometiéndole aminoácidos donde no los había, pero hoy en día lleva toda clase de carnes. “Lo hago con pollo, cerdo, res”, dice Juana, haciendo un listado de sus platos, hablando de todos los años que lleva atendiendo a turistas, de lo natural que es su cocina. Le digo a Juana que no trabajo para una revista de aerolínea. Sus hijas adolescentes, ayudantes de cocina, van de aquí para allá, revoloteando alrededor de nosotros con una mezcla de curiosidad y recelo. Le pregunto por los otros ingredientes con que se guisa el bleo, por su preparación.

–Eso no se puede decir así como así –responde, con el tono indulgente de quien regaña a un niño pequeño–. Cada quien tiene su forma de prepararlo y tiene sus respectivos ingredientes. Yo uso todo lo que esté a mi alcance.

Insisto, pero ella asegura que si me lo revelara perdería a sus clientes.

–¿Crees que te voy a montar la competencia al lado? –digo con una sonrisa.

Juana también sonríe, levanta una cerca de dientes blancos entre el secreto y mis oídos. Una sonrisa todo menos risueña. Trato de cambiar el tema y le digo que fue Víctor quien me recomendó su bleo. Eso la anima un poco.

–Uuuuh, ese es una cotorra, un fanático de cocinar. Desde pelao era un rabioso en la cocina. No dejaba a la mamá preparar nada. Mientras el papá estaba en el monte, él hacía las comidas.

Le cuento que hace unos días, en Cartagena, le compré un ejemplar de “Cocina palenquera para el mundo”.

–Ah.

Juana carraspea.

–Hazme el favor, trae la manteca para acá pa poner el bleo –le dice a una de sus hijas–. Sí, ese libro, bueenoo, ahí tiene algo de mí. Pero no pude asistir al momento de la preparación de las comidas porque ese año estuve enferma y hospitalizada... Pero hay muchas recetas que yo les di.

Juana dice esto último con un tono diferente. Dubitativo.

–¿Como cuál? –pregunto.

–La del arroz con bleo.

–¿Es tu receta?

–Seee –dice, como quien no quiere la cosa, revelándome sin querer la razón de su suspicacia–. Estaba dando clases en la Escuela Taller de Cartagena a unas doce muchachas, y de ahí fueron sacando muchas de las recetas del libro. Pero yo no salgo presentando ninguna porque estaba incapacitada.

Juana destapa la olla y me dice que agarre una cucharita. Hoy el bleo tiene codillo de res y no lo ha hecho con arroz.

 

Probar un plato que se ha estado buscando por largo tiempo tiene sus cosas buenas y malas. La cocina sin recursos suele reunir lo mejor del ingenio con lo más sutil y elegante de la sensibilidad humana. Los mejores inventos gastronómicos se han dado en momentos en los que escaseaban los insumos. En contraste, las épocas de abundancia suelen ser groseras, con sus experiencias recargadas, capas de sabores y texturas que se superponen de forma indiscriminada, sin que en ellas ni siquiera alguien con la extrema sensibilidad de la princesa del cuento de Andersen pueda distinguir y saborear un chícharo.

El guiso de bleo es una cálida emulsión entre la grasa de la carne y los aceites de la hierba. El sabor a leña y un matiz almendrado se mezclan con el sabor de la res desmechada, el ajo, la cebolla y el tomate. El frescor herbal de la maleza, su leve amargor, cubren con una capa glutinosa el paladar. Por fin veo satisfecho el deseo de probarlo. Pero es como un amor platónico que se consuma. Era el Coyote que cazaba con urgencia al Correcaminos y ahora me daba cuenta de que su carne –debí sospecharlo– sabía a pollo.

Juana me mira con una sonrisa medio burlona. La cuchara de madera sigue cerca de mi barbilla y yo encorvado en la misma posición de hace dos minutos, con la postura de quien se va a llevar algo caliente a la boca. No me deja meter otra cucharada para confirmar mis impresiones. Tapa la olla y la aleja, diciéndome que espere un poco. Le pregunto si me puede mostrar la planta.

–Ahora no tengo maticas, se me secaron todas. Ese matamaleza que le echan a todo está dañando el resto de cultivos.

Le pregunto dónde puedo encontrar una planta.

–Escuché que donde Rafael Cassiani Cassiani estaban cortando el otro día. Si no, hable con “Paíto”, José Valdez Teherán. Él puede llevarlo al monte a buscarla.

Una muchacha se asoma a la cocina a través de una ventana, cargando una olla pequeña.

–¿Tú qué opinas del bleo de Juana? –le pregunto.

–No sé. Nunca lo he probado. Este es para mi tío.

Juana recibe la ollita y la llena del guiso de bleo. Me cuesta creer lo que dice la chica, así que le pregunto cómo es posible que no haya comido el plato más típico de Palenque.

–Yo me llamo Bleo. Sería como comerme a mí misma.


***

El plato más típico de Palenque es difícil de encontrar, quizás porque algo que comienza a ser típico deja de ser cotidiano. El historiador palenquero Alfonso Cassiani tiene una teoría interesante de por qué ocurrió eso: esnobismo y fantochería. “En Palenque, la gente come sentada en taburetes fuera de su casa, o en la mesa con las puertas y ventanas abiertas”, y a los que habían vivido fuera de Palenque les “daba la impresión de que quienes comían bleo no tenían pa comprar más nada”. Comenzó a mirarse por encima del hombro a quienes preparaban la hierba.

–La gente busacaba su carne, huevo o queso para que los otros no los vieran comer el arroz y el ñame vacíos y pensaran que era un problema económico –dice Alfonso–. Y el bleo pasó a ser relegado, ni siquiera como un plato especial, sino simplemente relegado. Como se consideraba una maleza lo iban eliminando en la limpieza de los lotes. Así también ha pasado en la costa con otras plantas que antes se usaron mucho y después empezaron a ser erradicadas, como el totumo y el matarratón.

Lo primero que me dice Alfonso Cassiani cuando le pregunto sobre el arroz con bleo es que “la absoluta autoridad del bleo en Palenque es Víctor Simarra”. Cuando le digo que ya hablé con él me pregunta:

–¿Y si te dijo algo? Porque él a veces no habla.

No noto ningún sarcasmo en su tono.

 

*** 

–Palenquera y palenquero que se respete cuando llega a San Basilio, su primera reacción es pedir arroz con bleo –dice Víctor–. Cuando empieza la lluvia uno intenta sembrar arroz natural. Ese arroz se corta entreleche, lo que se dice biche. Es bueno pa preparar arroz ahogao, pero no lo confundas con el risotto. Este es un arroz que alcanza a tener sabor y se le echa el guiso de bleo. El fenómeno es que tufea mucho, o sea, se expande el olor. Estamos comiendo aquí, pero los que están afuera saborean su perfumación. Y entonces esos vecinos se llegan, y vamos a estar acusados de explicación porque no queremos que ellos participen con nosotros. Entonces el que viene de al lado dice: “Ah, vecino, entonces ustedes están haciendo arroz ahogado con bleo y no me iban a dar... Nosotros queremos hacer parte”. Y uno le dice: “Hombe, tómate este poquitico”, y le pasas un poco envuelto en hojas de bijao. Entonces él se va por el pueblo transmitiendo la cosa: “¡Donde Víctor hicieron arroz subío con bleo!”. Esas personas se convierten en las que comienzan la cosa, las número uno. Durante el resto del año va a ir de boca en boca la cosa y usted pasará a tener el virreinato de la colectividad de los hombres y las mujeres que se quedan en el campo.

Víctor tiene una visión idílica de la región. Pese a su físico de hombre serio, erguido, cuajado y con canas, se comporta como un niño cuando representa diálogos. Modifica su expresión y cambia la voz para ajustarla a cada uno de los personajes, por ejemplo, haciéndola más aguda cuando interpreta mujeres.

–Hay un cantículo sobre el bleo –cuenta Víctor–. Había una señora llamada María, que estaba preparando un arroz cuando el marido iba de salida al campo. “María, yo estoy seguro que hoy cogí un venado en el lazo”. “¿Verdad, Juliancito?”. “Sí, María. Yo he cogido un venado. Y ahora que pase el arroyo te grito si tengo el venado en la mano o no lo tengo”. Y cuando él va pasando el arroyo, el arroyo se llena de agua, y él le grita: “María, bota el bleo que tengo un venado agarrado en el lazo”, y María le dice: “¿Cómo, Julián?”, “Que botes el bleo que tengo el venado agarrado”. Pero el venado empieza a corcovear, logra cortarle las manos y se va. Y él jocosamente dice: “María, recoge el bleo, que el venado se fue”. Y ella responde “Juliancito, ese bleo lo recogerá tu mamá, porque yo ya no lo puedo recoger más”.

 

*** 

El arroyo de la historia de Víctor es una larga liniecita de agua, ni ancha ni profunda. Luego de comer el arroz con bleo donde Juana, un fotógrafo y yo caminamos por la ribera con José Valdez Teherán, “Paíto”, buscando una muestra de la planta. A cierta distancia, una muchacha desnuda lava ropa en la corriente y se cubre con cierto disgusto cuando nos ve.

–¿Cuánto te cobró por el disco? –pregunta Paíto.

Le digo lo que le pagué a Rafael Cassiani Cassiani y él resopla suavemente.

–¿Me tumbó?

–Buee... –dice, y luego estira el brazo para señalar un lugar frente a nosotros–. Mira, la mata la podemos buscar por aquel lado, o en un pancoger que tengo yo más pa este otro lado. Estoy empezando un sembradío.

Paíto es uno de los percusionistas del Sexteto Tabalá, así que conoce bien a Rafael. Además, es un experimentado botánico. Mientras bordeamos el arroyo, señala a un lado y al otro haciendo un catálogo de plantas y usos. “Esa de allá se llama julio y sirve pa hacer emplastos. Esta de acá sirve para matar gusanos”. Luego de unos quince minutos de caminata, Paíto trepa una pequeña elevación, nos mira desde arriba con el sol a la espalda, y señala una pequeña planta a sus pies. A contraluz parece un buen augurio. El bleo es joven. Tiene unos sesenta centímetros de alto, flores blancas y un tronco suave y flexible. Paíto dice que ya se podría comer pero que es mejor dejarlo crecer un poco más. Recorro el tallo con los dedos mientras le sacan unas cuantas fotos. Luego arranco algunas hojas, delgadísimas, y emprendemos el camino de regreso.

Mientras caminamos de vuelta al pueblo, el calor de mis manos cocina las hojas, que se van marchitando con rapidez. Son solo un recordatio, una cantidad minúscula que de ninguna forma serviría para hacer un guiso sino para aplacar la curiosidad. Por la ribera, el fotógrafo le pide permiso a un viejo sentado bajo un árbol para tomarle una foto. El viejo asiente.

–Ese es tío de Víctor Simarra –dice Paíto.

Cuando nos disponemos a seguir, el tío de Simarra nos dice en palenquero algo así: “Pero déjenme algo...”. El fotógrafo, contrariado, mira a Paíto en busca de apoyo; este lo mira a su vez y luego al viejo. Paíto asiente con una sonrisa sosegada y tranquilizadora antes de decirle al viejo en español, para que nosotros entendamos:

–Tranquilo. Pásate más tarde por la Casa de la Cultura, que ellos van a dejar una botella.

En mis manos las hojas de bleo ya están marchitas. Atrás, con el dramático sol de las cuatro de la tarde, el fotógrafo retrata a un niño en el agua, a un hombre que pasa con su burro. 
***

–Yo cociné el arroz con bleo para Zimo cuando vino a Palenque.

Víctor se refiere a Andrew Zimmern, el chef y crítico gastronómico que en 2014 hizo un capítulo de su show Bizarre Foods America en Cartagena y San Basilio. En la Heroica, Zimmern visitó el mercado de Bazurto con la guía del prestigioso restaurantero, actor, torero y modelo nudista Juan del Mar. Zimmern estaba profundamente conmovido por el caimito, el lulo, el mondongo y el guiso de tollo, y aseguraba que bien podría pasar todo el día en Bazurto, lo que significa que (haciéndole honor al nombre de su show) Zimmern es un audaz a quien no le afecta el poderoso olor a descomposición y almizcle que reina en el mercado (y que se queda pegado a la ropa y al pelo por varios días); o que eso finge para que amerite ver su programa. En este, Zimmern le dice a Víctor, con la habitual arrogancia de un showman, que pasados seis meses de transmitido el episodio van a tener que agregarle veinte sillas a su restaurante en Palenque. Pero Simarra no tiene un restaurante en Palenque. Ni siquiera vive en el pueblo. Viajó a San Basilio expresamente para grabar el segmento del programa. Simarra se mudó a Cartagena en 1997, y vive ahí desde entonces. Ese año obtuvo, gracias a un conocido, un cargo en la Secretaría de Planeación Departamental cuando aún no sabía leer. Ahí estuvo encargado por unos meses del banco de datos sin poder saber qué había en una carpeta y qué en otra, o siquiera qué nombre tenían las carpetas.

–Yo estaba en Palenque porque me habían anunciado que Zimo iba a ir, pero tener un restaurante es mi sueño. Cuando Zimo probó el bleo quedó confundido y me acusaba: “Tú le metiste espinaca a esto”. Y yo: “Andrew, busca, que ahí no hay espinaca”. Entonces me dijo, detrás de cámaras: “Caballero, en seis meses si vuelvo a Colombia necesito que tenga un restaurante. Esto no necesitas venderlo, ¡te lo van a arrancar de las manos!”.

Complacido, Víctor suelta una carcajada y revela un diente de oro. De hecho, el bleo es pariente de la espinaca, ambas plantas son amarantáceas junto con la acelga, así que Zimmern no erró el tiro por mucho. Seguimos en el caserón derruido y Víctor ha hablado por dos horas casi sin interrupción. Afuera suena la sirena de una ambulancia, pero él no se da por enterado, hipnotizado como está por el sonido de su propia voz. Ha sido suficiente tiempo como para reparar en que pronuncia la letra C como los españoles, para notar su oído musical y sus discursos aprendidos de memoria. El sopor de la tarde cartagenera hace que se me cierren los ojos. Le pido que hagamos una pausa y vayamos por un café.

–Yo conozco un restaurante aquí cerquita –dice Víctor.

En la calle su voz cambia, deja de ser el médium de mirada intensa, de discurso enajenado. Sin embargo, aunque su tono es otro, una vez que lo he sacado de su escenario, lo que dice sigue oscilando entre el lirismo inesperado y las ideas delirantes. Pero entonces su celular suena, contesta la llamada y su acento se vuelve neutro. Sus ásperas modulaciones y la prosodia melodiosa se diluyen en terminaciones más propias del altiplano. ¿Acaso Víctor ha estado jugando conmigo? Según me ha dicho, tiene experiencia como informante de antropólogos y etnolingüistas, y como tal, sabe ser fascinante. En las escasas tres cuadras que caminamos hasta llegar a la Calle de la Universidad y a un restaurante esquinero, el palenquero saluda a ocho personas. En el restaurante, como en estas cuadras, es un habitual. La mesera le sonríe y el dueño lo saluda con cierto desdén. Puede que Cartagena sea muy pequeña y todos lo conozcan, o que Víctor haya seguido una ruta que ya ha recorrido muchas veces pero con otros acompañantes. Él ordena un almuerzo y yo me entero de que no hay café. Resignado, prendo la grabadora y Víctor entiende eso como una señal para seguir su disertación, que ahora adquiere un extraño aire de negocios acompañado de miradas ladinas.

–Aquí en Bolívar hay institutos de cultura, como a lo ancho y largo de la nación. Pero si tú no vistes falda y andas lambiendo todos los días parece que no te mereces un “postre” cultural. Yo no me quejo de tener que lamber, pero, ¿a quién le tengo que lamber? Yo he ido en dos ocasiones al Ministerio de Cultura buscando un premio al mérito como gestor cultural en la modalidad de cocina. En la segunda me lo gané. Le hacen a uno el reconocimiento de una “toronja” como dicen. Una “mermelada”, por primera vez obtuve el reconocimiento de una “mermelada” en mi país.

Quedo perplejo por el desparpajo con el que Simarra habla de “mermeladas”, pero él es descarado o ingenuo, además de inmune a la ironía. Días después vería algo parecido, cuando el palenquero contó una interesante anécdota en un programa de televisión del Fondo Nacional del Ahorro. Cuando Víctor era niño, uno de los primeros antropólogos que penetró en Palenque servía de guía a turistas que querían conocer el pueblo. Carlos Patiño Rosselli llegaba con una bolsa de galletas que iba arrojando al piso, para que los visitantes pudieran tomarles fotos a los niños mientras estos se peleaban por levantarlas. Un día, Víctor le dijo: “Carlos, no sigas tirando las galletas al piso. Yo quiero ser un líder. Dame la bolsa, yo reparto las galletas entre los niños y les digo que se dejen tomar fotos”. La presentadora, bella y perpleja durante todo el segmento, tenía en la cara una gran sonrisa petrificada ante la declaración, pero su pecho parecía agitado por una respiración nerviosa.

–En Palenque las cosas eran diferentes en el 79, cuando yo empecé de informante –dice Víctor–. Aunque esa palabra no me gusta. Digamos, “fuente de información”. En esa época nadie quería hablar. Ahora si llegas por allá todo el mundo quiere hablar, al estilo “dame algo y yo te digo”. Todas las informaciones son vendidas y eso en parte está bien. Pero la gente adultera las cosas pa ganarse los pesos. Cuando le pagas a la gente para hacerle encuestas los resultados se van a adulterar. Yo agradezco lo que aprendí siendo informante. Aprendí a hablar con criterio y a tener dignidad, a sentir que somos dos amigos que estamos conversando.

Yo le agradezco a Víctor su altruismo. Hablar durante tanto tiempo le ha provocado una sed feroz: se ha tomado cuatro vasos de agua durante el almuerzo, uno tras otro, que el dueño, un paisa, rellena con una mirada hostil cada vez que Víctor alza el vaso. Cuando termina, Simarra se levanta y pide prestado el baño. Yo, mientras tanto, me quedo mirando el libro que le acabo de comprar, pero sin que Víctor me haya dado la receta de su boca, la del arroz con bleo original, el de esa maleza humilde que hoy en día es erradicada y no se halla en mercados donde proliferan todas las escarolas.

De regreso del baño, Víctor me pregunta si ya pagué su almuerzo.
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Bleo guisado con carne de res, como acompañamiento de un plato de pescado en el Restaurante de Juana, en Palenque. • ©Ricardo Maldonado

Si Gastón Acurio entronizó en sí mismo a la cocina peruana, Simarra ha hecho lo suyo con la gastronomía palenquera. Ambos son la encarnación de su producto, como el conde de Sandwich y su bocadillo homónimo o Jamie Oliver con sus exageradas cantidades de aceite de oliva extra virgen. No puedo dejar de notar que hay algo de transaccional en todas las relaciones que he tenido con palenqueros durante la búsqueda del bleo y que, como en tantos lugares en los que hay una doble obsesión por la identidad y el turismo, se ha creado una imagen pintoresca de cada hábito y tradición difícil de penetrar. Los palenqueros han hecho esfuerzos colectivos para que su comunidad gane reconocimiento en muchas áreas. Pero desde el principio de esta búsqueda, la presencia de Víctor ha estado en el subsuelo como la raíz del asunto. En Bogotá conocí la receta gracias a Kumina ri Palenge pa tó paraje, con la foto de Simarra alzando un pulgar al lado de las instrucciones. Cuando llegué a Cartagena, todos me condujeron a él, tal como le pasó a Andrew Zimmern. En Palenque, todo lo relacionado con el bleo tenía su marca, una figura al fondo, tan bonachona como omnipresente. Durante décadas, Víctor ha tenido suficiente pasión, habilidad y astucia como para transformar un humilde guiso de espinacas en un plato superestrella, ligarlo a una cultura, una etnia, un lugar y un idioma, y empacarlo todo en un sabroso envoltorio que ganó los susodichos premios internacionales de cocina, hasta llegar a ser reconocido por la Unesco en su listado de platos culturalmente significativos. Un plato que bien podría ser un arroz con habichuelas. Es como aquel arroyo que la idealización o el engaño autoinducido transforman en río. Puede que los palenqueros vinieran comiendo arroz con bleo desde siempre. Pero el arroz con bleo es pura invención de Víctor Simarra.

 

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Una vez afuera del local, caminamos de vuelta al caserón y Víctor me da la tarjeta del Restaurante de Juana en Palenque. Nos detenemos en una frutería donde evalúo los mangos y bananos.

–La cocina en Palenque no es fácil –dice–. Indígena o palenquero que esté hablando de cocina es que se ganó la opción de cocinar. Ya no está el pilón. No está el arroz pa cortar a puño, no está el arroz pa limpiarlo a machete, no está el arroz pa sembrarlo a puñadito, ya no hay ave que se coma el arroz, no hay persona que va a pajarear. Cuando era niño íbamos a hacer arroz por arroz. O sea, íbamos a cortar y pilar arroz y nos pagaban con el grano. Dejabas dieciocho libras y te llevabas dos pa tu casa. Luego íbamos a pescar al arroyo con anzuelo de alambre. Ibas acumulando todo en un calabazo y cuando tenías suficiente invitabas a tus amiguitos y cocinabas el arroz quebradito con pescao. También éramos muy conocedores de los bananos, como estos –Víctor señala las frutas que pienso llevarme–. Las manos de los seres humanos tienen cada una un flow. Hay personas que te pueden rayar doscientos cocos y el arroz queda sin sabor. Y hay quien te raya un coco y tienes tu razón social. Igual que con la salsa; hay personas que compran todos los ingredientes de la tienda pero hacen una salsa sin sol y sin luna. Creo que la mano le enseña a uno a conocer mucha cosa; la cáscara de los plátanos se divulga a decir: “Ya está apto para comer”, y en Palenque sabemos cuándo están verdes y cuándo maduros con solo tocarlos. Somos como los pájaros.

Víctor Simarra es un tipo especial de ave cantora, que divaga y se va por las ramas. Tiene una mezcla de exhibicionismo y timidez propia de esos especímenes que se esconden entre el follaje pero que hacen música para ser oídos.

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.