Tac, Tap, Tac, Mad Women

(Basado en el episodio ''Signal 30'' de Mad Men)

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POR Nicolás Rodríguez Sanabria

Enero 27 2021

© Park Dale

 

1

Ciudad

Enclavado en medio de Manhattan, el apartamento de Rebecca y Lane Pryce resulta ser una diminuta isla británica a diecisiete pisos de altura. ¿Los muebles?, ¿la vajilla?, ¿los cuadros?, no es fácil precisar a qué se debe; lo cierto es que todo el que entra siente que en cualquier momento va a llover. Aun así Rebecca se niega a llamarlo hogar. A pesar del empeño por reproducir el apartamento que tienen en Londres, Rebecca sigue tropezando de vez en cuando con el brazo de un sillón o la esquina de una mesita, busca las tazas donde guarda las teteras y las teteras donde guarda la cristalería, y le hacen falta justo el abrigo marfil y los Mary Jane crema que no tuvieron espacio en la valija, ahora nada hará juego con las perlas. Perlas para qué si los americanos no sabrían apreciarlas. Perlas para qué si casi nunca salimos. Perlas, por fin, para salir este día: es el 30 de julio de 1966 y los ingleses se enfrentan a la Alemania Federal por la Copa Mundial en casa.

En un par de horas el fútbol dejará de ser fútbol y Alemania caerá derrotada. Los Pryce estarán cantando “God Save the Queen” a bloody pulmón en el pub de la Octava Avenida junto a los Baker y un puñado más de ingleses que jamás creyeron poder ganar en el juego que habían inventado. En realidad a Rebecca Pryce poco le importa el fútbol, lo mismo que a su esposo, Lane. Pero ha decidido que si no es posible construir una pequeña Inglaterra en su apartamento, más le valdría hacerlo por fuera. Esa tarde, por fin, izará bandera. Al almuerzo, entre gravy y pudding, Edwin Baker revelará ser representante de Jaguar Cars, el cliente ideal para SCDP, la empresa donde Lane es contador: seguro que entre gentlemen se logran entender. Annette Baker, por su lado, estará ocupada elogiando el conjunto de Rebecca: qué perlas, qué tacones divinos, qué bordado exquisito el del abrigo. Qué día, qué partido, God save the Queen.

Pero está dicho que se trata de un apartamento inglés: por ahora no hay movimiento ni rastro de emoción. Rebecca, con las perlas ocultas entre el abrigo, mira y remira y duda de sus tacones Siena. Lane, todavía con el albornoz abotonado, sale del cuarto y camina con tanta reserva que el piso apenas se entera de sus pasos. No hay manera de que su esposa lo note: ella está en Londres, él en Manhattan. Ella ama a su patria y todo lo que haya en ella. Ama el fútbol aunque poco le importe y ama a los Baker aunque poco los conozca. Lane lo sabe bien y se acerca al mueble bar para rellenar su copa, a lo mejor la ginebra lo hace suficientemente inglés. Rebecca sigue inmóvil: una figura digna de Tussauds. Por un momento la única cosa que parece estar viva es el reloj de péndulo que va y viene tac, tac, tac. Tac.

                                                                Tap

                                                                                Tap.

Campo                                                                  Tap,       tap, tap: el goteo arrulla a Trudy Campbell. ¿Para qué, si no para vivir en silencio, vinieron a vivir al campo? En Manhattan no había cómo escuchar las gotas de un fregadero estropeado. Tan pocas cosas se escuchaban en la ciudad que Trudy, coronando su octavo mes de embarazo, se había convencido de que le sería imposible escuchar a su pequeña Tammy cuando naciera. No fue fácil convencer a su esposo:

–No seas ridícula –había dicho Pete–. Yo crecí aquí y mi madre siempre pudo escucharme.

En vez de malgastar en discusiones la poca energía que el embarazo le dejaba, Trudy se propuso ignorar a su esposo y cualquier otro ruido en el apartamento. Cuando Pete llegaba de la oficina no lo recibía, cuando la llamaba desde el estudio no respondía. “No te escuché, cariño, lo siento”. El teléfono sonaba hasta hartarse, nadie le abría la puerta a los mensajeros y los fines de semana Trudy ponía el televisor tan alto como podía para luego decirle a su esposo:

–Cariño, algo le pasa al televisor, no sé por qué no está sonando.

Para cuando Tammy nació, los Campbell ya estaban instalados en el suburbio de Cos Cob, en una casa con porche y jardines. Ahora Trudy alcanza a escuchar cada movimiento de su hija en la cuna, cada grillo entre la hierba, cada gota del fregadero. Escucha a su esposo pensar junto a ella pero no alcanza a escuchar lo que piensa.

Es fácil adivinarlo: Pete Campbell piensa en la adolescente Jenny Gunther. Desde que Jenny se le acercó, desde que Pete le habló, ambos supieron que él pensaría en ella. La pregunta, más bien, era: ¿pensaría Jenny Gunther en Pete Campbell? Jenny se lo preguntó al instante y no supo responder. ¿Por qué habría de pensar una colegiala de último año en un hombre de maletín y corbata? Si fuera un artista, pensó Jenny, un poeta, un cantante, un hombre que llevara una vida difícil, que no aprendiera a conducir, que cruzara el mundo en autoestop. Pero Pete estaba allí con ella, todos los días a las seis en Greenwich High School, tomando lecciones de teoría para conducir. Sus amigas decían: un hombre encorbatado es un bostezo garantizado.

Claro que Trudy no tiene forma de adivinarlo. Duerme siempre con los rulos puestos y un brazo sobre el pecho de su esposo. Ya está por caer dormida cuando Pete se levanta de la cama:

–Voy a arreglar el maldito fregadero.

A Trudy la adormece el campo. Le gusta ver sin ver, sentir que es una con las cosas, con su hija. Ser cada uno de los escalones por los que baja su esposo y la caja de herramientas que toma del garaje. Ser la casa entera. Esto a Pete no podría ocurrírsele. A él le basta con ser el hombre de la casa, ajustar tubos y tuercas, arreglar el fregadero. Pete abre y cierra la llave y no cae gota alguna, entonces piensa: sí, Jenny Gunther está pensando en Pete Campbell.

 

2

Día

A diecisiete pisos de altura Rebecca Pryce otea las calles neoyorquinas y no advierte rastro alguno del triunfo inglés. En la cama todavía duerme su esposo, bocarriba y apacible como un muerto; en la sala el péndulo cuenta el tiempo. Nada alrededor ha cambiado, es un domingo como el domingo anterior. Abajo el tráfico es el mismo error terrible de siempre: los que van, por la derecha; los que vienen, por la izquierda. Dentro de Rebecca algo empieza a desajustarse, a parecerse a las calles aviesas de Manhattan: hay tan poca felicidad en su interior por la victoria de Inglaterra como la hay afuera. Rebecca se avergüenza y bajo sus pies la isla británica de su apartamento tambalea. ¿No debería ser más bien ella, como todos sus coterráneos, una isla inglesa? Por poco que le importe el fútbol no hay excusa para dejar atrás tan pronto la victoria, sería como leer en la prensa el obituario de un compatriota y no sentir siquiera una pequeña derrota.

Tanto tiempo entre los rascacielos de Manhattan viene resquebrajando a Rebecca, ya casi no es inglesa. Se le ha caído un pedazo de Londres como se le pudiera haber caído una letra del nombre, un pedazo donde guardaba la felicidad patriótica y quizás algo más: tal vez su olor (¡el terrier escocés de su madre no la reconocerá!), tal vez su precisión (¡demorará el doble en maquillarse!), tal vez su sentido moral (¡será tan descuidada como los americanos!). Rebeca mira a su esposo y se pregunta qué habrá perdido él; él que todavía se pierde en la ciudad y no pide indicaciones, él que cuando pierde estrecha la mano, él que pierde a menudo las cosas, que olvida dónde dejó sus lentes o las llaves de la casa y no lo confiesa. La dignidad es lo único que Lane Pryce podría perder. Rebeca, sin tener cómo medirla, acerca la nariz a su esposo con cautela. Lane no ha perdido su olor.

Ella sabe, igual, que no es la única desmigajándose: ayer, en el pub, creyó ver el pintalabios desigual en los labios de Annette Baker y los ojos desviados de su no tan gentleman esposo Edwin, cuando la camarera los atendía. Sí, seguro que los Baker amanecen ahora mismo en este mismo domingo infeliz, un domingo insípido sabor a café y no a té, un domingo con desayuno a medias. Rebeca no puede permitirse vivir un domingo así, más le vale resguardarse en el pub de la Octava Avenida y buscar allí el pedazo perdido, estar allí hasta que vuelva a sentir en sus entrañas la victoria suya, la victoria de Inglaterra.

Rebeca no le dice a dónde va, pero Lane lee de inmediato la urgencia en los ojos de su esposa, la misma con la que había aterrizado en Nueva York tres años atrás, como si hubiera dejado la estufa encendida en el apartamento de Londres.

–Es temporal –le había dicho él aquella vez.

Lane se toma su tiempo para salir de la cama. Piensa en que debe ganarse la confianza de Edwin Baker, convencerlo de que a Jaguar Cars le conviene hacer negocios con SCDP. Piensa en llamar a sus socios para darles la buena nueva, para demostrarles que es más que un contador extranjero. Piensa en llegar una noche al apartamento montado en un Jaguar flamante, en un retazo de Inglaterra para Rebeca.

Noche

Hace tanto silencio que desde la cocina Trudy Campbell logra distinguir a su esposo antes de que entre a casa. Sus oídos despiertos saben que el agua está a punto de hervir en la olla, que arriba Tammy duerme profunda en la cuna, que afuera un taxi estaciona, una puerta se abre y los zapatos de su esposo aterrizan sobre la grava; puede incluso dilucidar que Pete lleva sus Derby negros y, todavía más, que viene de mal humor. Es lo usual desde que asiste a las clases de conducción. Trudy no se lo reprocha, sabe que su esposo nació y creció en la ciudad y jamás imaginó tener que aprender a conducir. Pete se habría conformado con tomar el tren todos los días, pero, ¿cómo iba a vivir Trudy en medio del campo sin ningún conductor en la casa? No podían depender de los vecinos en caso de emergencia, mucho menos de una ambulancia: para llegar a esa casa era necesario un mapa.

Los pasos desganados y dispares de Pete, sin embargo, no son los usuales. Trudy adivina: será el trabajo, algo tendrá que ver con la llamada que recibió esta mañana. Pete no había dicho nada al respecto en todo el día pero ella ya puede imaginarlo: alguien habrá pasado por encima de él o alguien a quien quiere pisotear sigue en pie. Así es siempre. Y es que a Trudy su esposo no la sorprende, desde la primera cita supo qué tipo de hombre era Pete Campbell y le agradó saberlo. No es que le hubiera agradado el tipo de hombre que era Pete –ni se detuvo a pensarlo–, lo único que le importó fue poder precisar con quién estaba lidiando para anticipar cada movimiento. Esa noche será otra noche sin sorpresas para Trudy Campbell.

Cuando Pete entra a la casa, Trudy ya está allí para recibirlo. La cena está lista y se sientan a comer en silencio, Trudy sabe que con eso basta para que Pete empiece a quejarse. Pete empieza a quejarse y sí, es el trabajo; sí, tiene que ver con la llamada de esa mañana; sí, alguien pasó por encima de él. Trudy maniobra cada una de las quejas de su esposo sin siquiera poner atención, escucha a medias algo sobre Jaguar Cars, algo sobre el inútil de Lane, algo sobre ese es MI trabajo, que SCDP estaría mejor sin él.

Pete tampoco presta mucha atención a lo que él mismo dice, en realidad no está en el comedor de su casa, está en el salón de Greenwich High School con Jenny Gunther. A su lado el proyector traquetea y en la pantalla un auto se estrella, luego otro, luego otro. Pete suelta una risotada para que Jenny la alcance a oír; no hay nada en el metal achicharrado ni en la sangre ni en las extremidades de goma y el hueso al aire que pueda asustarlo. Jenny se estremece. Pobre chica, tan joven, tan vulnerable. Ya vuelvo, dice ella. Irá al baño a refrescarse o tal vez por un vaso de agua, pero Pete la ve sentarse en la otra esquina junto a un estudiante nuevo, joven, de camisa abierta y pecho amplio. En la pantalla otro auto se estrella. En la esquina Jenny y pecho-amplio ríen. En casa el ruido de los platos que Trudy suelta en el fregadero lo estremece.

               

3

Afuera

A nadie debería sorprender, Rebeca ya lo veía venir desde hace unas semanas: Edwin Baker ha perdido su sentido moral. Su esposa Annette lo había encontrado esa mañana sobre el inodoro con una resaca impropia de un gentleman, oliendo a perfume barato, con tanto pintalabios en su cuerpo que alcanzaba para un nuevo lápiz labial y, para colmo, enredada en el vello de su pubis había goma de mascar. La noche anterior Edwin había salido a una cita de negocios con los socios de SCDP y Annette no lograba entender: ¿con qué tipo de empresas hace negocios su esposo?, ¿qué clase de gente trabaja allí?, que se olviden, le había dicho Annette Baker a Rebeca Pryce, que se olviden de Jaguar Cars; los Baker volverían a Inglaterra y no regresarían jamás.

Rebeca va de local en local, se resguarda del sol y la vergüenza en las tiendas de la Madison Avenue y piensa en su reacción ante las acusaciones veladas de Annette. No hubo un solo momento en que Rebeca hubiera dudado de su esposo: Lane Pryce es incapaz de involucrarse en una cosa así; por mucho que intente desalojar a Inglaterra y por mucho que disfrute rendir su isla a la potestad americana, su dignidad inamovible siempre le impediría ser alguien que no es. Por eso mismo, piensa Rebeca, jamás habrá riesgo alguno que pueda espantar a Lane de vuelta a Gran Bretaña.

Rebeca sale de las tiendas con las manos vacías: no es fácil encontrar un pedazo de Londres entre el verano de Manhattan. Tanto ha buscado que empieza a pensar en su patria como un objeto perdido, de pronto un bibelot, algo como una pequeña esfera de cristal que aloje a Gran Bretaña en su interior y en vez de nieve suelte lluvia al sacudirla. Algo como eso pero no eso. Rebeca imagina que se trata de algo que se pueda tocar con las manos sin poder agarrarlo, algo como el pliegue de una falda o la mancha en un mantel. Ni siquiera. Más bien un sello. No el sello como tal, ni la almohadilla ni la tinta ni el papel, sino la estampa. La estampa en un pasaporte, por ejemplo.

 

Adentro

Esa noche Lane volverá a un apartamento vacío. No hará falta la carta que ponga: “Volví a Londres”; un armario vacío es prueba suficiente. Al borde de una cama para entonces demasiado grande, con medio vaso de ginebra en la mano y los nudillos inflamados y violáceos, Lane pensará en ese momento y no sentirá ninguna satisfacción. Tampoco la siente ahora: cada puño que planta sobre el rostro de Pete Campbell es como un puño al aire. Lo único que consigue Lane es reprocharse a sí mismo con cada golpe, se reprocha no haber podido cerrar el trato con Edwin Baker por sí solo, haber dejado el negocio con Jaguar Cars en manos de Pete, unas manos que ahora hacen lo imposible por defenderse en medio de una sala de juntas, frente a los otros socios de SCDP. No es la primera vez que Pete lo llama inútil, tampoco era la primera vez que Pete intentaba cerrar un negocio en un burdel; no era claro para Lane por qué arremetía con tanta fuerza contra él, pero siguió haciéndolo un rato más.

*

A las seis en punto, en el salón de siempre, en Greenwich High School, el instructor apaga las luces y enciende el proyector: más accidentes de tránsito. Jenny Gunther está en una esquina con su hombre sin corbata; ni siquiera sabe su nombre porque no es importante, lo importante es la mano amplia sobre su muslo izquierdo, una mano grande y caliente. Todos se concentran en la proyección de la película, nadie tiene por qué mirar a la esquina del fondo. Jenny cierra los ojos y le da la sensación de tener una araña enorme encima, una araña que sube por la pierna y se esconde bajo su falda.

Pete Campbell reconoce en la pantalla rostros como el suyo: hinchados, verdes y morados. Con cada auto que se estrella recuerda uno a uno los puños de Lane Pryce y aun así no quita los ojos de la pantalla: de la esquina le llega un ruido que prefiere ignorar. Pete se concentra en lo que dice el narrador, en cada una de las estadísticas y cada una de las advertencias. El proyector traquetea y lo distrae: tac-tac-tac-tac-tac-tac-tap.

*

Trudy Campbell se toma unos minutos para intentar convencerse de que esta no es su casa, de que caminó una cuadra de más, de que le faltaron dos; viene con su hija llorando y a lo mejor, por estar arrullándola, se descuidó. Se asoma un poco más y mira alrededor esperando ver a alguno de sus vecinos o un mueble ajeno, quizás un piano de cola, o un perro que le ladre por intrusa. Nada. Nada del vecino ni del piano ni del perro pero tampoco de lo suyo: Trudy no consigue ver. Entonces Tammy, entre sus brazos, sin necesidad de más arrullos, decide hacer silencio como para darle espacio para observar. 

Esta casa inundada es, en efecto, su casa. Y no necesita entrar y ver, no necesita del veredicto de un plomero, Trudy Campbell sabe más que bien de dónde viene el agua. Trudy entra a la casa y no siente el agua en los tobillos, camina a la cocina y carga a su hija con fuerza contra el pecho. Sí, Pete tuvo que haber atascado la tubería para detener la fuga del fregadero. Pero eso no importa. No Pete. Importa ella y su falta de oído: ¿no debería haberlo sabido?, ¿no debió haber oído el agua acumularse e hinchar la tubería? ¿Es que acaso ni siquiera aquí en el campo hay suficiente silencio?

 

ACERCA DEL AUTOR


Nicolás Rodríguez Sanabria

Economista y escritor. Ha colaborado con medios como Cartel Urbano y Bacánika, y escribe con regularidad para El Malpensante. Acaba de terminar la maestría en escritura creativa de la Universidad de Texas.