Un cuento de hadas chileno

La casa lobo, de Cristóbal León y Joaquín Cociña, fue presentada el pasado mes de marzo en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, FICCI. La aterradora y preciosista película animada en stop-motion combina varias historias. Algunas ficticias, como los cuentos de hadas de “Los tres cerditos” y “Ricitos de Oro y los tres osos”; otras reales y más perturbadoras, como la de una colonia alemana al sur de Chile, dirigida por un predicador secular conectado con la dictadura de Pinochet y sindicado de pederastia.

POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021

Fotogramas de la película con tres de sus protagonistas: Ana, María y Pedro.

Cristóbal León corre con la mala suerte de tener que explicar su película una y otra vez. En esta ocasión lo hace en Bogotá ante un público fascinado que se queda a hablar con el director chileno una vez terminada la proyección de La casa lobo en la Cinemateca Distrital. “Me siento un poco incómodo –le responde al muchacho de pelo largo y chaqueta militar que le acaba de preguntar cuál es el significado del filme– teniendo que interpretar algo que acaban de ver”.

En su tono no hay pedantería sino timidez y desconcierto. Hace una semana le pasó lo mismo en Cartagena, donde se proyectó La casa lobo –que codirige con Joaquín Cociña– como parte de la programación del FICCI. David Lynch lo dijo alguna vez, luego de que le pidieran participar en un conversatorio tras la proyección de una de sus películas: “La película es la conversación”.

A los hermanos Grimm los hubiera atrapado esta historia: María, una niña oriunda de una colonia alemana al sur de Chile, huye de los adultos que la castigaron por haber dejado escapar tres cerdos de la porqueriza. Con hambre y sed, llega a una casa abandonada en medio del bosque, buscando resguardo del lobo que habita los alrededores. En la cabaña encuentra a dos de los cerdos de la discordia y, en medio de los cuidados que les procura y por no tener nadie más con quien hablar, traba con ellos una dulce relación maternal que va tomando matices siniestros. Mientras tanto, el lobo acecha tras las paredes domésticas.

Pronto uno descubre que las referencias al folclor europeo son alegorías, símbolos afortunados de hechos concretos –tal cual alguna vez fueron los cuentos de hadas primitivos–. La comunidad alemana de la que María escapa existió y aún existe: se trata de la Colonia Dignidad, un enclave rural en la provincia de Linares, fundado por Paul Schäfer hace más de medio siglo. La película comienza en plan de falso documental, auspiciado por el gobierno de ese país, en el que Schäfer supuestamente intenta hacer un acercamiento a la vida cotidiana de su experimento social. Pero rápidamente se convierte en un thriller de horror psicológico en stop-motion que tal vez hubiera espantado incluso a los hermanos Grimm.

Entre el público de la sala se alzan las manos y vienen más preguntas para un asombrado León, que pensaba que la Colonia Dignidad y su infame Paul Schäfer eran bien conocidos más allá de algunos vergonzosos anales diplomáticos de Chile y Alemania. Entonces Cristóbal cruza los brazos, se toma los codos y suelta una explicación sobre el referente real de su película, que va más o menos así:

La colonia fue fundada por una suerte de secta bautista a principios de la década de 1960. El tal Schäfer era un predicador secular que, luego de ser repetidamente acusado de pederastia en Alemania, convenció a unos trescientos miembros de su séquito para que huyeran con él a un lugar mejor, libre de injustas persecuciones. Algunos comentaristas aseguran, además, que Schäfer hizo parte de las Juventudes Hitlerianas antes de pertenecer al cuerpo médico de la Wehrmacht nazi, en la que alcanzó el rango de cabo. Como sea, una vez en Chile, él y sus compañeros se hicieron con una buena extensión de tierra, construyeron los servicios y edificaciones necesarios para la vida comunitaria –como una especie de abadía medieval con tecnología de punta, más que como una comuna hippie– y se dedicaron a construir buenas relaciones con sus nuevos paisanos australes. Eso incluyó, tras el golpe de Pinochet, albergar una sede para interrogatorios, torturas y asesinatos de disidentes del gobierno, así como algunas fosas comunes. Los atroces testimonios de aquella colaboración son muchos. Lo cierto es que si Schäfer era un activo propagador del fascismo en Chile, no era hipócrita con su propia gente, a la que mantenía vigilada con un estilo parecido al de la antigua República Democrática Alemana. “Era una especie de dios”, dice Cristóbal. “Podía saber permanentemente lo que todos pensaban gracias a un sinnúmero de cámaras de video y un sistema de acusaciones parecido al de Alemania del este. Todos se espiaban entre ellos, así que Schäfer lograba saber lo que cada quien hacía a sus espaldas. Efectivamente era un ser omnisciente. Por eso en la película sus ojos traspasan las paredes, invadiendo la conciencia de María, que es esta casa...”.

Cristóbal se refiere a la casa donde transcurre la historia. La acción se desarrolla en un sinnúmero de habitaciones en las que conviven y se esconden María, Pedro y Ana. Estos dos últimos son los lechones, que se transforman en niños: primero torpes y pelinegros –según la visión racista que los habitantes de la colonia tienen de los chilenos–, luego rubios y gráciles, como alemanes, una vez María los ha educado.

 

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Antes que un largometraje perverso, La casa lobo fue un corto perverso, que hizo parte de un trío de historias que Cristóbal y Joaquín desarrollaron junto a Niles Atallah, su otro socio en la productora Diluvio. “No podíamos sacárnosla de la cabeza. Hacer el largo fue una catarsis”, dice Cristóbal.

Uno podría hacer un paralelo entre los realizadores y su compatriota Roberto Bolaño, quien también decidió extender uno de los cuentos de su Literatura nazi en América para volverlo esa entretenida novelita e inquietante manifiesto sobre arte y ética que es Estrella distante. Cuando se lo digo a Cristóbal, responde: “Qué divertido que la menciones. De hecho, pensábamos hacer una adaptación, pero nos acabamos de enterar que ya vendieron los derechos”. En ambas obras de Bolaño, el cuento y la novela, un joven piloto y poeta de apellido germano escribe en el cielo, con una máquina de humo, versos alusivos a la comunión nacional en la muerte, purificadora y deseable; luego, en un departamento, exhibe fotografías tomadas a cientos de prisioneros torturados –por él mismo, según sugiere el narrador– en tiempos de la dictadura. Ese triángulo amoroso entre el régimen de Pinochet, los nazis alemanes refugiados en Chile y los fascistas de cepa local también se asoma en La casa lobo. Hay un tufo de eugenesia en la germanofilia chilena, que los directores representan a través de lo que parece un relato para niños echado a perder. “La presencia de los cerdos en la película nace de que los tipos de la colonia llamaban Schweine a los chilenos, es decir “cerdos” en alemán. Entonces pensamos en tomárnoslo literalmente. Así construimos otros elementos de cuentos de hadas, haciendo referencia a ‘Los tres cerditos’ ”.

Como tantos otros lugares que sufren transformaciones desconcertantes, Cristóbal describe la Colonia Dignidad (que en la actualidad se llama Villa Baviera) como una “especie de resort en donde antes había un centro de tortura. Yo fui por motivos de investigación: ahí grabé el sonido de los cerdos que usamos en la película”.

El tema animal es esencial en estas alegorías. Schäfer significa “pastor” en alemán y, como perro bravo que era en realidad, se dedicó a evitar que sus ovejas se descarriaran o salieran de los vigilados límites de su comarca, mientras que también se comía a una que otra. “No le dimos al lobo un aspecto físico. Cuando se come a alguien en la película, su víctima se vuelve un árbol. Es alusivo, una forma indirecta de presentar la violencia del personaje y de mantenerlo sin cuerpo. Su voz y su mirada son omnipresentes, pero él no tiene carne”. Así, su presencia permanece gracias al excelente manejo del sonido –otra de las virtudes de La casa lobo– y a la sobrecogedora voz del intérprete, por momentos cálida, pero siempre temible y sugestiva: un maltratador ideal. El espectador siente que el lobo no solo se ha colado en la cabeza de María sino en la suya.

Como en un buen cuento de hadas a la antigua, los directores se apropiaron de todo lo que había alrededor, lo pasaron por un tamiz y crearon una adaptación que combina versiones folclóricas de “Risitos de Oro y los tres osos”, “Los tres cerditos” y “Caperucita Roja”. El lobo pregunta continuamente: “María, ¿de qué están hechas las paredes de tu casa?”, para tratar de derribar psicológicamente a la niña.

La intención de León y Cociña fue meterse en el cuerpo del falso documentalista que intentaban perfilar, una búsqueda ética en contravía. En lugar de hacer una película sobre el mal, quisieron recrear una pieza de propaganda que podría haber hecho alguien malvado –un Goebbels bucólico y más lúgubre–. “Fue como un juego de roles. Imaginamos que la película era un tipo de documental propagandístico hecho por el líder de la colonia”, dice Cristóbal. “De hecho, hay un gran archivo fílmico de esta secta que aún no se ha abierto al público. El experimento fue imaginar que esta película hacía parte de él. La secta producía ciertos materiales audiovisuales para difundir en el mundo exterior una versión idealizada de la colonia. Entonces, nosotros intentamos imaginarnos qué habría pasado si Schäfer hubiera sido un Walt Disney muy excéntrico. Bueno, aún más excéntrico que el propio Walt”.

Como en el caso del lobo, la actriz que interpreta la voz de María, narrando en off la historia, hombro a hombro con su perseguidor, no podría haber sido mejor escogida. Ambas voces combinan un acogedor español con tintes de acento alemán, con diálogos en ese otro idioma que a veces suenan ingenuos, a veces líricos u hostiles. En sus voces, el alemán adquiere una sonoridad tan poética como amenazadora, como el carácter vulgar de los mejores cuentos de hadas. La niña 

habla en permanentes susurros a unos cerdos que se van convirtiendo en niños y cuyas voces también interpreta, como quien habla consigo mismo para escapar de la soledad y la locura, pero que inevitablemente las atrae.

La película logra una rara amalgama de horror y belleza que hace imposible apartar la mirada y distraer la atención. Distribuye iguales dosis de placer estético y una historia entretenida que ahora causa serenidad y al minuto siguiente desasosiego.

 

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Volviendo a la Cinemateca, el público alude con sus preguntas a la obra del animador checo Jan Svankmajer, sobre todo a Fausto, a lo que Cristóbal León responde: “Puede que haya semejanzas, pero no intentamos reflejarlas. No tomamos como referencia la obra del checo, aunque los resultados se parezcan. De hecho, Joaquín y yo no venimos del cine propiamente, sino de las artes visuales. De cierta forma, la nuestra es una apuesta de ensayo y error, un proceso autodidacta”.

Pese a esa distancia del cine, o a consecuencia de ella, León y Cociña se impusieron un decálogo para hacer la película. Entre las reglas estaban patear ligeramente el trípode que sostenía la cámara para moverla entre cuadros –produciendo el efecto de una grabación con cámara en mano–, y la sabia decisión que genera la muy importante empatía con la protagonista: “María siempre es bella. No importa si se trata de una escultura de cinta o de un retrato en los muros. María siempre es bella”. Eso logra equilibrar el espanto dominante, incluyendo los mismísimos juegos de la niña prófuga que realizados por otro personaje serían amargos, pero en sus manos adquieren un cariz de magia blanca.

 

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Es claro que, como ellos lo reconocen, Cristóbal León y Joaquín Cociña son ante todo artistas visuales. “Con Joaquín creemos que los mejores dibujos y esculturas que hemos hecho están registrados en algunos de los fotogramas de la película, que en el fondo es una especie de cuento plástico. El desafío era conjugar eso con una narración coherente”. A mi parecer, lo lograron; la confirmación llegó a inicios de este año en la Berlinale, el Festival Internacional de Cine de Berlín, donde hicieron el estreno mundial de su película y se llevaron el premio de la categoría Forum, dedicada al cine experimental. Sus virtudes son claras: el guion es sencillo y efectivo, con un buen ritmo impuesto por la construcción y deconstrucción literal de la escenografía y los personajes. En eso hacen énfasis las manecillas de los muchos relojes que aparecen en el filme girando velozmente en reversa. El espectador tiene pocas opciones más que la contemplación del virtuosismo artesanal y el trabajo de seis años que se hacen explícitos en esta “historia de los materiales” –como la llama Cristóbal–. La casa lobo recuerda otra producción animada monumental y terrorífica de otro director checo cuyo trabajo Cristóbal tampoco reconoce como una influencia: Una noche en una ciudad de Jan Balej,  producción que demoró un poco más de diez años en ser terminada y contó, en su momento, con recursos descomunales del sector público de su país. En el caso de León y Cociña la financiación fue un asunto de astucia.

Ya casi es hora de abandonar la sala, pero el público de la Cinemateca pregunta por esa casa enorme de la película, tan particular y llena de recovecos. León se ríe. Para burlar las dificultades de acceder a recursos del sector cinematográfico, el dúo de directores encontró una vuelta de tuerca: “La casa que ven no es una sola. Produjimos la película en museos y galerías de Alemania, Chile, Argentina y Holanda. A veces utilizábamos la arquitectura del lugar y a veces construíamos una casita o un taller pequeñito. La gente podía ver a través de las ventanas cómo trabajábamos en la animación de las esculturas y pinturas. En eso consistía la exposición. Entonces, cada una de las habitaciones de la casa que se ve en la película fue, de hecho, una instalación dentro de espacios de exhibición, y nosotros fuimos artistas residentes de esos museos y galerías durante el tiempo que durara la muestra”. La solución se basó en una experiencia análoga del artista Reynold Reynolds. “La burla de fondo fue al sistema de recursos cinematográficos de Chile. Por ejemplo, la primera beca que ganamos fue para hacer un guion, pero como ya teníamos uno, lo que hicimos con esa plata fue emprender de una vez la producción de la película. Después aplicamos a otra beca exclusiva para cortometrajes y disfrazamos la película de corto, porque sabíamos que en ese momento no teníamos posibilidades de competir en becas para largometrajes. Ganamos de nuevo y con esa plata seguimos el proceso. Luego estábamos en un limbo, ya no podíamos postularla como corto, pero todavía no era el momento para presentarla como un largo; entonces nos postulamos a un fondo para artes visuales. Finalmente, cuando llevábamos cuatro años de trabajo, se abrió una ventana de subvenciones exclusivas para animación. Con Joaquín nos dijimos: ‘Aquí fue, ahora sí vamos a ganar, porque en materia de animación no tenemos competencia en Chile’. Fuimos estratégicos y mentirosos con nuestras postulaciones, pero no con las galerías y los museos. Con ellos fuimos bastante honestos”.

A veces, esa honestidad rayaba en el descaro y la sátira. Durante sus exposiciones en Chile organizaron un supuesto centro cultural apropiadamente llamado “Centro Cultural Casa Lobo”. “Ahí hacíamos exposiciones completamente nepotistas”, dice Cristóbal. “Joaquín y yo éramos los curadores y solo permitíamos que expusieran nuestros parientes. Todo partió como una burla de los centros culturales en Santiago que hacen lo mismo, pero sin declararlo abiertamente. En cambio, nosotros éramos explícitos. León y Cociña presentaban a León y Cociña”.

Cristóbal León, de overol, y Joaquín Cociña trabajando en uno de sus set intinerantes.

Como el asunto era endogámico, no podían hacer falta las alusiones al mejoramiento de la raza. En algún momento le pidieron a un amigo que escribiera un texto para el catálogo de la exposición parásita. “Y él plagió un texto real que estaba a favor de la eugenesia en Chile”, cuenta Cristóbal, “algo escrito en algún momento en el que trataron de implementar esa teoría en nuestro país, abogando por castrar a los delincuentes. Ese era el texto curatorial de nuestro catálogo. Rarísimo”. Y acertado. En ese centro cultural, la crema de la crema tuvo la oportunidad de generar un verdadero impacto y poner en crisis el arte de Chile. “En nuestro país pasa mucho que los artistas dicen: ‘Con esta exposición estoy poniendo en crisis el concepto de posmodernidad’. Y yo me pregunto ¡dónde, weón! ¿En qué nivel o dónde está ocurriendo esa puesta en crisis? En Chile no hay verdadera crítica de arte, a nadie le importa el asunto realmente. Tengo muchos amigos que dejaron el campo por esta especie de depresión posparto: haces una exposición de una obra en la que trabajaste seis meses y luego quedas como en un limbo simbólico, en el que no hay una retribución real. En cambio, en nuestro centro cultural, cuarenta o cincuenta personas de nuestras familias iban a ver la exposición. Eso es aceptar la verdadera escala de lo que hacemos en el arte”.

Tal vez Cristóbal sea un poco modesto considerando que su película solo seguirá de gira por festivales de cine, en los que, hasta el momento, ha recibido reconocimientos y una gran recepción del público y de groupies como yo –que después de verla tres veces decidí escribir este artículo–. El tema de la distribución en salas es un poco más complicado y aún está en trámite. Cristóbal se pregunta si tal vez no hubiera sido más inteligente de su parte buscar el patrocinio de un gran fabricante de cinta para enmascarar, por las cantidades industriales que usaron en la confección de las esculturas y para facilitar la divulgación de su propia cinta. “Pero bueno, una cosa es comenzar el falso documental con un anuncio satírico de miel nazi producida en la Colonia Dignidad; otra muy distinta sería comenzar con el eslogan y el logotipo de 3M. En todo caso, ¿se imaginan haber llegado a las oficinas de la empresa y decirles: ‘Bueno, su marca aparecería entre el lobo pedófilo y una niña rubia que cría a un par de cerdos con manos y pies’?”.

 

Querido lector, usted tiene la posibilidad de ver una escena de la película gracias a la gentileza de sus directores y productores. Ingrese a este link goo.gl/XRWVkf  o escanée el QR e introduzca la siguiente contraseña: cerditos

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.