Leer calladito

Siempre hay una primera vez. Versión posible del día en que aprendimos a leer en privado, quizás por respeto a los otros que leen en silencio.

POR Eduardo Halfon

Enero 27 2021

 

Ilustración de Ana Yael

 Mi hijo de veinte meses se ríe cada vez que me ve leyendo un libro en silencio. Cree que es una broma o un juego, y él también quiere jugar. Entonces va corriendo a buscar uno de mis libros (que ahora ya es suyo), se sienta a mi lado en el sofá y ambos leemos en silencio. O más bien yo leo en silencio y él juega a que lee en silencio. Leer calladito, así llama nuestro juego. No leer interna o mentalmente, no leer en silencio, sino leer calladito. Pues mientras va pasando las páginas del libro, él mueve los labios y murmura algo incomprensible y casi inaudible. O sea: lee calladito. Y aunque sea un juego, medio pantomima, medio broma, mi hijo está aprendiendo a leer para sí mismo, en silencio.

A mí no se me había ocurrido hasta ahora, cuando veo el proceso gestándose poco a poco en él, que ese acto tan aparentemente natural de leer uno solo, en privado, en silencio, no es nada natural. Se cree –aunque el debate entre académicos es feroz– que durante siglos el ser humano únicamente leía en voz alta. Desde la primera lengua escrita, el sumerio, las palabras se cincelaron en tablas para ser pronunciadas. En los dos idiomas principales de la Biblia, el arameo y el hebreo, la misma palabra describe el acto de hablar y el acto de leer. Para los antiguos griegos, los monjes en la Edad Media, los europeos en la Modernidad, congregados en plazas, granjas, iglesias, tabernas y talleres, leer era un acto público, una actividad social, para anunciar algo o compartir una historia o pregonar ideas. No se sabe con exactitud cuándo el ser humano empezó a leer internamente, para sí mismo. Pero hay una escena importante en la literatura que da testimonio de ese acto –quizás por primera vez, según algunos académicos–, cuando san Agustín, en sus Confesiones, describe los hábitos de lectura de Ambrosio, el obispo de Milán. Era el año 383. Agustín recién había llegado a Milán y quería tener una conversación filosófica con Ambrosio, pero siempre lo encontraba leyendo en silencio, profundamente concentrado: “Cuando leía, sus ojos se desplazaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido, pero su voz y su lengua no se movían”. Y ahí, en un oscuro ático de Milán, quizás, posiblemente, nació el primer lector contemporáneo, ensimismado, silente. Aunque pasarían siglos –más de un milenio, de hecho– antes de que el acto de lectura privada se propagara por el mundo. Ayudó, se cree, la reducción del analfabetismo, los avances en el proceso de la imprenta, las modificaciones visuales de cómo las palabras se ubican en la página para así ayudar al lector común, especialmente los signos de puntuación (pausa larga, pausa mediana, comillas, nuevo capítulo, etcétera) y los espacios: unos monjes irlandeses, por ejemplo, traduciendo del latín en el siglo VII, empezaron a poner espacios entre las palabras (antesseleíaasí).

Lo cierto es que en mi hijo, en el microcosmos que es mi hijo, estoy viendo cómo el acto de leer pasa de ser social a privado, de ser colectivo a individual, de leer juntos a leer solo. Mi hijo se sienta conmigo en el sofá –aunque cada vez más lejos– y lee calladito su libro, siempre el mismo libro, que escogió para nuestro juego nomás descubrir que yo lo traía en la maleta, tras un viaje a Pamplona. Una edición pequeña y preciosa de Te me moriste, del escritor portugués José Luís Peixoto, sobre la muerte de un padre. 

ACERCA DEL AUTOR


Eduardo Halfon

Ganador de la Beca Guggenheim (2011) y el Premio Roger Caillois (2015), entre otros galardones. En 2019, Libros Malpensante publicó su compilación de crónicas Biblioteca bizarra.