Contrapunteo colombiano del azúcar y la sal

Una breve historia nacional de los dos condimentos que monopolizan la sensibilidad de nuestro paladar.

POR Nicolás Pernett

Enero 27 2021
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Ilustración de Ina Hristova

Más que los alimentos, son los condimentos los que han movido la historia. América misma nació del extravío de un navegante en su camino hacia las islas de las especias, por las que los europeos eran capaces, literalmente, de atravesar medio mundo. Pasó algo similar en el país que hoy es Colombia. Aquí el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada tomó posesión de una tierra de labranza ajena y fundó un nuevo reino siguiendo un camino hecho de sal, no de oro. Tras semanas de viaje por el río Magdalena y después de que muriera la mitad de su expedición, el adelantado Jiménez casi sucumbió en medio de una selva desconocida. Hasta que vio la sal, brillando bajo el sol, como el más valioso tesoro. Cerca del lugar que llamaron Barrancabermeja encontró, abandonadas en la ribera, algunas tortas de sal, grandes pedazos de este cristal compactados en forma de pan. Si hay sal, hay comercio, pensaron Jiménez y su comitiva, y si hay comercio, hay pueblos y seremos salvos. Tuvieron razón. Siguiendo uno de los muchos caminos de la sal que tenía el pueblo del altiplano –los muiscas– llegaron los españoles a una inmensa sabana verde que en la prehistoria había sido un mar interior y ahora estaba llena de minas de donde se podían extraer rocas salinas con las que los indígenas comerciaban. A pesar de que la dieta de los aborígenes de América era baja en sal (la mayoría prefería como condimento el ají), esta se usaba como moneda de cambio en muchos lugares, y los muiscas, en particular, eran muy celosos en la protección de sus minas de sal terrestre en Tausa, Nemocón y Zipaquirá (la mina del zipa).

Los europeos no desconocían la sal, como tampoco la desconoció ningún pueblo de la historia, pues siempre ha estado entre nosotros, en cada gota de mar y en cada lágrima derramada desde que los hombres empezaron a llorar. Esta mezcla de un catión positivo y un anión negativo se encuentra tanto en el agua marina como en minas terrestres, especialmente abundantes en los Andes americanos. El Imperio chino estableció hace casi tres mil años un vigilante monopolio sobre su extracción que apenas terminó en 2017, y en el Imperio romano la sal fue usada como pago del trabajo de los soldados, como si los mendrugos de sal fueran monedas de oro o plata (de allí la palabra “salario”). Pero como Occidente ha sido desde siempre metafísico y supersticioso, la sal no solo ha tenido usos culinarios y pecuniarios, sino que también se le han asignado cualidades mágicas. Intuyendo en ella –antes de que la química lo probara– dos elementos tóxicos (cloro y sodio) que combinados se vuelven benéficos, la sal ha sido vista como portadora de buenos augurios y al mismo tiempo como señal de malos tiempos por venir. Se ha usado para conseguir el sabor intenso que despierta el alma del bebé en el bautizo cristiano, pero también ha sido asociada con la mala suerte y el castigo; como el que recibió Edith, quien quedó convertida en estatua de sal por dar la vuelta en su huida de Sodoma durante la destrucción infligida por Yahvé. Aún hoy la gente se complace con las supersticiones más absurdas y contradictorias relacionadas con la sal, la cual puede ser por igual buena para limpiar la casa de malas energías o nefasta si se derrama por accidente sobre una mesa. Obviamente, no hay ninguna prueba de la realidad de estas creencias. Aunque tal vez sí haya sido cierto que los muiscas estuvieron bastante salados después de que su principal producto comercial fuera avistado por los conquistadores, porque pronto se vieron dominados por un invasor extranjero y sus salinas fueron expropiadas en nombre de un rey blanco y lejano.

Pero con los españoles no solo vinieron la guerra y la Conquista, también venía una planta cercanamente ligada a ellas: la caña de azúcar. Fue por las guerras que en el siglo iv a.c. llegó Alejandro Magno hasta la India, donde conoció este fuerte y dulce tallo originario de la Polinesia. También fue por los caminos de la conquista que el azúcar llegó a España, adonde la llevaron los árabes que dominaron el sur de la península ibérica por siglos, y donde se hizo muy popular como “sal de la India”. Como la caña solo crece bien en zonas tropicales, Cristóbal Colón la trajo en su segundo viaje al Nuevo Mundo con la esperanza de que pelechara en las islas caníbales que había encontrado en 1492. Y vaya que prosperó. Durante los siguientes siglos la caña de azúcar marcó el destino del Caribe, produciría sus bonanzas económicas y significaría la condena de millones de africanos esclavizados para cultivarla donde la población indígena había sido exterminada. En lo que hoy es Colombia, el azúcar también marcó la dinámica gastronómica, económica y racial del país. En 1510 la planta fue introducida por Pedro Fernández de Lugo a Santa María la Antigua del Darién, y después, en 1560, fue llevada por el conquistador Sebastián de Belalcázar al valle del río Cauca, donde se hizo reina desde entonces. Si por la sal conquistaron el pueblo indígena de la sabana, por el azúcar trajeron a los esclavos negros al Pacífico para trabajar no solo en las minas de la cordillera sino en los extensos cañaverales que se expandieron por las riberas del Cauca. Dos polvos blancos por los que fueron esclavizados dos pueblos de color.

Los indígenas no conocían el azúcar y solo habían probado el dulce extraído de los panales de abejas, pero con el paso de los años la introdujeron en su dieta, así como también aprendieron de los españoles la útil técnica de la conserva, que permite preservar en dulce ciertos alimentos por mucho tiempo. Los europeos eran muy aficionados, casi adictos, al dulce y también lo eran, un poco menos, los africanos (que conocieron el azúcar por influencia árabe). Por eso rápidamente Colombia se volvió un país dulcero, en el que se aprendió a mezclar el azúcar con la amplia variedad de frutas que da la tierra y con la leche del ganado español, para crear bocadillos en Vélez, manjarblanco en Cali, natilla en Antioquia, cocadas en Cartagena y jaleas en el Huila, entre muchas otras fuentes de sacarosa y dopamina que nos dan alegría todavía hoy. Además, de la caña fueron extraídos dos subproductos que se convirtieron en el sustento innegable de la “colombianidad” (si es que eso existe): el aguardiente y la panela. Menos sofisticado pero de obtención más rápida que el ron de caña de las Antillas, el aguardiente de caña (con anís) se popularizó como bebida y como fuente de impuestos para el Estado desde la Colonia (“a mí deme un aguardiente de caña...”, dice la canción que desde niños aprendimos para festejar nuestro orgullo nacional). En nombre del aguardiente se pelearon batallas legales y culturales en contra de la chicha indígena, y con su aroma anisado se perfumaron las peleas de cantina de cada esquina de la geografía nacional. Por otro lado, la panela, obtenida después de que el guarapo de la caña es hervido para dejar solo las melazas, ha sido la fuente energética más común de este país mal alimentado. Debido a que no se necesita una industria tecnificada para producirla, esta manufactura ha prosperado con facilidad y Colombia ha llegado a ser el segundo productor mundial de panela, y el primer consumidor. Con ella han obtenido el arranque necesario para afrontar cada nuevo día, desde los corteros que se meten a la penosa zafra de la caña en el Valle, hasta los ciclistas que han remontado las montañas europeas y han sido vistos con suspicacia por sus competidores, quienes pensaban que los escarabajos colombianos se estaban dopando con ese “ladrillo” energético que se llevaban a la boca durante cada carrera. 

 

Como este país es de contrastes, también nos hemos hecho aficionados en demasía a la sal y hemos sobrecargado nuestras papilas gustativas con ese mineral hasta casi anestesiarlas. Creemos que nuestra cocina es “sabrosa”, cuando muchas veces no es más que salada: fritos, arepas, quesos, sopas, carnes y hasta frutas, todo lo salamos mucho en la cocina, y luego un poco más en la mesa. Somos amantes de lo binario. Por eso no hay pasaboca más colombiano que un dulce bocadillo veleño acompañado por un queso salado. Creo que lo peor de haber desarrollado estos dos extremos no es que nos estemos engordando o atrofiando el corazón, sino que esta costumbre ha empobrecido nuestro espíritu. La omnipresencia y el exceso de sal y azúcar nos han despojado de la capacidad de saborear la gama intermedia de sensaciones sutiles y sobrias. Y como comemos somos: intensos para lo dulce y para lo salado. Tal vez los colombianos nos hayamos hecho extremistas en las pasiones amorosas y políticas por desayunar todos los días arepa (o yuca) salada con aguapanela dulce desde la infancia. O tal vez esta dieta que pasa de un lado de la lengua al otro en cada bocado es la expresión natural de los humores que ya vienen combinados en nuestra sangre.

Quizá para lo único que ha servido el excesivo gusto por la sal en Colombia ha sido para combatir la enfermedad del bocio, ese crecimiento desproporcionado de la tiroides que le hace brotar a la gente una enorme papada. Este mal ya existía en tiempos prehispánicos pero se hizo más común durante la Colonia y en el siglo xix, seguramente por el cambio en los hábitos alimentarios de los indígenas y la contaminación de las fuentes de agua. Finalmente se descubrió que podía combatirse con yodo y así se decidió que en Colombia se le suministraría este mineral a la población a través de la sal, como en otros países lo hacían a través del trigo o el agua. Esta disposición salubre (y a la vez salobre) ha servido en el último siglo para ponerle coto al coto en muchas regiones del país. Pero también ha servido para continuar la persecución de las sales no “oficiales”, que en la Colonia eran las que no venían del reino, es decir, de las minas del interior, y que hoy se renueva en la prohibición de las sales no yodadas que venden comunidades indígenas, como los wayuu de La Guajira. Pero ninguna ley puede ordenarle al mar dejar de ser salado y este siempre ha sabido adentrarse más allá de la costa cuando sube la marea en lugares como Manaure, Galerazamba y Tasajera. Los pozos naturales que así se forman terminan evaporándose y dejan a los habitantes locales frente a grandes rocas de sal que solo se pudieron comerciar de contrabando durante muchos años en el país. No obstante, a pesar de las prohibiciones gubernamentales, a la sal “pirata” no le ha faltado comprador pues la demanda siempre ha sido alta, en especial porque la sal se hizo común como alimento del ganado, que creció robusto en sabanas de todo el país alimentado por sus nutrientes.

El inútil combate contra la sal marina se libró hasta 1930, cuando el gobierno tomó posesión de las salinas de Manaure y se las dio en concesión al Banco de la República para explotarlas. Prometió entonces a los wayuu una participación generosa en los beneficios de estas, que nunca se cumplió. Mientras tanto, el negoció siguió creciendo, pues la sal ya no solo era servida a humanos y vacas, sino que fue usada por la industria para extraer sus componentes químicos y producir pegantes, cerámicas, vidrio, papel, detergentes, plásticos, fibras sintéticas, fungicidas y otra docena de productos. En 2008 el Estado terminó por liberar la producción de sal y abandonar el monopolio. En La Guajira, al nuevo consorcio que explotaría las salinas se le exigió que asignara un porcentaje de la empresa a las comunidades nativas. Pero nada. Los wayuu siguen peleando para que este inmenso negocio le reporte beneficios a toda la comunidad, más allá de la ocasional contratación de algunos de ellos en la producción.

En el otro extremo de la mesa han estado los productores de azúcar del Valle del Cauca, que han sido mimados por los sucesivos gobiernos como pocos gremios en nuestro país: desde cuando se les vendieron baratas las haciendas expropiadas a los jesuitas al final de la Colonia, hasta hoy, cuando han diversificado su producción para obtener un etanol que venden sin riesgo, pues el gobierno exige que los vehículos del país se muevan con un determinado porcentaje de este combustible. En este sector, entre los ingenios más poderosos en el último siglo y medio está Manuelita, que nació precisamente en una de las haciendas expropiadas a los jesuitas y que luego fue bautizado con ese nombre por George Henry Isaacs, padre del novelista Jorge Isaacs, quien describió la vida de las haciendas azucareras con melosa prosa en su María, de 1867. Para hacer un contrapunteo literario entre estos dos productos, podemos recordar que, en uno de sus viajes, Isaacs también fue el primero en descubrir el carbón del Cerrejón, que se convertiría unas décadas después en la otra gran fuerza económica de La Guajira, el departamento donde se ambientó otra importante novela de la literatura colombiana: Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, quien llegó a Manaure en desquiciado y suicida viaje desde su natal Bogotá hasta la punta norte del país. Allí, este Ulises criollo sufrió en carne propia la pobreza, la sed y el hambre que son comunes en la tierra del sol y la sal. Luego volvió a la capital y se dedicó al periodismo como redactor y editor de El Espectador. En este diario, Zalamea publicó en 1947 el trabajo de un joven llamado Gabriel García Márquez, quien nació en el Magdalena pero fue concebido en La Guajira, tierra de la sal marina, e hizo su bachillerato en el Liceo de Varones de Zipaquirá, este último el centro de la sal andina. García Márquez no escribió ninguna novela dedicada a la sal o al azúcar, pero a lo largo de sus Cien años de soledad la casa de los Buendía se sostuvo, en medio de locuras y fracasos, gracias a una industria casera de animalitos de caramelo, una representación que no está muy lejos de la realidad de la economía informal del país. Como los Buendía, muchos hogares colombianos se han sostenido a duras penas con la venta de alfandoques, polvorosas, cocadas, pirulíes, turrones, suspiros, gelatinas y otros muchos prodigios del azúcar y la pobreza. En nuestro país, a falta de una buena vida, nunca nos ha faltado el buen azúcar para distraernos chupando la golosina de la esperanza.

En el siglo xxi, tanto la sal como el azúcar se han empezado a ver como auténticos peligros que hay que tener a raya. A pesar de todo esto, su consumo no parece disminuir en un mundo en el que los dos, en especial el azúcar, parecen estar presentes en casi todo lo que consumimos. Cinco siglos después de que estos dos productos se encontraran en nuestro país, se puede ver que sus destinos han sufrido una extraña y paralela inversión: la sal pasó de ser un monopolio estatal, controlado celosamente, a convertirse hoy en un negocio privado; al mismo tiempo, el azúcar, que empezó como una industria particular y aventurera, se ha convertido en un negocio que el Estado trata como un sector subsidiado. El poderoso cabildeo azucarero nacional ha sabido endulzarles, digamos, el oído a los legisladores nacionales y ha logrado no solo asegurar la compra de su etanol por ley, sino que los precios no bajen por estar controlados por el Fondo de Estabilización de Precios del Azúcar desde 2001. Según cálculos del economista Salomón Kalmanovitz, el subsidio que reciben los azucareros cada año del Estado (es decir, de nuestros bolsillos) se puede calcular en medio billón de pesos. Todo esto sin ahondar en las insalvables dificultades enfrentadas por los proyectos que han querido gravar las gaseosas, principales derivados del azúcar hoy en día, para desestimular el consumo y fortalecer las finanzas nacionales; o el bloqueo que han sufrido las iniciativas para diseminar la publicidad que advierte a los consumidores sobre el peligro del excesivo consumo de azúcar. Mientras tanto, los índices de obesidad y diabetes siguen aumentando, como también las ventas del azúcar, un producto del que se ha llegado a decir que es tan adictivo como la cocaína, y sobre el cual el cubano Fernando Ortiz dijo en 1940 que “precisamente, en su ‘vicio’ está su valor”. En un país donde ya hemos tenido que lidiar con otros productos adictivos en el pasado, parece que el gobierno quiere en esta ocasión darle su respaldo abiertamente a esta amarga recurrencia. Así, por el camino del azúcar estamos llegando de nuevo al fortalecimiento del cartel público-privado que algunos llaman república.

ACERCA DEL AUTOR


Nicolás Pernett

Historiador y profesor. Editor de la revista 'razonpublica.com'.