El cordero crudo de El Vegano Arrepentido

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POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021
El cordero crudo de El Vegano Arrepentido

Ilustración de Tom Deason

 

Si hay algo de lo que no me arrepiento es de convertirme en vegano, porque siempre he tenido la prudencia de seguir comiendo carne.

Hay cierto restaurante donde la saben servir cruda y que visito con frecuencia en busca del mismo plato: el tartar de cordero.

Mi adorado tartar es un plato sencillo como una buena canción: carne magra de cordero y cebolla, picadas con minucia, o trituradas con un afortunado descuido, adobadas con pocas hierbas y un aceite ahumado con una esencia encantadora, difícil de precisar.

Me gusta tanto que a veces voy y me zampo dos raciones, como quien reproduce una misma canción en círculos, pero a diferencia de la música el plato tiene un considerable defecto: me deja lleno el estómago, pero insatisfecho el espíritu. Después de dar cuenta del replay, buscando prolongar su sabor y su textura, no alcanzo la saciedad ni el hastío, y se juntan las ganas con la incapacidad de seguir tragando. Dios le da pan a quien no tiene dientes.

Me lo sé de memoria. Conozco bien las sensaciones que este tartar provoca en mis papilas. Unidas en un coro, se erizan de pura anticipación. El suave tacto de la carne y su gusto generoso a cordero, tamizado por el aceite esencial que lo hace menos punzante, y la ligereza de las pocas verduras mezcladas (¿solo perejil, además de la cebolla?). Esos minúsculos cubitos rojos complacen un instinto humano, el geométrico, y otro aviar, la comodidad del alimento premasticado. Uno se siente como un polluelo contento de alargar el pico y saborear lo que le ofrece la madre.

Encima, como una corona frita y crocante, le sirven unos cascos de papa criolla en lugar de las convencionales frittes francesas, y en vez de la habitual yema de huevo que es la joya de la corona del boeuf tartare, cobijan todo con una sedosa pero compacta salsa holandesa que no baña el conjunto sino que lo arropa.

En El Vegano Arrepentido disfruto además de otro raro privilegio. Siempre ocupo la mejor mesa, al lado de una ventana que mira a una bonita calle poco concurrida y por donde suele entrar un fuerte rayo de sol que alcanza a cocinar mi brazo, pero no el tartar. Y es que nadie compite por mi puesto; el restaurante ha estado vacío cada vez que he ido, en los días y horarios más variados. Normalmente sentiría desconfianza de una cocina que no atrae comensales, pero como sus platos me conmovieron desde la primera vez, he prescindido de la concurrencia agitada que a veces uno busca un viernes en la noche, por el placer más digestivo del silencio en soledad o en pareja.

Aunque he probado toda la carta, que no es nada armoniosa pero sí muy rica (hay pizzas, pollo asado y otras cosas sabrosas en aparente despelote), mi gusto por el tartar es tal que uso a mis amigos como corderos expiatorios, para probar si les gusta tanto como a mí. Sé que si su sensibilidad está en el lugar correcto, también lo estará su alma. Y siempre pasa lo mismo: a mis amigos les gusta tanto como a mí, así que partimos por mitades la ración, lo que me deja el doble de insatisfecho.

Un amigo peruano, comensal exigente, mandó felicitaciones al chef luego de la comida, y el mesero mostró una sonrisa mezcla de regocijo y perplejidad. ¿Hay chef en El Vegano?

Parece ser que el bistró es un recorte de Villanos en Bermudas, otro restaurante de nombre ingenioso ubicado a solo media cuadra de distancia, bajando por la calle frente a mi ventana. A través de ella, veo cómo los cocineros salen de El Vegano sin demasiada discreción, en dirección a Villanos y en busca de insumos, ¿o de platos ya preparados?

Villanos fue el delito original. El Vegano es un secuaz que pone a disposición de los clientes, de forma permanente y a menor precio, los sospechosos habituales de la carta de su hermano mayor. Es una especie de villano arrepentido.

Mauricio Silva, crítico culinario de El Tiempo y un entusiasta comelón que suele ser benevolente, denunció hace poco la decepción que sintió en su última visita a Villanos en Bermudas por el supuesto descenso de su calidad y el ascenso de sus precios. Habló en particular de un plato: el tartar de cordero, que él recordaba más sabroso. Por lo que respecta a mi tartar, generoso y asequible, sigue siendo tan bueno como la primera vez. Es un plato perfeccionado que no necesita inventiva ni modificaciones; solo, al parecer, habilidades de ensamblaje. Por un tiempo he pensado que si supiera armarlo en casa no comería más nada, así que sería más saludable no saberlo.

Lector, quiero ser sincero, tengo una mezcla de motivos egoístas y filantrópicos para esta reseña. Durante lo que va del año he disfrutado las delicias de este restaurante con relativa privacidad, casi en una intimidad doméstica, y no tendría inconveniente de seguir así de no ser porque me carcome la inquietud. Pasa que en mi última visita al restaurante me acompañó una amiga vegetariana de mente abierta, y yo iba con la firme intención de asignarme uno o dos platos de tartar para mí solo. Yo pedí lo obvio, y ella una bruschetta de hongos con una tartaleta de queso.

Un minuto después, la mesera volvió arrastrando una cara de preocupación que me puso en guardia. Anunció que no tenía hongos.

–Y lo siento, tampoco tenemos tar... –dijo, alargando las sílabas como para desenfundar el resto de su palabra con mayor dramatismo– ...taleta.

Sentí que el tiro me rozaba y pasaba de largo. Durante esos puntos suspensivos mi alma se había encogido pensando que no tendrían mi tartar, que esa melodía no volvería a pasar por mi paladar y en adelante solo podría revivirla apelando a la memoria gustativa. Por supuesto, la canción se iría descomponiendo a medida que la repitiera solo de memoria.

Lo sentí como un réquiem anticipado, un recordatorio de carpe diem. En un restaurante, primero faltan las partes y luego el todo. Cuando comienzan a desaparecer cosas del menú, cubiertos, meseros, y ya antes habían desaparecido los clientes, falta poco para que cierre las puertas.

¿Por qué El Vegano no es un éxito rotundo? En muchas cosas parece el sueño de muchos habitantes de Chapinero: una gran casa esquinera rosada y como salida de una película ochentera sobre mafiosos que transcurre en Miami; rematada con un letrero pop exquisitamente diseñado y un nombre cómico; con una carta ni tan costosa ni tan barata, y un falso ambiente de pollería de barrio, lo que satisface doblemente a los esnobs. En suma, es un lugar pintoresco, “instagrameable”, como lo llamó mi amiga comepasto. ¿Acaso los vecinos no le perdonan el chistecito de su nombre? Quizás falta arrepentimiento en los alrededores llenos de veganos impenitentes.

Aquella vez, luego de terminar la comida, les expliqué mi situación a los encargados del restaurante. Tenía que saber la receta del tartar.

Fue sencillo convencerlos. Quedamos en una fecha próxima. Me marché del lugar sintiéndome ligero, casi pesando menos que cuando entré, y me pregunté si a las bondades de mi plato favorito debía sumar además la de ser dietético.

La espera no fue larga, ni el trámite difícil, aunque es usual que el entusiasmo sin vacilación sea recibido con extrañeza e incomodidad. Mi indecorosa lujuria por el plato significó la mirada atónita de la jefe de cocina de Villanos en Bermudas, Paola Caballero, que me atendió unos días después y aceptó compartirme la receta del tartar, siempre y cuando no la repitiera aquí. Me daba así la letra oficial que yo venía adivinando como quien recita fonéticamente una canción en otro idioma.

Será suficiente decir que ahora conozco la esencia secreta del aceite ahumado, que la chef reveló con amabilidad anodina, como una obviedad.

Durante los siguientes días me sometí a una estricta abstinencia de carne cruda. ¿Estaba ensayando el duelo? Fue difícil. Tal vez buscamos insistir en variaciones de lo que amamos, leves caídas en abismo desde precipicios conocidos. Con la carne cruda me siento como quien suele distinguir entre una multitud el mismo tipo de belleza. La persigo en todas sus variaciones. En los restaurantes japoneses ordeno pescado en sashimi; en los coreanos, ternera en yukhoe; en los peruanos, ceviche con poco limón. No es que no les tema a la E. coli, la salmonela, la triquinosis o a las otras bacterias y parásitos que pueden agazaparse en la carne cruda mal tratada; evito preparar algunos de esos platos con el engañoso consuelo de disfrutarlos en restaurantes, aun sabiendo que las cocinas son todo menos estériles salas de cirugía. “Ojos que no ven...”, y al menos si me intoxico en mesa ajena el ridículo será menor que si me hago el harakiri en casa. Entre las pocas excepciones de platos que sí preparo yo mismo está el kibbeh nayeh, un plato libanés similar al tartar. Cuando era niño miraba con algo parecido a la lascivia los simétricos cubos de res, de un rojo violáceo y vibrante, que mi madre agrupaba en una tabla antes de moler la carne. Aunque muchas veces me salí con la mía y alcancé a robarle alguno, ella amenazaba mi mano intrusa con un cuchillo cuando me veía por el rabillo del ojo. No le parecían higiénicos a menos que fueran combinados con las propiedades “antisépticas” de la cebolla, el trigo, el pimentón y la menta.

Mis hermanas odiaban y siguen odiando el kibbeh. Entiendo que el gusto es hasta cierto punto una construcción social, pero en su mayor parte está inscrito en el ADN, como una suerte de tendencia del apetito. Tengo muchos amigos con una inclinación natural o moral por la clorofila, como yo la tengo por la hemoglobina, y acepto que a sus ojos eso me haga más cruel.

Pero con este texto estoy intentando darte un regalo, lector.

Después de mi reunión con la chef, y de vuelta en mi hogar, la emoción inicial de tener la receta del tartar en mis manos se desvaneció. La sencillez del plato es abrumadora. Apenas cinco ingredientes, contando la esencia secreta que ya no lo es. Solamente cinco acordes, pero de juntar cinco acordes no sale una canción en manos de cualquiera.

Lo crudo puede ser más elaborado que lo cocido, una vuelta de tuerca de la sofisticación. Por eso ensayo con este texto mi otra medida de emergencia, lector: recomendarte el restaurante, para que vayas y lo hagas viable. Solo dos advertencias: no ocupes mi silla. Y la segunda, como el restaurante hace honor a su nombre, ni se te ocurra pedir una ensalada.

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.