¿Sueñan los DJ con arterias eléctricas?

 

Un productor alemán de tecno ha logrado hacer de su brazo biónico un instrumento musical que puede controlar con su mente, hazaña que lo ubica en el pináculo de la historia de la música electrónica y su búsqueda por franquear los límites humanos.

  

 

POR Santiago Erazo

Enero 27 2021
¿Sueñan los DJ con arterias eléctricas?

© Cortesía de Bertolt Meyer

 

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El brazo derecho de Bertolt es como cualquier otro. Cada hueso, cada articulación, cada músculo irrigado de sangre y mensajes nerviosos está en su lugar y en su justa proporción; es una extremidad convencional que cumple a cabalidad cada una de sus funciones. Pero su otro brazo es una antípoda: en vez de nervios, hay cables y electrodos; en vez de músculos y huesos, una resistente aleación de aluminio y acero, en la que convergen decenas de conexiones eléctricas. En ese brazo izquierdo la carencia ha sido remediada con tecnología de punta; una mejora relativamente reciente en su vida. Cuando a Bertolt le preguntaban de chico qué quería ser cuando grande y respondía que bombero, uno de sus compañeros decía que no existen bomberos con un solo brazo. Desde los tres años, Bertolt usó una prótesis rudimentaria que con el tiempo canjeó por esta mucho más sofisticada, conectada a su torso de manera no invasiva a través de electrodos ubicados en su bíceps. La prótesis, que puede girar 360°, le ha dado dedos y la posibilidad de moverlos, de agarrar un vaso de agua, pasar con suavidad las páginas de un libro, acariciar un rostro, pero también de convertirse a sí mismo en un instrumento musical. 

El video de su transformación se ha hecho viral. En él, desde su estudio de grabación, en Chemnitz, Alemania, Bertolt desconecta parte de su prótesis biónica e instala varios cables con los electrodos disponibles. Los cables se conectan directamente a un sintetizador modular, una suerte de procesador analógico de audio con el que puede construir sonidos, modificar su timbre, su tono y sus texturas. Entonces, de manera intempestiva, empieza a sonar un arpegio que Bertolt apuntala con impulsos nerviosos, sin usar las manos. Y así su brazo se ha convertido en un instrumento. Como si Paganini se hubiera amputado del hombro para abajo y, en el vacío resultante, hubiese instalado la madera sinuosa de su Stradivarius. 

 

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El brazo/sintetizador de Bertolt hace pensar en otro mundo al que todavía no se ha accedido: uno en el que se logra franquear la distancia entre la mente y los objetos, permitiendo que cualquier aparato electrónico sea manipulado sin necesidad de esfuerzos físicos más allá de un impulso nervioso. Pero en un tiempo en que el futuro, como dice el filósofo Franco “Bifo” Berardi, parece cancelarse lentamente, incinerándose junto a la idea de progreso, es mucho más difícil saber de antemano si los nuevos avances tecnológicos van a implicar un cambio realmente favorable en las sociedades modernas. Lo cierto es que tal negativismo es periódico, va y viene conforme la tecnología se sofistica. A veces, da paso a optimistas: una de las vanguardias artísticas que irrumpieron hace más de cien años vio en el porvenir de la tecnología un mundo vital en ciernes, y en el futuro, una suerte de fetiche casi sagrado.

Cuando a Vladimir Maiakovski le preguntaban cuál era el mejor poeta de su época, se debatía entre dos nombres: Einstein o Edison. Y aun cuando recién se publicó Sobre la teoría de la relatividad especial y general trató de leerlo y no entendió nada –de hecho, le pagó a un físico para que se lo explicara–, Maiakovski veía en la figura del científico la del artista absoluto. Tanto él como sus compañeros rusos –poetas y buscapleitos– estaban fascinados con la luz eléctrica, con los aviones, con las autopistas que disparaban autos a más de cien kilómetros por hora. El futurismo, movimiento artístico de principios de siglo en el que vertieron sus ideas, era una celebración de la velocidad, las máquinas, la juventud, la industria y la violencia. 

Para los futuristas, la naturaleza era un aburrido anticuario. Los árboles, decían, crecen tan alto como un bostezo. Las estrellas no son más que escupitajos confundidos con perlas. Lo bucólico era soso en comparación con las promesas renovadoras de la ciudad, llena de autos, de antenas y cables de teléfono atravesando el cielo como tentáculos gigantes. Fue así que, en la euforia de la novedad tecnológica, un futurista, no ruso sino italiano, predijo la electrificación de la música –cuyo punto álgido podría estar en el brazo de Bertolt–.

Amigo cercano de Filippo Tommaso Marinetti, el autoproclamado fundador de la vanguardia futurista en Italia, Luigi Russolo fue conocido en su momento como un pintor con nociones de música. Al final, estas le dieron el reconocimiento del que ahora goza. Así como para los futuristas rusos la naturaleza se había convertido en un paisaje herrumbrado, para Russolo la música convencional –regida por los imperativos usuales de armonía y ritmo– era un “hospital de sonidos anémicos”. Los violines, los pianos y las flautas se habían escuchado lo suficiente como para que tuviéramos que seguir sumidos en su monótona dictadura de doce tonos y unos pocos timbres. Conjurar su declive era ahora tarea de la Revolución Industrial. 

En su manifiesto El arte de los ruidos, el pintor declaraba el fin de una era musical para darle lugar a otra mucho más artificial y tecnificada. La búsqueda tenía que ser entonces la de timbres inusuales que con veloz vocación industrial se pudieran crear por medio de nuevas tecnologías. Para Russolo, el sonido del futuro sería el “rugido de motores que bufan y pulsan con una animalidad indiscutible, el palpitar de válvulas o el vaivén de pistones”. Incluso, el futurista italiano se animó a poner en práctica lo propuesto –y predicho– en su manifiesto. Creó un instrumento musical al que bautizó intonarumori, conglomerado de parlantes rudimentarios que en conjunto producía una inaudita estridencia. El instrumento se escuchó en 1914, en una presentación en el London Coliseum. El registro cuenta que la gente gritaba “¡no más!” a medida que el intonarumori lanzaba sus rugidos ponzoñosos.

El instrumento que Russolo ideó se convirtió con los años en la hipérbole ruidosa de una nueva forma de hacer música, artificial y variopinta, que ahora es la que abunda en la radio y los servicios de streaming que consumimos: el feliz encuentro entre los músicos y las máquinas. No sería difícil imaginarse la mueca de asombro de Luigi Russolo si pudiera ver el brazo metálico de Bertolt hacer sonidos electrónicos por cuenta propia: una suerte de robot musical fabricando melodías que brotan del acero y la electricidad.

 

 

 

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A simple vista, el sintetizador modular al que se conecta Bertolt tiene el aspecto de esos gigantescos computadores prehistóricos, de tarjetas perforadas y lentos procesos iterativos. Cada entrada del mismo tiene diferentes funciones: hay osciladores, filtros, generadores de ritmos y bajos que permiten hacer canciones completas, sin otros músicos ni samples; un cúmulo de módulos que parece una versión sofisticada y bien educada de ese ruidoso intonarumori de Luigi Russolo. 

Para interpretarlo, el músico alemán debe despojarse de su mano robótica y conectar los electrodos de su antebrazo, también artificial, a esta especie de cerebro musical. Sin embargo, la prótesis no tiene el voltaje necesario para activar el sintetizador. Por eso fue necesario que Bertolt construyera una pieza para amplificar las débiles señales de su brazo. Bautizó  ese dispositivo de circuitos integrados como SynLimb, y es el que le permite manipular de manera remota, con la mente, los parámetros de su instrumento. 

El video en el que Bertolt cuenta todo esto termina con una demostración impresionante de las posibilidades técnicas de este SynLimb: el sonido va intercalando capas y texturas, cambia de tonalidad, es arrastrado con fluidez por una agresiva base rítmica; todo sin que las manos de Bertolt se muevan. La infame caja de comentarios de YouTube alberga todo tipo de impresiones sobre esta hazaña. Son frecuentes los chistes fáciles sobre productores de música electrónica a los que Bertolt podría “darles una mano”. Otros, un poco más ingeniosos, ironizan sobre el esfuerzo detrás de su invento: “Imagínate dedicarte tanto a tocar tu sintetizador que tú mismo te conviertas en un sintetizador”. Pero un comentario en particular, despojado de sorna, llama más la atención. En él se cita “Die Mensch-Maschine”, la famosa canción del dúo alemán Kraftwerk:

 

Man Machine, pseudo human being

Man Machine, super human being.

 

El usuario menciona esta letra en su comentario como una especie de premonición sobre lo que está ocurriendo con este cyborg que hace música electrónica con sus impulsos nerviosos. La comparación no es descabellada, sobre todo al pensar en el legado de Kraftwerk y sus fantasías robóticas.

En el Düsseldorf de 1970, Ralf Hütter y el recién fallecido Florian Schneider formaron Kraftwerk, precisamente en un momento en el que todo estaba por hacerse. Dice Ralf en una entrevista a mediados de los ochenta: “Del mismo modo en que Alemania tuvo que ser reconstruida después de la guerra, nosotros tuvimos que crear todo desde cero. La música no existía y tuvimos que inventarla”. Si los futuristas idolatraban el porvenir, Kraftwerk fetichizaba el sonido mismo: cincelarlo, robustecerlo, mutarlo a partir de vocoders, baterías digitales y sintetizadores. Los números del sistema binario (1, 10, 11, 100...), y no las métricas comunes de una partitura, eran los que codificaban las composiciones de sus instrumentos electrónicos. Ambos músicos, con sus búsquedas tecnológicas, fueron los arquitectos de una central eléctrica (la traducción al español de la palabra kraftwerk). Era la total electrificación de la música. 

La cuestión, de nuevo, como ocurría con los futuristas, fue la velocidad. El viaje de los electrones lanzados a 2.200 kilómetros por segundo, surcando vertiginosamente las mareas metálicas de un cable de cobre, era el eje central del sonido de Kraftwerk. De hecho, varias de las canciones del dúo alemán (“Trans-Europe Express”, “Tour de France”, “Autobahn”, “autopista” en español) daban cuenta de una fascinación por la rapidez que suele ser la gran contribución de la tecnología; lo que antes tomaba varias horas ahora se hace en minutos.

La misma música de Kraftwerk es rápida, invita a bailar. El gran Tom Waits decía que todos tenemos un tambor en el pecho desde el momento en el que nacemos. La música cuyo tempo es más rápido que el latido del corazón nos emociona, y la música que es más pausada que los latidos del corazón nos calma. Tiene sentido entonces que Kraftwerk se haya convertido en el paradigma de varios de los subgéneros más frenéticos de la electrónica, como el dance, el house y el tecno.

Precisamente este último es el género preferido de Bertolt en sus sets. Ya antes de construir su SynLimb había sido, además de productor, DJ de tecno durante más de quince años, algo que se nota en su forma de emplear su sintetizador modular. La estructura de sus shows, en los que hay dos secuencias intercaladas, remite al crossfade del DJ que amalgama las dos pistas que van sonando en cada uno de sus decks. 

Iluminados y encumbrados entre la espesa oscuridad de una discoteca, los DJ –esos “ángeles que pinchan discos a la diestra de Dios”, como dice Frank Báez en un poema– les deben mucho a Kraftwerk y al rol del artista que funge de médium entre la electricidad del ambiente y los asistentes. Y allí está Bertolt, quien según dice también se inspira en su otra faceta como DJ al tocar en vivo con su brazo electrónico, pues desea que su música siempre invite a bailar.

 

Para hacer música con su brazo, Bertolt Meyer debe quitarse su mano y conectar un dispositivo que ha bautizado SynLimb. 

 

 

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Hay algo más sobre el legado de Kraftwerk. Sus presentaciones en vivo son inquietantes, casi perturbadoras. Ralf, Florian y el resto de la alineación que fue rotando con los años están prácticamente inmóviles en el escenario, uniformados con trajes extravagantes, cada uno equipado con un sintetizador: cuatro copias de un mismo hombre, de un mismo robot. 

Su performance busca el diálogo entre lo humano y lo artificial, tal y como ocurre en “Die Mensch-Maschine”. La voz atraviesa el vocoder y metaliza su timbre, como si fuera precisamente aquel hombre-máquina quien canta en esta canción. Una amalgama entre un pseudohombre y un superhombre que es más que evidente en la condición híbrida y binaria del sistema límbico de Bertolt. 

El doctor Bertolt Meyer, nuestro Bertolt, se ha ocupado de este tema. Además de hacer tecno con su brazo, Bertolt tiene un doctorado en psicología social y se dedica a explorar desde la academia alemana los límites de la tecnología biónica y su impacto comunitario. En los últimos años ha publicado decenas de investigaciones sobre los dilemas éticos que encuentra. En una de ellas, “Disabled or Cyborg? How Bionics Affect Stereotypes toward People with Physical Disabilities”, analiza la manera en que las personas con prótesis biónicas pueden ser juzgadas: ¿con condescendencia, como pseudohumanos, o como cyborgs intimidantes, superhumanos que han llegado a humillarnos a aquellos que solo contamos con nuestros huesos y músculos? La investigación encontró que una persona que usa prótesis biónicas no es vista con la usual lástima a la que es reducida una persona con discapacidad. Así, las nuevas tecnologías empiezan a girar las tuercas oxidadas del viejo estigma del incapacitado, habitualmente retratado por los medios de comunicación desde el plano edulcorado de la superación personal y el éxito que se imponen a la desgracia.

 

 

© Biblioteca histórica pública estatal de Rusia

 

© Biblioteca histórica pública estatal de Rusia

 

Además de estos hallazgos, las investigaciones sobre la condición cyborg han llevado a Bertolt hacia terrenos de demiurgo. En 2013, fue uno de los dos creadores de Rex, lo más cercano que existe en este momento a un hombre biónico. Tiene un corazón, sangre, nariz, piernas, boca y ojos, todos funcionales y construidos artificialmente. Incluso, el rostro de este robot fue diseñado con base en los rasgos de sus creadores. Tanto esta proeza anatómica como el brazo electrónico que ha hackeado para convertir en un instrumento cuestionan nuestra percepción de aquello que constituye lo humano. En los años noventa, Derrida acuñó un término, la “hauntología”, para hablar de una ontología de lo que no existe; una ontología de fantasmas. Su prótesis es un fantasma electrónico que aún flota en el éter grisáceo de lo vivo y lo inerte.

Al final de su video viral, Bertolt cuenta que su brazo necesita una batería de nueve voltios para poder moverse. Aquellos nueve voltios son el vestigio de una búsqueda obsesiva que se remonta a más de un siglo atrás. Supimos domesticar la electricidad que se despeñaba de los cielos y aún habita nuestros cuerpos para dosificarla útilmente en teléfonos, radios o instrumentos musicales. Electrificar estos últimos fue la mejor forma de abrir un boquete en las estrechas paredes de la música tradicional, de la escasa variedad en sus sonidos. Nueve voltios con los que alguien también podría reproducir en un pequeño parlante el set que Bertolt grabó unos meses atrás en su estudio en Alemania, mientras hacía lo que de aquí en adelante debería empezar a llamarse “música biónica”. 

 

© Wikimedia Commons

 

© Wikimedia Commons

ACERCA DEL AUTOR


Santiago Erazo

Es el editor de El Malpensante. En 2019, recibió el Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia. Ese año publicó su primer libro, el poemario Una llaga en el cielo (Premio Nacional de Poesía Obra Inédita de la Tertulia Literaria de Gloria Luz Gutiérrez). Parte de su trabajo ha sido incluido en revistas nacionales e internacionales, así como en varias antologías de poesía, y traducido al chino para el libro El canto del cóndor, antología de poesía colombiana contemporánea (Uniediciones, 2021).