La luciérnaga y la polilla, o el (des)encuentro de dos maricas ilustrados

De cierta manera: Historia y matices

Una columna de Javier Ortiz Cassiani.

 

Aún deslumbrados por el fulgor del Siglo de las Luces, Francisco José de Caldas y Alexander von Humboldt compartieron la misma sed de conocimiento. Lo que pocos saben es que a ambos también los hermanaba otra sed, más carnal y mundana; una que al primero, enamorado del segundo, lo colmó de desdichas.

 

POR Javier Ortiz Cassiani

Enero 27 2021
La luciérnaga y la polilla

© La Empanadería

Las esperas cambian con el tiempo. A comienzos del siglo XIX en el Virreinato de la Nueva Granada se esperaba estimando los imprevistos y los retrasos. Los viajeros transitaban por relieves incómodos; navegaban a merced de bogas “libres, insolentes, indómitos y alegres”, por ríos que se abrían paso entre la espesa manigua, y se andaba por caminos escarpados en medio de aguaceros babilónicos con mulas cargadas en constante amenaza de desbarrancarse por precipicios sin fondo. Se esperaba con menos desespero. Pero, en 1801, Francisco José de Caldas esperó a Alexander von Humboldt desesperado. Desesperado y con el corazón en la mano: aquel que la historia oficial de la nación bautizó como “el Sabio” parecía un infante provinciano que se desvelaba en Nochebuena aguardando el mejor regalo de su vida: sumarse a la expedición del científico prusiano y del francés Aimé Bonpland. 

El 30 de marzo de 1801, Humboldt desembarcó en el puerto de Cartagena de Indias con un arsenal de instrumentos científicos y cargado de fama, fortuna y encanto. Era un faro y Caldas una polilla que se movía torpe y ansiosa atraída por la luz. En esos días el payanés parecía escribir con miel y no con tinta: “Espero con impaciencia que llegue el Barón de Humboldt, no para contribuir con nada a este sabio, sino para aprovecharme de sus luces”, decía en las primeras líneas de una carta que escribió el 20 de junio de 1801 a Santiago Arroyo y Valencia –amigo, paisano, abogado y educador influyente–, que en el cruce epistolar sugirió la vinculación de Caldas al proyecto. No le costó tomar la idea al vuelo. Sin duda era algo que ya había soñado y lo esperaba consumido por la ansiedad: “beberé con ansia cuanto se digne enseñarme este hombre célebre”; “deseo con ansia a este sabio viajero para aprender algo y aspirar a ser alguna cosa importante”; “espero con ansia a este ilustre prusiano, y tengo fundadas esperanzas de instruirme algo con su trato”, siguió diciendo a sus amigos en cartas escritas al borde del delirio. 

La dulzura de Caldas –por supuesto– esperaba rédito. Su correspondencia revela una modestia que no resiste un rápido ejercicio arqueológico. Solo hay que pasar levemente la paleta por la primera capa de su escritura para encontrar la soberbia a poca profundidad. Caldas estaba convencido de que merecía ese honor más que nadie. Alguna vez interrumpió la lisonja para preguntarse: “¿Podemos esperar algo de útil y sabio de un hombre que va a atravesar el Reino con la mayor velocidad? ¿Es de creer que haga buenas observaciones astronómicas, físicas, mineralógicas y botánicas en tres o cuatro meses? Quién sabe si va a llenar de preocupaciones y de falsas noticias a la Europa, como lo han hecho casi todos los viajeros”. Los investigadores suelen sorprenderse con esta interrupción en el raudal de halagos, pero no es más que la combinación de varias formas de zalamería en la búsqueda de un mismo objetivo. Se trataba de un artilugio retórico de autopromoción; una manera de decir que con su concurso en la ruta científica eso no pasaría. Si el virreinato y la Corona lo apoyaban oficialmente en esta empresa, los beneficios estaban asegurados. En todo caso fueron solo esas líneas las acerbas, unos meses después volvió al panal: “Daos priesa, yo espero con impaciencia el día de vuestra llegada a esta capital”, escribió resuelto al mismo Humboldt desde Quito –a donde se había trasladado como representante de la familia debido a un pleito por cuestiones patrimoniales–, ansioso por el retraso de varios meses que tenía la expedición.

 Si algo reforzó Caldas con la llegada de Humboldt a la Nueva Granada fue la idea de que habitaba un territorio de tinieblas. En la confianza de la correspondencia no medía palabras para mostrar su desconsuelo por esa situación, y a veces dejaba ver sus críticas por los pocos oficios de las autoridades para remediarla. La posibilidad de incorporarse a la travesía de los europeos era la mejor forma de salir de la oscuridad, y así se lo expresó a Humboldt: “¡Dichoso si puedo serviros en alguna cosa mientras permanecéis entre nosotros! ¡Mil veces más dichoso si libre de la cadena que me ata a este suelo enemigo de las ciencias, pudiera seguiros a las regiones más distantes adonde os arrastra esa sed insaciable de saber!”. Precisamente su virtud –lo dijo Humboldt en una de las entradas de su diario– estaba en los adelantos científicos que había logrado a pesar de haber “nacido en la oscuridad de Popayán” y “sin haber viajado nunca más lejos que a Santa Fe”.

Las tinieblas eran la pesadilla que asaltaba los sueños de Caldas. Apenas habían transcurrido tres semanas de haber conocido a Humboldt y ya se lamentaba porque, después de la intensa luz de su momentánea presencia, su partida los dejaría en una oscuridad aún más profunda: “¡Ah!, mi amigo –escribió a Santiago Arroyo y Valencia–, esta es una luz efímera que se nos escapa casi sin disfrutar de su influjo y beneficios. ¡Quién sabe si semejante al relámpago nos ilumina fuertemente en un instante, para dejarnos caer en tinieblas más espesas!”.

 

Naturgemälde der Anden es el más reconocido diagrama elaborado por Humboldt y Bonpland. Registra la geografía botánica del volcán Chimborazo, la montaña más alta de Ecuador.

 

 El encuentro se había producido después de casi un año de expectativa, el 31 de diciembre de 1801. Se vieron en Ibarra, al norte del actual Ecuador, lugar al que Caldas se trasladó con el ánimo de restarle unos kilómetros a la ansiosa espera y sumárselos a la compañía en el camino de vuelta a Quito, ciudad escogida como base de operaciones de la expedición. “No puedo hablar a usted más largo, porque el viaje a la villa de Ibarra es mañana, y me tiene alborotado”, fueron las líneas con las que se despidió en carta a un amigo la víspera del encuentro. Humboldt ponderó los trabajos de Caldas: usó como referencia algunas mediciones de este para hacer las suyas, se asombró de sus logros, incorporó mapas y hallazgos del payanés a sus posteriores publicaciones, e incluso lo puso por encima de Jorge Juan y Santacilia, un cosmógrafo español que acompañó la célebre Misión Geodésica de 1735 a cargo de Charles-Marie de La Condamine. “Yo ardo en deseos de seguirlo” a todos lados, dijo Caldas: a los polos y resistir los “horrores de la zona glacial”, al África y soportar “los calores excesivos del Senegal”, si fuera necesario. También le escribió a Antonio Arboleda contándole los privilegios de estar cerca al prusiano y del pesar que le dejaría su partida: “El uso y la forma de todos sus instrumentos; las experiencias, y sobre todo sus discursos, me arrebatan y me hacen sentir anticipadamente el dolor mortal de perderlo”. 

 El febril cabildeo epistolar de Caldas con los amigos influyentes dio resultado: José Celestino Mutis, director de la Expedición Botánica, decidió patrocinar su incorporación al proyecto si Humboldt así lo estimaba. Partirían de Quito hacia Lima, para luego subir, con escala en Guayaquil, por el océano Pacífico hasta Acapulco, en el Virreinato de Nueva España. Pero Humboldt dijo que no. Prefirió llevar a Carlos de Montúfar, un apuesto joven, hijo de Juan Pío de Montúfar –segundo marqués de Selva Alegre, miembro de una de las familias insignes del notablato quiteño–, con quien había establecido una estrecha relación. Para Caldas fue como si le diseccionaran el corazón en mil pedazos: “Todo el vasto edificio de mis proyectos se desploma; todo desaparece como el humo”, dijo. Humboldt jamás se refirió al caso, Caldas sí, y bastante. Se desahogó en largas cartas en las que atribuyó la decisión al carácter “locuaz” y “amante de la diversión” de Humboldt, y a su enfermizo entusiasmo con unos “jóvenes obscenos y disolutos [...] que no saben sumar, que no conocen ángulo”. Él, en cambio, conservaba “cierto grado de lentitud en operaciones”, era “taciturno, de una vida un poco austera, y amante del retiro; semblante tranquilo; rara vez risueño, no salta, no canta, no corre, no lucha”. Ni canta, ni baila, ni come fruta, diría un cubano. Allí estaban –decía Caldas– las razones por las cuales el prusiano desestimó su marcha con el grupo de expedicionarios: Humboldt lo juzgaba “severo, inflexible y triste”. Caldas lo admitía. La religión y “unos padres celosos de la pureza de sus hijos” –que según decía incluso lo habían oprimido– canalizaron sus pasiones. Humboldt en cambio cruzaba “sus debilidades con las sublimes funciones de las ciencias”. Quien no fuera capaz de vencer –¿quizá como lo había hecho él?– esa pasión que lo dominaba no merecía la gloria y debía dedicarse a la vida profana y no a la ciencia: “Deponed esos instrumentos, ved a pasar una vida oscura y afeminada en medio de placeres”.

Uno no puede tomar a rajatabla todo lo que se dice en el epistolario intelectual de la época. Dentro de las manifestaciones de los espíritus cultivados de entonces la correspondencia efusiva tenía un valor estimado. Lo que demuestra ese nutrido intercambio postal de los siglos XVIII y XIX –afirmó el teórico alemán Reinhart Koselleck– es que “toda vida era simultáneamente real y literaria”. Pero tampoco es que fuera muy común que un amigo le confesara a otro que estaba unido a él con cadenas; que “siempre que tú a través de largos años me correspondías con frío desprecio, siempre que tú me repelías, yo me estrujaba más a ti”, como le escribió Humboldt al teniente Reinhard von Haeften. La homosexualidad de Humboldt ha sido tratada con pinzas; “de un modo muy caballeresco, es decir, como un secreto vergonzoso”, dice Mary Louise Pratt en su libro Ojos imperiales: literatura de viajes y transculturación. Tampoco es un tema que le interese mucho a Andrea Wulf en su reciente y celebrada biografía, donde despacha el affaire Humboldt-Caldas-Montúfar en un párrafo que comienza con un dejo de justificación: “Montúfar no era científico, pero aprendía rápido, y no parece que a Bonpland le molestara la nueva adición al equipo”. Con Caldas la cosa también es compleja. En 1959, el destacado investigador y botánico jesuita Enrique Pérez Arbeláez escribió un par de textos para El Tiempo, reproducidos por la Revista de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en la coyuntura de la conmemoración de los 190 años del natalicio de Humboldt, con el objetivo de limpiar “el espíritu científico y humano de estas dos figuras próceres de nuestros albores de pueblo independiente y culto”. Para Arbeláez la homosexualidad de Humboldt –y de paso la de Caldas y Montúfar– no era más que un embeleco de modernos biógrafos embriagados de freudismo en su obsesión por revelarnos los “abismos de los genios”.

A mi parecer, continuamos con un problema de enfoque, de lectura del contexto temporal y de prejuicios. Es entendible que a mediados del siglo pasado alguien considerara necesario “limpiar” el honor de un proclamado héroe de la patria por los rumores sobre sus preferencias de alcoba: para entonces nadie podía concebir que uno de los protagonistas principales del discurso fundador de la nación fuera homosexual. La lógica construida para resarcir la memoria varonil de la patria y para sosiego del espíritu era la siguiente: a ninguna persona sensata podía caberle en la cabeza que los homosexuales participaran en un asunto que necesitaba de tanta hombría como la Independencia, de modo que si Caldas y Montúfar habían sido figuras destacadas en los prolegómenos de la emancipación de Colombia y Ecuador, respectivamente, además de mártires del Terror español, era prueba suficiente para poner en duda los rumores sobre su “desviada” orientación sexual. Algo tan caro como la libertad no era un asunto de afeminados. La situación es que los investigadores e investigadoras serios en el siglo XXI siguen tratando el tema de soslayo. No desde la negación –como se estilaba–, pero sí desde la falta de atención a una variable considerada solo como un chisme que si acaso merece una breve nota al calce –es cierto que muchos se han acercado al tema movidos por el cotilleo histórico–, pues resta profesionalismo y seriedad a sus documentados análisis sobre la construcción de las hegemonías científicas y las relaciones centro-periferia en los siglos XVIII y XIX.

Quizá es hora de abordar con rigor y gracia un tema que aportaría a las líneas de análisis propuestas: el lugar desde el cual cada uno de estos sujetos hace y dice, pero también cómo este influyó en la manera en que construyeron y asumieron su sexualidad, y la representación que de ella hicieron los que luego historiaron sus vidas. Me arriesgo: Humboldt, sabio, cosmopolita y rico, fue constructor y cultivador de un nuevo orden en el que “había –como ha dicho Koselleck a propósito de la interpelación alemana a la Ilustración– numerosos caminos abiertos para encontrarse a uno mismo”; el prusiano entendió la naturaleza como el escenario de la libertad y descubrió en América –territorio del exceso y la exuberancia– la idea de Naturgemälde, un ecosistema de interrelaciones donde también cabía el disfrute de su sexualidad, sin dejar de moverse libremente y alumbrar como la luciérnaga de la ciencia mundial. 

Santiago Díaz Piedrahita se atrevió a señalar en un artículo que “con seguridad Caldas poseía tendencias homosexuales que jamás dejó aflorar”. Y aunque las pruebas de su orientación sexual no tengan la contundencia lúbrica de las cartas de Humboldt, de él nosotros podríamos decir que, sabio, provinciano y escaso de recursos materiales, convirtió su vida en una cruzada –a veces torpe y cursi– por alcanzar lo que consideraba la luz en medio de las tinieblas; se aferró a la ciencia como una herramienta de reconocimiento, a costa de autorrepresión, sacrificios y privaciones. Más que construir un orden, fue prisionero del mismo y desarrolló una rígida taxonomía de prejuicios de la que fue víctima, y muy a pesar de sus logros, vivió en la opacidad de las polillas.  

ACERCA DEL AUTOR


Javier Ortiz Cassiani

En 2019, Libros Malpensante publicó El incómodo color de la memoria, una compilación de sus ensayos, columnas y perfiles sobre la raza negra. En 2020 se lanzó una segunda edición aumentada. Es columnista habitual de esta revista.