Colombiana

Un perfil de Mariana Velásquez

Para la estilista de comida más importante del país, los alimentos pueden ser en sí mismos herramientas artísticas, a la manera de óleos sobre un lienzo, y a su vez coloridos fogonazos de nostalgia.

POR Santiago Erazo

Noviembre 12 2021
© Gentl & Hyer.  Vestido de la colección Looking for the Masters.

Vestido de la colección Looking for the Masters.

 

Para Erik Satie, el compositor francés, fue el blanco. Era necesario que todas sus comidas incluyeran únicamente alimentos de color blanco: leche, sal, coco, pollo cocido, nabos, salchichas alcanforadas, algunos pescados sin piel. Una obsesión que quizá guardaba relación con varias de sus extensas piezas, como Vexations, en las que el sonido, a fuerza de repetirse ad infinítum, parece un paisaje en pleno invierno, o es la nieve misma repitiéndose contra las ventanas y sobre los tejados.

 

Parte de la Cena rosa que Mariana presentó  en varias ciudades del mundo.

© Gentl & Hyers. Parte de la Cena rosa que Mariana presentó en varias ciudades del mundo.

 

Para Luis Barragán, el arquitecto mexicano, fue el rosado. Solía exigir que sus almuerzos se prepararan solamente con insumos de color rosa; una excentricidad que cobra sentido al observar las sobrias paredes rosadas de sus construcciones, inspiradas en las tonalidades de las buganvilias. Mariana Velásquez, la estilista de comida, nacida en Bogotá y radicada en Nueva York desde hace más de veinte años, conoció la historia de Barragán en un aeropuerto, en vísperas de una boda a la que había sido invitada. Allí compró la edición del New Yorker que publicó la historia de Jill Magid, una artista norteamericana que fundió en un diamante las cenizas del arquitecto mexicano más importante del siglo XX. Desde ese momento, Mariana emprendió una búsqueda febril por conocer más sobre Barragán y su obra, lo que la llevó a descubrir la obsesión rosa del arquitecto. Obsesión que inspiró un proyecto itinerante: crear una serie de cenas elaboradas con alimentos rosados, llevadas a cabo en Hong Kong, Macao, Nueva York y Bogotá. 

 

Taquitos de atún, ensalada de pulpo, radicchio, setas coral y ensalada de pitaya con uchuvas e higos del desierto para la Cena rosa.

© Gentl & Hyers. Taquitos de atún, ensalada de pulpo, radicchio, setas coral y ensalada de pitaya con uchuvas e higos del desierto para la Cena rosa.

 

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“La armonía del color es un hilo conductor”, dice Mariana. La del rosado fue una narrativa que urdió desde Oriente hasta Occidente, pero no ha sido la única. En Colombiana, su más reciente libro de recetas, publicado este año por la editorial Harper Wave, el recorrido por la tradición gastronómica de Colombia es igual de sinuoso al de la memoria cuando reconstruye el propio pasado. Y si bien su vida ha transcurrido más en territorio norteamericano que colombiano, al punto de que el español se ha herrumbrado poco a poco en su cabeza, es este último lugar –Colombia– el que ha anidado con mayor fuerza dentro de ella.

Como cuando vivió en el valle del Sinú –en Sincelejo, Lorica, Tolú, Corozal y Coveñas– y se acostumbró a ver desfilar sobre la mesa el pan de corraleja, las bolitas de ajonjolí y los diabolines con refresco de cola, al igual que la comida libanesa heredada de su parentela. O como cuando se asentó con su familia en los Llanos Orientales –en Puerto López y San Martín–, donde veía a su abuela preparar, en un horno de leña, desde pandeyucas y berenjenas asadas hasta arequipe en una paila gigante de cobre, y donde se erigía con estoicismo un árbol de carambolo que nunca dejaba de dar frutos. Los carambolos se despeñaban vez tras vez de la copa del árbol, con sus cinco puntas que los hacían parecer astros en caída libre, desgajándose del cielo, pero su familia no sabía qué hacer con ese maná ácido y al tiempo dulzón: preparaban mermeladas, dulces, conservas, postres y jugos que les ofrecían a todos en la casa, pero los carambolos no se acababan.

Esos dos lugares, las sabanas del Caribe y los Llanos, están hermanados por sus condiciones geográficas –amplias extensiones de tierra sin montes o montañas que ericen su relieve–, así como por lo que Mariana llama “el maravilloso uso de los lácteos y sus procesos artesanales, desde la cuajada y el suero costeño hecho en caja de madera, hasta el queso salado”. Pero también, en ambos paisajes, ella descubrió que toda comida está habitada por un hálito de emotividad. Cuando murió su abuela materna, vio cómo el duelo también se vivía en la mesa del comedor, pues las recetas que ella preparaba eran la argamasa que, en buena parte, unía a su familia. Cocinar, entonces, se convirtió en la forma de “mantener viva la presencia de la abuela y de seguir recordándola a través de esos sabores”. 

 

Homenaje a los empaques elaborados con fibras naturales; desde el bocadillo veleño hasta el queso de Hobo, Huila, y El Espinal, Tolima.

© Gentl & Hyers. Homenaje a los empaques elaborados con fibras naturales; desde el bocadillo veleño hasta el queso de Hobo, Huila, y El Espinal, Tolima.

 

Con la distancia que brinda el tiempo y la lejanía, la estilista de comida logró ver con nuevos ojos –casi los de una extranjera– la gastronomía de su país. Más allá de la nostalgia suscitada por los alimentos que apuntalaron su educación sentimental, encontró en las plazas de mercado lo que ella llama “el alma de la cocina colombiana”: en la variedad de frutas, verduras y legumbres, incluso en los recipientes en que están dispuestos –canastos, poncheras, bateas de peltre–; o en la diversidad lingüística para referirse, por ejemplo, a ese tentempié que se consume en algún momento del día, de la mañana o de la tarde, y que en las distintas regiones del país lleva varios nombres: el “algo”, las “onces” o el “entredía”.

 

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Hay un hambre y una sed del ojo, parece decir el trabajo de Mariana Velásquez. No basta con que la comida entre en la boca y se disuelva y se aglutine y se transforme dentro del cuerpo. Hace falta alimentarse con la mirada; dejar que las imágenes que proyecta una preparación se derramen dentro de las pupilas, como un hielo derritiéndose bajo el sol. En eso consiste su labor como food stylist. Para Mariana, los grandes chefs de la cocina francesa, como Brillat-Savarin, con esas ambiciosas puestas en escena de sus terrinas, patés, gelatinas y productos de charcutería transformados en esculturas comestibles, fueron los primeros estilistas de comida. Luego la disciplina devino en una triste actividad: el maquillaje de alimentos. Todo era mentira. La espuma de la cerveza se falseaba con crema de afeitar para que no se desvaneciera bajo los reflectores mientras el fotógrafo la capturaba con su lente. Lo mismo ocurría con otros productos de cadena fría, como los helados. Ahora, con la fotografía digital, los procesos son distintos, algo que incluso privilegia la conservación de los productos luego de ser fotografiados.

Flan de coco del menú "Lillet and lentils", que aparece en el libro Colombiana.

© Gentl & Hyers. Flan de coco del menú "Lillet and lentils", que aparece en el libro Colombiana.

 

Mariana es hija de esta época en que los alimentos pueden ser retratados en sus momentos más vitales, como si dentro de ellos se escuchara el latido de lo perenne y lo real. Encontró su vocación mientras trabajaba en la revista Saveur, en la que investigaba y desarrollaba recetas. Para una de las ediciones de la revista, el equipo editorial había elaborado un artículo sobre comida en Pakistán. Pero a la fotógrafa que viajó y realizó todo el reportaje le hicieron falta varias fotos para una de las recetas mencionadas en el artículo. Mariana tomó las fotografías en una “cocina de prueba”, como la llamaban en Saveur. Al ver las imágenes de los platos, la fotógrafa le dijo: “Tienes una mano increíble para el food styling, deberías dedicarte a eso”.

En Colombiana se puede comprobar cómo el consejo de aquella mujer llegó a buen puerto. No solo llama la atención la disposición armónica de los alimentos en las fotos, o la intuición afilada que compone con plasticidad los colores en cuestión, sino también los atuendos de la misma Mariana. En varias de las fotos se asoma un vestido de Johanna Ortiz que parece haber sido escogido cuidadosamente para la atmósfera planteada. Y en general esa prenda sosa que es el delantal de cocina se vuelve en ella un lienzo más, un “lugar de orgullo”, según sus palabras; por eso viste sus propios diseños, los vuelve un elemento más de sus puestas en escena. Es, en fin, la certeza de que la moda y la gastronomía están cortadas con la misma tijera. La prueba de que la comida también puede emperifollarse.

 

Cóctel de naranja agria y Lillet acompañado con cerezas.

© Gentl & Hyers. Cóctel de naranja agria y Lillet acompañado con cerezas.

ACERCA DEL AUTOR


Santiago Erazo

Es el editor de El Malpensante. En 2019, recibió el Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia. Ese año publicó su primer libro, el poemario Una llaga en el cielo (Premio Nacional de Poesía Obra Inédita de la Tertulia Literaria de Gloria Luz Gutiérrez). Parte de su trabajo ha sido incluido en revistas nacionales e internacionales, así como en varias antologías de poesía, y traducido al chino para el libro El canto del cóndor, antología de poesía colombiana contemporánea (Uniediciones, 2021).