Desayuno a la carta

Un cuento de Andrés Hoyos. 

Ilustrado por Silvana Perdomo. 

POR Andrés Hoyos

Agosto 04 2023
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–¿Café? –pregunta el mesero.

–No, té, por favor –dice Luis Amaya.

–¿Y usted?

–A mí sí tráigame un café, gracias, con un poco de leche –dice Graciela Olarte, quien acaba de llegar y tiene el cabello mojado, peinado hacia atrás.

Vestido él de negro, ella de gris oscuro, Graciela y Luis están sentados ante una mesa que, dada la hora, es obviamente la del desayuno. Él se ha puesto contra la pared, ella en el asiento libre de enfrente. Graciela ha dejado una gabardina y un maletín en uno de los puestos vacíos, mientras Luis dejó un periódico ya ojeado en el otro. El restaurante no es una de esas máquinas de alta cilindrada que procesa comensales por cientos, sino un lugar de espacios pequeños que emana una gracia tranquila. Hace parte de los establecimientos que han acumulado una personalidad definida y exitosa a través de los años. Los dos comensales miran la carta al tiempo; a ninguno le gusta el desayuno en bufet y justamente por eso han escogido un restaurante en el que se puede pedir a la carta.

Graciela y Luis no discuten las opciones que ofrece el lugar, quizá porque tras años de relación se conocen las rutinas. Ambos cierran la carta y esperan a que venga el maître a tomarles el pedido. Llegado el hombre con su libreta, Graciela pide huevos poché, Luis una omelette de jamón no muy hecha, y para ambos croissants, frutas, queso y jugo de naranja.

El mesero trae pronto el café con leche para ella y el té para él. Ninguno de los dos le pone azúcar a su bebida. Llegada la canasta de panes, ambos toman un trozo de croissant y se lo comen de forma maquinal y lenta, como si el tiempo estuviese pesado. Ella pregunta:

–¿Algo importante en el periódico?

–No, nada importante en el periódico –responde él.

–Ah.

El mesero ofrece más jugo de naranja y Luis acepta; no así Graciela.

–Entonces... –insinúa ella.

Luis abre el periódico en la página 9 y le muestra a Graciela una esquela mediante la cual ellos dos invitan al entierro del padre Lucas Osorno al final de la mañana.

–¿Recuerdas la última vez que desayunamos aquí mismo con el padre Lucas? –pregunta Luis.

–Sí, lo recuerdo. Lucas siempre con ese ánimo de tratar de repararnos el alma averiada.

–Genio y figura hasta la sepultura –dice Luis.

–Sepultura a la que irá a parar hoy. Nada menos.

El padre Lucas, así apodado por haber sido jesuita durante muchos años hasta que a fines de los años ochenta colgó los hábitos, nunca se supo bien por qué razón, tenía con Graciela y Luis una relación un pelín exótica: se conocieron diez años atrás como miembros de la sociedad local de ornitología, pues los tres eran muy aficionados a las aves y a su avistamiento. Una vez al mes, sin falta, el padre Luis organizaba un paseo de tres o cuatro días a algún santuario. A veces iba más gente; a veces solo los tres.

–Como de costumbre, el padre bajará a la sepultura muy acompañado –dice Luis.

–Sí, pero tal vez eche de menos a sus viejos compañeros de la Compañía de Jesús, con quienes perdió casi todo contacto.

–Cierto, tengo entendido que en la comunidad muchos lo veían como un traidor.

–Vaya una a saber qué humores circulan en alguien que dedica toda su vida a adorar un crucifijo.

–A ver –dice Luis–, ya que por acá nos ronda su fantasma, te voy a confesar que yo pensaba que en lo nuestro casi todo estaba dicho y que, muerto el padre Lucas, nuestras vidas se iban a dispersar.

–Pa qué, pero yo pensaba algo parecido.

Luis aprovecha la llegada de la omelette para comer un poco y tomar varios sorbos de té. Graciela escarba sus huevos poché muy despacio y apenas prueba su café con leche.

–Nada más fácil en estas materias que hablar en japonés y decir “sayonara” –dice Luis.

–Tú y tus formulaciones exóticas, querido Luis.

–Sin embargo, queda el espinoso tema del amor. ¿Qué es, dónde se esconde, subsiste o también se está despidiendo de nosotros como el padre, o expadre, Lucas?

Graciela mira a Luis con intensidad.

–Mi desliz, como supongo que los varios tuyos previos, fue bastante accidental y accidentado.

Luis recuerda vívidamente un episodio reciente. Él estaba en un club elegante con tres amigos, jugando al billar y tomando cerveza. La mesa era solo para ellos cuatro.

–Huy, hermanito, no lo puedo creer –le dijo uno de sus amigos–. Tú y Graciela parecían la pareja modelo. ¿Qué pasó?

–Que la pillé.

–¿Tú la pillaste? Pero si todos aquí sabemos que el infractor habitual siempre fuiste tú. Ustedes parecían estables porque ella no reaccionaba.

–¿Cómo es que se llama ese tiempo verbal? –preguntó Luis.

–¿Cuál?

–“Reaccionaba”.

–Imperfecto –dijo uno de los amigos billaristas.

–Muy justo el nombre, “imperfecto”.

Ahora, con Graciela enfrente, Luis pone la taza de té sobre el plato.

–El tiempo en el que se cuentan esas cosas se llama justamente el “imperfecto” –dice.

–Preguntabas por el amor –dice Graciela–. Para eso no aplica el tiempo perfecto.

–Así los boleros digan lo contrario.

–Los boleros están pasados de moda, mi querido Luis.

–¿Y entonces qué piensas hacer? –pregunta él cuando ve que ella ha terminado su plato de frutas y el croissant.

–No sé, por lo pronto ir al entierro –responde Graciela sin emoción o apenas dejando que por un instante se instale una leve perplejidad en su gesto.

–Claro, vamos.

Luis pide la cuenta y la paga con un par de billetes. Espera a que Graciela termine, y cuando ella se pone de pie, él también lo hace. Al salir del restaurante son las 9:45 de la mañana, y el entierro, oficiado en una iglesia que queda a pocas cuadras de allí, es a las 11 de la mañana. Lucas y Graciela aprovechan la hora larga que tienen para pasar por una librería cercana, que abre justo a las 10.

Revisando la oferta en materia de ornitología, tema que cuenta con cierta popularidad reciente entre el público lector, Luis hojea un bonito y vistoso libro, titulado La sabiduría de las aves, de Tim Birkhead.

–¿Lo conocías? –pregunta Graciela.

–No.

–Yo leí otro libro de Birkhead –dice ella–. Y ya ves, su investigación trata bastante sobre la promiscuidad en las aves, no solo la masculina sino la femenina. Al parecer ambas tienen un papel muy útil en la evolución.

–Sí, aquí la solapa habla de eso. Voy a comprarlo.

Después de pagar, a Luis le dan una bolsa de papel grueso con un par de asas.

Al rato ambos llegan al entierro. Lucas lleva la bolsa con su libro. La ceremonia está bastante asistida, aunque quizá no llegue a haber cien personas.

Oficia el ritual un cura ofrecido por la parroquia. Sobre el ataúd, lo único notable y hasta raro es un fino sombrero de jipijapa que alguien colocó encima del lugar donde de seguro está la cabeza del muerto. En su breve homilía de fórmula, el cura no menciona que Lucas Amaya alguna vez fue jesuita. Terminada la misa, Graciela y Luis caminan lentamente hacia la salida. En la última banca Graciela divisa a una mujer. Es claramente mestiza, con un fuerte rastro de sangre indígena en la piel, pese a ser más alta de lo que es corriente en esa población. Vestida de verde de arriba abajo, su figura se ve envuelta en una profunda tristeza. Lágrimas nuevas ruedan sobre las que son evidentemente lágrimas secas. La mujer está flanqueada por un niño de por ahí nueve años.

Graciela no sabe su nombre, así que se la señala a Luis, quien la observa con cuidado.

–¿Quién es? –pregunta ella, una vez ya están afuera.

Luis medita un instante. Después dice:

–Tiene que ser Iris.

–¿La conoces?

–Me enteré de su existencia, pero el padre Lucas nunca me la presentó. Entre los jesuitas como que le enseñaron a guardar secretos.

–Recordarás que cuando nos conocimos él todavía era jesuita –dice Graciela.

–Sí, hasta que en un paseo nos dijo que dejaba la Compañía de Jesús sin darnos mayores explicaciones.

–¿Iris fue la razón para que el padre Lucas dejara la Compañía de Jesús?

Luis alza las cejas en señal de perplejidad.

–Pues ahora que lo mencionas, puede que sí. Claro, tiene que haber sido sobre todo por el niño que está con ella. Porque me late que…

–Ya, ya, tanto mirar a las aves aparearse…

–Nunca hablamos de la parte humana abiertamente –dice Luis–, pero el padre Lucas sí se interesaba mucho en el tema del que trata Birkhead en sus libros. Decía que la naturaleza es sabia en esas materias, aunque después no se refería a cómo aplicar la doctrina a nuestra especie de bípedos.

–El ciclo de vida de los pájaros es mucho más raudo que el nuestro, Luis, aunque entre los humanos los plazos también se cumplen, sobre todo para las hembras.

–Sí, querida Graciela. Los 37 que tú tienes ya se acercan al límite si deseas tener hijos.

–Lo sé, mi querido Luis, es ahora, mañana o nunca. Raro que ha sido nuestro romance, pero poco hablamos de eso.

Luis miró a Graciela con algo de ternura.

–A mí me gustan los niños, y hablo en plural, porque el ideal es que sean dos o hasta tres.

Graciela hace un gesto de interrogación.

–¿Tú crees que el padre Lucas e Iris, la mujer que acabamos de ver llorando...?

–Sospecho que solo tuvieron al niño que estaba con Iris. Ojo que el padre nunca me lo mencionó. Y vaya que, según parece, a Iris ya la edad reproductiva le pasó.

Afuera de la iglesia, Graciela nota que el niño que acompaña a la mujer que lloraba lleva calados unos binoculares finos que le resultan conocidos. Toma a Luis de la manga y se los señala con discreción.

–Huy, sí, querida. Esos binoculares Swarovski eran del padre Lucas.

–Según eso, no queda duda del parentesco.

–Pues...

En ese momento a Luis le pasa rauda una película de recuerdos por la mente. En ella, va solo en el jeep Montero del padre Lucas a un paseo de avistamiento de aves –no recuerda por qué Graciela esa vez no iba– y Luis detecta en el asiento de atrás el peluche de un loro verde.

–¿Y ese loro, padre?

El padre se volteó a mirar el peluche.

–Es que los loros verdes traen buena suerte, querido Luis.

–¿Es suyo?

–Sí y no o todo lo contrario. Pertenece a un futuro ornitólogo muy aplicado.

–Ah.

Luis le cuenta a Graciela el recuerdo y ella hace cara de perplejidad.

–Ya ves, yo en una ocasión creí ver de lejos al padre con la madre y el niño. No me acerqué para no ser inoportuna. ¿Futuro ornitólogo?

–Solo un futuro ornitólogo lleva binoculares a un entierro.

Terminado el entierro, de seguro se llevan el féretro a un horno crematorio al que los deudos no están citados. Luis acompaña a Graciela a su apartamento. Pese al largo romance de más de quince años que han tenido, por precaución ambos tienen su propia casa. Luis le da un beso largo en la mejilla que ella recibe con agrado.

–Supongo que después de la tempestad viene la calma –dice él.

–Sí –dice ella–, solo que la calma toma unos días en llegar.

–Quiero que completemos e imprimamos el álbum de nuestros paseos. Ya llevamos diez años yendo a ver aves, ¿sabes?

–El tiempo se pasa volando, sobre todo cuando de plumas se trata.

–¿Te encargas tú o me encargo yo?

–Mejor lo hago yo, Lucho querido. Recordarás que soy fotógrafa profesional, mientras lo tuyo es puro palabreo.

“Palabreo”. Luis sonríe sin rectificar, como tal vez hubiera querido hacerlo. Y se va.

 

 

ii

 

El viernes siguiente Luis recibe una llamada de celular de Graciela, cuya cara sonriente aparece en el identificador de la pantalla. Él contesta también sonriendo:

–Hola, Graciela querida. Dichosos los oídos.

–Hola, mi querido Lucho. Te cuento que cumplí mi tarea y te tengo impreso un libro empastado con una gran selección de las mejores fotos de nuestros paseos.

–Supongo que el difunto padre Lucas figura mucho.

–Supones bien, querido. El padre asomaba la cara con frecuencia cada que yo sacaba la cámara. Incluso me pedía que le enviara fotos por correo.

–Sí, claro. ¿Quién crees que ahora se ocupará de su cuenta de correo?

–Pues… ¿Iris?

–Vaya uno a saber si ella tiene acceso al apartamento del padre, o si serán solo sus dos hermanas. Lucas tenía buena pluma, eso sí. Tanto que hasta un libro se podría sacar con sus textos.

–El que sabe del tema de la edición eres tú, Lucho.

–De repente le propongo algo así a la familia.

–Bueno, pero para ver nuestro libro vas a tener que venir a cenar a mi apartamento, con un buen vino bajo el brazo.

–¿Cuándo?

–Mañana en la noche, tipo siete y media.

 

 

iii

 

El penthouse de Graciela Olarte en las Torres del Parque está decorado con elegancia y, por designio del arquitecto Rogelio Salmona, tiene una magnífica vista sobre Bogotá. De día, si hace sol entra muy buena luz, y eso calienta el ambiente. Por todas partes están colgadas fotos de la dueña de casa, ampliadas y enmarcadas. Aunque predominan los paisajes en blanco y negro, hay unas cuantas a color. También hay un cuarto oscuro y varios aparatos de ampliación.

La noche está estrellada y se vale cenar en la terraza, bastante poblada de plantas que durante el día sirven además para atraer a muchos colibríes. De hecho, hay tres fotos en colores de los colibríes que abundan en la terraza de Graciela, donde ella ha ido poniendo las especies cuyas flores se sabe que los atraen. Graciela a lo largo de los años ha rotado petunias, corazones de María, salvias, zinnias, achiras, mermeladas, abutilones y fucsias. Hasta tuvo un borrachero, que tiene el inconveniente de que una persona no debe exponerse a su polen, pues marea. No por nada es la fuente de la escopolamina. Prefirió arrancarlo.

Según la costumbre, Luis está a cargo de la comida, mientras Graciela pone la mesa, con copas barrigonas. Esta noche habrá un maigret de pato traído de Francia. Pese a que numerosos amigos de ambos se han vuelto vegetarianos y hasta veganos para afectar menos al medio ambiente, ninguno de los dos ha seguido la moda. La teoría de Luis es que la especie Homo sapiens es omnívora por naturaleza.

No en su terraza, sino en el Jardín Botánico, Graciela logró tomarle una foto a un colibrí pico de espada, con su pico gigantesco. Los colibríes son especies exclusivas de las Américas, como alguna vez lo fueron los tomates, los aguacates, el cacao o el caucho.

Terminada la dosis de antipasto, pero antes de servir el plato fuerte, Graciela toma un sorbo de vino y pregunta:

–Entre otras, mi querido Luis, ¿qué apellido tiene Iris?

Luis alza las cejas.

–No sé, querida. Supe alguna vez que se llamaba Iris, pero su apellido no se mencionaba.

–¿Y eso?

–Ni idea, querida.

–¿A lo mejor porque no era tan fácil de pronunciar, por venir de alguna comunidad nativa?

–Mmm. Sí y no o todo lo contrario, como solía contestar a veces el padre Lucas. A él el origen encumbrado o no de su amada o de su presunto hijo le importaba un comino, así que no creo. Otro cantar es que en eso haya intervenido el famoso subteniente.

–Un subteniente que con frecuencia es comandante –dice Graciela.

–Tú lo has dicho. Ninguno de nosotros tiene prejuicios hasta que aparecen en todo su esplendor. Porque vaya que Osorno es un apellido de clara sonoridad española, y de piel blanca por tradición, claro.

–Metámosle Google al asunto. Nunca se sabe cuándo salta la liebre.

Luis se sentó ante el computador de Graciela e hizo varias búsquedas: “Lucas Osorno” e “Iris”. En una de ellas saltó una foto vieja. Ahí el padre Lucas, veinte años más joven o hasta más, aparecía con “Iris Cipagauta”. Ampliando el asunto en la pantalla, se notaba que sí podría ser la misma mujer, si bien no había una certeza al 100 %, dado el carácter borroso de la imagen.

Buscando más referencias, al apellido “Cipagauta” le aparecía una vieja ascendencia indígena, si bien era notorio por las fotos de los muchos Cipagauta que el apellido había entrado a los mestizajes con claridad. Había físicos, abogados, profesores, tipógrafos con ese apellido. Eso sí, la vinculación aparecía muy mayoritariamente relacionada con Colombia.

Graciela se tomó otro sorbo de vino, mientras Luis traía ya servidos sendos platos con el maigret, acompañado de ensalada y puré de papa criolla.

–Te propongo algo, querido Luis. Busquemos a Iris, la invitamos a cenar un día y le pedimos que nos cuente su historia.

–Vaya uno a saber si a estas alturas le interesa contársela a un par de semiextraños como somos nosotros.

–Pues averigüemos.

–Bueno, yo me encargo de buscarla. Al menos ya sospechamos cuál es su apellido.

–Ok, pero según eso, lo de nuestro alejamiento se aleja, al menos hasta ese día, ¿o no?

Luis respira profundo antes de hablar:

–De acuerdo, por ahora no nos toca hablar en japonés: nada de “sayonara” todavía.

–¿Nos damos mínimo un mes? –propone Graciela.

–¿Un mes? Un mes no es tan pronto.

–Sabes bien que salgo de viaje de trabajo –dice Graciela–. Nada que ver con accidentes.

–Ok, pero nos tocará empezar a conjugar los verbos en otro tiempo, en futuro o al menos en condicional –dice Luis.

–Tú eres el gramático de esta pareja, querido.

–No es optimismum tremens, pero algo me dice que el espíritu del padre Lucas nos ronda y nos sugiere que sí le demos a esto un nuevo envión. ¿Quién quita?

Ella se levanta en seguida y le da al hombre un lento beso en la mejilla, agarrándole la cara con ambas manos. Tras el beso le dice:

–Prefiero que esta noche no la pases aquí, Luis querido. Tengo muchas cosas en qué pensar.

–Concuerdo contigo, querida.

–Adiós, pues. Y te me cuidas, ¿no?

Él asiente sin palabras y se queda sentado terminándose el postre, unas brevas caladas en panela, con queso. Su sonrisa insondable no delata emoción alguna.

Antes de que Luis se marche, en el aparato de sonido de Graciela se oye la voz de Toña la Negra cantando un conocido bolero de Agustín Lara, que dice:

 

Es justa la revancha, y entretanto,

sigamos engañando al corazón.

 

A veces los boleros se prolongan.


 

andrés hoyos (bogotá, 1953). Escritor, columnista y fundador de la revista El Malpensante. Es autor de Conviene a los felices permanecer en casa, Vera y Los hijos de la fiesta, entre otros libros. La tía Lola, publicada en 2022 por el sello Seix Barral, es su última novela.

Ilustración Silvana Perdomo 

ACERCA DEL AUTOR


Andrés Hoyos

Escritor, columnista y fundador de la revista El Malpensante. Es autor de Conviene a los felices permanecer en casa, Vera y Los hijos de la fiesta, entre otros libros. A finales de 2022, el sello editorial Seix Barral publicó La tía Lola, su más reciente novela.